Capítulo XXXII

SOLAMENTE durante un momento permanecí inactivo. Había creído que Anita tendría el casco puesto, pero ella parecía o bien reacia o confusa.

—¡Anita, tenemos que salir de aquí! ¡Por arriba, a través de las cámaras del domo!

—Sí —buscaba a tientas su casco. Se oía a los hombres subir por las escalerillas y Anita y yo agazapados sobre ella. Había una gruesa barra de metal fijada en una entalladura rebajada en la rejilla. La deslicé asegurándola; sujetaría la trampa durante un corto espacio de tiempo.

Me invadió un cierto grado de confianza. Disponíamos de unos pocos instantes antes de que pudiera haber una pelea cuerpo a cuerpo. El proyector electrónico gigante podría llegar a ser utilizado contra Grantline; era el arma más potente de los bandidos. Sus controles estaban aquí. ¿Los aplastaría? ¡Eso al menos podía hacerlo!

Salté a la ventana. Las señales se habían interrumpido, pero percibí el reflejo de sus distantes luces curvas que se movían.

Mientras me hice visible en la ventana a los bandidos de la cubierta de la nave me llegó un destello. Era un pequeño proyector manual, disparado precipitadamente, pues pasó al lado de la ventana. Fue seguido por una lluvia de pequeños destellos, pero estaba prevenido y agaché la cabeza por debajo del antepecho de la ventana. Los rayos pasaban peligrosamente cerca hacia arriba, a través de la abertura ovalada, siseando contra nuestro techo abovedado. El aire restallaba y escocía con una lluvia de chispas azul-rojas, y el irritante olor de los gases despendidos flotaba sobre nosotros.

Los controles de puntería del proyector estaban a mi lado. Los cogí, tiré de ellos y los despedacé. Se oyó un estruendo sobre cubierta. El proyector había explotado. El grito de un hombre agonizante quebró la confusión de sonidos y silenció a los bandidos de cubierta. Bajo la rejilla de nuestro suelo, los de la escalerilla estaban golpeando en la puerta de la trampa. Pararon, evidentemente para ver lo que había ocurrido. Por un momento cesó el bombardeo de nuestras ventanas.

Cautelosamente miré de nuevo a fuera por la ventana. Sobre el proyector destruido, tres hombres yacían. Uno de ellos estaba gritando horriblemente. El costado del domo había sido dañado. Potan y otros hombres estaban investigando frenéticamente, para ver si se perdía aire.

Me invadió una sensación de triunfo. ¡No me habían encontrado tan manso e inofensivo como pudieran haber creído!

Anita se aferró a mí. Todavía no se había puesto el casco.

—¡Ponte el casco!

—Pero, Gregg...

—¡Póntelo!

—Yo... no quiero ponerlo hasta que tú no te pongas el tuyo.

—¡He destrozado el proyector! Durante un rato les hemos detenido en su subida.

Pero todavía estaban en la escalerilla debajo de nuestro suelo. Oyeron nuestras voces y comenzaron a dar golpes de nuevo. Y luego a aporrearlo. Parecía que ahora tenían herramientas pesadas. Golpeaban la trampa con un ariete.

El moribundo de cubierta todavía seguía gritando.

—Probaré con un mensaje a la Tierra —susurré.

Ella asintió. Estaba pálida y tensa, pero tranquila.

—Sí, Gregg. Y yo estaba pensando...

—No me llevará ni un minuto. Ten preparado tu casco.

—Estaba pensando... —se precipitó al otro lado de la habitación.

Me volví hacia el aparato de señales Betz. Estaba conectado. En un momento lo tuve runruneando. Los tubos fluorescentes se iluminaron con su fantástico brillo, colorearon de púrpura el cuerpo del gigantesco operario que estaba tirado a mis pies. Le di toda la energía de la nave. Las luces de tubo en la habitación oscilaron y se oscurecieron.

Tendría que apresurarme. Potan podía desconectarlo desde la sala principal de controles en el casco. Podía ver, a través de la trampa de encima de la sala, el espejo transmisor primario montado sobre la cúspide del domo. Estaba oscilando, reluciendo con su ligera energía. Envié el mensaje.

El menguante de la Tierra estaba allá arriba. Sabía que el hemisferio occidental miraba a la Luna en este momento. Mandé el mensaje en inglés, en la clave universal de la Tierra.

Socorro, Grantline.

Y de nuevo: Socorro. Región Arquímedes, cerca de Apeninos. Atacados por bandidos. Envíen ayuda inmediatamente. Grantline.

—¡Si fuera recibido!

Corté la corriente. Anita permanecía observándome fijamente.

—¡Gregg, mira!

