Decides confiar en las voces y aceptar la ayuda que te ofrecen. Ahora una de ellas dice:
—Por aquí. Agáchate detrás del hielo.
Te deslizas entre los macizos helados y una vez detrás de ellos te aplastas contra el suelo. Unos segundos después el gigante ya está en la escalera pasando por tu lado.
En cuanto desaparece de tu vista te incorporas y miras a tu alrededor para averiguar quién te salvó. Lo único que ves son los extraños terrones de hielo.
—¿Dónde estáis? —Susurras.
—¡Aquí! —Responde una de las voces.
Sigues sin ver a nadie, pero momentos después los extraños bloques de hielo empiezan a moverse. Se deslizan lentamente hacia ti hasta rodearte. Parecen cubos de hielo pero hablan y se mueven. ¿Qué serán?
Como si hubiera leído tu mente, el terrón más grande se desliza, deteniéndose delante de ti.
—Somos los. Guardianes —dice—. Siempre hemos sido los guardianes de Shanafria. Somos los elementos de la tierra. Estamos aquí para proteger y usar sabiamente los Fuegos Terrestres que vosotros llamáis diamantes.
El Guardián prosigue su relato:
—Ahuecamos la montaña y construimos la gran bóveda y la columna de hielo. Durante siglos estuvimos solos… construyendo, trabajando en las minas y viviendo pacíficamente con la naturaleza. Pero llegaron los monstruos comandados por el gran gigante de hielo. Al principio unos pocos… pero cada vez más y más. Trajeron la muerte y la destrucción a nuestra pacífica montaña. Sin embargo no les interesa la belleza de los Fuegos Terrestres. Según hemos podido oír en sus conversaciones, los juntan para poder pagar a un numerosísimo ejército de orcos y apoderarse así de toda la región. Asaltan todas las caravanas que pasan por Shanafria para capturar esclavos que después trabajan en las minas.
Después de una breve pausa, el Guardián continúa:
—Sólo existe una manera de impedir que los monstruos sigan arrasando nuestra montaña y asaltando a los viajeros desprevenidos. Tenemos que destruir Shanafria y empezar de nuevo. Si estás dispuesto a ayudarnos, nosotros te ayudaremos a ti. Si te niegas, tienes muy pocas posibilidades de escapar sano y salvo.
Por fin comprendes el motivo por el cual las caravanas de víveres no llegaban a Aralia. Los Guardianes son en este momento tu única oportunidad de sobrevivir.
—Guardianes, os ayudaré con todas mis fuerzas. Nuestro objetivo es el mismo. Decidme cómo se ha de llevar a cabo nuestra misión.
—La tarea es difícil y peligrosa —dice el bloque más grande—. Requiere un gran coraje. Quizá no sobrevivas. Pero será mucho más fácil para ti que para nosotros que sólo nos podemos desplazar muy lentamente. Es por ello que durante este tiempo no hemos podido actuar. Aunque también gracias a ello los invasores nunca han reparado en nuestra presencia. Creen que somos simples bloques de hielo.
Un estremecimiento te recorre la médula, pero no contestas.
—La clave es la columna —sigue explicando el Guardián—. Tienes que derribarla. Cuando caiga, toda la montaña se derrumbará y bajo ella quedará enterrado el mal. Después de un período prudencial, reconstruiremos la montaña y volveremos a vivir en paz… Hemos usado nuestro Espejo de Almas para leer tus pensamientos. Sabemos que eres honorable y digno de confianza. Por eso te confiaremos el Espejo de Almas, nuestro más preciado tesoro.
Oyes un crujido. Ves que una parte del Guardián se desprende y cae al suelo helado. Empotrado en su cuerpo hay un diamante grande como tu cabeza. La bóveda filtra un rayo de sol que es atrapado por la gema. La luz se divide en un millón de haces tan brillantes que te obligan a fijar la vista como si estuvieras hipnotizado.
