10
El sudor se acumulaba en las cuencas de los ojos de Ben, que volvió la cabeza a un lado y a otro para enjugárselo contra los hombros. En la profunda oscuridad de la caja intentaba rascar el plástico con los ojos cerrados, pero todos sus instintos lo obligaban a abrirlos, como si fuera a ver algo. Tenía la ropa empapada, le dolían los hombros y debido a los calambres sus manos parecían garras, pero él estaba eufórico: se había acabado el colegio, habían llegado las navidades, había marcado un tanto decisivo en el último minuto del partido. Ben Chenier se acercaba a la línea de meta y estaba muy contento.
—¡Voy a salir de aquí! ¡Voy a salir!
En su cielo de plástico se abrió una brecha, como una herida a la que se le hubieran soltado los puntos. Ben había trabajado con ritmo frenético toda la noche y todo el día. La estrella de plata había ido comiéndose el plástico poco a poco hasta que había empezado a llover tierra dentro de la caja.
—¡Sí, ya está! ¡POR FIN!
Había doblado tres de las cinco puntas de la estrella, pero al llegar la tarde del primer día la hendidura se había convertido en una sonrisa de dentadura afilada que iba de un lado a otro de la caja. Ben metió los dedos por la abertura y tiró con todas sus fuerzas.
Unas piedrecitas rebotaron a su alrededor mientras la tierra seguía colándose por la grieta, pero el plástico era resistente y no se doblaba con facilidad.
—¡MIERDA!
Ben oyó un murmullo y un golpe, pero no sabía si estaba soñando otra vez. No le hubiese importado que volviera la Reina de la Culpa; la verdad es que estaba muy buena. Dejó de forzar el plástico y aguzó el oído.
—Respóndeme, chaval. Te he oído moverte.
¡Era Eric! Su voz sonaba hueca y lejana por el tubo.
—Responde, joder.
La luz del tubo había desaparecido; Eric debía de estar tan cerca que tapaba el sol.
Ben contuvo la respiración. De repente tenía más miedo que cuando lo habían metido en la caja. Unas horas antes había deseado con todas sus fuerzas que regresaran, pero no en aquel momento, cuando ya casi había conseguido liberarse. Si lo descubrían intentando escapar le quitarían la medalla, le atarían las manos y volverían a enterrarlo. ¡Y entonces quedaría atrapado para siempre!
Volvió la luz y entonces la voz de Eric sonó más distante:
—El muy cabroncete no quiere contestar. ¿Tú crees que se encontrará bien?
Ben escuchó a Mazi con claridad.
—Va a dar igual.
Eric volvió a intentarlo:
—¡Niño! ¿Quieres agua?
Allí abajo, en la oscuridad de la caja, Ben se escondió de ellos. Para averiguar si estaba vivo o muerto tenían que desenterrarlo, y no iban a hacerla de día. Esperarían a la noche. En la oscuridad nadie te ve hacer maldades.
—¡Niño!
Ben se quedó totalmente quieto.
—¡Qué mamón!
La luz recuperó toda su intensidad cuando Eric se apartó. Ben contó hasta cincuenta y después, temiendo que no fuera suficiente, volvió a hacerla. A continuación siguió trabajando. Se dio cuenta de que debía ser más veloz que ellos y salir antes de que volvieran para desenterrarlo. Las palabras del africano —«Va a dar igual»— resonaban en la oscuridad.
Ben palpó el borde irregular de la hendidura hasta encontrar una mella, y allí empezó a serrar una pequeña muesca. Clavaba la estrella de plata con movimientos breves y decididos, como un hombre al firmar un contrato. No le hacía falta gran cosa, sólo un pequeño desgarro que le permitiera aferrar mejor el plástico.
La estrella fue abriéndose camino y la muesca creció. Ben limpió la parte superior de tierra, volvió a agarrar el plástico y tiró con fuerza. Una lluvia de tierra cayó sobre él, estornudó y después se restregó los ojos. La hendidura se había abierto hasta convertirse en un estrecho agujero triangular.
—¡BIEN!
Con los pies fue empujando hasta el extremo de la caja la tierra que había caído y luego se metió la estrella de plata en el bolsillo. Se colocó la camiseta sobre la cara a modo de mascarilla y sacó más puñados de tierra. Primero pasaba la mano por el agujero hasta la muñeca y después hasta el codo. Fue cavando hasta donde le llegaba el brazo y al final consiguió crear una gran cúpula hueca. Agarró el plástico por los dos lados de la te que se había formado y se colgó con todo su peso como si estuviera haciendo flexiones de brazos. El agujero no se abrió.
—¡Imbécil! ¡Idiota de mierda! —le gritó—. ¡Estúpido!
Ya tenía la puerta. Lo único que le faltaba era abrirla. ¡ABRE LA PUERTA!
Se hizo una bola acercando las rodillas al pecho. Apoyó una contra el lado izquierdo de la te y agarró el derecho con ambas manos. Fue tal el esfuerzo que hizo que su cuerpo se arqueó y se separó del suelo.
El plástico se rajó como un caramelo blando y Ben resbaló y cayó al suelo.
—¡BIEN! ¡BIEN, BIEN, BIEN!
Se limpió las manos lo mejor que pudo y volvió a agarrarse. Hacía tanta fuerza que le zumbaban los oídos. Por fin, de repente, el techo se rajó por completo, como si el plástico hubiera decidido rendirse. Se produjo un desprendimiento de tierras sobre Ben, pero a éste no le importó, porque la caja estaba abierta.
