2
El sol se ponía. Las sombras que surgían de las profundas hendiduras que había entre las cadenas montañosas parecían tinta que iba llenando el cañón. En mitad del suelo de la cocina dejé una nota que rezaba: «Quédate quieto. He salido a buscarte», y acto seguido me subí al coche para recorrer el cañón, en un intento de dar con él.
Si el chaval se había torcido un tobillo o se había hecho un esguince en la rodilla, quizás hubiera bajado la colina renqueando, en lugar de subir por la pendiente para volver a mi casa; quizás hubiese llamado a la puerta de alguien para que le ayudara; quizás estuviera regresando a casa él solo, cojeando. Me dije que sí, claro, que tenía que ser eso. Los niños de diez años no se desvanecen como si se los hubiera tragado la tierra.
Cuando alcancé la calle que seguía el sistema de desagüe, por debajo de mi casa, aparqué y me apeé. La luz estaba desapareciendo más deprisa y en la oscuridad costaba distinguir las formas. Lo llamé:
—¿Ben?
Si había bajado por la colina, tenía que haber pasado junto a una de las tres casas que había en aquella zona. En las dos primeras no encontré a nadie, pero en la tercera me atendió la asistenta, quien me dejo pasar al jardín trasero, aunque se quedó mirándome por las ventanas como si temiera que fuese a robar los juguetes de la piscina. Nada. Me subí a un muro de hormigón para ver los jardines de los vecinos, pero tampoco estaba allí. Volví a llamarlo:
—¡Ben!
Regresé al coche. Era muy fácil (y sumamente probable) que nos cruzáramos; mientras yo iba conduciendo por una calle, Ben podría salir por otra, y, cuando llegara yo a ésa, podría reaparecer detrás de mí. Pero no se me ocurría nada más.
En dos ocasiones hice que las patrullas de seguridad que vi pasar se detuvieran y les pregunté si habían visto a un niño que encajara con la descripción de Ben. En los dos casos me contestaron negativamente, pero anotaron mi nombre y mi teléfono y se ofrecieron a llamarme en caso de que dieran con él.
Aceleré para recorrer el máximo de terreno posible antes de que se pusiera el sol. Crucé las mismas calles una y otra vez, serpenteando por los cañones como si el que se hubiera perdido fuese yo y no Ben. Cuanto más subía, más iluminadas estaban las calles, pero por las sombras corría un aire helado. Ben llevaba una sudadera y unos vaqueros. Me imaginé que debía de estar pasando frío.
Al llegar a casa empecé a llamarlo otra vez mientras entraba, pero nuevamente sin éxito. La nota seguía en el mismo sitio y no había mensajes en el contestador automático.
Llamé a las oficinas de las empresas de seguridad privadas que vigilaban el cañón, incluida la compañía propietaria de las dos patrullas a las que ya había avisado. Los coches de esas empresas recorrían los cañones las veinticuatro horas del día, y delante de casi todas las casas se veían carteles suyos, como advertencia para los ladrones. Así era la vida en la gran ciudad. Les expliqué que había desaparecido un niño en la zona y les di la descripción de Ben. Aunque no tenía contratados sus servicios, se ofrecieron a ayudarme.
Al colgar el auricular oí que se cerraba la puerta de la calle y sentí una punzada de alivio tan intensa que me dolió.
—¡Ben!
—Soy yo.
Lucy entró en el salón. Llevaba un traje sastre negro y una blusa de color crema, pero se había quitado la chaqueta y la sostenía con la mano; se le habían arrugado los pantalones de ir sentada en el coche tanto rato. Era evidente que estaba cansada, pero aun así hizo un esfuerzo por sonreír.
—Oye, que aquí no huele a hamburguesas.
Eran las seis y dos. Hacía exactamente cien minutos que Ben había desaparecido. Lucy había tardado exactamente cien minutos en llegar a casa desde la última llamada. Y yo sólo había necesitado esos cien minutos para perder a su hijo.
Enseguida detectó el miedo en mi expresión. La sonrisa se desvaneció de su rostro.
—¿Qué pasa?
—Ben ha desaparecido —respondí.
Echó un vistazo alrededor, como si el niño pudiera estar escondido detrás del sofá, riéndose de la broma. Pero no, Lucy sabía que no era ninguna broma. Se daba cuenta de que hablaba en seno.
—¿Cómo que ha desaparecido?
La explicación me resultó pobre, como si estuviera buscando excusas.
