PRÓLOGO

La fe de Pike

Angoon (Alaska)

La fría agua alasqueña tiraba de las barcas de pesca que ocupaban todo el muelle luchando por soltarlas de los amarraderos, que les impedían navegar en libertad con la marea. El agua del pequeño puerto de Angoon, un pueblecito pesquero de la costa occidental de la isla Admiralty, en la zona del sureste de Alaska, era de un negro metálico bajo las nubes y la lluvia que la rizaba, pero aun así resultaba clara, semejante a una ventana situada por debajo de los pilotes consumidos que daba a un mundo de estrellas de mar anchas como cubos de basura, medusas del tamaño de pelotas de baloncesto y percebes pesados como puños de estibador. Así era Alaska, tan rebosante de vida que podía llenar a un hombre y levantarlo por los aires, e incluso, quizá, devolverle la vida a un muerto.

Un indio tlingit llamado Elliot MacArthur miraba a Joe Pike, que metió su talego en un esquife de fibra de vidrio de cuatro metros. Se lo había alquilado a MacArthur, que se había puesto a tocar con la punta del pie, en un gesto nervioso, la funda del rifle de su cliente.

—No me había dicho que iba por esos osos. Subir solo hasta ese bosque no tiene demasiado sentido. No quiero perder la barca.

Pike sujetó el talego entre los bancos del esquife y después descolgó la funda del arma. Aquel día había elegido un Remington modelo 700 de acero inoxidable con cartuchos 375 magnum Holland & Holland. Era un rifle potente y pesado para compensar el fuerte retroceso. Pike levantó la funda con el brazo malo, y en el acto sintió una dolorosa punzada. Cambió el peso al brazo bueno.

A MacArthur no le gustó nada aquella historia del brazo.

—A ver, amigo. Ir por el oso con un brazo lesionado también es una idea absurda. Se lleva usted mi barca y se va solo, y ahí arriba hay un oso enorme. Tiene que ser muy grande, a juzgar por lo que le hizo a esa gente.

Pike sujetó la funda del rifle al talego y pasó a comprobar el nivel de combustible. Iba a ser un largo viaje, desde Angoon hasta la bahía de Chaik, donde se habían producido los mortíferos ataques.

—Le conviene pensárselo dos veces. Da igual que las familias hayan ofrecido recompensas, no vale la pena dejarse matar por eso.

—No voy a perder su barca.

MacArthur no estaba seguro de si le había insultado o no. Pike terminó de comprobar el equipo y salió de la barca. Una vez en el muelle, sacó diez billetes de cien dólares de la cartera y se los ofreció a MacArthur.

—Tenga. Ya no hace falta que siga preocupándose.

MacArthur se puso colorado y se metió las manos en los bolsillos.

—Vamos a dejarlo. La ha alquilado y es toda suya. Me está haciendo quedar como un avaro y eso no me gusta nada.

Pike se guardó el dinero y se metió en el esquife, manteniendo el centro de gravedad. Soltó las amarras.

—Amárrela cuando llegue a Chaik —dijo MacArthur—. Marque un árbol con esa cinta naranja para que pueda encontrarle si tengo que ir en su busca.

Pike asintió.

—¿Quiere que llame a alguien? Quiero decir si es que hace falta ponerse en contacto con alguien.

—No.

—¿Seguro?

Pike se alejó del muelle sin contestar en dirección a aguas más profundas, con el brazo malo pegado al cuerpo.

La llovizna se convirtió en goterones y después en una niebla baja. Pike se subió la cremallera del anorak. Una familia de focas le contempló al pasar desde su pedestal, un promontorio rocoso. Más allá, en pleno canal, unas ballenas jorobadas echaban chorros de agua mientras una de ellas levantaba hacia el cielo la enorme cola. Pike sólo pensaba en una cosa: la calma perfecta y fascinante que aguardaba en las profundidades.

Se frotó el hombro lesionado. Le habían pegado dos tiros en la parte alta de la espalda hacía casi ocho meses ya. Las balas le habían hecho añicos el omóplato y los fragmentos oseos le hablan acribillado el pulmón izquierdo y los músculos y los nervios de la zona igual que metralla. Por poco no había salido de aquélla, pero al final había sobrevivido y se había marchado al norte a recuperarse. Trabajaba en los barcos cangrejeros de Kamchatka que zarpaban de Dutch Harbor y en los pesqueros que salían de Petersburg. Pescaba pez sable y halibut con palangre y, si los miembros de las tripulaciones de las embarcaciones en que trabajaba veían las cicatrices que surcaban su pecho y su espalda, ninguno preguntaba por su origen. Aquello también era típico de Alaska.

