16

Tiempo desde la desaparición: 44 horas, 17 minutos

Nos apuntamos el segundo tanto cuando llevamos a la señora Luna hasta su furgoneta. Aunque Ramón Sánchez no pudo añadir nada a lo que ella nos había contado, el encargado de la parrilla, un adolescente que se llamaba Héctor Delarossa, recordaba la marca y el modelo de la furgoneta del fontanero.

—Ah, sí, era una Ford Econoline del 67 de cuatro puertas, sin ventanas en la parte trasera y con los asientos originales. Tenía una grieta en el parabrisas, por la izquierda, marcas de óxido en los faros e iba sin tapacubos.

Le pedí que describiera a los dos individuos, pero no los recordaba.

—¿Te fijaste en que los faros tenían manchas de óxido pero no puedes describir a los dos tíos?

—Es que es un modelo clásico, tío. Mi hermano Jesús y yo somos fans de las Econoline, ¿sabes? Estamos reparando una del 66. Hasta tenemos una página web. Tienes que verla.

Starkey llamó por teléfono para que incluyeran la marca y el modelo en el boletín de alerta y después nos fuimos hasta Glendale, cada uno con su coche, yo tras ella. Chen se había marchado un poco antes.

La División de Investigaciones Científicas del Departamento de Policía de Los Ángeles compartía sus dependencias con la Brigada de Artificieros en un complejo en constante crecimiento situado al norte de la autopista. Los edificios de escasa altura y el amplio aparcamiento me hicieron pensar en un instituto de enseñanza media de una zona residencial, aunque, evidentemente, en los aparcamientos de esos centros por lo general no se veían los Suburban de la Brigada de Artificieros ni policías vestidos con monos negros.

Aparcamos uno al lado del otro y después Starkey me llevó hasta el edificio blanco de la DI C. La furgoneta de Chen estaba fuera, junto a otras cuantas. Con un gesto Starkey nos abrió el paso por la recepción y después me condujo hasta un laboratorio donde había cuatro o cinco estaciones de trabajo agrupadas pero separadas por paredes de cristal. En cada una de aquellas jaulas de cristal vimos forenses y técnicos de laboratorio encaramados en taburetes o sillas giratorias. La atmósfera estaba cargada de una sustancia muy fuerte, quizás amoníaco, que me irritó los ojos.

Starkey entró pavoneándose.

—¡Ya está aquí la colega! ¡Esta tía es la bomba!

Los técnicos sonrieron y la saludaron. Ella les hacía bromas como si fuera una vieja amiga de la universidad. No la había visto tan relajada y a gusto desde que nos habíamos conocido.

Chen se había puesto una bata blanca de laboratorio y guantes de goma y estaba trabajando cerca de una gran cámara de cristal. Al vemos se encogió como si intentara desaparecer dentro de la bata, e hizo un gesto a Starkey de que bajara la voz.

—¡Joder, con tanto ruido sólo falta que me dibujes una diana en la frente! Se va a enterar todo el mundo de que hemos vuelto.

—Las paredes son de cristal, John; ya se han dado cuenta de que estás aquí. A ver qué has conseguido.

Chen había cortado el envoltorio de celofán a lo largo y lo había clavado con alfileres, plano, encima de una hoja de papel blanco. En la parte trasera de su mesa de laboratorio había una hilera de tarros con polvos de colores, junto a los que vi cuentagotas y frasquitos, rollos de cinta adhesiva transparente y tres de esos cepillitos que utilizan las mujeres para maquillarse. Un extremo del celofán estaba manchado de polvo blanco y tenía unas marquitas marrones. Se veía claramente el contorno de una huella dactilar, pero el interior estaba desdibujado y borroso. A mí me pareció bastante decente, pero Starkey puso mala cara al verla.

—Esto es una mierda. ¿Estás currando, John, o te preocupa tanto esconderte dentro de la bata que no tienes tiempo para tonterías?

Chen se encogió aún más. Si seguía así acabaría debajo de la mesa.

—Sólo hace quince minutos que me he puesto a ello. Quería ver si conseguía algo con el polvo o con la ninhidrina.

La mancha blanca era polvo de aluminio, y los puntitos marrones un producto químico llamado ninhidrina que reaccionaba con los aminoácidos que dejamos al tocar las cosas.

Starkey se inclinó para ver mejor y después lo miró con el entrecejo fruncido, como si lo considerase un idiota.

