20

Tiempo desde la desaparición: 49 horas, 28 minutos

Pike me esperaba en uno de esos anónimos y anodinos bloques de oficinas que se alzaban por Downey y la Ciudad de la Industria, al sur del aeropuerto LAX; eran edificios baratos levantados por empresas aeroespaciales durante la escalada militar de los años sesenta. Tanto entonces como ahora estaban rodeados por aparcamientos repletos de coches de tamaño medio y fabricación americana conducidos por hombres vestidos con trajes oscuros mal cortados.

Cuando bajé del coche, Pike me escrutó con aquel hieratismo tan suyo.

—¿Qué? —pregunte.

—Aquí hay un baño.

Me condujo hasta el vestíbulo. Entré en el lavabo de caballeros, abrí el grifo del agua caliente y dejé que corriera hasta que el vapor empañó el espejo. Seguía teniendo la sangre de DeNice pegada a las uñas y a las arrugas de la piel. Me lavé las manos y los brazos con un jabón verde y los metí bajo el grifo. Se me pusieron las manos rojas otra vez, casi tanto como cuando habían estado cubiertas de sangre, pero las mantuve bajo el chorro de agua hirviente, como si creyera que sólo quemándomelas conseguiría que quedasen limpias. Me las lavé dos veces y después me quité la camiseta y me limpié la cara y el cuello. Junté las manos y bebí algo. Después me miré en el espejo, pero mi rostro quedaba oculto tras la niebla. Volví al vestíbulo.

Subimos tres pisos por las escaleras y entramos en una sala de espera que olía a moqueta nueva. Unas letras de acero bruñido colgadas en la pared identificaban a la empresa: «THE RESNICK RESOURCE GROUP. Resolución de problemas y consultoría.»

Resolución de problemas.

Una jovencita nos sonrió desde una mesa empotrada en la pared.

—¿Desean algo?

Era inglesa.

—Soy Joe Pike. Vengo a ver al señor Resnick. Éste es Elvis Cole.

—Ah, sí. Los esperábamos.

Por una puerta situada tras la recepcionista apareció un joven vestido con un terno. La sostuvo abierta para invitamos a pasar. Llevaba una bolsa de cuero negro en la mano.

—Buenas tardes, señores. Acompáñenme.

Pike y yo nos metimos en un pasillo. En cuanto hubo cerrado la puerta que daba a la recepción, el joven abrió la bolsa. Estaba en buena forma física y tenía la expresión profesional y complacida de un ejecutivo de nivel medio con buenas perspectivas. En la mano derecha llevaba un anillo de la Academia Naval de Annapolis.

—Soy Dale Rudolph, el ayudante del señor Resnick. Metan aquí las armas. Les serán devueltas a la salida.

—No voy armado —dije.

—Muy bien.

Pike metió su 357, una 25, la porra y un cuchillo de combate de doble filo. Rudolph no se inmutó, como si ver a un hombre desprenderse de sus armas fuera una actividad de lo más habitual. Bienvenidos a la vida en el Otro Mundo.

—¿Eso es todo?

—Sí —respondió Pike.

—Muy bien. Pónganse firmes y levanten los brazos, por favor.

Era educado. En Annapolis enseñaban buenos modales. Rudolph nos pasó un detector de metales manual por el cuerpo y luego lo metió en la bolsa.

—Estupendo. Ya estamos listos.

Nos acompañó hasta una oficina espaciosa y bien iluminada que podría haber correspondido a un vendedor de seguros de vida si no hubiera sido por las fotografías de baterías de lanzacohetes, helicópteros artillados de combate rusos y carros blindados. Un hombre de cincuenta años largos con el pelo canoso rapado al estilo militar y la piel áspera rodeó su mesa para presentarse. Debía de ser un almirante o un general retirado con buenos contactos en el Pentágono, como casi todos aquellos sujetos.

—John Resnick. Eso es todo, Dale. Espera fuera, por favor.