—Ha salido más o menos cuando hablaba contigo, y ahora no lo encuentro. Lo he llamado, pero no contesta. He recorrido todo el cañón, buscándolo, pero no lo he visto. No está en casa de los vecinos. No sé dónde está.
Lucy meneó la cabeza, como si yo hubiera cometido un error frustrante y no estuviese contándole bien la historia.
—¿Se ha ido sin más?
Le mostré el Game Freak como si se tratara de una prueba.
—No lo sé. Estaba jugando con esto cuando ha salido. Me lo he encontrado en la pendiente.
Pasó por mi lado y salió al porche.
—¡Ben! ¡Benjamin, haz el favor de contestar! ¡Ben!
—Luce, ya lo he llamado.
Volvió a entrar en la casa, dando grandes zancadas, y desaparecio por el pasillo.
—¡Ben!
—No está. He llamado a las empresas de seguridad. Estaba a punto de llamar a la policía.
Regresó y salió otra vez al porche.
—¡Joder, Ben, más te vale contestarme!
Salí tras ella y la agarré por los brazos. Estaba temblando. Se volvió y nos abrazamos. Hablaba con una vocecilla cargada de culpabilidad, la cara pegada contra mi pecho.
—¿Crees que se ha escapado?
—No. Si no le pasaba nada, Luce. Hemos hablado un poco y estaba bien. Se reía con este juego tan tonto.
Le expuse mi teoría de que probablemente se había hecho daño jugando en la ladera, y después debía de haberse perdido al intentar encontrar el camino de vuelta.
—Esas calles de ahí abajo son un lío. Dan mil vueltas. Seguro que se ha desorientado y ahora tiene mucho miedo y no se atreve a pedir ayuda, de tanto que se le ha repetido que no hable con desconocidos. Si se ha equivocado de calle y ha seguido andando seguramente se ha alejado todavía más. Ahora debe de estar tan asustado que se esconderá cuando pase un coche, pero lo encontraremos. Deberíamos llamar a la policía.
Lucy asintió sin despegarse de mí. Quería creerme. Luego miró hacia el cañón. Las luces de las casas empezaban a centellear.
—Es casi de noche —observó.
Aquella palabra, «noche», resumía los peores miedos de cualquier padre.
—Vamos a llamar —propuse—. La policía hará que enciendan las luces de todas las casas del cañón hasta que lo encontremos.
En el momento en que entrábamos en casa sonó el teléfono.
Lucy dio un respingo aún más marcado que el mío.
—Es Ben.
Contesté, pero la voz que escuché no fue la de Ben ni la de Grace González, ni la de las patrullas de seguridad.
—¿Hablo con Elvis Cole? —preguntó un hombre.
—Sí. ¿Quién es?
Era una voz fría y grave.
La 5-2 —dijo.
—¿Con quién hablo?
—La 5-2, gilipollas. ¿Te acuerdas de la 5-2?
Lucy me tiró del brazo. Albergaba la esperanza de que tuviera que ver con Ben.
Con un gesto le dije que no, que no entendía de qué iba aquello, pero ya sentía bien dentro de mí una punzada intensa que presagiaba la reaparición de un recuerdo doloroso.
Cogí el auricular con las dos manos. De otro modo no habría podido sostenerlo.
—¿Quién es? ¿De qué está hablando?
—Vas a saber lo que es bueno, cabrón. Esto lo hago por lo que me hiciste tú.
Agarré el teléfono con más fuerza todavía y me di cuenta de que estaba gritando.
—¿Qué te he hecho? ¿De qué me estás hablando?
—Ya sabes lo que me hiciste. Tengo al crío.
Se cortó la comunicación.
Lucy tiró de mí con más fuerza.
—¿Quién era? ¿Qué ha dicho?
No la sentía. Apenas la oía. Estaba atrapado entre las páginas amarillentas de un álbum de fotos de mi propio pasado, navegando por imágenes de un verde intenso en las que aparecía otro yo, un yo muy distinto, con unos jóvenes con las caras pintadas, la mirada vacía y el olor húmedo y agrio del miedo.
Lucy tiró con más fuerza aún.
—¡Di algo! ¡Me estás asustando!
—Era un hombre, no sé quién. Dice que se ha llevado a Ben.
Lucy me aferró el brazo con ambas manos.
—¿Lo han secuestrado? ¿Qué ha dicho ese hombre? ¿Qué quiere?
Yo sentía la boca seca y el cuello tenso, como si estuviese lleno de nudos que me provocaban dolor.
—Quiere castigarme. Por algo que pasó hace ya mucho tiempo.