Vi que había cogido algunas de las bombas de globos de cristal que estaban junto al pie de la escalera ascendente.

—Gregg, arrojé algunas.

Miramos abajo por la ventana. Los globos que había lanzado explotaron sobre la cubierta. Eran bombas de oscuridad.

A través de la negrura de la cubierta, subían los gritos de los bandidos. Iban dando traspiés de un lado a otro. Pero el golpear en nuestra trampa proseguía, y vi que estaba comenzando a ceder.

—¡Tenemos que marchar, Anita!

Desde la oscuridad que colgaba como una mortaja sobre cubierta, de vez en cuando subía un relámpago, sin apuntar, a distancia de nuestra ventana. Pero la oscuridad se iba disipando y ahora podía ver el débil resplandor de las luces de cubierta, amortiguadas como a través de una espesa niebla. Dejé caer otra de las bombas.

—Pronto, el casco.

—Sí... sí, lo pondré, pero ponte tú el tuyo.

En un momento lo tuvimos ajustado. Nuestros motores Erentz estaban funcionando.

—Apaga la luz de tu casco —dije sujetándola. La apagó. Le entregué mi proyector.

—Sostenlo un momento. Voy a coger ese cinturón de bombas.

La trampa del suelo estaba casi rota bajo los golpes del ariete. Salté por encima del cuerpo del operador muerto, cogí el cinturón de bombas y lo ceñí en torno a mi cintura.

—Dame el proyector.

Me lo entregó. ¡La puerta de la trampa se abrió bruscamente hacia arriba! La cabeza y los hombros de un hombre aparecieron. Le disparé una bala... el proyectil de plomo silbó a través del fogonazo amarillo de la pólvora que escupió la boca del proyector.

El bandido gritó y cayó hacia atrás, fuera de vista. Hubo una confusión en la parte superior de la escalera. Lancé una bomba a la trampa rota. Un diminuto rayo térmico subió ondulante a través de la abertura, pero pasó alejado de nosotros.

La sala de instrumentos estaba en oscuridad. Agarré a Anita.

—Cógete a mi mano. ¡Vete delante... aquí está la escalera!

La encontramos en la oscuridad, la subimos y pasamos a través de la trampa del techo del cubículo.

Eché otro vistazo y dejé caer una bomba a nuestro lado. El espacio de cuatro pies aquí arriba entre el techo del cubículo y el domo de encima, se oscureció. Momentáneamente estábamos ocultos.

Anita localizó las palancas manuales de la entrada de las cámaras.

—Aquí, Gregg.

Las empujé. Me asaltó el miedo de que no funcionaran. Pero giraron. La diminuta puerta se abrió totalmente para recibirnos. Entramos gateando en la pequeña cámara de aire; la puerta se deslizó cerrándose detrás de nosotros, justo cuando un destello desde abajo alcanzaba a ésta. Los bandidos habían visto nuestra nube de oscuridad y estaban disparando a través de ella.

En un momento estuvimos fuera, sobre la cúspide del domo: Una pulida extensión redondeada de glassite, con amplias viguetas de aluminita. Había travesaños que nos proporcionaban apoyo donde poner los pies y, ocasionalmente, protecciones; puntas de aletas de forma aerodinámica, las envolturas de las astas de los timones superiores, y los rechonchos embudos levantados en los cuales se encerraban los helicópteros.

Caminamos a lo largo del sendero central y nos agachamos junto a una protección de seis pies. Las estrellas y la reluciente Tierra estaban por encima de nosotros. La curvada cima del domo (de un ciento de pies aproximadamente de largo, que se combaba en una anchura de treinta pies por debajo de nosotros), relucía a la luz de la Tierra. Era una pendiente pronunciada y debajo de estos lados curvos pasado el casco de la nave. Había un ciento de pies hasta las rocas sobre las cuales descansaba la nave. La dominante pared de Arquímedes estaba a nuestro lado; y detrás del borde de la meseta los millares de pies para abajo hasta las planicies.

Veía las luces de la banda de Miko allá abajo. Había dejado de hacer señales. Sus pequeñas luces estaban dispersas, moviéndose como él y sus hombres avanzaran por las laderas del cráter, acercándose para unirse a nosotros.

Fue un vistazo instantáneo. Anita y yo no podíamos permanecer aquí. Los bandidos nos seguirían arriba en cualquier momento. No vi ninguna escalerilla exterior. Tendríamos que arriesgarnos a saltar.

Allá abajo había bandidos sobre las rocas. Vi tres o cuatro figuras con casco, y ellos nos vieron a nosotros. Una bala silbó a nuestro lado, y luego vino el destello de un rayo de mano.

—¿Puedes saltar? Anita, querida... —le dije tocándola.