—Esto lleva varios días al sol. Ha pasado mucho tiempo y con el polvo ya no se pueden sacar latentes.

—Pero es que es la forma más rápida de conseguir una imagen para meterla en el sistema. Me ha parecido que valía la pena probar.

Starkey gruñó. Mientras se tratara de ganar tiempo se contentaba.

—No creo que la ninhidrina nos dé gran cosa.

—Demasiado polvo, y seguramente el sol ha estropeado los aminoácidos. He pensado que con eso sacaríamos algo, pero voy a tener que pegarlo.

—Mierda. ¿Cuánto vas a tardar?

—¿Cómo que tienes que pegarlo? —intervine.

Chen me miró como si el idiota fuera yo. Estaba estableciéndose una jerarquía de gilipollas, y yo me había situado en el nivel inferior.

—¿ Es que no sabes lo que es una huella dactilar?

—No hace falta que le sueltes un sermón —apuntó Starkey—. Limítate a pegarlo de una vez.

Chen se cabreó, como si le diera rabia perderse la oportunidad de demostrar lo mucho que sabía. Mientras iba trabajando explicaba lo que hacía: cada vez que se toca algo, se deja un depósito invisible de sudor, que está compuesto en su mayor parte de agua pero que también tiene aminoácidos, glucosa, ácido láctico y péptidos, lo que Chen denominaba «el residuo orgánico». En los casos en que esa materia conservaba la humedad, técnicas como la del polvo funcionaban, porque se pegaba al agua y con ello aparecían las espirales y dibujos de la huella dactilar. Sin embargo, cuando el agua se evaporaba sólo quedaba el residuo orgánico.

Chen quitó los alfileres y a continuación, valiéndose de unas pinzas, colocó el celofán en una especie de portaobjetos con la superficie externa hacia arriba que introdujo en la cámara de cristal.

—Hervimos un poco de pegamento extrafuerte en la cámara para que los vapores saturen la muestra, reaccionen con el residuo orgánico y dejen un rastro pegajoso de color blanco alrededor de las líneas de la huella.

—Los vapores son muy tóxicos. Por eso tiene que hacerla dentro de la cajita.

Me daba igual lo que estuviera haciendo o cómo lo hiciera, sólo me importaba conseguir resultados.

—¿Y cuánto llevará todo eso?

—Es un proceso lento. Normalmente utilizo un calentador para hervirlo, pero si se fuerza la ebullición con un poco de hidróxido de sodio es más rápido.

Chen llenó de agua un vaso de laboratorio y después metió el líquido en la cámara, cerca del celofán. Vertió un producto etiquetado como metilcianoacrilato en una cápsula pequeña que también introdujo en el cámara. A continuación buscó una de las botellas de la mesa que contenía un líquido transparente que parecía agua.

—¿Cuánto tiempo, John? —preguntó Starkey.

Chen no nos prestaba atención. Poco a poco fue echando el hidróxido de sodio en el pegamento y después selló la cámara. Ambas sustancias empezaron a burbujear al entrar en contacto, pero no hubo ninguna explosión ni salieron llamas. Chen encendió un ventilador pequeño que había dentro de la cámara y dio un paso atrás.

—¿ Cuánto tiempo?

—Una hora. Quizá más. No lo sé. Tengo que ir echándole un ojo. No quiero que se acumule demasiado re activo y se estropeen las huellas.

Así pues, no había otra cosa que hacer más que esperar, y ni siquiera estábamos seguros de que fuera a encontrarse nada. En el vestíbulo había una máquina de refrescos. Yo me compré una Coca-Cola Light y Starkey un Sprite. Salimos a bebérnoslos fuera, para que ella pudiera fumar. En Glendale estaba todo muy tranquilo, con el muro bajo de las Verdugo por encima y la punta de las Santa Mónica por debajo. Estábamos en los estrechos, ese espacio angosto entre las montañas por el que se colaba el río Los Ángeles hasta la ciudad.

Starkey se sentó en el bordillo y yo me coloqué a su lado. Intenté imaginarme a Ben a salvo de todo peligro, pero sólo me venían a la cabeza fogonazos de sombras y ojos aterrados.

—¿Has llamado a Gittamon?

—¿Para qué? ¿Para decirle que he dejado abandonado un escenario lleno de pruebas para venir con un tío que me han ordenado claramente que mantenga alejado del caso? Ése eres tú, por si hace falta la aclaración.

