Capítulo IV

AQUELLA mañana no aparecí al desayuno. Estaba agotado y drogado por falta de sueño. Estuve un momento con Snap, para contarle lo que había ocurrido. Luego busqué a Carter. Tenía aislada su pequeña sala de derrota, y fuimos prudentes. Le dije lo que Snap y yo habíamos descubierto: las radiaciones procedentes de la Luna probaban que Grantline había reunido una considerable cantidad de mineral. También le conté lo del mensaje de Grantline.

—Nos detendremos en nuestro viaje de regreso, según él indicó, Gregg —se inclinó aproximándose—. En Ferrok-Shahn voy a coger un cordón de Policía Interplanetaria. El secreto se hará público, naturalmente, cuando nos detengamos en la Luna. No tenemos derecho, incluso ahora, a viajar en este navío tan indefenso como va.

Estaba muy solemne. Y se mostró preocupado cuando le conté lo del espía invisible.

—¿Cree que oyó el mensaje de Grantline? ¿Quién era? ¿Usted parece tener la impresión de que era George Prince?

Le dije que estaba convencido de que el merodeador entrara en la A20. Cuando mencioné el hecho de que el sobrecargo parecía haber estado vigilándome a primera hora de la noche, y que de nuevo estaba sentado en el salón de fumadores cuando se escapó el espía, Carter pareció sobresaltarse.

—Johnson es formal, Gregg.

—¿Sabe él algo sobre este asunto de Grantline?

—No..., no —replicó apresuradamente—. Usted no se lo ha mencionado, ¿no es verdad?

—Naturalmente que no. Pero, ¿por qué Johnson no oyó al escucha? Y, de todas formas, ¿qué estaba haciendo allí a aquella hora de la mañana?

El capitán pasó por alto mi pregunta.

—Haré que registren la suite de Prince... nunca seremos demasiado precavidos... Acuéstese, Gregg, necesita descanso.

Me dirigí a mi cabina. Estaba situada a popa, sobre la cubierta, cerca de la torre del vigía de popa. Una habitación pequeña, de metal, con una silla, un pupitre y una litera. Me aseguré que no había nadie en ella. Precinté la parrilla de enrejado y la puerta, y coloqué el disparador de la alarma contra cualquier apertura de ellas, y luego me acosté.

Me despertó la sirena para la comida del mediodía. Había dormido pesadamente, pero me sentía despejado.

Cuando llegué al salón, encontré a los pasajeros ya reunidos en torno a mi mesa. Era una habitación de bóveda baja con tubos de luz azul y amarilla. A los lados, por las ventanas ovaladas, se veía la cubierta, con sus portañolas sobre el costado del domo, a través de las cuales se percibía una vista del firmamento estrellado. Estábamos felizmente en nuestra trayectoria hacia Marte y la Luna no era más que un punto de luz al lado del creciente de la Tierra. Y, detrás de ellas, nuestro Sol lanzaba sus destellos, aparentemente el astro mayor de los cielos. Estaba a unos sesenta y ocho millones de millas de la Tierra a Marte. Un vuelo, de ordinario, de unos diez días.

En el comedor había cinco mesas, cada una de ellas con ocho asientos. Snap y yo teníamos la misma mesa. Nos sentamos a los extremos, con los pasajeros a ambos lados.

Snap ya estaba en su sitio cuando llegué. Me dirigió un vistazo desde el otro lado de la mesa, y, de forma alegre, me presentó a los otros tres hombres que ya estaban sentados:

—Éste es nuestro tercer oficial, Gregg Haljan. Un tipo alto y apuesto, ¿no es verdad? Y tan agradable como es de bien parecido. Gregg, éste es Sero Ob Hahn.

Me encontré con la sombría y penetrante mirada de un venusiano de edad media. Un hombre bajo y ligeramente agraciado, de cabellos negros y lisos. Su rostro afilado, acentuado por la prominente barba, era pálido. Usaba un ropaje blanco y púrpura y sobre el pecho llevaba un adorno de platino, un objeto como una cruz y una estrella, entrecruzadas.

—Me alegro de saludarle, señor —su voz era dulce y profunda.

—Ob Hahn —repetí—. Seguro que debía haber oído hablar de usted, sin duda, pero...