Pike se dirigió hacia el norte durante cuatro horas a una velocidad constante de seis nudos, hasta alcanzar una bahía circular a la entrada de la cual había dos islotes. Echó un vistazo al mapa y después comprobó otra vez su posición en un GPS de mano. Sí, aquél era el lugar. La bahía de Chaik.

Las fuertes arremetidas del canal dieron paso a unas aguas lisas como el cristal rotas únicamente por la cabeza de una solitaria foca blanca. El fondo se elevó cuando Pike redujo la velocidad y se acercó a la orilla. Enseguida empezaron a aparecer los primeros animales muertos: unos salmones largos como el brazo de un hombre flotando a merced de la corriente, procedentes del riachuelo. Sus cadáveres estaban manchados y desgarrados, abiertos en canal. Cientos de gaviotas picoteaban los restos que el agua había depositado en la orilla; en las copas de los árboles se habían apostado unas águilas de cabeza blanca, que observaban con envidia a las gaviotas. El olor a pescado podrido era cada vez más intenso.

Pike apagó el motor, dejó que el esquife se deslizara hasta la playa rocosa y después se metió en el agua que le llegaba hasta las rodillas. Arrastró la barca para alejarse lo suficiente de la marca dejada por la marea y luego la ató a una rama de cicuta que señaló con la cinta naranja, tal como le había pedido Elliot MacArthur.

La costa estaba cubierta por un muro verde e impenetrable formado por alisos, piceas y cicutas. Pike montó el campamento bajo las flexibles ramas y después ingirió una cena consistente en mantequilla de cacahuete y zanahorias peladas. A continuación alisó una zona de la playa e hizo estiramientos en ella hasta que hubo calentado los músculos. Acto seguido hizo flexiones y abdominales a pesar de los guijarros que se le clavaban en la carne. Sudó. Arqueó la columna y levantó las piernas para formar las asanas más agotadoras del hatha yoga. Reprodujo la estricta coreografía de una kata de tae kwon do, dando patadas y moviendo los brazos como aspas mientras hacía la transición de la forma coreana a las chinas de kung fu y wing chun, un método que llevaba practicando cada día desde niño. Le caía el sudor del cabello, castaño y corto. Los chasquidos de sus manos y sus pies eran tan violentos que espantaban a las águilas. Pike se obligó a acelerar el ritmo, a seguir dando vueltas y giros, enloquecido por el esfuerzo, intentando vencer el dolor.

No le bastó. El hombro no se movía con la suficiente rapidez. Los movimientos resultaban algo torpes. Era menos de lo que había sido.

Se sentó a la orilla del agua con una sensación de vacío interior. Se dijo que iba a esforzarse más, que iba a reparar el daño que había sufrido y que iba a reconstruirse como se había reconstruido de niño. El esfuerzo era su oración; el compromiso, su fe; la confianza en sí mismo, su único credo. Pike había aprendido aquel catequismo de pequeño. No tenía nada más.

Aquella noche se acostó bajo un plástico y oyó la lluvia colarse por entre los árboles. Mientras, pensaba en el oso.

A la mañana siguiente inició su misión.

El oso pardo alasqueño es el peor depredador de todos los continentes, mayor que el león africano o el tigre de Bengala. No es un oso amoroso, no se llama Pooh ni vive feliz en Disneylandia tocando el banjo. El macho puede llegar a pesar casi media tonelada, y aun así se escabulle por los bosques en el más absoluto silencio. Aunque parezca que está gordo, debido a la forma de tonel de su cuerpo, es capaz de acelerar más deprisa que un pura sangre para atrapar a un ciervo a la carrera. Sus garras alcanzan una longitud de quince centímetros y son tan afiladas como clavos; sus mandíbulas pueden triturar la columna vertebral de un alce americano o arrancar la puerta de un coche de cuajo. Cuando carga no avanza pesadamente sobre las patas traseras, como se ve en las películas, sino que se agacha, con la cabeza baja, levanta mucho el labio superior para gruñir y arremete con la velocidad de un león al atacar. Mata retorciendo el pescuezo o destrozando el cráneo de un mordisco. Si la víctima se protege el cuello y la cabeza, el oso le arranca la carne de la espalda y de las piernas sin importarle los gritos y se traga pedazos enteros sin masticados hasta alcanzar las entrañas. En la antigüedad, los romanos organizaban luchas en el circo entre osos pardos de los Urales y leones africanos. Enfrentaban a dos de éstos contra uno de aquéllos, que por lo general ganaba. Como el gran tiburón blanco que nada sin temor por las profundidades del mar, el oso pardo no tiene rival sobre la faz de la tierra.