Le dio un toquecito al pitillo para que soltara la ceniza.

—Ya le llamaré cuando sepamos qué ha descubierto John. Me ha mandado varios avisos al busca, pero prefiero esperar.

—Oye, por cierto, quiero darte las gracias.

—No hace falta. Sólo me dedico a hacer mi trabajo.

—Mucha gente hace su trabajo, pero no todo el mundo se deja la piel en ello. Da igual lo que saquemos en limpio de todo esto: te debo una.

Le dio otra calada al cigarrillo y sonrió mirando por encima de los coches del aparcamiento.

—Te tomo la palabra, Cole.

—Tampoco me malinterpretes.

—Vaya, qué lastima.

Se metió otra pastilla blanca en la boca. Decidí cambiar de tema. Decidí hacerme el listo.

—Oye, Starkey, ¿eso que te metes son caramelos de menta o es que estabas enganchada a algo?

—Son antiácidos. Tengo problemas digestivos desde que me hice daño. Quedé hecha un asco por dentro.

Daño. Se había hecho daño. Así se refería a la explosión que la había hecho saltar por los aires, destrozada, y la había matado en un campamento de caravanas. Me sentí como un imbécil.

—Lo siento. No era asunto mío.

Se encogió de hombros y dejó caer el cigarrillo al suelo separando el índice y el pulgar.

—Esta mañana me has preguntado por qué no te había llevado la cinta.

—No tiene importancia. Es que me pareció raro que me la llevara aquel tío, y no tú. Me habías dicho que volverías.

—Tu 201 y tu 214 estaban en la bandeja de salida del fax. Me puse a leer mientras esperaba la copia de la grabación. Vi que habías recibido una herida.

—No fue cuando salí con la 5-2. Fue en otra misión.

Tendría que haber huido a Canadá para evitar el alistamiento. Así no habría sucedido nada de aquello.

—Sí, lo sé. Vi que te habían dado con fuego de mortero. Tenía curiosidad por saber qué te había sucedido, nada más. No me lo cuentes si no quieres. Ya sé que no guarda relación con este caso.

Encendió otro cigarrillo para ocultarse tras el movimiento, como si de repente le diera vergüenza que yo supiera por qué me lo preguntaba. Un proyectil de mortero era una bomba. En cierto modo, las bombas nos habían destrozado a los dos.

—No fue en absoluto como lo tuyo, Starkey, ni de lejos. Explotó algo a mi espalda y desperté debajo de unas hojas. Me dieron cuatro puntos y se acabó.

—Según el informe te sacaron veintiséis pedazos de metralla de la espalda y casi te desangras.

Subí y bajé las cejas como Groucho Marx.

—¿Quieres ver las cicatrices, jovencita?

Starkey se echó a reír.

—Haces un Groucho que da pena —dijo.

—Pues tendrías que ver el Bogart que me sale. ¿Quieres oírlo?

—¿Te apetece hablar de cicatrices? Porque si quieres te enseño las mías. Tengo alguna que te haría cagar mierda de color azul.

—Qué cosas tan bonitas dices.

Sonreímos y entonces los dos nos sentimos violentos a la vez. De repente ya no estábamos bromeando y había algo que no encajaba. Supongo que me cambió la cara. Los dos apartamos la mirada.

—No puedo tener hijos —soltó ella.

—Lo siento.

—No sé por qué acabo de decirte eso.

Ni ella ni yo sonreíamos ya. Nos quedamos allí, sentados en el aparcamiento, metiéndonos nuestras buenas dosis de cafeína y de nicotina en el caso de Starkey. De la Brigada de Artificieros salieron tres hombres y una mujer, que cruzaron el aparcamiento hasta un edificio de ladrillo visto que parecía un almacén. Artificieros. Llevaban monos negros y botas militares como las de los comandos de elite, pero iban charlando y riendo como cualquier persona normal. Seguramente también tenían familias y amigos como todo el mundo, pero cuando estaban de servicio se dedicaban a desarmar dispositivos que podían desmembrarlos mientras todos los demás se escondían detrás de algún muro y ellos solos se quedaban allí ante aquellos monstruos comprimidos en latas. Se me hizo difícil imaginarme qué clase de persona podía dedicarse a eso.

Me volví hacia Starkey y vi que estaba observándolos.

