Capítulo XIV

EL gigantesco Miko se irguió delante de mí. Había deslizado la puerta de mi camarote cerrándola detrás de él. Permanecía de pie, con su cabeza levantada próxima al techo. Había desechado la capa, y con sus ropas de cuero, y con espada de adorno, tenía todo el aspecto de un bandido de la antigüedad. Llevaba la cabeza descubierta y la luz de uno de los tubos le caía sobre su gris rostro que sonreía burlonamente.

—¿Gregg Haljan? Por fin ha recobrado el sentido común. ¿No quería que escribiera mi nombre sobre su pecho? No le hubiera hecho eso a Dean si no me hubiera forzado. Siéntese.

Había estado sobre mi litera y me volví a sentar, siguiendo el gesto de su enorme brazo peludo. Su antebrazo aparecía ahora descubierto y la cicatriz de una pequeña quemadura podía verse claramente. Se dio cuenta de mi mirada.

—Cierto. Usted hizo eso, Haljan, en el Gran Nueva York, pero no le guardo rencor. Ahora deseo hablar con usted.

Miró alrededor en busca de un asiento y cogió el pequeño taburete que estaba junto a mi pupitre. En la mano sostenía un pequeño cilindro de rayos paralizadores marcianos. Lo posó a su lado sobre el pupitre.

—Ahora podemos hablar.

Permanecí silencioso. Alerta. No obstante, mis ideas eran un torbellino. Anita estaba viva, y se hacía pasar por su hermano. Y, con la alegría de esto, me vino un estremecimiento. Por encima de todo, Miko no debía saberlo.

—Es una gran suerte que le tengamos, Haljan.

Mis pensamientos volvieron a la realidad. Miko estaba hablando con una presunción de supuesta camaradería amistosa.

—Todo va bien... y le necesitamos, como ya he dicho antes. No soy ningún tonto. Me he dado cuenta de todo lo que ocurría a bordo de esta nave. Usted, de todos los oficiales, es el más competente para las matemáticas de navegación. ¿No es así?

—Puede ser.

—Es modesto.

Revolvió en el bolsillo de su chaqueta, sacando una hoja enrollada. La reconocí. Eran los números de Blackstone. Los cálculos que Blackstone hiciera cuando habíamos evitado el asteroide.

—Me interesan éstos —prosiguió Miko—. Deseo que los compruebe. Y éste —extendió otra hoja enrollada—. Son los cálculos de nuestra posición y nuestra trayectoria. Hahn pretende que él es piloto. Hemos colocado las placas de gravedad... vea, de esta forma.

Me tendió los rollos. Me observaba penetrantemente mientras los ojeaba.

—¿Bien? —dije.

—Está ahorrando las palabras, Haljan. ¡Por todos los diablos de las líneas espaciales que puedo hacerle hablar! Pero deseo estar en buenas relaciones.

Le devolví los rollos. Me levanté. Estaba al alcance de su arma, pero con un gesto de su enorme brazo me hizo sentarme de nuevo sobre la litera.

—¿Se atreve? —luego sonrió—. ¡No lleguemos a los golpes!

Para decir la verdad, la violencia física no me llevaría a ninguna parte. Tendría que probar con la astucia. Y ahora veía que su cara estaba enrojecida y que sus ojos tenían un brillo no natural. Había estado bebiendo, no lo suficiente para emborracharle, pero sí bastante para hacerle hablar de forma triunfal.

—Hahn puede que no sea un gran matemático —sugerí—, pero tiene a su sir Arthur Coniston —me las arreglé para hacer una mueca sarcástica—. ¿Es ese su nombre?

—Casi. Haljan, ¿querrá usted comprobar esas cifras?

—Sí, pero ¿por qué? ¿Adonde vamos?

—¡Tiene miedo que no se lo diga! —se echó a reír—. ¿Por qué no habría de hacerlo? Esta gran aventura mía está saliendo perfectamente. Un botín enorme, Haljan. Cien millones de dólares en láminas de oro. Seremos todos fabulosamente ricos...

—Pero ¿adonde vamos?

—Al asteroide —dijo—. Debo librarme de estos pasajeros. No soy un asesino.

Con media docena de muertes en la reciente pelea esto era poco convincente. Pero evidentemente estaba hablando en serio. Parecía leer mis pensamientos.

—Mato solamente cuando es necesario. Aterrizaremos sobre ese asteroide. Es un lugar perfecto para abandonar a los pasajeros. ¿No es así? Les daré lo necesario para vivir. Podrán hacer señales. Y dentro de un mes o así, cuando estemos perfectamente a salvo y hayamos acabado nuestra aventura, una nave de la policía, sin duda alguna que los rescatará.

—Y luego, desde el asteroide —sugerí—, vamos a...

