Capítulo VIII
EL resto de la tarde y la velada fueron de total confusión para mí. Las palabras de Anita, el contacto de mi mano sobre su brazo, el amplio campo que podíamos tener por delante, como reflejo de un país encantado de felicidad que yo había visto en sus ojos, y tal vez ella había visto en los míos... todo esto se agitaba dentro de mí.
Después de errar por el barco, tuve una breve consulta con el capitán Carter. Ahora estaba genuinamente aprensivo. El Planetara solamente llevaba media docena de proyectores de rayos térmicos, armas de corto alcance, unas pocas armas de cinto, y algunas otras pasadas de moda, prácticamente armas anticuadas de explosivos, además de proyectores de mano con la nueva luz curva de Benson.
Las armas estaban todas en la sala de derrota de Carter, excepto las pocas que llevábamos nosotros, los oficiales. Carter estaba atemorizado, pero de qué, no estaba seguro. No había pensado que nuestro plan de parar en la Luna pudiera afectar este viaje de ida. Había pensado que cualquier peligro se presentaría a la vuelta, y entonces el Planetara habría estado adecuadamente guardado y tripulado por soldados policías.
Pero ahora estábamos prácticamente indefensos. Estuve un momento con Venza, pero no tenía nada nuevo que comunicarme. Y durante media hora charlé con George Prince. Parecía un joven alegre y agradable. Casi podía imaginarme que me caía simpático. ¿O era debido a que era el hermano de Anita? Me contó cómo había ansiado ir a Marte con ella. No, nunca había estado allá, me dijo.
Tenía algún rasgo de la personalidad inocente y seria de Anita. ¿O era un pillo muy inteligente, con oculta ironía en su suave voz y su risita que pudiera así engañarme?
—Hablaremos de nuevo Haljan. Usted me interesa... lo he pasado muy bien.
Se alejó lentamente de mí, juntándose al melancólico Ob Hahn, con quien inmediatamente le oí discutir de religión.
El arresto de Johnson había provocado considerables comentarios entre los pasajeros. Algunos pocos me habían visto arrastrarle hasta el calabozo. El asunto había sido motivo de discusiones toda la tarde. El capitán Carter había puesto un anuncio en el sentido de que en las cuentas de Johnson se había encontrado serios errores, y que el doctor Frank, durante este viaje, actuaría en su lugar.
Era casi media noche cuando Snap y yo cerramos y sellamos la sala de radio y emprendimos la marcha hacia la sala de derrota, donde nos íbamos a encontrar con el capitán Carter y los otros oficiales. Los pasajeros se habían retirado casi todos. Se estaba jugando una partida en el salón de fumadores, pero la cubierta estaba casi desierta.
Snap y yo íbamos caminando a lo largo de los corredores interiores. Las puertas de los camarotes estaban todas cerradas. Nuestros pasos resonaban sobre el enrejado metálico del suelo. Snap iba delante de mí. De pronto su cuerpo se elevó por el aire. Subió como un globo hasta el techo, chocó contra él suavemente, y de un solo salto vino volando hasta el suelo donde aterrizó...
—¿Qué en la condenada...?
Se estaba riendo mientras se ponía en pie. Pero fue una risa fugitiva. Sabíamos lo que había pasado: ¡Los controles de gravedad artificial de la base de la nave, que por fuerza magnética nos proporcionaba normalidad a bordo, habían sido indebidamente tocados! Justo durante este instante, esta pequeña sección particular de este corredor había estado desconectada. La pequeña masa del Planetara flotando en el espacio, no tenía ninguna fuerza de atracción apreciable sobre el cuerpo de Snap, y el impulso de su paso, cuando alcanzó la zona no magnetizada del corredor, lo había lanzado contra el techo. La zona estaba normal ahora, según lo comprobamos cuidadosamente Snap y yo.
—¡Eso no funcionó mal por accidente, Gregg! —me dijo sujetándome—. Alguien...
Nos lanzamos hacia la escalerilla de bajada más próxima. En la desierta sala baja, el panel de controles estaba abandonado. Había aquí una veintena de diales y llaves que gobernaban el magnetismo de las diferentes zonas de la nave. Tendría que haber un operador nocturno, pero había desaparecido.
Entonces lo vimos, yaciendo sobre el suelo, tendido boca abajo. En el silencio y penumbra del fantástico resplandor de los tubos fluorescentes, permanecimos inmóviles conteniendo nuestra respiración, escudriñando y escuchando. Aquí no había nadie.
El vigilante no estaba muerto. Yacía inconsciente por un golpe en la cabeza. Era un individuo musculoso. Y en pocos minutos conseguimos hacerle revivir. Una llamada lanzada por medio del zumbador trajo al doctor Frank de la sala de derrota.
—¿Qué ocurre?
—Alguien estuvo aquí —expliqué apresuradamente—, experimentando con las llaves magnéticas. Evidentemente no familiarizado con ellas... utilizando una u otra para comprobar su funcionamiento y ver las reacciones sobre los diales.
Le contamos lo que le había ocurrido a Snap en el pasillo. El vigilante no había salido tan mal del lance, salvo una protuberancia en la cabeza hecha por el invisible asaltante. Le dejamos curándose la cabeza, sentado beligerantemente en su puesto, alerta a cualquier peligro y armado ahora con mi cilindro de rayos térmicos.
—Pasan cosas extrañas en este viaje —nos dijo—. Toda la tripulación lo sabe. Ahora continúo, pero cuando regrese a casa dejaré esta navegación por las estrellas. De todas formas yo sigo perteneciendo al mar.
Subimos apresuradamente al nivel superior. Tendríamos ciertamente que planear algo en esta conferencia en la sala de derrota. Este era el primer ataque tangible que habían hecho nuestros adversarios.
Estábamos sobre la cubierta de pasajeros en dirección a la sala de derrota, cuando los tres nos detuvimos en seco, helados de terror. ¡A través de los departamentos de los pasajeros había resonado un alarido! Un entrecortado grito de mujer atemorizada. Había terror en él. O un grito de agonía, que resonó en el silencio de las apagadas vibraciones de la nave totalmente horrible... Duró un instante... y fue un solo grito prolongado; luego enmudeció abruptamente.
Y con la sangre latiéndome en las sienes y corriendo como hielo por mis venas, lo reconocí.
¡Anita!