—Éste es el Espejo de Almas de Shanafria, el más hermoso de los Fuegos Terrestres. Con él podemos ver los corazones y las almas de otros para conocer sus fuerzas y sus debilidades. También lo empleamos para llamar a otros Fuegos Terrestres a la superficie. Tienes que abrirte paso a través del bosque de setas, cruzar el ancho río de plata y entrar en la caverna helada que está junto al remolino. Viaja en la oscuridad y trata de eludir a los monstruos que deambulan por allí.
Después de reflexionar un instante en silencio, el Guardián continúa:
—Al amanecer tienes que utilizar el Espejo de Almas para atrapar los rayos del sol. Debes orientar el haz de luz hacia la columna de hielo. Si lo sostienes el tiempo suficiente, la columna se derretirá y caerá la bóveda. Si permaneces en la caverna durante todo el tiempo, nada tienes que temer. Pero debes prometernos algo: cuando hayas destruido la bóveda, dejarás el Espejo de Almas en la caverna. No puedes salir de Shanafria con él. Después podrás marcharte con nuestras bendiciones, sabiendo que has contribuido a la destrucción de un reino de maldad. Defiende el Espejo de Almas con tu vida. Ahora tú eres el último Guardián, la última esperanza.
Con dedos temblorosos coges la gema. La sientes fría y pesada en tus manos. La envuelves cuidadosamente en una manta suave y la guardas en tu mochila.
—Os doy mi palabra. Haré todo lo que esté en mis manos —prometes—. Si libero del mal a Shanafria también salvaré a mi pueblo. Adiós, Guardianes.
Das unos pasos, te vuelves para saludarlos con la mano, y sólo ves la escalera, el muro helado y unos bloques de hielo. El Espejo de Almas te pesa en la espalda. Oyes una vocecilla que susurra:
—Adiós, elfo. Que la suerte te acompañe.
Al caer la noche la bruma es más densa. Localizas una oscura abertura en la roca y te asomas al interior pero no ves nada, sin embargo desde el fondo llegan a tus oídos unos sonidos. Descubres un túnel que sale de la cueva y decides seguir la dirección de los sonidos. Avanzas durante largo tiempo y finalmente llegas a la entrada de un enorme recinto, donde están atados muchos elfos, halflings y seres humanos en cuyos rostros se percibe la desdicha.
Tu corazón palpita exaltado cuando reconoces a tres elfos de tu aldea. Eran miembros de la última partida que intentó llegar a las Tierras Allende la Sierra. Si lograras liberar a los prisioneros te ayudarían a cumplir tu misión.
No será fácil. Sentados en cuclillas alrededor de un exiguo fuego hay cuatro trasgos que preparan la cena. Tienen sus espadas al alcance de la mano.
—Este grupo durará un tiempo —dice uno de los trasgos con tono gruñón.
—Quizá. Por aquí no suelen durar mucho —interviene otro—. ¿Los matarán el frío y la oscuridad?
—No, la causa es esa asquerosa comida —dice el tercer trasgo.
Desenvainas la Espada del Mago y saltas al interior del círculo formado por los prisioneros y los trasgos. La hoja mágica zumba y cruje. Los atónitos trasgos levantan la vista; tienen las caras y las manos manchadas de grasa de la comida. Se incorporan con dificultad en medio de la confusión y buscan sus armas a tientas.
Sin darles la oportunidad de armarse, rasgas el aire con tu hoja mágica. Dos trasgos caen abatidos de inmediato. Los otros dos desenvainan sus aceros. Cuando los metales chocan, la hoja de la espada de un trasgo se desprende de su empuñadura. Lo atraviesas sin darle la oportunidad de coger otra. El último monstruo contempla a su amigo caído. Estira sus verdes labios en una mueca de odio, se vuelve y se precipita hacia el oscuro túnel que lleva a la montaña.
Inmediatamente desaparece de la vista y decides no seguirlo. Prefieres quedarte y rescatar a los presos.
