24
El coche de Fallon arrancó en el aparcamiento norte y se dirigió a toda velocidad hacia la salida. Tenía que pasar por delante del campo de fútbol y del Museo de la Aviación, y después entre los edificios de oficinas antes de salir a Ocean Boulevard. Una vez allí le perderíamos.
Me temblaban las manos, pero aun así conseguí apretar el botón de marcado rápido para llamar a Pike.
—Venga, Joe, contesta. ¡Venga!
El coche de Fallon dejó atrás el campo de fútbol, giró y aceleró. Era un cupé blanco de tamaño medio, me pareció que de dos puertas. Debía de ir a reunirse con Ibo y Schilling. La limusina era grande y llamaba la atención, y además le faltaba un faro. La abandonarían enseguida.
—Estoy en marcha —contestó Pike de repente.
—Va hacia el este, al final del campo de fútbol, en un cupé blanco de dos puertas. Está en el museo. Va a salir a Ocean. Lo he perdido.
Salí corriendo en busca del coche. Iba al límite de mis fuerzas, con el móvil en una mano y la pistola en la otra. Dejé atrás los hangares y las casas. Pike debía de ir hacia el norte, en dirección a Ocean Boulevard, para después girar hacia el este. Si el coche de Fallon salía del aeropuerto, lo vería.
Por el centro de la calle, una mujer paseaba a un perrito anaranjado. Me vio correr hacia ella, pistola en mano. No intentó salir pitando ni meterse en una casa, sino que se puso a saltar sobre un pie y sobre otro mientras chillaba «ay, ay, ay» y el perro daba vueltas sobre sí mismo. La pobre mujer había salido para sacar al perro y al verla lo que pensé fue que si intentaba detenerme le pegaría un tiro a ella y otro al perro. Yo no era así. Yo jamás habría hecho nada parecido. Me había vuelto loco de remate.
Me subí al coche de un salto y al alejarme choqué contra el bordillo con tanta fuerza que el coche coleó y la aguja del cuentarrevoluciones entró de lleno en la zona roja.
—¿Joe?
—En Ocean, yendo hacia el este.
—¿Y Fallon ¿Dónde está?
—Deja de chillar. Va por Ocean hacia el este. Espera, gira por Centinela hacia el sur. Lo tengo. Va seis coches por delante.
Centinela estaba a mi espalda. Tiré del freno de mano y con una brusca maniobra hice que el coche girase sobre sí mismo. Los neumáticos echaron humo. A mí alrededor sonaron mil claxones, pero me parecía que estaban muy lejos.
Seguía pegando gritos por el teléfono:
—Myers está muerto. Y también le han dado a Richard. Le han disparado y ha caído dentro de la limusina. No sé si lo han matado o no.
—Tranquilízate. Seguimos yendo hacia el sur. No sabe que vamos tras él.
Fallon conducía sin llamar la atención para evitar que algún policía lo obligara a detenerse, pero a mí lo único que me importaba era apresarlo. Sobrepasé los ciento veinte en las travesías, giré por una calle paralela a Centinela y entonces pisé el acelerador y alcancé los ciento sesenta.
—¿Dónde está? ¡Dime qué travesías!
El coche pilló un bache, pero yo aceleré. Pike iba diciéndome por qué travesías pasaban. Yo veía las mismas calles un poco más allá. Avanzábamos en paralelo. Cuando hube alcanzado su ritmo lo superé. Giré hacia Centinela con un volantazo que hizo derrapar las cuatro ruedas y al enderezar el coche saltó una válvula. A mi espalda empezó a salir humo y el motor se puso a hacer ruidos.
—Aceleramos —me informó Pike.
Estaba cada vez más cerca de Centinela, a tres manzanas, a dos. Apagué las luces y me coloqué pegado al bordillo con un giro brusco del volante justo cuando el coche de Fallon pasaba por el cruce y torcía hacia la autopista. Ben iba sentado a su lado. Miró por la ventanilla.
—Lo tengo, Joe. Lo veo.
—Colócate detrás cuando veas que giro.