—¿Por eso estás en Menores?

Asintió.

Ninguno de los dos dijo gran cosa después de aquello hasta que salió John Chen. Tenía las huellas.

Tiempo desde la desaparición: 47 horas, 04 minutos

Unos círculos blancos concéntricos cubrían el celofán formando manchas superpuestas. La gente no toca las cosas una sola vez y deja una huella limpia, sino que las manosea. Cogemos los lápices, las tazas, los volantes, los teléfonos y los envoltorios de celofán de los puros y levantamos y deslizamos los dedos, que se ajustan una y otra vez a su presa y dejan una huella encima de otra, formando capas confusas e inseparables.

Chen analizó el celofán con la ayuda de una lupa unida a un brazo flexible.

—Casi todo esto es insignificante, pero tenemos un par de dibujos claros que nos permiten trabajar.

—¿Bastarán? —quise saber.

—Depende de cuántas líneas típicas consiga identificar y de lo que haya en el ordenador. Se verá mejor cuando haya añadido algo de color.

Acto seguido aplicó con un pincel un polvo azul marino en dos puntos del celofán y a continuación retiró el exceso mediante un bote de aire comprimido. Aparecieron dos huellas digitales azules que contrastaban con las manchas blancas. Chen se inclinó un poco más sobre la lupa y soltó un gruñido.

—Aquí tengo una curva doble muy clara; y en ésta, un arco elevado perfectamente limpio. Hay un par de islas. —Miró a Starkey y asintió—. Nos basta. Si está metido en el sistema, lo identificaremos.

Starkey colocó la mano en la espalda de Chen y le apretó el hombro.

—Fantástico, John.

Me dio la impresión de que Chen ronroneaba.

Colocó cinta adhesiva transparente sobre las huellas azules para levantarlas del celofán y después las pegó en un soporte de plástico transparente. Las situó en una mesa de luz y las fotografió con una cámara digital de alta resolución. Descargó las imágenes al ordenador y, con la ayuda de un programa de tratamiento de gráficos, las amplió y reorientó. Después rellenó un formulario de identificación de huellas dactilares del FBI que consistía básicamente en una lista de control de cada una de las huellas en la que había que ir marcando lo que Chen denominó «puntos característicos» según el tipo y la situación: el inicio o el final de una curva se llamaba línea típica; cuando se dividía en forma de Y se trataba de una bifurcación; una línea corta entre dos más largas era una isla, y cuando una se separaba para enseguida juntarse de nuevo se hablaba de ojo.

El Centro Nacional de Información Delictiva (CNID) y el Sistema Nacional de Telecomunicaciones de las Fuerzas del Orden (SNTFO) del FBI no comparaban imágenes para identificar una huella, sino listas de puntos característicos. La exactitud y la extensión de la lista determinaba el éxito de la búsqueda; por supuesto, siempre que hubiera en el sistema una huella reconocible que se correspondiera.

Chen dedicó casi veinte minutos a introducir los rasgos de las dos huellas en los formularios. Después apretó el botón de envío y se retrepó en la silla.

—¿Y ahora? —pregunté.

—A esperar.

—¿Cuánto suele tardar?

—Son ordenadores. Van deprisa.

El busca de Starkey volvió a sonar. Lo miró y una vez más lo devolvió al bolsillo.

—Gittamon.

—Tiene muchas ganas de pillarte.

—Que se joda. Necesito un pitillo.

Starkey ya estaba volviéndose cuando el ordenador de Chen emitió un pitido. Tenía un correo electrónico.

—Vamos a ver —dijo Chen, preparándose.

Abrió el mensaje y el archivo se descargó automáticamente. Un logotipo que rezaba «CNID/Interpol» parpadeó en la pantalla sobre una serie de fotografías policiales de un hombre de ojos hundidos y cuello recio. Se llamaba Michael Fallon.

Chen tocó con el dedo la pantalla por encima de una serie de números que aparecía en la parte inferior de la ficha.

—Tenemos una concordancia del noventa y nueve por ciento en los doce puntos característicos. El celofán es suyo.

Starkey me pegó un codazo.

—¿Qué? ¿Lo conoces?

—No lo he visto jamás.