De nuevo esto parecía que era una despedida.

—¡Gregg, amor mío, tenemos que hacerlo!

Aquellas figuras que esperaban saltarían sobre nosotros.

—Anita, permanece aquí un momento.

Salté y corrí veinte metros hacia proa, luego atrás, hacia la popa, arrojando abajo las últimas de mis bombas. La oscuridad allá abajo era como una nube que envolvía a los bandidos del exterior, pero nosotros estábamos por encima, recortados por la luz de las estrellas y el resplandor de la Tierra.

—Tenemos que arriesgarnos ahora —dije, volviéndome a Anita.

—Gregg...

—Adiós, cariño. Saltaré primero, por este lado. Tú sígueme.

Había que saltar sobre un negro borrón, con las rocas debajo de él.

Estaba tratando de decirme que mirara arriba de nuestras cabezas. Gesticulaba.

—¡Gregg, mira!

Lo vi, saliendo de las planicies, una pequeña mota entre las estrellas. ¡Una mota que se movía, viniendo hacia nosotros!

—Gregg, ¿qué es eso?

Miré, conteniendo la respiración. Una mota que se movía allá. Una burbuja ahora. Y entonces me di cuenta que no era un objeto grande, a distancia, sino uno pequeño, y muy próximo ya... solamente a unos pocos cientos de pies de distancia, bajando hacia la cima de nuestro domo. Un objeto estrecho, plano, de diez pies, como un avión sin alas. No llevaba luces en él, pero a la luz de la Tierra podía ver dos figuras con casco que lo tripulaban.

—¡Anita! ¡No recuerdas!

Me invadió una alboreada de comprensión. Anteriormente, en el campamento de Grantline, Snap y yo habíamos discutido cómo utilizar las placas de gravedad del Planetara.

Habíamos ido a los restos del accidente, los habíamos cogido y habíamos aparejado este pequeño vehículo volador...

Los bandidos que estaban sobre las rocas lo vieron ahora. Un destello subió hacia él. Una de las figuras agazapadas arriba desplegó una tela flexible sobre uno de los lados. Vi otro destello que desde abajo iba a chocar inofensivamente sobre la pantalla protectora.

—¡Enciende tu casco! —le dije, tartamudeando, a Anita—. ¡Es de Grantline! ¡Deja que nos vean!

Me erguí. La pequeña plataforma voladora pasó por encima de nosotros a unos cincuenta pies, haciendo cálculos, y bajando hacia la cima del domo.

Hice oscilar la luz de mi casco. La cámara de salida de abajo por la cual nosotros habíamos subido estaba cerca de nosotros. ¡Los bandidos que avanzaban estaban ya en ella! Me había olvidado de destrozar los controles manuales. Vi que la oscuridad de abajo, sobre las rocas, se había casi ido, desapareciendo en la noche sin aire. Los bandidos allá abajo nos estaban disparando.

Era una confusión de luces relampagueantes. Agarré a Anita.

—¡Ven por aquí..., corre!

La plataforma pasó casi rozando nuestras cabezas. Se deslizó a lo largo de la cima del domo, y se posó silenciosamente sobre el camino central, cerca del extremo de popa. Anita y yo corrimos hacia ella.

Las dos figuras con casco nos cogieron y nos empujaron de bruces sobre la plataforma de metal. Era escasamente de cuatro pies de ancho: una baja barandilla, sin asas donde sujetarse, y con un diminuto cubículo en forma de capucha delante.

—¡Gregg!

—¡Tú, Snap!

Eran Snap y Venza. Ella sujetó a Anita, manteniéndola agachada en su sitio; Snap se lanzó boca abajo sobre los controles.

Los bandidos habían salido ahora fuera del domo. Les hice un último disparo mientras nos elevábamos.

Mi proyectil agujereó a uno de ellos: se deslizó, cayó gateando por el redondeado domo y rodó fuera de la vista.

Los rayos de luz de silenciosos relámpagos parecían envolvernos. Venza levantó la pantalla lateral de protección más alta.

Nos inclinamos, nos zarandeamos locamente y finalmente nos estabilizamos.

El domo de la nave parecía caer debajo de nosotros. Las rocas de la meseta quedaban debajo. Luego el abismo, con las motas de las luces de Miko que se movían abajo, a lo lejos.

Vi, sobre la mampara de protección, la ya distante nave pirata que descansaba sobre la meseta, con la pared maciza de Arquímedes detrás de ella. Y allá atrás relucía una confusión de fútiles rayos.

Todo ello se desvaneció en un resplandor lejano, según nos deslizábamos suavemente, a la luz de las estrellas, alejándonos, dirigiéndonos hacia el campamento de Grantline.