Fallon no iba muy lejos. Era lo lógico. Lo había planeado todo muy bien. Primero iban a cambiar de coche y luego a deshacerse de Ben, y de Richard si es que seguía con vida. Ningún secuestro termina de otra forma.
—Está frenando —anunció Pike.
El coche de Fallon se metió por debajo de la autopista y después giró.
Pike no lo siguió. Apagó las luces y se pegó a la acera a la altura de la esquina, a observar. Yo hice lo mismo. Al cabo de un rato, el todoterreno de Pike avanzó un poco, lentamente, y giró. Pasamos por delante de varias ferreterías y una clínica veterinaria hasta llegar a una hilera de casas pequeñas. De la clínica llegó un aullido de un perro. Parecía que estaba sufriendo.
Pike se metió en un aparcamiento y se apeó. Lo seguí. Cerramos las puertas con sigilo y Pike señaló con la cabeza una casa que estaba al otro lado de la calle y en cuyo jardín un cartel rezaba: «Se vende.»
—Ahí.
La limusina quedaba casi totalmente oculta por la casa y el coche blanco estaba todo lo pegado a la puerta que era posible. En el jardín había un sedán azul oscuro. Seguramente iban a utilizarlo para huir. En la casa vi luces que se movían. Fallon y Ben debían de haber llegado hacía sólo dos minutos. La limusina, tres. Me pregunté si Richard estaría muerto en el asiento de atrás. Quizá le hubieran pegado el tiro de gracia por el camino. El perro volvió a aullar.
Iba a cruzar la calle cuando Pike me detuvo.
—¿Tienes un plan o vas a echar abajo la puerta sin más?
—Ya sabes qué van a hacer. No tenemos tiempo.
Me miró fijamente; estaba inmóvil como un claro en un bosque dormido, pero con unas nubes de tormenta acechando sobre los árboles.
Me aparté de él, pero se acercó, me agarró del cuello y clavó sus ojos en los míos.
—No quiero que te maten.
—Ben está ahí dentro.
No me soltaba.
—En el aeropuerto los teníamos delante de las narices y no los hemos visto. Nos la han pegado. Y ya sabes qué pasará si ahora ocurre lo mismo.
Respiré hondo. Pike tenía razón. Como casi siempre. Tras las ventanas se movieron sombras. El perro aulló aún más fuerte.
—Tú echa un vistazo por las ventanas de aquel extremo —dije—. Yo me acercaré por delante. Nos encontraremos en la parte trasera. Seguramente han entrado por la puerta de atrás. Tienen prisa, así que es probable que no la hayan cerrado con llave.
—Vale, pero ve con cuidado. A lo mejor podemos disparar por las ventanas, pero si tenemos que entrar hagámoslo juntos.
—Ya lo sé. Ya sé qué hay que hacer.
—Pues hazlo.
Nos separamos al cruzar la calle. Pike fue hasta el extremo de la casa y yo avancé por el sendero de acceso. En las ventanas había visillos, pero no me impedían mirar dentro. Tras las dos primeras se veía un salón que estaba a oscuras, pero en el pasillo del fondo había luz. Las dos siguientes daban a un comedor vacío, y tras ellas alcancé las dos últimas de mi lado de la casa. Del interior salía mucha luz. Me aparté de la pared para no quedar iluminado y miré hacia el interior desde la sombra de un arbusto del jardín del vecino. Mazi Ibo y Eric Schilling estaban en la cocina. El primero se fue a otra parte de la casa, pero Schilling salió por la puerta trasera. Llevaba sendas bolsas de deporte de gran tamaño colgadas de los hombros.
Dice un antiguo refrán que ningún plan de ataque sobrevive al primer contacto con el enemigo.
Schilling se detuvo junto a la limusina y dejó que se le acostumbrara la vista a la oscuridad. Estaba a menos de seis metros de mí. Permanecí completamente inmóvil. El corazón me latía con fuerza. Contuve la respiración.
Dio un paso hacia adelante y después se detuvo otra vez como si hubiera notado algo. Ladeó la cabeza. El perro aulló.
