Capítulo VII
—SEÑORITA Prince, ¿por qué van su hermano y usted a Ferrok-Shahn? Sus asuntos...
Incluso mientras lo decía me estaba odiando a mí mismo por tal pregunta. A pesar de las vivas imágenes que aparecían en mi mente mezcladas con rapsodias de amor, surgía por encima mi necesidad de informarme sobre George Prince.
—¡Oh! —contestó—. Para George esto es placer, no negocios —me dio la impresión que una sombra había pasado por su rostro, pero fue tan solo un momento, y sonreía—. Siempre deseamos viajar. Estamos solos en el mundo, sabe... nuestros padres murieron cuando éramos niños.
—Le gustará Marte. Hay muchas cosas interesantes que ver —comenté para llenar su silencio.
—Sí, tengo entendido eso —asintió—. Nuestra Tierra es tan parecida por todas partes, como hecho todo por el mismo molde.
—Pero hace cien o más años no era así, señorita Prince. He leído cuan diferente era el pintoresco Oriente de... bueno, del gran Nueva York o de Londres, por ejemplo...
—Los transportes lo estropearon —me interrumpió con vehemencia—. Lo hicieron todo igual... la gente tiene el mismo aspecto... viste lo mismo.
Charlamos sobre este tema. Tenía una mente ávida y alerta, como la de un chiquillo por su curiosidad, aunque extrañamente madura. Y sus modales eran ingenuamente serios. Sin embargo, esta Anita Prince no era voluble. Tenía firmeza, una nota de vigor masculino en su mandíbula y en sus ademanes.
—¡Si yo fuera un hombre, qué maravillas podría llevar a cabo en esta época maravillosa! —su sentido del humor le hizo que se riera de sí misma—. Es fácil para una chica decir eso —añadió.
—Usted tiene mayores portentos que llevar a cabo, señorita Prince —repuse impulsivamente.
—¿Sí? ¿Cuáles son? —tenía una mirada clara muy franca y desprovista de coquetería. El corazón me saltaba.
—¡Las maravillas de la próxima generación! Un hijito formado según su propia imagen...
¡Qué locura esta charla vulgar e impetuosa! La terminé.
Pero a ella no le pareció mal. Los pétalos rosa oscuro de sus mejillas se habían cubierto de un rojo más profundo, pero se reía.
—Eso es verdad —de pronto se puso seria—. No debería reír. Las maravillas de la próxima... los avances del progreso humano siempre adelante... —su voz se fue apagando. Apoyé una mano sobre su brazo. ¡Qué curioso hormigueo ese que los poetas llaman amor! Quemaba y pasaba en oleadas a través de mis dedos temblorosos a la carne de su antebrazo.
La luz de las estrellas relucía en sus ojos. No parecía estar mirando fijamente a la cubierta iluminada de plata, sino a los lejanos alcances del futuro.
Nuestro momento. No más que un intenso momento que se nos concedió mientras estábamos sentados allí con mi mano ardiendo sobre su brazo, como si ambos pudiéramos vernos a nosotros mismos unidos en un nuevo individuo... un hijito, reflejo de la dulce imagen de la madre y con la fuerza de su padre. Fue sólo un momento, y luego había pasado. Sonaron pasos. Me eché hacia atrás. La figura gris y gigantesca de Miko pasó, meciendo su enorme túnica, con el adorno de la espada debajo. Su cabeza redonda, cortado el pelo al rape, iba descubierta. Nos miró fanfarronamente al pasar, y dio la vuelta a la esquina de la cubierta. Nuestro momento había terminado. Anita dijo convencionalmente:
—Ha sido muy agradable charlar con usted señor Haljan.
—Tendremos más ocasiones —dije.
—Diez días... ¿Usted cree que llegaremos a Ferrok-Shahn según programa?
—Sí. Eso creo... como le iba diciendo, señorita Prince, usted disfrutará en Marte. Una gente rara que mira al futuro agresivamente.
Parecía como si tuviera una sensación de opresión. Se revolvió ligeramente en su silla.
—Sí lo son —dijo vagamente—. Mi hermano y yo conocemos muchos marcianos en el Gran Nueva York —se detuvo repentinamente. ¿Lamentaba lo que había dicho? Así parecía.
Miko regresaba. Esta vez se paró.
—A su hermano le gustaría verla, Anita. Me envió para que la llevase a su habitación.
La mirada que me dirigió tenía una nota de insolencia. Me puse derecho y me sacaba una cabeza de alto.
—¡Oh!, sí, iré —contestó Anita.
—La veré de nuevo, señorita Prince —saludé con una reverencia—. Muchas gracias por esta media hora agradable.
El marciano la llevó alejándose. La pequeña figura de ella parecía la de un niño con un gigante. Daba la impresión, mientras cruzaba la cubierta, en tanto yo les miraba, que él la cogía ásperamente del brazo. Y que ella se apartaba de él temblando de miedo.
Y no entraron. Como para demostrar que simplemente me la había quitado, se paró junto a una distante ventana de la cubierta y permaneció allí hablando con ella. Una vez la levantó como uno levantaría un chiquillo y le mostró algún objeto distante a través de la ventana.
¿Estaba Anita atemorizada de este galanteo del marciano? ¿Y sin embargo, estaba unida a él por alguna fuerza que pudiera tener sobre su hermano? Me sorprendió este extraño pensamiento.