Afloró una sonrisa a sus delgados labios grises:

—Esa es una falta mía, no suya. Mi misión es que todo el universo oiga hablar de mí.

—Predica la religión de los místicos venusianos —explicó Snap.

—Y este caballero iluminado —dijo Ob Hahn irónicamente señalando a un hombre— acaba de denominarlo, sensiblemente, fetichismo. La ignorancia...

—¡Oh, oiga! —protestó el hombre de al lado de Ob Hahn—. Quiero decir que parece que usted cree que quise decir algo ofensivo, y para decir la verdad...

—Tenemos una discusión, Gregg —se rió Snap—. Éste es sir Arthur Conisten, un caballero inglés, conferenciante y trotacielos... es decir, será un trotacielos; nos contó que proyecta numerosos viajes.

El alto inglés, con su traje blanco de hilo, se inclinó con un gesto de asentimiento.

—Mis cumplidos, señor Haljan. Confío en que no tenga fuertes convicciones religiosas, pues en ese caso le haríamos su mesa... ¡muy desagradable!

El tercer pasajero se había mantenido, evidentemente, al margen de la disputa. Snap me lo presentó como Ranee Rankin. Era un americano, un individuo tranquilo y rubio de treinta a cuarenta años.

Pedí mi almuerzo y dejé que la discusión continuara.

—No me molestarán —decía Snap—. Me encantan las discusiones. Usted decía, sir Arthur...

—Quería decir que creo que he dicho demasiado. Señor Rankin, usted es más diplomático.

Rankin se echó a reír.

—Yo soy un prestidigitador —me dijo—. Un actor de teatro. Trafico con trucos... como engañar al auditorio... —su aguda mirada divertida estaba puesta en Ob Hahn—. Este caballero de Venus y yo tenemos mucho en común que discutir.

—¡Qué malo! —exclamó el inglés—. ¡Por Júpiter! ¡Realmente, señor Rankin, usted es un poquito demasiado cruel!

Me di cuenta que este viaje estábamos condenados a tener unas comidas turbulentas. Me gusta comer tranquilo; siempre me molestan los pasajeros que discuten. Aún quedaban tres sitios vacantes en nuestra mesa y me pregunté quién los ocuparía. Pronto supe la respuesta... al menos la de un sitio. Rankin dijo calmosamente:

—¿Dónde está la pequeña venusiana? —y su mirada se dirigió al asiento vacío a mi derecha—. Venza, ¿no se llama así? Ella y yo vamos destinados al mismo teatro en Ferrok-Shahn.

De forma que Venza iba a sentarse a mi lado. Era una buena noticia. Diez días de discusiones religiosas tres veces al día habrían sido intolerables. Pero la animosa Venza podría ayudar.

—Ella nunca come la comida del mediodía —dijo Snap—. Está en cubierta, tomando un jugo de naranja. Me imagino que será el viejo cuento de la dieta, ¿eh?

Mi atención se desvió por el salón. La mayoría de los sitios estaban ocupados. En la mesa del capitán vi los objetivos de mi búsqueda: George Prince y su hermana, uno a cada lado del capitán. Ahora veía a George Prince en la realidad como un hombre que apenas representaba veinticinco años y, evidentemente, en este momento estaba de buen humor. Su hermoso perfil limpiamente afeitado, con sus poéticas ondas morenas, estaba vuelto hacia mí. Parecía haber poco de malvado en él.

Y veía a Anita Prince ahora como una pequeña belleza de pelo oscuro y ojos negros, que se parecía muchísimo en los rasgos a su hermano. En aquel momento acababa su comida. Se levantó, y él la siguió. Estaba vestida según la moda de la Tierra, blusa blanca y chaqueta oscura, con unos pantalones que le llegaban hasta la rodilla de color gris, llevando, como única nota de color, un cinturón rojo. Al pasar junto a mí me dirigió una sonrisa.

Mi corazón me estaba latiendo furiosamente. Contesté al saludo y me encontré con la mirada casual de su hermano. Él también sonrió, como para dar a entender que su hermana le había contado el servicio que le había hecho. ¿O era su sonrisa un recuerdo irónico de cómo me había esquivado esta mañana cuando le perseguí?