Empujó la tierra y las piedras que habían caído hasta el borde de la caja y después quitó la tapa. Se acumuló más tierra a su alrededor. Sacó un brazo por el agujero y a continuación la cabeza. La tierra recién removida se deshizo con facilidad. Retorciéndose, Ben consiguió pasar los hombros por el hueco y después el resto del torso hasta la cintura. Se abrió camino como un nadador por el agua, pero cuanta más tierra sacaba más enterrado quedaba su cuerpo. A cada brazada se ponía más histérico. Se estiró todo lo que pudo, intentando llegar a la superficie, pero la tierra ejercía presión por los cuatro costados como un mar frío que lo arrastrara hasta sus profundidades.
¡No podía respirar! ¡Estaba siendo aplastado!
Cayó presa del pánico. Estaba totalmente convencido de que iba a morir... Y de repente alcanzó la superficie y sintió la brisa nocturna en el rostro. Un mar de estrellas llenaba el cielo sobre su cabeza. Era libre.
—Ya sabía que ibas a triunfar, campeón —le susurró la voz de la Reina.
Ben se orientó. Era de noche y estaba en el jardín trasero de una casa de las colinas. No sabía exactamente en qué zona, pero a lo lejos se distinguían las luces de Los Ángeles.
Fue sacudiendo el cuerpo hasta liberar los pies. Estaba en un parterre, en el extremo de la parte trasera de una casa muy bonita, aunque el jardín estaba seco y medio muerto. Tras unos muros ocultos por la hiedra se veían las viviendas de los vecinos.
Ben temió que Mike y los otros dos lo oyeran, pero la casa estaba a oscuras y las cortinas corridas. Fue a toda prisa hasta la pared del edificio y se adentró en las sombras como si fueran un abrigo viejo y cómodo.
Por el costado de la casa discurría un camino que llevaba hasta la parte delantera. Ben avanzó con tanto sigilo que ni siquiera él se oía. Al llegar a la puerta de la alambrada le entraron ganas de abrirla de golpe y salir corriendo, pero tuvo miedo de que los hombres lo atraparan. La abrió con cuidado. Las bisagras chirriaron un poco, pero la puerta no ofreció resistencia. Ben aguzó el oído, listo para huir si los oía acercarse, pero la casa seguía en silencio.
Salió con sigilo. Estaba muy cerca de la fachada. Al otro lado de la calle vio una casa con todas las luces encendidas y coches aparcados delante. Se dijo que dentro debía de haber una familia; ¡una madre, un padre, adultos que lo ayudarían! Sólo tenía que cruzar sin hacer ruido y correr hasta la puerta.
Llegó a la esquina de la casa y asomó la cabeza. El camino de acceso, que era corto y en descenso, estaba desierto. La puerta del garaje permanecía bajada. Las ventanas seguían a oscuras.
Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Ben. ¡Había escapado! Justo cuando pisaba el camino de acceso unas manos de acero le cubrieron la boca y tiraron de el hacia atrás.
Ben intentó gritar, pero no pudo. Dio patadas y se resistió, pero más acero envolvió sus brazos y sus piernas. Habían salido de la nada.
—Deja de patalear, enano de mierda.
La voz de Eric era un áspero susurro, y Mazi, un gigante de ébano a sus pies. Las lágrimas le nublaban la visión. «No me metáis otra vez en la caja —quiso decir—. Por favor, ¡no me enterréis.» Pero las palabras no lograban traspasar la mano de hierro de Eric.
Mike surgió de entre las sombras y agarró a Eric del brazo. Ben sintió en la repentina debilidad de Eric la terrible presión que ejercía el otro.
—Un chico de diez años os ha tomado el pelo. Tendría que pegaros de patadas.
—Lo hemos pillado, ¿no? Así nos ahorramos tener que desenterrarlo.
Mike recorrió las piernas de Ben con las manos y después le registró los bolsillos y encontró la estrella de plata. La agarró del lazo.
—¿Esto te lo ha dado Cole?
Ben apenas consiguió asentir.
Mike hizo oscilar la medalla ante Mazi y Eric.
—Ha cortado la tapa con esto. ¿Veis que hay puntas dobladas? Habéis metido la pata. Tendríais que haberlo registrado.
—Es una medalla, no un cuchillo.
Mike aferró a Eric de la garganta tan deprisa que Ben ni siquiera vio cómo movía la mano, y acercando el rostro masculló:
—Si vuelves a hacer algo mal, acabo contigo.
—Sí, señor —dijo Eric con un hilo de voz.
—Pues espabila, que no eres ningún aficionado.
Eric intentó responder, pero fue incapaz de hacerla. Mike apretaba cada vez más. Al darse cuenta, Mazi le agarró el brazo y dijo:
—Lo estás matando.
Mike soltó la presa. Volvió a mirar la estrella de plata y después la devolvió al bolsillo de Ben.
—Te la has ganado.
Mike dio media vuelta y echó a andar hacia las sombras. Ben vio de reojo la casa de enfrente. Vislumbró a la familia vecina. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Qué cerca había estado.
Mike se detuvo, se volvió hacia ellos y ordenó:
—Metedle dentro. Ha llegado el momento de que se ponga al teléfono.
A veinticinco metros de distancia, los miembros de la familia Gladstone cenaban pastel de carne y se contaban cómo había ido el día. El padre se llamaba Emile y la madre, Susse. Los hijos, Judd y Harley. Su cómoda casa estaba muy iluminada, y se reían mucho. Ninguno de ellos oyó ni vio a los tres hombres y al niño. Sólo tenían una idea remota de que en la casa de enfrente estaban haciendo obras menores durante el día mientras los nuevos dueños esperaban a que terminara todo el papeleo. Creían que no había nadie en ella.