—Sí, señor.

Resnick se sentó en el borde de la mesa, pero no nos invitó a acomodarnos.

—¿Quién de los dos es Pike?

—Yo.

Resnick lo miró de arriba abajo.

—Nuestro amigo común habla muy bien de usted. El único motivo por el que he aceptado recibirlo ha sido la garantía que me ha dado.

Pike asintió.

—No me mencionó a otra persona.

Iba a identificarme como el acompañante de Pike, pero a veces tengo destellos de inteligencia y dejé que fuera él quien llevara la batuta.

—Si nuestro amigo común habló bien de mí, no debería haber problema —dijo Pike—. O valgo o no valgo.

Me pareció que a Resnick le gustaba la respuesta.

—Muy bien. A lo mejor alguna vez tendrá oportunidad de demostrar esa valía, pero habrá que dejarlo para más adelante. —Sabía lo que queríamos y fue directo al grano—. Hace un tiempo trabajé en una empresa militar privada de Londres. En una ocasión utilizamos a Fallon, pero no volvería a hacerla. Si lo que pretende es ofrecerle un trabajo, se lo desaconsejo.

—No queremos ofrecerle nada —intervine—, sólo encontrarlo. Fallon, con la ayuda de al menos un cómplice, ha secuestrado al hijo de mi novia.

Resnick, cuyo ojo izquierdo parpadeó con una tensión imprevista, me observó atentamente como si estuviera decidiendo si sabía de qué estaba hablando, y se irguió un poco.

—¿Mike Fallon está en Los Ángeles?

—Sí —contesté, y repetí—: Ha raptado al hijo de mi novia.

El ojo izquierdo parpadeó más visiblemente y la tensión se extendió por todo el cuerpo de Resnick, que se encogió de hombros y dijo:

—Fallon es un hombre peligroso. Me parece increíble que esté en Los Ángeles o en cualquier otro punto del país, pero si es cierto que ha hecho lo que usted dice, deberían acudir a la policía.

—Ya lo hemos hecho. También están buscándolo.

—Sin los medios de los que dispongo —apuntó Pike—. Usted lo conoce. Lo que esperamos es que sepa cómo llegar hasta él o nos diga quién lo sabe.

Resnick observó a Pike y después se incorporó y rodeó la mesa para sentarse en su sillón. El sol poniente se reflejaba en los coches. Los aviones despegaban de LAX y se dirigían al oeste, rumbo al océano. Resnick se quedó mirándolos.

—De eso hace años. Michael Fallon está acusado de crímenes de guerra por las atrocidades que cometió en Sierra Leona. La última vez que supe algo acerca de él estaba viviendo en Suramérica, en Brasil, creo, o quizás en Colombia. Si supiera cómo encontrarlo, se lo habría dicho al Departamento de Justicia. Me parece increíble que haya tenido cojones para volver a Estados Unidos. —Miró otra vez a Pike—. Si lo encuentra, ¿piensa matarlo?

Lo dijo con la misma naturalidad con que podría haberle preguntado si le gustaba el fútbol.

Pike no contestó, de modo que yo lo hice por él:

—Sí. Si es el precio que nos pide por ayudamos, sí.

Pike me puso la mano en el brazo. Con un sutil movimiento de la cabeza me indicó que lo dejara.

—Si lo quiere muerto, es hombre muerto —añadí—. Si no, no.

A mí sólo me importa el chico. Para recuperado haría lo que fuera.

Pike volvió a tocarme.

—Me gusta confiar en las reglas, señor Cole —dijo Resnick—. En este mundo en el que nos movemos sólo las reglas nos impiden convertirnos en animales. —Volvió a concentrarse en los aviones. Los contemplaba con aire melancólico, como si en uno de ellos pudiera alejarse de algo de lo que en realidad no podía escapar—. Cuando estaba en Londres contratamos a Mike Fallon. Lo mandamos a Sierra Leona. Su misión consistía en proteger las minas de diamantes que teníamos según un contrato firmado con el Gobierno, pero se pasó a los rebeldes. Aún desconozco el motivo. Sería el dinero, supongo. Hicieron cosas inimaginables. Si se las contara creerían que me las he inventado.