Cosas de chicos
Habían transcurrido dos días de los cinco de la visita. Ben había esperado a que Elvis Cole se pusiera a lavar el coche para subir al piso de arriba a hurtadillas. Hacía muchas semanas que planeaba el asalto a las pertenencias de Elvis. Era detective privado, lo que de por sí sonaba apasionante, y también tenía cosas muy guapas: una colección enorme de vídeos y DVD de películas viejas de ciencia ficción y de terror que Ben podía ver siempre que quisiera, unos cien imanes de superhéroes pegados por toda la nevera y un chaleco antibalas colgado en el armario de la entrada. Eso no se veía todos los días. También tenía tarjetas de visita que decían que era «el mejor detective privado del mercado».
El chico estaba total y absolutamente seguro de que Elvis guardaba en el armario de su dormitorio un tesoro formado por otras cosas superguapas. Sabía, por ejemplo, que tenía armas, pero también se había enterado de que tanto las pistolas como la munición estaban dentro de una caja fuerte que él no podía abrir. No sabía qué podía encontrar allí arriba, pero esperaba que aparecieran un par de números de Playboy o alguna cosa guapa de la policía, quizás unas esposas o una porra (lo que su tío René, cuando vivían en St. Charles Parish, llamaba un «atontanegros», lo que horrorizaba a su madre).
Cuando Elvis salió a lavar el coche aquella mañana, Ben miró por la ventana. Lo vio llenar un cubo de agua con jabón y echó a correr por la casa hasta llegar a las escaleras.
Elvis Cole y su gato dormían en el piso de arriba, en un altillo sin puerta desde el que se veía el salón. Al gato no le caían bien ni Ben ni su madre, pero el chico intentaba no tomárselo como algo personal. En realidad, a aquel gato sólo le caían bien Elvis y su socio, Joe Pike. Cada vez que entraba en una habitación en la que estaba el gato, éste echaba las orejas hacia atrás y bufaba. Además, aquel gato no salía corriendo si intentabas espantarlo, sino que se te acercaba de lado, con el pelo de punta. A Ben le daba mal rollo.
Fue subiendo por las escaleras y al llegar arriba asomó la cabeza por encima del último escalón para asegurarse de que el gato no estuviera durmiendo encima de la cama.
No había moros en la costa.
No se veía al gato por ninguna parte.
De fuera seguía llegando el ruido del agua.
Fue a toda prisa hasta el armario, que era más bien un vestidor. Ya había estado allí un par de veces, cuando Elvis le había enseñado a su madre la caja fuerte en que guardaba las pistolas, así que ya sabía que en aquella habitacioncita había cajas colocadas en estantes altos, fiambreras de plástico llenas de sombras misteriosas que debían de ser fotografías, montones de revistas viejas y otras cosas que desde luego podían resultar una pasada. Ben hojeó primero las revistas en busca de las de porno duro, como las que llevaba a clase su amigo Billy Toman, pero lo que encontró lo decepcionó: había sobre todo números de Newsweek y de Los Angeles Times Magazine. Aburridísimos. Se puso de puntillas para ver qué había encima de la caja fuerte de las pistolas una mole de acero alta como él que llenaba el fondo del vestidor, pero solo encontró unas cuantas gorras de béisbol viejas, un reloj parado, una foto en color enmarcada de una señora sentada en un porche y otro portafotos con una imagen de Elvis y la madre de Ben en un restaurante. No vio ni esposas ni atontanegros.
De lado a lado del armario había un estante alto. No lo alcanzaba, pero sí veía botas, algunas cajas, un saco de dormir, lo que parecía un kit para limpiar zapatos y una bolsa de gimnasia de nailon negro. Se le ocurrió que valía la pena echar un vistazo a la bolsa, pero para poder cogerla necesitaba crecer como mínimo medio metro. Entonces se acordó de la caja fuerte. Si se estiraba y se subía encima, seguramente llegaría hasta la bolsa de gimnasia. Puso las manos con cuidado encima de la caja, se agarró con todas sus fuerzas y subió de un golpe. Consiguió colocar una rodilla encima, y a ella siguió el resto del cuerpo. Estaba aplastando algunas gorras y había tirado la foto de la señora, pero por el momento la cosa iba bien.
Tendió el brazo para coger la bolsa, pero no llegaba del todo. Se inclinó un poco más, se agarró al estante con una mano y con la otra siguió intentando alcanzar la bolsa. Entonces fue cuando perdió el equilibrio. Intentó agarrarse a algo, pero ya era demasiado tarde: se tambaleó y tiró de la bolsa. Fue a dar contra el suelo bajo una lluvia de camisas y pantalones.