Chen bajó por la barra de desplazamiento del documento para que pudiéramos leer los datos personales del individuo: cabello castaño, ojos pardos, uno ochenta de estatura, ochenta y seis kilos de peso. Su última residencia conocida estaba en Amsterdam, pero se desconocía su paradero habitual. Se lo buscaba por dos asesinatos no relacionados entre sí en Colombia y otros dos en El Salvador, y se lo acusaba, según la Ley internacional de crímenes de guerra de las Naciones Unidas, de asesinatos en masa, genocidios y torturas sucedidos en Sierra Leona. La Interpol advertía que debía tenerse en cuenta que iba armado y era sumamente peligroso.

—Joder —exclamó Starkey—. Es uno de esos chalados que andan sueltos por ahí.

Chen asintió.

—Lesiones. En esa gente siempre encuentran lesiones.

Fallon poseía amplia experiencia militar. Había pasado nueve años en el ejército, primero como paracaidista y después como ranger. Tenía cuatro años más de servicio, pero las actividades a las que se había dedicado durante ese tiempo constaban como «confidenciales».

—¿Y eso qué demonios significa? —saltó Starkey.

Yo lo sabía, y sentí una enorme presión en el pecho que era algo más que miedo. Me di cuenta de cómo había conseguido el adiestramiento necesario para no dejar huellas tras vigilamos, moverse por la montaña y raptar a Ben. Yo había sido soldado, y de los buenos. Mike Fallon era mejor.

—Estuvo en la Delta Force.

—¿Los antiterroristas? —preguntó Chen.

Starkey se quedó mirando las fotografías.

—Joder.

La Delta. Los D-boys. Los operadores. En la Delta los hombres se adiestraban para realizar operaciones muy duras y muy directas contra objetivos terroristas. Sólo reclutaban a los mejores. Eran los asesinos más preparados del mundo.

—Quizá todo este rollo del ejército se deba a que se obsesionó contigo cuando estaba de servicio —aventuró Starkey.

—No me conoce. Es demasiado joven, no pudo haber ido a Vietnam.

—¿Y entonces?

N o tenía ni idea.

Seguimos leyendo. Tras dejar las fuerzas armadas, Fallon había aprovechado su experiencia para trabajar como soldado profesional en Nicaragua, Líbano, Somalia, Afganistán, Colombia, El Salvador, Bosnia y Sierra Leona. Michael Fallon era mercenario. Recordé que Lucy me había dicho en una ocasión: «Esto no es normal. Estas cosas no le pasan a la gente corriente.»

—De puta madre, Cole. No podías tener detrás un pirado de estar por casa. Tenías que buscarte un asesino profesional.

—No lo conozco, Starkey. Jamás he oído hablar de él. No conozco a nadie que se llame Fallon, y menos a nadie como este tipo.

—Pues, desde luego, él a ti sí que te conoce. John, ¿puedes imprimimos esto?

—Sí, claro.

—Hazme una copia a mí también —pedí—. Quiero enseñárselo a Lucy y después hablar con la gente de su barrio. Luego podemos volver a la obra. Cuando enseñas una foto a la gente todo resulta más sencillo. Un recuerdo da pie a otro.

—¿Qué? —dijo Starkey con una sonrisa—. ¿Ahora somos compañeros?

En los minutos transcurridos entre la conversación que habíamos mantenido en el aparcamiento y la aparición de la ficha en la pantalla, mentalmente nos habíamos convertido en equipo. Como si ella no fuera policía y yo un hombre desesperado por encontrar a un chico desaparecido. Como si trabajáramos juntos.

—Ya me entiendes. Por fin tenemos algo con lo que trabajar. Podemos sacar mucho de esto. Podemos avanzar.

Starkey sonrió aún más y me dio una palmadita en la espalda.

—Tranquilo, Cole. A eso vamos. Y si te portas bien te dejo que me acompañes. Voy a meter esto en el boletín de alerta.

Starkey introdujo los datos y a continuación solicitó por teléfono información sobre Fallon a las delegaciones de Los Ángeles del FBI, el Servicio Secreto y la Oficina del Sheriff. Después nos fuimos a casa de Lucy. Los dos, en equipo.

El tramo de calle que discurría delante de la casa de Lucy estaba a rebosar con la limusina de Richard y dos coches patrulla, el de Gittamon y otro que llevaba las palabras «UNIDAD DE DESAPARICIONES» pintadas en el lateral. Gittamon abrió la puerta cuando llamamos. Se sorprendió al vemos y acto seguido se mostró enfadado. Miró a un lado y a otro y después nos habló en voz baja. En ningún momento soltó el pomo de la puerta, que mantuvo entrecerrada, como si estuviera escondiéndose.

