Capítulo VI

EL capitán Carter tenía el aspecto severo.

—De forma que le han sobornado, ¿no es verdad? Vaya y tráigalo aquí, Gregg. Ahora nos entenderemos con él.

Snap, el doctor Frank, Balch, nuestro primer oficial y yo, estábamos en la cámara de derrota del capitán. Eran las cuatro de la tarde por la hora de la Tierra, y llevábamos dieciséis horas de viaje.

Encontré a Johnson en su oficina, en la sala.

—El capitán desea verte. Cierra.

Cerró la ventanilla a una pasajera americana que estaba preguntando detalles sobre el dinero marciano, y me siguió.

—¿Qué ocurre, Gregg?

—No sé.

En cuanto entramos, el capitán cerró de golpe la puerta corrediza. La sala de derrota estaba aislada. El zumbido de la corriente era evidente. Johnson lo notó. Miró a los rostros hostiles del médico y de Balch y trató de fanfarronear.

—¿Qué es esto? ¿Va mal alguna cosa?

Carter no malgastó palabras.

—Tenemos información, Johnson, de que existe un complot secreto a bordo. Quiero saber lo qué es. Supongo que me lo explicará.

El sobrecargo pareció turbado.

—¿Qué quiere decir? Tenemos jugadores de ventaja a bordo, si eso es...

—Al infierno con eso —rezongó Balch—. ¡Usted ha tenido una entrevista secreta con ese marciano, Set Miko, y con George Prince!

Johnson miró ceñudamente por debajo de sus espesas cejas y luego las levantó con gesto de sorpresa.

—¿De veras? ¿Se refiere a que cambié su dinero? No me gusta su tono, Balch. ¡No estoy bajo sus órdenes!

—¡Pero está bajo las mías! —rugió el capitán—. ¡Vive Dios, yo soy el amo aquí!

—Bien, no estoy discutiendo eso —repuso el sobrecargo suavemente—. Este individuo...

—No estamos de humor para discutir —interrumpió el doctor—. Tapando el asunto...

—No permitiré que se tape —exclamó el capitán.

Nunca había visto a Carter tan colérico.

—Johnson, usted ha estado actuando de forma sospechosa —añadió—. No me importa un comino si tengo pruebas o no. ¿Se encontró o no se encontró con George Prince y el marciano la pasada noche?

—No, no los encontré. ¡Y no me importa decirle, capitán Carter, que su tono es ofensivo!

—¿Lo es? —Carter lo sujetó. Ambos eran hombres corpulentos. El pesado rostro de Johnson se tornó de un rojo púrpura.

—¡Aparte sus manos...! —empezaron a forcejear. Las manos de Carter trataban de registrar los bolsillos del sobrecargo. Di un salto y pasé un brazo en torno del cuello de Johnson, inmovilizándole.

—¡Despacio! ¡Le tenemos, Johnson!

Snap trató de ayudarme.

—¡Adelante! Golpéale en la cabeza, Gregg. ¡Ahora es tu oportunidad!

Lo registramos. Un cilindro de rayos térmicos... que estaba justificado. Pero encontramos un pequeño aparato de escucha de batería similar al que Venza había mencionado que llevaba Shac, el jugador.

—¿Para qué utiliza eso? —preguntó el capitán.

—¡No le importa! ¿Es un delito? ¡Carter, haré que los directores de la línea le despidan por esto! Aparten sus manos de mí... ¡Todos ustedes!

—¡Miren esto! —exclamó el doctor Frank.

Del bolsillo del pecho de Johnson sacó un documento doblado.

Era un plano a escala de los corredores interiores del Planetara, las salas inferiores del control y de maquinarias. Siempre estaba guardado en la caja fuerte del capitán. Y con él, otro documento: los papeles de despacho de aduanas... la contraseña secreta en clave para este viaje, para ser utilizada si fuéramos requeridos por cualquier nave de la Policía interplanetaria.

—¡Dios mío, eso estaba en la caja fuerte de mi cabina de radio! —tartamudeó Snap—. ¡Yo soy el único en esta nave, a excepción del capitán, que tiene derecho a conocer esa contraseña!

En medio del silencio, preguntó Balch:

—¿Bien, qué nos dice, Johnson?

El sobrecargo aún seguía retador.

—No contestaré a sus preguntas, Balch. A su debido tiempo explicaré... Gragg Haljan, ¡me estás ahogando!

Le aflojé, pero le di una sacudida.

—Mejor hablabas. —Pero permanecía exasperantemente silencioso.