Con la Espada del Mago cortas rápidamente las sogas que atan a los prisioneros. Éstos no caben en sí de alegría y te hacen una infinidad de preguntas. Les cuentas todo lo que sabes.
—Tenemos que destruir el mal. En caso contrario, los monstruos seguirán apresando a inocentes elfos, halflings y humanos para hacerlos trabajar en las minas. Tenemos que impedirlo.
—Si no lo intentamos y nos conformamos con huir, no estaremos seguros mucho tiempo. Queramos o no, tenemos que hacer todo lo posible para destruir Shanafria, como me pidieron los Guardianes. No podemos ayudar a los que están atrapados en la montaña. Es más importante salvar a los seres queridos de las aldeas de los alrededores de Shanafria. Ninguno de vosotros está obligado a acompañarme en esta misión. Sois libres de abandonar la montaña. En tal caso, debéis decirlo ahora mismo.
La lumbre brilla en los rostros de los prisioneros rescatados. Desval, uno de los elfos de tu aldea, se adelanta y dice:
—Cuenta con nosotros, Landon. Hemos pasado momentos muy difíciles desde nuestra llegada y sabemos qué ocurrirá si no acabamos con el mal de la montaña. Estamos contigo.
—Gracias, Desval. Adelante entonces… este lugar es peligroso. Debemos marcharnos de inmediato. Tratemos de equiparnos con todo lo que podamos.
Registras a los trasgos muertos. Además de sus espadas cortas, encuentras puñales, un hacha y un garrote con pinchos. Agregas tu puñal y tu hacha al montón de armas y distribuyes las armas entre los miembros del grupo. Te preocupa que el trasgo que huyó pueda regresar con refuerzos y pides a todos que se den prisa.
La partida sale en silencio del recinto, contigo en cabeza. Llegas a la entrada de la cueva y te asomas. Ha caído la noche. La bóveda de Shanafria está oculta por un manto de nubes. Aunque el bosque de setas te impide ver el río, oyes su potente rumor.
—Permaneced unidos —ordenas—. Si nos separamos quizá nunca volvamos a encontrarnos. Avanzad con mucho cuidado y en silencio.
Entráis en el bosque de setas. Algunas de éstas son de tamaño normal, pero la mayoría sobresale por encima de tu cabeza. Algunas son grandes y planas como mesas. A veces tienes que trepar sobre grandes montones de troncos de setas marchitas que parecen árboles caídos. Gracia a tu penetrante vista de elfo logras abrirte paso a través del bosque en brumas.
Casi en el límite del bosque, Desval te sujeta un brazo.
—¡Mira allí, Landon! ¿Lo has visto?
Diriges la mirada hacia el lugar señalado por Desval, pero no ves nada.
—Estaba allí, vi un gran animal echado en el sombrerete de esa seta —insiste Desval.
—Pues ahora no está. ¿No sería una sombra? —Insinúas.
—¡No! Te digo que no —tartamudea—. Vi un animal que me miró directamente a los ojos. Estaba allí y al instante desapareció.
Los otros miembros de la partida se apiñan a tu alrededor.
—Yo lo veo —exclama un halfling, al tiempo que señala a tu izquierda.
Al volverte descubres a un gran animal, semejante a un gato, echado en el sombrerete de una seta. Te diriges hacia él, pero desaparece. Oyes un jadeo de terror entre los componentes de tu grupo.
—¡Allí! ¡Miradlo! ¡Es un enorme lince parpadeante! —Grita Desval.
Ante ti aparece el animal perezosamente tendido en lo alto de una inmensa seta. El lince parpadeante se acicala sus hermosas pieles plateadas cuando ve que la partida se acerca a él. Desenvainas la espada, preparando el ataque. El lince no reacciona; se limita a bostezar mientras sigue arreglándose el pellejo. Sin embargo, no te quita sus ojos dorados de encima.
—Pareces asustado —dice por fin—. No tengo nada de hambre. ¿Por qué no guardas tus armas? No obstante, si queréis cazarme, lamentaré tener que declinar semejante honor —parpadea y desaparece.