—¿Dónde te has metido? Me he pasado la mañana llamándote.

—Estaba trabajando —contestó Starkey—. Hemos encontrado algo, Dave. Ya sabemos quién ha secuestrado al chaval.

—Tendrías que habérmelo dicho. Tendrías que haberte puesto cuando te he llamado.

—Pero ¿qué pasa? ¿Por qué están aquí los de Desapariciones?

Gittamon miró hacia dentro de la casa y después abrió la puerta.

—Nos han echado, Carol. Los de Desapariciones se quedan el caso.

Tiempo desde la desaparición: 47 horas, 38 minutos

Richard se frotaba las manos nerviosamente. Tenía la ropa aún más arrugada que el día anterior, como si hubiera dormido vestido. Lucy estaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas y Myers se había apoyado contra la pared del fondo. Era el único del grupo que tenía buena cara y no parecía cansado. Estaban escuchando a una mujer muy acicalada vestida con traje chaqueta oscuro y a su clon en versión masculina, que se habían sentado en sendas sillas llevadas desde el comedor. Lucy apartó la vista de ellos y la fijó en mí. No quería que me metiera en aquel asunto, pero allí me tenía, allí estaba yo empeorando las cosas.

Gittamon carraspeó. Se quedó en la entrada del salón como un crío al que el maestro acabara de echar un buen rapapolvo.

—Perdone, teniente. Han venido la inspectora Starkey y el señor Cole. Carol, éstos son la inspectora teniente Nora Lucas y el inspector sargento Ray Álvarez, de la Unidad de Desapariciones.

Lucas tenía una de esas caras de porcelana en miniatura sin una sola arruga, seguramente porque no había sonreído en la vida. Alvarez me estrechó la mano y la retuvo lo suficiente para dejar una cosa bien clara ante Gittamon.

—Yo creía que habíamos decidido que el señor Cole no iba a tomar parte en la investigación, sargento.

—Suélteme la mano, Alvarez —dije—, o verá lo que es tomar parte.

Me la apretó durante un instante más solamente para demostrarme que podía hacerla.

—En esa cinta se vierten acusaciones muy interesantes contra usted. Ya iremos hablando de ellas a medida que revisemos el caso.

Richard se pasó la mano por el pelo mientras se acercaba a la ventana. Parecía molesto.

—¿Qué pueden hacer ustedes que no sea lo que ya se ha hecho? —preguntó dirigiéndose a Lucas y a Alvarez.

—Tienen más fuerza —dijo Myers.

Lucas asintió.

—Exacto. Vamos a dedicar todo el peso y la autoridad de la Unidad de Desapariciones a encontrar a su hijo, por no hablar de nuestra experiencia. Nuestro trabajo es encontrar personas.

Alvarez se inclinó hacia adelante.

—Somos un equipo de primera fila, señor Chenier. Vamos a organizar el caso, repasar lo que se ha hecho y encontrar a su hijo. También vamos a cooperar con el señor Myers y con usted en lo que hagan.

Richard dio media vuelta con impaciencia, dejó atrás la ventana y le hizo un gesto a Myers de que se apartase de la pared.

—Muy bien, Perfecto. Y ahora me gustaría que nos pusiéramos otra vez a buscar a mi hijo, en lugar de hablar sólo de hacerla. Vamos, Lee.

—Ya sabemos quién lo ha secuestrado —intervine.

Todos me miraron como si no estuvieran seguros de lo que había dicho o por qué. Lucy abrió la boca y luego se puso en pie.

—¿Qué has dicho?

—Que ya sabemos quién ha secuestrado a Ben. Tenemos una descripción del vehículo utilizado y de dos hombres, y a uno de ellos lo hemos identificado.

Myers se apartó de golpe de la pared.

—Qué gilipolleces dices, Cole —exclamó.

Starkey sacó su copia de la ficha de la Interpol para que Lucy viera la foto de Fallon.

—Mire a este hombre, señora Chenier. Intente recordar si lo ha visto alguna vez, quizás en un parque un día estando con Ben, o después del colegio, o en el trabajo.

Lucy estudió el rostro de Fallon como si se cayera dentro de la foto. Richard recorrió la habitación a toda prisa para verla.

