Capítulo XVI
POR fin llegó. Supongo que no tardó más de una hora, pero tuve la sensación de que fue una eternidad. Se oyó un ligero siseo en el sello de mi puerta, y se deslizó el panel. Salté desde mi litera, donde había permanecido tenso en la oscuridad.
—¿Prince? —no me atreví a decir Anita.
—Gregg...
Era su voz. Mientras se abría el panel, recorrí con la mirada la cubierta. Ni Coniston ni ningún otro estaban a la vista, salvo la figura vestida de negro de Anita, que entró en el camarote.
—¿Lo conseguiste? —pregunté con un suave susurro.
Durante un instante la abracé y la besé, pero me apartó con manos ágiles. Estaba sin respiración.
—Sí, lo tengo. Enciende algo... ¡Debemos apresurarnos!
En la semioscuridad azul vi que llevaba uno de los cilindros marcianos. El de tipo más pequeño; paralizaría pero no mataría.
—¿Solamente uno, Anita?
—Sí. Y esto...
Era la capa invisible. La dejamos sobre la rejilla y le ajusté el mecanismo. Me la puse, junto con la capucha, y conecté la corriente.
—¿Va bien, Anita?
—Sí.
—¿Puedes verme?
—No —retrocedió un paso o dos—. No, desde aquí no, pero no debes permitir que se te aproximen demasiado.
Luego se acercó y extendió una mano tanteando hasta que me encontró.
Nuestro plan era que la siguiera al salir. Si alguna persona nos vigilaba, solamente vería la figura cubierta del supuesto George Prince y yo pasaría desapercibido.
La situación de la nave seguía casi sin cambios. Anita se había apoderado del arma y de la capa y se había deslizado hasta mi cubículo sin ser observada.
—¿Estás segura de eso?
—Eso creo, Gregg. Tuve cuidado.
Moa estaba ahora en el vestíbulo, guardando a los pasajeros. Hahn estaba durmiendo en la sala de derrota. Conisten estaba en el castillo y saldría ahora de servicio, dijo Anita, ocupando Hahn su lugar. Había vigías en las torretas de proa y de popa, y un guarda vigilando a Snap en la sala de radio.
—¿Está dentro de la sala, Anita?
—¿Snap? Sí.
—No..., el guarda.
—El guarda estaba sentado sobre el puente reticular a la puerta.
Eso era una mala noticia. Ese guarda podía ver claramente toda la cubierta. Podría sospechar al ver a George Prince yendo de un lado a otro y sería difícil poder acercársele lo suficiente para atacarle. Este cilindro, sabía, tenía un alcance efectivo de solamente unos veinte pies.
—Conisten es el más inteligente, Gregg. Será el más difícil de atacar.
—¿Dónde está Miko?
El jefe de los bandidos había bajado hacía un momento a los corredores del casco. Anita había aprovechado la oportunidad para venir junto a mí.
—Podemos atacar a Hahn en la sala de derrota en primer lugar —susurré— y conseguir las otras armas. ¿Están todavía allí?
—Sí. Pero la cubierta de proa está muy iluminada, Gregg.
Nos estábamos aproximando al asteroide. Su luz, como la de una luna brillante, estaba iluminando ya el espacio de la cubierta de proa. Esto me hizo comprender cuánta rapidez era necesaria.
Decidimos bajar a los corredores interiores de la nave. Localizar a Miko, derribarle y esconderle. Al no aparecer pronto sobre cubierta dejaría confusos a los demás, especialmente ahora, con nuestro inminente aterrizaje sobre el asteroide, y, aprovechándonos de esta confusión, trataríamos de liberar a Snap.
Estábamos dispuestos. Anita deslizó mi puerta abriéndola y yo la seguí sigilosamente. La silenciosa cubierta vacía estaba alternativamente oscura con sombras y reluciente con parches de luz brillante de las estrellas. Entremezclado aparecía un halo de la corona del Sol y, en la parte de proa, venía el resplandor del suave brillo plateado del asteroide.
Anita se volvió para sellar mi puerta y yo permanecí junto a ella envuelto en mi capa, que producía un ligero zumbido. ¿Estaba invisible a esta luz? Casi directamente por encima de nosotros, cerca por debajo del domo, estaba sentado el vigía en su pequeña torreta. Le echó un vistazo a Anita.
En el centro de la nave, muy por encima de la superestructura de la cabina, colgaba oscura y silenciosa la sala de radio. El guarda, sobre el puente, también estaba a la vista, y él también miró hacia abajo.
Fue un instante tenso. Luego respiré de nuevo. No había ninguna alarma. Los dos guardas contestaron al gesto de Anita.
Anita dijo en voz alta, en dirección a mi camarote vacío:
—Miko vendrá inmediatamente por usted, Haljan. Me dijo que deseaba que estuviera en la torre de control para aterrizar sobre el asteroide.
Terminó de sellar mi puerta y se volvió alejándose, y empezamos a caminar a lo largo de la cubierta. La seguía. Mis pasos no producían ruido con las suelas elásticas de mis zapatos. Anita marchaba con un ruidoso caminar. Cerca de la puerta de la sala de fumadores, un pequeño pasaje inclinado nos conducía hacia abajo. Entramos por él.
El pasillo estaba tenuemente iluminado de azul. Lo pasamos y alcanzamos el corredor principal, que iba a lo largo del casco. Era un pasadizo abovedado de metal, al que daban las puertas de las salas de control. Tenues luces a intervalos brillaban.