—No, no tenemos la intención de cazarte, ¿cómo vamos a cazar a un lince parpadeante? Sólo queremos cruzar el río. ¡Vuelve, por favor! —Gritas.
El lince reaparece en un parpadeo y dice:
—En tal caso, me quedaré por aquí. Esto puede resultar entretenido —se despereza en el sombrerete de la seta y luego salta al suelo, a tu lado—. Este lugar es bastante aburrido. No hay con quien hablar si exceptuamos a esos repugnantes monstruos. Me divierto mucho con ellos, apareciendo y desapareciendo en un parpadeo. Los vuelvo locos. Pero eso también termina por hartarme.
—¿Quién eres y qué haces aquí? —Interrogas al gigantesco gato.
—Eres un elfo tonto. Cualquiera se da cuenta de que soy un noble lince parpadeante en la flor de la vida. Me llamo Nigel. Créeme si te digo que preferiría estar en cualquier sitio antes que aquí. ¿Has oído decir que la curiosidad mató al gato? Lamentablemente, el mismo refrán se aplica a los linces parpadeantes, incluso a los linces listos como yo.
Después de acicalarse una vez más el brillante pelaje prosigue:
—Un día estaba paseando por la sierra y me encontré con un orco. Ahora bien, el sabor de los orcos es repugnante… y sus hábitos personales inmundos. ¡Jamás caería tan bajo como para devorar a uno! Pero es muy divertido retozar por aquí, gruñendo y asustándolos. ¡Los orcos son tan divertidos! No tienen el menor sentido del humor. Pero esta vez las cosas no salieron exactamente como yo pensaba.
—Seguí al orco hasta una cueva helada. En cuanto puse una pata allí, empecé a patinar por una rampa de hielo. ¡Mi piel quedó hecha un revoltijo! Fui a parar delante de una puerta encantada que me dijo: —¿Qué ocurre, gatito? ¿Has perdido a tus mininos? Bueno, no te pongas a llorar. A continuación la maldita puerta helada empezó a reírse de mí. Reconozco que puedo haber estado un tanto nervioso, pero no lloraba. Por último la puerta finalmente se cansó de reír, se abrió y me dijo: —Adelante, gatito, busca a tus mininos allí dentro. Es terrible estar aquí. Todo está lleno de monstruos. También hay elfos, halflings y humanos, pero después de una semana se comportan como autómatas. Daría cualquier cosa a cambio de un sabroso conejo —concluye Nigel en tono melancólico.
—Si alguna vez salgo de aquí, me lavaré la boca una semana seguida para quitarme el sabor de los monstruos y las setas —Nigel parpadea varias veces, agitado—. Estoy seguro de que si lográramos cruzar ese río encontraríamos la forma de escapar. Si te ayudo, ¿me llevarías contigo?
Le respondes antes de que vuelva a desaparecer:
—Estoy seguro de que serás de gran ayuda para nosotros, Nigel. ¿Sabes cómo hacen los monstruos para cruzar el río?
—Hay un puente custodiado —replica—. Tienes que conocer todo tipo de contraseñas complicadas para pasar por allí. Los monstruos examinan atentamente a cada uno que pasa. Los prisioneros tienen prohibido cruzarlo.
—¿Y por qué lo vigilan tan celosamente? —Inquieres.
—A causa de esos estúpidos diamantes y de la columna de hielo —explica el lince—. Los monstruos almacenan todos los diamantes que encuentran los prisioneros en la base de la columna. No puedo comprender que hagan tanto alboroto por unos diamantes. ¡Al fin y al cabo no son comestibles!
—¿Cuántos monstruos hacen guardia en el puente y en la columna de hielo durante la noche? —Insistes.
—Si exceptuamos a los que vigilan a los prisioneros, todos los monstruos de la montaña permanecen allí durante la noche. También hace guardia un dragón blanco. Creo que nunca duerme.