—A la Luna, Haljan. ¡Qué adivinador más inteligente es usted! Coniston y Hahn están calculando nuestra trayectoria. Pero no tengo gran confianza en ellos, así que le necesito a usted.

—Me tiene.

—Sí. Le tengo. Le habría matado hace tiempo (soy un individuo impulsivo), pero mi hermana me lo impidió.

Me miró de lado de forma taimada.

—Parece que usted le gusta a Moa de una forma singular.

—Gracias —dije—. Me halaga.

—Ella aún confía en que pueda ganarle realmente para unirse a nosotros —prosiguió—. Las láminas de oro son una cosa maravillosa, y habría muchas para usted en este asunto. Y ser rico y tener el amor de una mujer como Moa...

Hizo una pausa. Yo estaba tratando de calibrarle, para conseguir de él toda la información que pudiera, por lo que añadí, con otra sonrisa:

—El hablar de Moa es prematuro. Le ayudaré a trazar su curso. Pero esta aventura, como usted la llama, es peligrosa. Una nave de la policía...

—No hay muchas —declaró—. Las posibilidades de que encontremos una son muy remotas —hizo una mueca—. Usted lo sabe tan bien como yo. Y ahora tenemos esa contraseña en clave... forcé a Dean a que me dijera dónde la había escondido. Si fuéramos detenidos, nuestra respuesta con la contraseña eliminaría toda sospecha.

—El retraso del Planetara en Ferrok-Shahn —objeté— ocasionará alarma. Tendrá una flota de naves policía detrás de usted.

—Eso será dentro de dos semanas a partir de ahora —se sonrió—, y tengo una nave de mi propiedad en Ferrok-Shahn. Está ahora allí esperando la señal, tripulada y armada. Confío que con la ayuda de Dean podamos enviarles la señal. Se unirán a nosotros en la Luna. No tenga miedo de ningún peligro, Haljan. Tengo grandes intereses aliados a mí en este asunto. Mucho dinero. Lo hemos planeado cuidadosamente.

Estaba jugando descuidadamente con su cilindro y me observaba mientras yo permanecía sentado dócilmente sobre la litera.

—¿Creía que George Prince era el dirigente de esto? Un mero peón. Lo contraté hace un año... sus conocimientos técnicos son valiosos para nosotros.

Mi corazón me estaba latiendo aceleradamente y me esforcé en que no se notara. Prosiguió tranquilamente:

—Le dije que era un impulsivo. Casi maté a George Prince media docena de veces, y él lo sabe —arrugó el entrecejo—. Me hubiera gustado haberle matado a él en vez de a su hermana. Eso fue un error.

Había una nota de verdadera preocupación en su voz. Luego añadió:

—Está hecho... nada puede cambiarlo. George Prince me es útil. Su amigo Dean es otro. Tuve problemas con él, pero ahora está dócil.

—No sé si sus promesas significan algo o no para usted, Miko —dije abruptamente—. Pero Prince dijo que no utilizaría más las torturas.

—No las utilizaré. No, siempre que usted y Dean me obedezcan.

—Dígale a Dean que estoy de acuerdo con eso. ¿Dice que le dio las palabras clave que le quitó a Johnson?

—Sí. ¡Ese Johnson! ¿Me reprocha, Haljan, por la muerte de Carter? No necesita hacerlo. Johnson se me ofreció para tratar de capturarles a ustedes, cogerlos a ambos vivos. Mató a Carter porque estaba furioso con él. ¡Un tonto estúpido y vengativo! Está muerto y me alegro de ello.

Mi mente estaba en los planes de Miko, así que aventuré:

—Este tesoro de la Luna... ¿Dijo que estaba en la Luna?

—No se haga el tonto —replicó—. Sé tanto sobre Grantline como usted.

—Eso es muy poco.

—Tal vez.

—Tal vez usted conozca más, Miko. La Luna es un lugar grande. ¿Dónde, por ejemplo, está situado Grantline?

Contuve la respiración. ¿Me diría eso? Una veintena de preguntas... de planes vagos estaban en mi imaginación. ¿Qué conocimientos de matemáticas tenían estos bandidos? Miko, Conisten, Hahn... ¿Podría engañarles? Si podía averiguar la situación de Grantline en la Luna, y mantener el Planetara alejada de ella, por error fingido en los planos. Ganar tiempo... y tal vez Snap pudiera encontrar una oportunidad de hacer señales a la Tierra, de conseguir ayuda.

Miko contestó a mi pregunta tan bruscamente como yo lo hiciera.