Pike se había enterado de lo sucedido en el arroyo de Chaik gracias a un capitán de barco que había conocido en Petersburg. Tres biólogos del Departamento de Pesca y Caza se habían adentrado en la zona para realizar un recuento de la población de salmones, que estaban desovando. El primer día, los científicos informaron de que había una gran cantidad de osos pardos, algo habitual en la temporada de desove que no sorprendió a nadie. Nada más se supo de los biólogos hasta que un barco que pasaba por allí captó un confuso mensaje de socorro cuatro días después. Los técnicos de Pesca y Caza que estaban trabajando con los tramperos tlingit de la zona llegaron a la conclusión de que un macho maduro había seguido a los tres biólogos durante un buen trecho por el riachuelo y finalmente les había atacado cuando se habían detenido a montar una trampa. Aunque iban armados con rifles de gran potencia, lo violento del ataque les impidió utilizarlos. Dos de los miembros del equipo (la doctora Abigail Martin, que era la bióloga jefa, y Clark Aimes, supervisor de fauna y flora) murieron de inmediato. El tercero, un estudiante de posgrado de Seattle llamado Jacob Gottman, logró huir. El oso (que debía de pesar, según los cálculos realizados a partir de la anchura y la profundidad de sus huellas, más de media tonelada) le persiguió hasta una gravera, río abajo, donde le destripó, le arrancó el brazo derecho a la altura del codo y metió su cuerpo a empujones bajo un aliso caído. Gottman seguía con vida. Cuando el oso regresó al lugar del primer ataque para devorar a Martin y a Aimes, Gottman avanzó río abajo hasta la bahía de Chaik, donde pidió ayuda sirviéndose de un pequeño walkie-talkie. Una de sus últimas llamadas de auxilio fue escuchada por un barco salmonero de quince metros de eslora, el Emydon. Gottman se desangró antes de que llegara nadie.

—Fue lo mejor, seguro —afirmó el capitán clavando la mirada en el café—. Está claro que acabar de una vez fue lo mejor. Dicen que había ido dejando un rastro con las entrañas, que parecían una manguera.

Pike asintió sin hacer ningún comentario. Había visto cosas peores hechas por un hombre a otro, pero no lo dijo.

El capitán le contó que las pruebas realizadas a los restos encontrados indicaban que el oso tenía la rabia. Los de Pesca y Caza enviaron a dos equipos de rastreadores para cazarlo, pero ninguno de los dos lo consiguió. Los padres de Jacob Gottman ofrecieron una recompensa. Un trampero tlingit de Angoon se fue a buscar al animal, pero no regresó. Los Gottman doblaron la recompensa. El hermano y el suegro del trampero pasaron dos semanas recorriendo el arroyo, pero sólo encontraron una pista: la mayor huella que los dos habían visto en su vida, con marcas de garras del tamaño de cuchillos de caza. Afirmaban que habían sentido su presencia, que habían notado el peso oscuro y mortal del oso como una sombra entre los árboles, pero que no habían llegado a verlo. Era como si se hubiese retirado. A esperar.

—A esperar —dijo Pike.

—Eso fue lo que dijeron, sí.

Aquella noche Pike llamó a un hombre que conocía en Los Ángeles. Dos días después recibió su rifle y partió rumbo a Angoon.

El bosque se lo tragaba. Árboles viejos como la tierra surgían vigorosos del suelo y desaparecían al transformarse en una cubierta de verdor. La lluvia goteaba por entre sus hojas, convertida en un repiqueteo inquebrantable que dejó a Pike calado hasta los huesos. En las empinadas orillas del arroyo la maraña de helechos, árboles jóvenes y enredaderas era tal que descendió y fue caminando por el agua. Aquel lugar agreste le resultaba fascinante.

Los demás habían llegado cuando el ciclo de desove acababa de empezar y el arroyo estaba repleto de peces. Pike, en cambio, vio salmones muertos desparramados por las graveras y colgados de las raíces, como cortinas podridas. Buscar alimento no era algo tan sencillo. Pike dedujo que el oso enfurecido debía de haber espantado a los cachorros, a las hembras y a los osos menos corpulentos que él para quedarse todos los peces.

Siguió avanzando durante el resto del día, pero no hallo nada. Por la noche regresó al campamento. Pasó cinco días de caza con la misma estrategia, avanzando cada mañana un poco más río arriba. Se detenía a descansar a menudo. Le dolía al respirar a causa de las cicatrices de los pulmones.