—¡Basta! —explotó Carter—. Puede explicarlo cuando lleguemos a puerto. Mientras tanto lo pondremos donde no haga más daño. Gregg, enciérralo en el calabozo.

Pasamos por alto sus violentas protestas. El calabozo (en los viejos tiempos de los barcos de mar en la Tierra, se llamaba barra) era la prisión de la nave. Una habitación sin ventanas, blindada de acero, situada bajo cubierta en el extremo de proa. Arrastré a Johnson que se debatía hasta allí, mientras el asombrado vigía miraba desde la ventana del observatorio nuestras siluetas alargadas a la luz de las estrellas.

—¡Cierra el pico, Johnson! Si sabes lo que te conviene...

Estaba armando un alboroto horroroso. Detrás de nosotros, donde la cubierta se juntaba a la superestructura, media docena de pasajeros nos miraban sorprendidos.

—¡Haré que te expulsen del servicio, Gregg Haljan!

Finalmente se calló y lo arrojé por la gatera dentro del calabozo y precinté la escotilla de cubierta sobre él. Me encaminaba a la sala de derrota cuando desde el observatorio vino la voz del marinero vigía.

—¡Un asteroide, Haljan! El oficial Blackstone le busca.

Me dirigí apresuradamente al castillo del puente. Había un asteroide a la vista. Ahora habíamos casi alcanzado nuestra velocidad máxima. Se aproximaba un asteroide, tan peligrosamente cerca, que nuestra trayectoria sería probablemente alterada. Oí la señal de Blackstone sonando en la sala de control; y encontré a Carter mientras subía corriendo al puente conmigo.

—¡Ese bandido! Le sacaremos más cosas, Gregg. ¡Vive Dios, que utilizaré drogas con él... lo torturaré... sea legal o no!

No teníamos tiempo para más discusiones. El asteroide se estaba aproximando rápidamente. A través del lente ya ofrecía una vista grandiosa. Nunca había visto este diminuto mundo antes, ya que los asteroides son numerosos entre la Tierra y Marte o hacia Venus.

A la velocidad de casi cien millas por segundo el asteroide se aproximaba vertiginosamente. A simple vista, al principio era una diminuta mota de polvo de estrella, que pasaba desapercibido en el terciopelo negro sembrado de piedras preciosas del espacio. Una mota. Luego un punto reluciente, blanco plateado, reflejando la luz de nuestro sol sobre él.

Permanecí con Carter y Blackstone sobre el castillo del puente. Era evidente que, a menos que alteráramos nuestra trayectoria, el asteroide pasaría demasiado próximo para estar seguros. Ya se sentía su atracción; desde las salas de control llegó el informe de que nuestro rumbo estaba siendo alterado por esta nueva masa tan cercana.

—¡Será mejor que haga sus cálculos ahora, Gregg —me incitó Blackstone.

Tomé los datos aproximados de los instrumentos de observación del castillo. Cuando estuvimos en una nueva trayectoria con las placas de atracción y repulsión del casco del Planetara situadas en su nueva posición, volví al puente de nuevo.

El asteroide colgaba sobre nuestro cuarto de proa. A no más de veinte o treinta mil millas de distancia. Ahora parecía una bola gigantesca que llenaba todo aquel cuadrante de los cielos. Las configuraciones de sus montañas, sus tierras y zonas de agua eran claramente visibles.

—Perfectamente habitable —comentó Blackstone—, pero he buscado sobre todo el hemisferio con el lente y no he visto ninguna señal de vida humana (ciertamente nada civilizado), nada del estilo de ciudades.

Un hermoso mundo pequeño, por su aspecto. Un globo diminuto venido de la región de detrás de Neptuno. Pasamos velozmente el asteroide. Los pasajeros estaban todos reunidos para ver pasar el pequeño mundo. Vi, no lejos de mí, a Anita, de pie junto a su hermano y a la figura gigantesca de Miko con ellos. Media hora después que el errático mundillo hubiera aparecido, y pasara velozmente, había comenzado a disminuir detrás de nosotros. Una enorme media luna. Un cuadrante más fino y pequeño. Un diminuto creciente, como un alfiler de plata para adornar el pecho de una señora. Y luego fue una mota, un punto de luz imperceptible entre la mirada de otros que revoloteaban en este gran vacío negro.

El incidente del paso del asteroide se había terminado. Me volví a la ventana de cubierta. Mi corazón dio un salto. El momento por el que todo el día había estado esperando subconscientemente, había llegado. Anita estaba sentada en una silla de cubierta, momentáneamente sola. Tenía la mirada puesta en mí cuando miré en su dirección y me sonrió como invitándome a unirme a ella.