Schilling cogió las bolsas y después pasó junto al coche blanco y se dirigió hacia la puerta principal de la casa, para llevar el dinero al sedán azul. Al principio me moví lentamente, pero fui ganando velocidad. Me oyó cuando ya estaba a mitad de camino. Se agachó de golpe y dio media vuelta con rapidez, pero ya era demasiado tarde. Le aticé entre los ojos con la pistola y después lo agarré para que no se desplomara y le golpeé dos veces más. Lo dejé en el suelo, busqué la pistola que llevaba y me la metí por la cintura. Me acerqué a toda prisa a la puerta de atrás. Estaba abierta. En la cocina no había nadie. El silencio y la quietud que reinaban en la casa resultaban insoportables. Ibo y Fallon podían regresar en cualquier momento con más bolsas de dinero, pero aquella quietud me asustaba mucho más que eso. Quizá me hubieran oído. Quizás Ibo y Fallon estuviesen atando los cabos sueltos. Todos los secuestros terminaban igual.
Debería haber esperado a Pike, pero me metí en la cocina y fui hacia el pasillo. Me zumbaba la cabeza y el corazón se me había acelerado. Quizá por eso no oí que Fallon se acercaba a mí por detrás hasta que fue demasiado tarde.
Mike metió el coche por un camino que discurría paralelo a una casita a oscuras.
—¿Dónde estamos? —preguntó Ben.
—En la última parada.
Mike tiró de él para hacerlo bajar del coche por la izquierda y lo metió en la casa. Eric los esperaba en una cocina lúgubre pintada de rosa con las paredes sucias y un hueco enorme en lugar de nevera. En el suelo había dos bolsas de deporte verdes, una encima de la otra. Las bolas de polvo que se amontonaban en los rincones eran del tamaño de perros pequineses.
—Tenemos un problemilla. Mira.
—¿Por el dinero?
—No, por el gilipollas.
Salieron de la cocina tras Eric, que los condujo a una habitación pequeña. Ben vio a Mazi, que metía dinero en más bolsas de deporte verdes, y luego, de repente, a su padre. Richard Chenier estaba tirado en el suelo, contra la pared. Se sujetaba el vientre con las manos y tenía los pantalones y el brazo cubiertos de sangre.
—¡Papá! —exclamó.
Echó a correr hacia su padre y ninguno de los secuestradores lo detuvo. Richard gimió de dolor cuando su hijo lo abrazó, y el chico se echó a llorar otra vez, sobre todo al notar la sangre húmeda.
—Venga, colega. Venga.
Su padre le acarició la mejilla y tampoco pudo contener las lágrimas. Ben estaba aterrado creyendo que iba a morirse.
—Lo siento, cariño. Lo siento mucho —dijo Richard—. Todo esto es culpa mía.
—¿Vas a ponerte bien? ¿Vas a curarte, papá?
Los ojos de su padre estaban tan llenos de tristeza que Ben sollozó desesperado. Le costaba respirar.
—Te quiero mucho, hijo mío. Lo sabes, ¿verdad? Te quiero.
A Ben se le atragantaron las palabras.
Mike y Eric también estaban hablando, pero el chico no los oía. Al cabo de un rato Mike se puso en cuclillas a su lado y examinó la herida.
—Vamos a ver. Parece que te ha dado en el hígado. ¿Puedes respirar bien?
—Cabrón de mierda. Hijo de puta —masculló Richard.
—Ya veo que respiras estupendamente.
Eric se acercó y se quedó de pie junto a Mike.
—Se derrumbó dentro del coche. ¿Qué coño iba a hacer? Teníamos que salir pitando y este gilipollas se había quedado en el asiento de atrás.
Mike se incorporó y miró el dinero.
—Ahora no te preocupes de eso. Vamos a seguir con el plan. Meted el dinero en las otras bolsas y dejadlo en el coche. Por ahora están bajo control. Ya nos ocuparemos de ellos antes de irnos.
—En el aeropuerto había alguien más.
—Olvídate. Era Cole. Allí sigue, como un imbécil.
Mike y Eric dejaron a Mazi metiendo el dinero en las bolsas y se fueron a otra habitación.
Ben se acurrucó contra su padre y le susurró:
—Elvis nos salvará.
