Capítulo II

EL capitán Carter, el doctor Frank, cirujano de la nave, y yo, permanecimos en el balcón de la torreta blindada del Planetara, observando a los pasajeros que llegaban. Faltaba poco para las cero horas y la superficie de la pista era un remolino de confusión. Las escaleras mecánicas, una vez las últimas mercancías estuvieron a bordo, fueron retiradas. Pero la plataforma estaba abarrotada con los equipajes de los viajeros que venían, los funcionarios interplanetarios de aduanas e impuestos con sus equipo de rayos X y Z, y los pasajeros mismos, puestos en fila para la inspección de salida.

Desde esta altura las luces de la ciudad se extendían con fulgores azules y amarillos debajo de nosotros. Los aviones locales de los particulares venían a posarse a nuestra plataforma como pájaros. Treinta y ocho pasajeros para Marte en este viaje, pero ese maldito deseo de todos los amigos y parientes de despedir a los que parten trajo un ciento o más de gente extra que se apelotonaba entre nuestros puntales y aumentaba los problemas de todo el mundo.

Carter estaba demasiado absorbido por sus deberes para que pudiera permanecer mucho tiempo con nosotros. Pero el doctor Frank y yo nos encontrábamos aquí, en la torreta, sin otra cosa que hacer más que observar.

El doctor Frank era un hombrecillo de cincuenta años, delgado y moreno, de aspecto elegante con su uniforme azul y blanco. Lo conocía bien; habíamos hecho varios vuelos juntos. Americano... y me imagino que de ascendencia judía. Un hombre agradable y un médico y cirujano competente. Él y yo siempre habíamos sido buenos amigos.

—Abarrotado —comentó—. Johnson dice que son treinta y ocho. Confío en que sean viajeros experimentados. Este mal de la presión es una incomodidad horrible... me hace andar toda la noche de un lado para otro asegurando a mujeres aterrorizadas que no se van a morir. En el último viaje, al salir de la atmósfera de Venus...

Se abismó en el lúgubre relato de sus problemas con los pasajeros con enfermedad del espacio. Pero yo no estaba de humor para escucharle. Mi vista estaba en la pasarela, por la cual, por encima del costado brillante plateado de la nave, subían los pasajeros y sus amigos en pequeños grupos. La cubierta superior ya estaba abarrotada con éstos.

El Planetara, como suelen ser estos vehículos, no era un navío grande. De cuerpo cilíndrico, con cuarenta pies de bao mayor y doscientos setenta y cinco pies de largo. La superestructura de los pasajeros —no más de un ciento de pies de largo— estaba situada en el centro de la nave. Una cubierta estrecha protegida metálicamente, y con grandes ventanas de ojo de buey, rodeaba la superestructura. Algunas de las cabinas daban directamente a la cubierta y las otras tenían puertas a los pasillos interiores. Había media docena de salones públicos, pequeños pero lujosos.

El resto de la nave estaba dedicado al almacenaje de la carga y a los compartimientos de maquinaria y control. Por delante de la estructura de pasajeros el nivel de cubierta continuaba, bajo el domo cilíndrico del techo, hasta la proa. El observatorio de la torre posterior, las cabinas de los oficiales, la sala de navegación del capitán Carter y el despacho del doctor Frank estaban aquí. De forma similar, bajo el domo de popa, estaba la torreta de vigilancia de popa y las series de departamentos de energía.

Por encima de la superestructura estaban enlazados como una tela de araña de metal una gran confusión de puentes, escalerillas y balcones. La torreta en la que el doctor Frank y yo estábamos ahora, estaba situada precisamente aquí. A cincuenta pies de distancia, como un nido de pájaros, la sala de instrumentos de Snap se erguía unida al metal del puente. El techo del domo, con las ventanas de glasite cerradas ahora, se elevaba en agudo pináculo para cubrir la porción media más alta del navío.

Abajo, en el casco principal, recorrían todo lo largo de la nave unos pasillos metálicos iluminados con luz azul. Los departamentos de almacenaje de mercancías, salas de control de gravedad, sistemas de renovación de aire, calefactores, ventiladores y mecanismos de presión... todos estaban situados allí. Y las cocinas, los departamentos de despensa y las habitaciones de la tripulación. Este viaje llevábamos una tripulación de diecisiete personas, sin contar los oficiales de navegación, el sobrecargo, a Snap Dean y al doctor Frank.

Los pasajeros que subían a bordo parecían una buena representación de lo que usualmente son los que parten de viaje para Ferrok-Shahnn La mayoría eran terráqueos... y marcianos de regreso. El doctor Frank me señaló uno. Un enorme marciano ataviado de gris, un individuo de siete pies de alto.

—Se llama Set Miko —comentó el doctor—. ¿Oyó alguna vez hablar de él?

—No —contesté—. ¿Debería conocerle?

—Bueno... —el doctor se contuvo, como si lamentara haber hablado.

—Nunca oí hablar de él —repetí lentamente.

Se hizo un silencio embarazoso entre nosotros.

Había pocos pasajeros de Venus. Vi uno de ellos mientras subía la pasarela y la reconocí. Una chica que viajaba sola. La habíamos traído de Grehbar, en el penúltimo viaje. La recordaba. Era un tipo de chica sumamente atractivo, donde la mayoría lo son. Su nombre era Venza, y hablaba bien inglés. Una cantante y bailarina que había sido importada al Gran Nueva York para cumplir algún contrato teatral, y había sido todo un éxito en la gran avenida Blanca.