Seguí con la vista su pequeña figura vestida de blanco mientras acompañaba a Anita fuera del salón. Y pensando en ella, deseé que Carter y Halsey pudieran estar en un error. Cualquier cosa que fuese la que se estuviese tramando contra la expedición de Grantline, confié en que George Prince fuera inocente de ella. Sin embargo, sabía en el fondo de mi corazón que era una esperanza inútil. Prince había sido el espía de fuera de la cabina de radio. No podía dudarlo. Pero que su hermana desconocía lo que él hacía, estaba seguro.

Mi atención fue atraída repentinamente a la realidad de nuestra mesa al oír la voz suave de Ob Hahn diciendo:

—Pasamos muy cerca de la Luna anoche, señor Dean.

—Sí —contestó Snap—. Pasamos, ¿no es verdad? Siempre lo hacemos... es un problema técnico de exigencias de la navegación interestelar. Explícalo, Gregg. Tú eres un experto.

Aparté a un lado el tema con una carcajada. Hubo un breve silencio y no pude evitar el notar la extraña expresión de sir Arthur y nunca he visto una mirada tan penetrante como la que me dirigió Ranee Rankin. ¿Estaban los tres enterados del tesoro de Grantline en la Luna? De pronto me pareció que sí. Y, en aquel instante, deseé fervientemente que hubieran pasado los diez días de viaje. El capitán Carter tenía razón.

A la vuelta deberíamos traer un cordón de Policía Interplanetaria a bordo.

Sir Arthur rompió el embarazoso silencio.

—La Luna, desde tan cerca, ofrecía una vista magnífica... aunque estaba demasiado atemorizado con la enfermedad de la presión para que me levantara a verla.

Casi había terminado ya mi apresurada comida, cuando me sorprendió otro incidente. Los otros dos pasajeros de nuestra mesa entraron y ocuparon sus sitios. Una chica y un hombre de Marte. La chica tenía el asiento de mi izquierda, con el hombre a su lado. Todos los marcianos son altos. La chica era de aproximadamente mi estatura, esto es, seis pies y dos pulgadas. El hombre medía siete pies o más. Ambos usaban la túnica externa marciana. La chica echó la suya hacia atrás. Sus miembros estaban cubiertos de una falsa cota de mallas. Tenía el aspecto, como les gusta tener a todas las marcianas, de una muy belicosa amazona. Pero era una chica bonita. Me sonrió con una mirada franca de ojos escudriñadores.

—El señor Dean dijo a la hora del desayuno que usted era alto y bien parecido. Lo es.

Estos marcianos eran hermanos. Snap me los presentó como Set Miko y Setta Moa (el equivalente marciano de señor y señorita).

Este Miko era, de acuerdo con nuestras medidas terráqueas, un tremendo gigante oscuro, y no era delgado, como son la mayoría de los marcianos, pues este individuo, para sus siete pies de estatura, casi tenía una constitución pesada. Debajo de la túnica llevaba un justillo de cuero plegado y pantalones hasta la rodilla, de los cuales salían las piernas, tan grises y peludas como pilares de fuerza. Había entrado en el salón con aire jactancioso, haciendo resonar su espada de adorno.

—Un viaje agradable hasta el momento —me dijo mientras comenzaba su comida. Su voz tenía el pesado sonido gutural característico de los marcianos. Hablaba un inglés perfecto. Tanto los marcianos como la gente de Venus son por herencia extraordinarios lingüistas.

Miko y su hermana Moa tenían un deje de acento marciano, casi borrado por haber vivido varios años en el Gran Nueva York.

La sorpresa me vino al cabo de unos pocos minutos. Miko, absorto en atacar su comida, inadvertidamente echó hacia atrás su túnica, dejando al descubierto su antebrazo. Fue un instante solamente, luego volvió a cubrirlo hasta la muñeca. Pero en aquel instante vi, sobre la carne gris, una fina quemadura que se había vuelto roja. Una quemadura muy reciente... como si hubiera recibido en el brazo el calor de un rayo proyectado por un lápiz.

Mi imaginación volvió atrás. Tan sólo la última noche, en el pasillo de la ciudad, Snap y yo habíamos sido seguidos por un marciano. Le había disparado con un rayo de calor y me había parecido que le alcanzara en el brazo. ¿Era éste el misterioso marciano que nos había seguido desde la oficina de Halsey?