—¿Quién es ese hombre? ¿Qué habéis descubierto?

Me comporté como si ni Richard ni los demás estuvieran allí. Sólo me importaba Lucy.

—Piénsalo bien, Luce. Tal vez algún día te dio la impresión de que te seguían; tal vez viste a alguien que te dio mala espina y era este hombre.

—No lo sé. Me parece que no.

—¿De quién se trata? —preguntó Lucas.

Starkey miró a Lucas y a Alvarez y después le dio el papel a Gittamon.

—Se llama Michael Fallon. Ya lo he puesto en un boletín de alerta, junto con la descripción del vehículo utilizado. Participó como mínimo otro hombre, un individuo de raza negra con marcas muy concretas en la cara, pero a ése aún no lo hemos identificado. Seguramente porque no somos un equipo de primera fila.

Richard observó la fotografía de Fallon. Respiraba con dificultad. Se pasó la mano por el pelo otra vez. Entregó la fotografía a Myers.

—¿Ves esto? ¿Ves lo que tienen? Tienen un sospechoso, joder.

Myers asintió con los ojos entornados.

—Ya lo veo, Richard.

Aquellos ojos se posaron en mí.

—¿Cómo sabéis que es él?

—Encontramos el envoltorio de un puro en la colina que hay delante de mi casa. Estaba cerca de unas huellas que coinciden con la que había donde secuestraron a Ben.

Richard tenía los ojos encendidos.

—¿La huella que vimos? ¿La que nos enseñaste ayer?

—Sí —contestó Starkey—. El CNID indica que los doce puntos de las huellas que había en el envoltorio coinciden. No hay identificación más precisa.

Lucas y Alvarez se pusieron en pie para ver la fotografía.

—No me había dicho nada —dijo Lucas dirigiéndose a Gittamon.

Él negó con un gesto, como si estuviera en el estrado del aula.

—No lo sabía. La he llamado, pero no se ha puesto.

—El envoltorio lo hemos encontrado esta misma mañana —explicó Starkey—. La identificación no la hemos tenido hasta hace unos minutos. Eso era lo que estábamos haciendo Cole y yo mientras vosotros os dedicabais a buscar una forma de arrebatamos el caso.

—Tranquila, inspectora.

—Lee las órdenes de busca y captura que tiene, joder. Fallon es un asesino profesional. Pesa sobre él una acusación por crímenes de guerra en África. Ha asesinado a gente por todo el mundo.

—¡Inspectora! —gritó Lucas mirando hacia Lucy. Su voz golpeó a Starkey como una bofetada.

«Es un asesino profesional. Ha asesinado a gente por todo el mundo.»

Y tenía a su hijo.

Starkey se ruborizó al darse cuenta de lo que acababa de hacer.

—Lo lamento, señora Chenier. He sido de lo más insensible. Richard se acercó a la puerta. Tenía muchas ganas de irse de allí.

—Pongámonos en marcha, Lee. No podemos seguir perdiendo el tiempo.

Myers no se movió.

—Yo no estoy perdiendo el tiempo. Estoy investigando cómo conoce Cole a este hombre. Todo lo que he oído por el momento encaja con lo que se dice en la cinta. Cole y Fallon tienen mucho en común. ¿De qué os conocéis, Cole? ¿Qué quiere de ti este tipo?

—No quiere nada de mí. No lo conozco, no lo he visto en la vida y no tengo ni idea de por qué hace esto.

—Eso no es lo que dice en la cinta.

—Vete a tomar por culo, Myers.

—Eso no tiene ni pies ni cabeza —dijo Lucy con el entrecejo fruncido—. Ha de existir alguna relación contigo.

—Pues no la hay. De verdad.

Lucas le susurró algo a Alvarez y después subió el tono de voz para interrumpir:

—Será mejor que no nos despistemos. Esto es un buen principio, inspectora. Ray, llama a la DIC para confirmar la identificación y después a la central para que distribuyan esta foto.

Lucas había tomado el control del caso y quería que todo el mundo se enterase.

—Señor Chenier, señora Chenier, lo que queremos hacer ahora es reunir los distintos elementos de la investigación. No tardaremos mucho. Después nos dedicaremos a proseguir con el desarrollo de esta pista.

—Ya está desarrollada —apuntó Starkey—. Sólo falta encontrar a ese cabrón.

Gittamon le puso la mano en el brazo.

—Carol. Por favor.