—No sé dónde está situado Grantline. Pero lo descubriremos. No sospechará del Planetara, de forma que cuando lleguemos cerca de la Luna, le haremos señales y se lo preguntaremos. Podemos engañarle para que nos lo diga. ¿Cree que no sé lo que está pensando, Haljan? Hay una clave secreta de señales acordada entre Dean y Grantline. He forzado a Dean a confesarla. ¡Sin tortura! Prince me ayudó en eso. Le convencí de que no me desafiara. Un individuo muy persuasivo George Prince. Más diplomático de lo que lo soy yo. Tengo que reconocérselo.

Me esforcé en mantener la voz en calma.

—Si yo me uniera a usted, Miko (mi palabra, si alguna vez la doy, la encontrará de fiar), diría que George Prince es muy valioso para nosotros. Usted debiera refrenar su impulso. Él es la mitad que usted. Podría, alguna vez, sin intención, herirle.

—Moa dice eso. Pero no tema... —se echó a reír.

—Estaba pensando —insistí—, que me gustaría tener una charla con George Prince.

¡Ah, mi tumultuoso y alterado corazón! Pero estaba sonriendo tranquilamente. Y traté de poner en mi voz una astuta nota de complicidad.

—Realmente conozco muy poco sobre este tesoro, Miko. Si hubiera un millón o dos de hojas de oro en él para mí...

—Tal vez pudiera haberlas.

—¿Supongamos que me permite hablar con Prince? Yo tengo algunos conocimientos científicos sobre los poderes de este catalizador. Los conocimientos de Prince y los míos... podríamos llegar a hacer un cálculo del valor del tesoro de Grantline. Usted no lo sabe, sólo lo está suponiendo.

Hice una pausa después de este locuaz estallido. Cualquier cosa que estuviera en la mente de Miko, no podría decirlo. Pero bruscamente se levantó. Yo había dejado mi litera, pero me hizo señas de volver.

—Siéntese. Yo no soy como Moa. No confiaré en usted nada más que porque pretenda que sería leal —recogió su cilindro—. Hablaremos de nuevo —hizo un gesto hacia los rollos que había dejado sobré mi pupitre—. Trabaje con eso. Le juzgaré por los resultados.

No era ningún tonto este jefe de bandidos.

—Sí —me mostré de acuerdo—. ¿Usted desea el curso verdadero hacia el asteroide?

—Sí. Y por los dioses, le prevengo que le controlaré.

—Muy bien —dije dócilmente—. Pero usted pregunte a Prince si desea mis cálculos sobre las posibilidades de Grantline.

Le dirigí a Miko una mirada astuta mientras estaba junto a la puerta. Luego añadí:

—Usted piensa que es inteligente. Hay mucho que usted no sabe. Nuestra primera noche fuera de la Tierra... las señales de Grantline... ¿No se le ocurrió a usted que pudiera haber algunas cifras sobre este tesoro?

—¿Dónde están? —le había sobresaltado.

—No supondrá que fui lo suficientemente tonto como para registrarlas —dije golpeándome ligeramente en la cabeza—. Usted pregúntele a Prince si desea charlar conmigo. Cien millones o doscientos millones supondrían una enorme diferencia, Miko.

—Lo pensaré —retrocedió y selló la puerta, dejándome.

Pero Anita no vino. Comprobé las cifras de Hahn, que eran casi correctas. Tracé una trayectoria hacia el asteroide, que era casi la que llevábamos.

Conisten vino por los resultados.

—Oiga, no somos tan malos navegantes, ¿no es verdad? Creo que somos estupendos, teniendo en cuenta nuestra inexperiencia. No está mal en absoluto, ¿eh?

—No.

No me pareció prudente preguntarle sobre Prince.

—¿Tiene hambre, Haljan?

—Sí.

Vino un camarero con la comida. El taciturno Hahn permaneció a la puerta con un arma apuntándome mientras comía. No se estaban arriesgando y eran prudentes en no hacerlo.

Pasó el día. El día y la noche, todo del mismo aspecto aquí en la bóveda estrellada del espacio. Pero de acuerdo con la rutina de la nave era de día. Y después otro tiempo para dormir. Dormí mal, preocupado, tratando de hacer planes. Al cabo de unas pocas horas nos estaríamos aproximando al asteroide.

La hora de dormir ya casi había pasado. Mi cronómetro marcaba las cinco de la mañana, hora original de partida de la Tierra. El sello de mi puerta crujió. La puerta se abrió lentamente.

¡Anita!

Permaneció allí con su capa envolviéndola. A cierta distancia, en la sombra de la cubierta, Conisten paseaba lentamente.

—¡Anita! —musité.

—¡Gregg, cariño!

Se volvió e hizo un gesto al bandido que vigilaba.

—No tardaré mucho, Conisten.

Entró y medio cerró la puerta, dejándola lo suficientemente abierta para que pudiéramos asegurarnos que Coniston no se acercaba.

Retrocedí a donde él no pudiera vernos.

—¡Anita!

Ella se lanzó en mis brazos abiertos.