Subía la pasarela detrás del mozo, y al levantar la vista nos vio al doctor Frank y a mí en la torreta y nos dedicó una sonrisa y agitó su blanco brazo a modo de saludo.

El doctor Frank se echó a reír.

—¡Por los dioses de la ruta del espacio, si es Alta Venza! ¿Viste esa mirada, Gregg? Era por mí, no por ti..

—Pudiera ser —repliqué—, pero lo dudo... Venza es totalmente imparcial.

Me pregunté qué podría llevar a Venza ahora a Marte. Me alegraba de verla. Era divertida, educada. Había viajado mucho y hablaba inglés con un estilo familiar y teatral más característico del Gran Nueva York que de Venus, y a pesar de su aspecto ligero me confiaría más en ella que en cualquier otra chica de Venus que conozca.

Sonaron las sirenas de partida y los amigos y parientes de los pasajeros se apelotonaron junto a la pasarela de salida, dejando libre la cubierta. No había visto a George Prince subir a bordo. Me pareció verle entonces en la pista de aterrizaje bajándose de un coche particular. Una figura pequeña y menuda. Los aduaneros le rodearon y sólo me dejaban ver su cabeza y hombros. Un rostro hermoso y femenino, con largo cabello negro hasta la base del cuello. Llevaba la cabeza descubierta, con la capucha de su abrigo de viaje echada hacia atrás.

Le miraba fijamente, y vi que el doctor Frank también estaba mirando fijamente, pero ninguno de nosotros habló.

—¿Qué le parece si bajamos a cubierta, doctor? —dije de pronto siguiendo un impulso.

Asintió. Bajamos a la habitación baja de la torreta y gateamos por la escalerilla hasta el nivel de la cubierta superior. La parte de arriba de la pasarela de llegada estaba próxima a nosotros. George Prince subía por la pasarela precedido por dos maleteros que se inclinaban bajo el peso del equipaje de mano. Le había reconocido por el tipo que viera en la oficina de Halsey.

Y entonces, con gran sorpresa, descubrí que estaba confundido. Era una chica la que subía a bordo. La luz de arco sobre la pasarela la iluminaba claramente cuando estuvo a mitad de camino. Una chica con su capucha echada hacia atrás y el rostro enmarcado en espeso cabello negro. Ahora me daba cuenta que no era un corte de pelo masculino; sino que largas trenzas le colgaban por debajo del capuchón.

El doctor Frank debió haber notado mi asombro.

—Una pequeña beldad, ¿no es verdad?

—¿Quién es?

Estábamos de pie, apoyados contra la pared de la superestructura. Un pasajero estaba cerca de nosotros... el marciano a quien el doctor Frank había llamado Miko. Estaba remoloneando por aquí, evidentemente para observar cómo la chica subía a bordo, pero cuando miré hacia él, apartó la vista y se alejó de forma disimulada.

—Estoy en el A22 —dijo la chica al maletero cuando llegó a cubierta—. Mi hermano está a bordo desde hace un par de horas.

—Ésa es Anita Prince —respondió a mi pregunta el doctor Frank.

Pasaba muy cerca de nosotros por la cubierta, siguiendo al mozo, cuando tropezó y casi se cayó. Yo era el más próximo a ella. Me adelanté de un salto y la sostuve.

Sosteniéndola con mis brazos en torno a ella, la levanté y la puse de nuevo en pie. Se había torcido un tobillo y se mantuvo en equilibrio hasta que le desapareció el dolor al cabo de un momento.

—Estoy bien... ¡gracias!

A la tenue luz de la cubierta iluminada de azul me encontré con sus ojos. La estaba sosteniendo con un brazo que la rodeaba. La sentí pequeña y suave contra mí. Su rostro enmarcado en el negro y espeso cabello, me sonreía. Un rostro pequeño y ovalado... hermoso... aunque de firme barbilla y marcado con el sello de su propia personalidad. Ésta no era una belleza vacía.

—Estoy bien, muchísimas gracias...

Me di cuenta de que no la había soltado y sentí cómo sus manos me apartaban. Y luego, pareció durante unos instantes que se rendía y se apretaba. Y me encontré con su sorprendida mirada. Unos ojos como una noche púrpura con el resplandor nebuloso de la luz de las estrellas en ellos. Me oí a mí mismo diciendo: «¡Perdone! Sí, claro...», y la solté.

Me dio las gracias de nuevo, y siguió a los maleteros a lo largo de la cubierta. Cojeaba ligeramente.

Durante un instante había estado pegada a mí. Un breve mensaje de algo, de sus ojos a los míos... y de los míos a los de ella. Los poetas escriben que el amor puede nacer de una mirada tal como ésta. El primer encuentro, al otro lado de todas las barreras de las cuales el amor surge sin buscarlo, espontáneo... retador, algunas veces. Y los trovadores de la antigüedad cantarían: «Una mirada fugaz; un contacto; dos corazones latiendo aceleradamente... y el amor ha nacido.»

Creo que con Anita y conmigo debió de ser algo así.

Permanecí mirándola, sin darme cuenta cómo el doctor Frank me observaba con burlona sonrisa. Y en aquel momento, no más de un cuarto después de las cero horas, partió el Planetara. Con las ventanas del domo cerradas firmemente, nos elevamos de la pista de aterrizaje y nos remontamos sobre la reluciente ciudad. La fosforescencia de los tubos electrónicos era como la cola de un cometa detrás de nosotros, mientras nos deslizábamos hacia arriba.