Su padre hizo fuerza para incorporarse un poco y se estremeció de dolor. Mazi giró la cabeza y después volvió a concentrarse en el dinero.
Richard se contempló la mano manchada de sangre y después miró a su hijo a los ojos.
—Yo soy el culpable de todo lo que ha sucedido. La aparición de estos animales, todo lo que te ha pasado, todo es culpa mía. Soy el imbécil más imbécil del mundo.
Ben no entendía nada. No sabía por qué decía aquellas cosas su padre, pero al escuchadas sintió miedo y volvió a echarse a llorar.
—No, no es verdad. Tú no eres imbécil.
Richard le acarició la cabeza otra vez.
—Yo sólo quería recuperarte.
—No te mueras.
—Nunca podrás entenderlo, ni tú ni nadie, pero lo que quiero que recuerdes es que te quería.
—¡No te mueras!
—No voy a morirme, tranquilo, y tú tampoco.
Richard miró a Mazi y después a Ben. Le acarició nuevamente la cabeza y después se lo acercó a la cara y le dio un beso en la mejilla.
—Te quiero, hijo mío —le susurró al oído—. Y ahora corre. Echa a correr y no te detengas.
La tristeza de la voz de su padre le daba terror. Se abrazó a él y le aferró con desesperación.
Notó el arrullo del aliento de Richard en la oreja.
—Lo siento.
Su padre le dio otro beso y en aquel instante se oyó un ruido sordo en otra habitación. Mazi se irguió de un salto, las manos aún llenas de billetes, y al instante apareció por la puerta Mike, que metió dentro a Elvis Cole de un empujón. El detective cayó con una rodilla en el suelo. Abría y cerraba los ojos. Le sangraba la cabeza. Mike le hundió el cañón de la pistola en el cuello y se dirigió a Mazi:
—Mételo en la bañera y encárgate de él con la navaja. La escopeta haría demasiado ruido. Luego deshazte de esos dos.
En la mano de Mazi apareció una navaja larga y fina. Richard lo repitió por última vez, ya en voz alta:
—Corre.
Entonces, Richard Chenier se incorporó y se abalanzó sobre Mazi Iba con una furia que su hijo no había visto jamás en él. Le alcanzó por la espalda y le empujó con toda su desesperación contra Elvis y Mike cuando éste ya empuñaba la escopeta. El estruendo del disparo retumbó por toda la casa.
Ben echó a correr.
Pike avanzaba sigilosamente por entre los arbustos que crecían al costado de la casa, haciendo menos ruido que el aire. Pasó primero junto a una habitación vacía que estaba a oscuras a excepción de la luz que entraba por una puerta abierta. Oyó las voces graves de varios hombres, pero no consiguió distinguir quiénes eran ni qué decían.
Schilling apareció por el pasillo al que daba la habitación, llevando dos bolsas de deporte hacia la parte trasera de la casa y desapareció. Pike amartilló el 357.
De las dos ventanas siguientes salía mucha luz. Pike se acercó sin hacer ruido, aunque evitó que le diese la luz. Ibo estaba con Richard y Ben, pero no se veía a Fallon ni a Schilling. Se sorprendió al descubrir que Richard y Ben seguían con vida, pero se imaginó que Fallon habría decidido conservarlos como rehenes hasta el último momento. Si hubiera tenido suerte, Fallon, Ibo y Schilling habrían estado en la misma habitación. Pike les habría disparado por la ventana y habría acabado con aquella pesadilla. Encontrar sólo a Ibo suponía que no podía pegarle un tiro, porque perdería el factor sorpresa frente a Fallon y Schilling.
Sabía que Cole debía de estar en la parte de atrás de la casa, pero decidió esperar. Schilling y Fallon podían volver a la habitación en cualquier momento, y entonces Pike podría acabar con ellos. No quería que Cole se enfrentara a aquellos hombres, teniendo en cuenta su estado, y su plan también sería lo más seguro para Ben y Richard. Apoyó el arma contra una acacia para ganar estabilidad y se acomodó a esperar.
Entonces Fallon metió a Cole en la habitación a golpes y Pike se dio cuenta de que no podía esperar más. Corrió hacia la parte de atrás en busca de una entrada.