—¡Mierda!
Cuando estaba recogiendo la ropa se encontró la caja de puros.
Debía de haber estado encima de la bolsa y se habría caído con todo lo demás. De su interior salieron algunas fotos descoloridas, algunos parches de tela de colores y cinco estuches de plástico azul. Ben se quedó extasiado. Sabía que los estuches azules eran algo especial. Se notaba. Cada uno tenía unos veinte centímetros de largo, con una raya de oro vertical en la parte izquierda y unas letras doradas en relieve en la esquina inferior derecha que decían: «ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA».
Ben echó la ropa a un lado y se sentó de piernas cruzadas para examinar su descubrimiento.
En las fotografías aparecían soldados de uniforme y helicópteros. Había un tío sentado en una litera, riendo, con un cigarrillo colgado de la comisura de los labios. Llevaba una palabra tatuada en lo alto del brazo izquierdo. Ben tuvo que acercarse bien para distinguirla, porque la imagen estaba borrosa: «RANGER.» Se imaginó que sería su nombre. En otra foto había cinco soldados de pie ante un helicóptero. Parecían unos cabronazos: llevaban la cara pintada de verde y de negro y cargaban mochilas, munición, granadas de mano y fusiles negros. El segundo por la izquierda llevaba un cartelita con unos números. A causa de la pintura costaba distinguir las caras, pero el soldado del extremo derecho parecía Elvis Cole. Qué fuerte.
Ben dejó las fotos a un lado y abrió uno de los estuches azules. Encontró un lazo rojo, blanco y azul de unos tres centímetros de largo prendido de un pedazo de fieltro gris. Debajo había una insignia de los mismos colores, como si se tratara de un versión reducida del lazo, y en el fondo una medalla. Era una estrella de cinco puntas que colgaba de otro lazo y estaba cubierta por una tapa de plástico transparente. En el centro de la estrella dorada había otra plateada mucho menor. Ben cerró el estuche y empezó a abrir los demás. En cada uno había una medalla.
Las dejó a un lado y se puso a ojear las demás fotografías. En una salían unos cuantos hombres con camisetas negras en el exterior de una tienda de campaña, bebiendo cerveza; en otra aparecía Elvis Cole sentado encima de unos sacos de arena con un fusil encima de las rodillas (¡iba sin camisa y se le veía muy delgaducho!); en la siguiente salía un tío con la cara pintada, una gorra y una pistola, rodeado de una vegetación tan espesa que parecía estar saliendo de un muro verde. ¡Menudo filón había encontrado Ben! ¡Cosas así de guapas eran justo lo que andaba buscando! Estaba tan concentrado en las fotos que no oyó que Elvis se acercaba.
—¡Te pillé!
Ben dio un respingo y notó que se ponía rojo.
Elvis estaba en el hueco de la puerta, con los pulgares metidos en los bolsillos del pantalón y las cejas enarcadas, como diciendo: «Pero ¿qué tenemos aquí amiguito?»
Ben se sentía terriblemente avergonzado. Creía que Elvis iba a ponerse hecho una furia, pero en cambio se sentó en el suelo a su lado y se quedó mirando las fotografías y los estuches azules con aire pensativo. Ben sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y se imaginó que Elvis lo odiaría por siempre jamás.
—Lamento haberme puesto a hurgar en tus cosas —dijo Ben, haciendo un tremendo esfuerzo para no echarse a llorar.
Elvis esbozó una sonrisa y, con mirada ausente, le frotó la cabeza con la mano.
—Tranquilo, hombre. Ya te había dicho que cuando estés aquí puedes mirar las cosas que tengo. Lo, que no me imaginaba era que ibas a trepar por los estantes de mi armario. No hace falta que lo hagas a escondidas. Si quieres ver algo, me lo dices y ya esta. ¿Vale?
A Ben aún le costaba mirar a Elvis a los ojos, pero también le carcomía la curiosidad. Le enseñó la fotografía de los cinco soldados junto al helicóptero.
—¿Ése eres tú?
Elvis se quedó mirando la foto, pero no la tocó. Ben le enseñó la del hombre de la litera.
—¿Quién es ese tío, Ranger?
—Se llamaba Ted Fields, no Ranger. Los rangers son soldados. Algunos estaban tan orgullosos de serlo que se hacían el tatuaje. Ted estaba orgulloso.
—¿Y qué hacen los rangers?
—Flexiones.