Al sexto día encontró la sangre.

Rodeó la base desarraigada de un aliso caído y vio regueros de una sustancia rojiza, semejante a pintura, por una gravera. Había una docena de salmones keta fuera del agua, y la sangre fresca aún resplandecía en su carne desgarrada. Algunos estaban partidos en dos de un mordisco y a otros les faltaba la cabeza. Pike se detuvo y permaneció absolutamente inmóvil. Buscó entre las enredaderas unos ojos que estuvieran clavados en los suyos, pero no encontró nada. Sacó un encendedor del bolsillo, lo encendió y observó la llama. El viento soplaba en la dirección contraria. Si había alguien río arriba no podría olerle.

Se arrastró hasta la gravera. En el barro había huellas como platos que mostraban marcas de garras de la longitud de cuchillos.

Pike levantó el rifle para apuntar con mayor firmeza. Si el oso le atacaba tendría que empuñar el arma con mucha rapidez, o media tonelada de locura cargada de furia se abalanzaría sobre él. Un año antes habría estado totalmente convencido de ser capaz de hacerlo. Quitó el seguro. El mundo no garantizaba nada: la única garantía estaba en su interior.

Empezó a avanzar por el agua.

Se encontró con una curva cerrada. Le tapaba la visión una cicuta caída cuya enorme bola de raíces se extendía como un imponente abanico de encaje. Oyó un fuerte chapoteo al otro lado del árbol caído. El ruido se repitió. No era el palmetazo rápido de un pez al saltar, sino el avance de algún animal corpulento por el agua.

Pike forzó la vista para ver lo que había tras el árbol derribado, pero el embrollo de raíces, ramas y hojas era demasiado tupido.

Se oyeron más chapoteos a muy poca distancia. La carne roja se arremolinaba a su alrededor y rebotaba contra sus piernas.

Pike rodeó el árbol caído con un silencio glacial, poniendo cuidado en cada paso, sin hacer el mínimo ruido en aquellas aguas embravecidas. Un salmón moribundo se desplomó sobre la dura orilla, con las entrañas al aire, pero el oso había desaparecido. Pesaba media tonelada y se había escabullido, había salido del agua y se había metido en un matorral de aliso y enredaderas sin hacer ruido alguno. En el margen de un sendero se veía la enorme y solitaria huella de una garra.

Pike se quedó inmóvil en las aguas arremolinadas, esperando. El oso podía estar al acecho a apenas tres metros de allí o podría haberse marchado hacía un buen rato. Pike se subió a la ribera. El rastro del oso estaba marcado por las espinas y un reguero viscoso de peces podridos. Pike volvió a mirar el salmón que había saltado fuera del agua. Ya estaba muerto.

Se adentró en el matorral. Un velo de helechos, enredaderas y árboles jóvenes cayó sobre él. Una forma corpulenta pero imprecisa avanzó por su derecha.

¡Huf!

Pike levantó el rifle, pero el cañón se enredó en el tallo de una enredadera, que era más fuerte que su brazo lesionado.

¡Huf!

El oso soltó un resoplido por la boca para probar el sabor de Pike. Sabía que había algo más en el matorral, pero no el qué. Pike logró llevar el arma al hombro, pero no veía nada a lo que apuntar.

¡Clac!

El oso cerró las mandíbulas de golpe a modo de advertencia. Estaba preparándose para abalanzarse sobre él.

¡Clac, clac!

Cortaba la maleza como si fuese papel; su ataque podía proceder de cualquier parte. Pike se preparó mentalmente. No pensaba retroceder; no pensaba dar media vuelta. Ésa era la única ley inmutable de la fe de Joe Pike: siempre había que quedarse para enfrentarse al enemigo.

¡Clac, clac, clac!

De repente le fallaron las fuerzas. Le tembló el hombro y perdió la sensibilidad. El brazo le tiritaba. Concentró todas sus fuerzas en mantenerse firme, pero el rifle le pesaba cada vez más y la maleza lo empujaba hacia abajo.

¡Clac!

Pike salió del matorral arrastrándose de espaldas y se metió en el agua. El golpeteo de la lluvia fue apagando el chasquido de las mandíbulas de acero.

No se detuvo hasta llegar a la bahía. Apoyó la espalda contra una gigantesca picea e hizo lo que pudo para enterrar sus sentimientos, pero no logró esconderse de la vergüenza, el dolor y la certeza de que estaba totalmente perdido.

Dos días después regresó a Los Ángeles.