27

Dieciséis días después, Lucy fue a verme a casa para despedirse. La tarde era soleada y fresca. No planeaban halcones en el cielo y ya ni me acordaba de la última vez que había oído aullar a los coyotes, pero el búho había regresado al pino. Aquella noche me había llamado.

Lucy y Ben habían dejado el piso de Beverly Hills. Ella había abandonado el trabajo. Volvían a Baton Rouge. Volvían a Luisiana. Ben ya estaba allí, con sus abuelos. Yo lo entendía; sí, de verdad. La gente normal no vivía cosas como aquélla ni tenía por qué.

No volvían para estar con Richard.

—Después de todo lo que le ha pasado —explicó Lucy—, Ben tiene que estar rodeado de gente que lo quiere, en lugares que conoce. Tiene que sentirse a salvo, protegido. He alquilado una casa en nuestro antiguo barrio. Recuperará a sus amigos de siempre.

Estábamos en el porche. De pie, apoyados en la barandilla, uno al lado del otro. Durante aquellos dieciséis días habíamos charlado muchas veces. Habíamos hablado de lo que iba a hacer, pero aún la notaba incómoda, violenta. De repente, nos despedíamos. De repente, Lucy se marchaba. Eso sí, no tardaría mucho en volver a verme; Richard había sido acusado de organizar el secuestro.

Aquella tarde ninguno de los dos dijo gran cosa; ya estaba casi todo dicho. Estar con ella aún me resultaba reconfortante. Lo nuestro había sido tan maravilloso, tan magnífico, que no nos merecíamos sentimos incómodos o resentidos en el momento de ponerle fin. No era mi intención.

Le sonreí, sin más, con mi mejor sonrisa de buen chico, de hombre juguetón. De valiente.

—Luce, ya me lo has explicado ochocientas veces. No tienes que repetírmelo. Lo comprendo. Creo que es lo mejor para Ben.

Asintió, pero seguía estando incómoda. Se me ocurrió que quizá se tratara de una situación incómoda al fin y al cabo.

—Voy a echarte de menos —dije—. Y a Ben. En realidad, ya os echo de menos.

Lucy cerró los ojos con fuerza, los abrió y se quedó mirando fijamente el cañón. Se inclinó más sobre la barandilla, quizá con la esperanza de que no me diera cuenta o quizá porque trataba de ver algo que aún no había visto.

—Dios mío, qué poco me gusta esta parte —confesó.

—Lo haces por Ben y por ti. Es lo que os conviene. Me basta.

Se apartó de la barandilla y se acercó a mí. Hice un esfuerzo sobrehumano para no echarme a llorar.

—No lo digas —susurré—. No lo digas, por favor.

—Mientras ya lo sepas...

Lucy Chenier dio media vuelta y cruzó corriendo la casa. Se oyó un portazo y después el motor de su coche, alejándose.

—Adiós.