Richard murmuró algo y a continuación abrió la puerta.

—Vosotros podéis hacer lo que os dé la gana, pero yo me vaya encontrar a mi hijo. Vámonos de una puta vez, Lee. ¿Te hace falta una copia de eso?

—Ya tengo lo que necesito.

—Pues entonces pongámonos en marcha.

Se fueron.

—Sargento —dijo Alvarez dirigiéndose a Gittamon—, Starkey y usted esperen fuera. Cuando hayamos terminado con la señora Chenier revisaremos lo que han hecho ustedes hasta el momento.

—Pero ¿es que estáis dormidos o qué? —intervino Starkey—. Por si no os habéis enterado, hemos conseguido un avance muy importante. No hace falta ninguna reunión.

—¡Espere fuera a que hayamos terminado! —gritó Alvarez—. Y usted también, Gittamon. A ver si dejamos de perder el tiempo y nos ponemos a trabajar.

Starkey salió con la cabeza bien alta y Gittamon la siguió, tan humillado que iba arrastrando los pies.

—Usted quédese también, Cole. Queremos saber qué tiene contra usted ese tipo.

—No, no voy a seguir perdiendo el tiempo con ese tema. Tengo que salir a buscar a Ben. —Miré a Lucy y añadí—: Ya sé que no quieres que haga nada, pero no puedo desentenderme. Voy a encontrar a Ben, Luce. Voy a devolvértelo.

—Más le vale esperar abajo, Cole. No se lo pido. Se lo ordeno.

Añadió algo más, pero yo ya había cerrado la puerta. Starkey y Gittamon estaban en la acera, junto al coche del segundo, discutiendo. No me acerqué.

Fui hasta donde estaba mi coche. Podía ponerme al volante, arrancar y largarme de allí, pero no sabía adónde ir ni qué hacer. Miré la fotografía de Michael Fallon e intenté decidirme.

«Esto no tiene pies ni cabeza. Ha de existir alguna relación contigo.»

Todas las investigaciones presentaban el mismo patrón: había que seguir el rastro de la vida de una persona hasta encontrar el punto en que se cruzaba con otra. Tanto Fallon como yo habíamos sido soldados, aunque en épocas distintas, y yo estaba convencido de que nuestros caminos no se habían cruzado jamás. También me parecía que no tenía nada que ver con ninguno de los hombres que habían estado conmigo en el ejército, ni había nada que me indicara lo contrario. Un asesino adiestrado en la Delta. Un mercenario. Un hombre buscado por asesinato en El Salvador y por crímenes de guerra en África que había aparecido en Los Ángeles para secuestrar a Ben Chenier y fabricar una mentira. En paradero desconocido.

Miré a un lado y otro en busca de Joe. Debía de estar por allí, vigilando, y lo necesitaba.

—¡Joe!

Los hombres como Michael Fallon vivían y trabajaban en un mundo clandestino del que yo no sabía nada; pagaban y cobraban en efectivo, tenían nombres falsos y se movían en círculos tan cerrados que muy poca gente llegaba a conocer su verdadera identidad.

—¡Joe!

Pike me tocó el hombro. Debía de haber salido de entre una mata cerrada de plantas por la esquina el edificio. Sus gafas de espejo resplandecían como una armadura abrillantada. Al darle la ficha me temblaron las manos.

—Éste es el tío que ha raptado a Ben. Ha vivido por todo el mundo. Ha luchado y hecho cosas por todas partes. No tengo ni idea de cómo encontrarlo.

Pike también había vivido y trabajado en la clandestinidad.

Leyó en silencio la ficha y cuando hubo terminado se la guardó.

—Estos hombres no luchan gratis —dijo—. Hay gente que los contrata, así que debe de haber alguien que sepa cómo ponerse en contacto con él. Lo que tenemos que hacer es encontrar a esa persona.

—Quiero hablar con ella.

Pike torció la boca y meneó la cabeza.

—No querrá, Elvis. Esta gente ni siquiera dejaría que te acercaras. —Se quedó con la vista fija, pero me pareció que no me miraba a mí. Me pregunté en qué estaría pensando.

—No puedo irme a casa. No puedo quedarme de brazos cruzados, sin más.

—Se te ha escapado de las manos.

Pike desapareció entre los edificios sin perder aquella mirada distante, pero yo estaba tan preocupado por Ben que no le di más vueltas.