Elvis cogió la foto que Ben tenía en la mano y la metió en la caja de puros. El chico empezó a preocuparse, creyendo que Elvis iba a dejar de responder a sus preguntas, así que agarró de golpe uno de los estuches azules y lo abrió.
—¿Y esto qué es?
Elvis lo tomó en sus manos, lo cerró y también lo metió en la caja de puros.
—Lo llaman estrella de plata. Por eso hay una estrellita plateada en el centro de la dorada.
—Tienes dos.
—En el ejército había una oferta de dos por el precio de una.
Guardó la otra caja. Ben se dio cuenta de que Elvis esta incómodo hablando de las medallas y las fotos, pero en su vida había visto nada tan guapo y quería saber más cosas. Cogió otro estuche.
—¿Y ésta por qué es morada y por qué tiene forma de corazón?
—Vamos a guardar todo esto ya terminar de lavar el coche.
—¿Es lo que te dan cuando te pegan un tiro?
—Hay muchas formas de sufrir heridas.
Elvis guardó el último estuche de medallas y se puso a recoger las fotografías. Ben advirtió que en el fondo no sabía demasiado del novio de su madre. Se imaginaba que debía de haber sido supervaliente para que le dieran tantas medallas, pero Elvis nunca hablaba de aquella época. ¿Cómo era posible que alguien tuviese todas esas cosas tan alucinantes y las hubiera escondido? ¡Si Ben las tuviera se las pondría todos los días!
—¿Por qué te dieron esa medalla de la estrella de plata? ¿Fuiste héroe de guerra?
Elvis siguió recogiendo las fotos y metiéndolas en la caja, sin levantar la vista. Después cerró la tapa.
—Qué va. No había nadie más para recogerlas, así que me las dieron a mí.
—Ojalá me den una estrella de plata algún día.
De repente Elvis puso una cara muy rara, como si se hubiera quedado petrificado, y Ben se asustó. Le parecía que el Elvis Cole que él conocía ya no estaba allí, pero aquella mirada endurecida se suavizó y Elvis recuperó su estado normal. Ben se sintió aliviado.
Elvis sacó una de las estrellas de plata de la caja de puros y se la ofreció.
—¿Sabes qué te digo? Que prefiero que te quedes una de las mías.
Y así, sin más, Elvis Cole le dio una de sus estrellas de plata.
Ben cogió la medalla como si se tratara de un tesoro. El lazo resplandecía y era sedoso; el medallón pesaba mucho más de lo que parecía. La estrella dorada, con un estrellita plateada en el centro, pesaba muchísimo, y las puntas estaban muy afiladas.
—¿M e la puedo quedar?
—Toda tuya. M e la dieron a mí y ahora yo te la doy a ti.
—¡Qué guay! ¡Muchas gracias! ¿Yo también podré ser ranger?
Elvis ya estaba más tranquilo. Con mucha ceremonia, colocó la mano encima de la cabeza de Ben, como si estuviera nombrándole caballero.
—Te declaró oficialmente ranger del ejército de Estados Unidos. Ésta es la mejor forma de llegar a ranger, porque te ahorras las flexiones.
Ben se echó a reír.
Elvis cerró otra vez la caja de puros y la colocó en su sitio, en el estante más alto, junto a la bolsa de deporte.
—¿Quieres ver alguna otra cosa? Tengo unas botas muy malolientes ahí arriba, y unos ambientadores viejos.
—¡Puaj! ¿Qué asco!
Los dos sonreían y Ben se sintió aliviado. Todo era fantástico. Elvis le apretó ligeramente la nuca y lo condujo hacia las escaleras. Aquélla era una de las cosas que más le gustaban de Elvis, que no lo trataba como a un crío.
—Venga, colega, vamos a acabar de lavar el coche y después podemos ir a alquilar una peli.
—¿Puedo darle a la manguera?
—Vale, pero espera a que me ponga el impermeable.
Elvis puso cara de tonto y los dos se rieron. Después Ben bajó las escaleras tras él. Se metió la estrella de plata en el bolsillo, pero cada pocos minutos tocaba sus afiladas puntas a través de la tela del pantalón y se decía que aquello era una pasada.
Esa noche Ben sintió ganas de ver otra vez las demás medallas y las fotos, pero Elvis se había molestado tanto que no se atrevió a pedírselo. Cuando Elvis se metió en la. ducha, Ben volvió a subirse encima de la caja fuerte. Sin embargo, la caja de puros había desaparecido. No consiguió encontrar el escondite y le dio demasiada vergüenza preguntar dónde estaba.