El zumbido de la nave se oía aquí de forma más clara, ahogando el ligero sonido de mi capa. Me deslicé detrás de Anita, con la mano debajo de la capa agarrando el arma de rayos.
Nos cruzó un camarero. Me aplasté a un lado para evitarlo.
—¿Dónde está Miko, Ellis? —le preguntó Anita.
—En la sala de ventilación, señor Prince. Había dificultades con la renovación de aire.
Anita asintió y prosiguió adelante. Pude haber derribado a aquel camarero cuando me cruzó. ¡Oh, si lo hubiera hecho, cuan diferentes podrían haber sido las cosas!
Pero parecía innecesario. Le dejé pasar y entró por una puerta próxima que conducía a la cocina.
Anita siguió caminando. ¡Si pudiéramos llegar hasta Miko estando solo! Repentinamente se detuvo y volviéndose susurró:
—Gregg, si están otros hombres con él, lo apartaré. Espera la oportunidad.
¡Cómo las pequeñas cosas pueden deshacer los planes mejores! Anita no se había dado cuenta de cuan próximo a ella la iba siguiendo y al volverse tan inesperadamente hizo que chocáramos bruscamente.
—¡Oh! —exclamó involuntariamente. Su mano extendida había cogido mi muñeca, agarrando el electrodo que estaba allí. El contacto la quemó y ocasionó un cortocircuito en mi ropa. Se produjo un chasquido y la corriente quemó los diminutos fusibles.
¡Mi invisibilidad había desaparecido! Quedé convertido en una figura alta, encapuchada de negro y visible a la mirada de cualquiera que pudiera estar cerca.
¡Futilidad la de los planes humanos! ¡Tan cuidadosamente como lo habíamos proyectado! Nuestros cálculos, nuestras esperanzas de lo que podríamos hacer, se vinieron estrepitosamente abajo con este súbito desastre.
—¡Anita! ¡Corre!
Si fuera visto con ella, entonces su propio disfraz probablemente sería descubierto. Y eso, por encima de todo, sería el desastre.
—¡Anita, aléjate de mí! ¡Puedo intentarlo solo!
Podía ocultarme en algún sitio, y tal vez reparar la capa. O, dado que ahora estaba armado, ¿por qué no lanzarme audazmente al ataque?
—Gregg, tenemos que regresar a tu camarote —estaba aferrada a mí presa de pánico.
—No. ¡Corre! ¡Aléjate de mí! ¿No lo comprendes? ¡George Prince no tiene nada que hacer conmigo aquí! ¡Te matarán!
—Gregg, volvamos a cubierta.
La empujé, los dos presa de confusión.
Desde detrás de mí se oyó un grito. ¡Aquel maldito camarero! Había vuelto tal vez a investigar lo que hacía George Prince en este corredor. Oyó nuestras voces. Su grito en el silencio de la nave sonó horriblemente fuerte. Su figura, ataviada de blanco, apareció en la próxima puerta. Estaba paralizado por la sorpresa de verme. Y entonces se volvió y echó a correr.
Disparé mi cilindro paralizador a través de la capa. ¡Le alcancé! Cayó. Empujé a Anita violentamente.
—¡Corre! Dile a Miko que venga... dile que oíste un grito. ¡No sospechará de ti!
—Pero, Gregg...
—No deben descubrirte. ¡Tú eres nuestra única esperanza, Anita! Me ocultaré, arreglaré la capa, o volveré a mi camarote. Lo intentaremos de nuevo.
La decidí. Se alejó por el corredor. Yo me volví en la otra dirección. El grito del camarero podría no haber sido oído.
Entonces comprendí una cosa. El camarero podía ser revivido. Era uno de los hombres de Miko y al revivir le diría lo que había visto y oído. Se descubriría el disfraz de Anita.
Un asesinato a sangre fría, lo declaro, iba en contra de mis sentimientos, pero era necesario. Me lancé sobre él y le golpeé el cráneo con el metal de mi cilindro.
Me erguí. El capuchón me había caído hacia atrás. Limpié mis manos ensangrentadas en la inútil capa. Había aplastado el cilindro.
—¡Haljan!
¡Era la voz de Anita! Tenía una aguda nota de horror y aviso. Me di cuenta de que en el corredor, a unos cuarenta pies de distancia, Miko había aparecido con Anita detrás de él. Su proyector de balas estaba apuntando. Pero Anita le tiró del brazo.
El estampido del explosivo fue agudamente ensordecedor en el espacio limitado del corredor. Con un surtidor de chispas, el proyectil de plomo golpeó contra el techo abovedado por encima de mi cabeza.
—¡Prince, idiota! —Miko estaba luchando con Anita.
—¡Miko, es Haljan! No le mate...
El alboroto atrajo miembros de la tripulación. Venían corriendo por la oscura puerta ovalada próxima a mí. Les arrojé el inútil cilindro, pero estaba atrapado en el estrecho pasadizo.
Podría haber luchado por abrirme camino. O Miko podría haberme disparado. Pero había en eso el peligro de que Anita, en su horror, se traicionara a sí misma. Retrocedí contra la pared.
—¡No me mate! Vea, ¡no voy a luchar!
Levanté los brazos y la tripulación, envalentonada y animosa bajo la mirada de Miko, saltó a mí y me derribaron.
¡Los fútiles planes humanos! Anita y yo los habíamos planeado cuidadosamente. ¡Y en unos breves minutos de acción había llegado sólo a esto!