Le expliqué lo que había visto dentro de la furgoneta. Mientras le describía la escena se volvió hacia mí. Supongo que le sonaba. Meneó la cabeza.

—Un animal asqueroso, eso es lo que es. Ya no puede trabajar de mercenario, con tantas acusaciones pendientes. Nadie le ofrece nada. ¿Creen que ha raptado a ese niño para conseguir un rescate?

—Así me lo parece —respondí—. El padre tiene dinero.

—No sé qué decirles. Como les he contado, la última vez que supe de él estaba en Rió, pero ni siquiera puedo confirmarles eso. Debe de haber mucho dinero en juego para que se haya arriesgado a volver.

—Hay un cómplice —observó Pike—. Un negro corpulento con la cara cubierta de heridas o quizá verrugas.

Resnick hizo girar el sillón hasta quedar frente a nosotros y se llevó una mano a la cara.

—¿En la frente y las mejillas?

—Exacto.

Se inclinó hacia adelante y apoyó los antebrazos en la mesa. Era evidente que había reconocido la descripción.

—Son cicatrices tribales. Uno de los hombres que utilizó Fallon en Sierra Leona era un guerrero benté que se llamaba Mazi Ibo. Tenía esas cicatrices. —Resnick se animaba por momentos—. ¿Hay un tercer hombre?

—No lo sabemos. Es posible.

_A ver. Escúchenme bien. La visita a Los Ángeles empieza a tener sentido. Iba era amigo de otro mercenario llamado Eric Schilling. Hará cosa de un año Schilling se puso en contacto con nosotros. Buscaba trabajo de seguridad. Es de aquí, de Los Ángeles, así que puede que Ibo le haya llamado. A lo mejor conservamos algún dato. —Resnick se colocó ante el ordenador y empezó a teclear para abrir una base de datos.

—¿Tuvo que ver con lo de Sierra Leona?

—Seguramente, pero no se lo ha acusado de nada —respondió Resnick—. Por eso puede seguir trabajando. Era uno de los hombres de Fallon. Por ese motivo me cuadré cuando vino a vemos. Me niego a dar trabajo a ninguno de sus hombres, aunque no tuviesen nada que ver. Sí, aquí está. —Copió la dirección que veía en el ordenador y me entregó el papel—. Tenía una dirección en San Gabriel que le servía para recibir correo. Utilizaba el nombre de Gene Jeanie. Siempre recurren a nombres falsos. No sé si aún funciona, pero es todo lo que tengo.

—¿Tiene un número de teléfono?

—Nunca dan teléfonos. Siempre un apartado postal y un nombre falso. Así consiguen permanecer aislados.

Eché un vistazo a la dirección y se la pasé a Pike. Me temblaban las piernas. Resnick volvió a rodear la mesa.

—Estamos hablando de gente muy peligrosa —me dijo—. No confunda a estos hombres con el típico delincuente de tres al cuarto. Fallon era el mejor, y él es quien se ha encargado de adiestrar a los otros dos. No hay mejores asesinos.

—Los osos —puntualizó Pike.

Tanto Resnick como yo nos volvimos, pero Pike estaba leyendo la dirección. Resnick me agarró la mano y me la apretó con fuerza. Me miró a los ojos como si estuviera buscando algo.

—¿Cree usted en Dios, señor Cole?

—Cuando tengo miedo.

—Yo rezo todas las noches. Rezo por haber enviado a Mike Fallon a Sierra Leona, porque siempre he creído que parte de su pecado me correspondía a mí. Espero que lo encuentre. Y que ese niño esté sano y salvo.

Vi la desesperación en el rostro de Resnick y la reconocí: era la mía. Seguramente una mariposa nocturna veía lo mismo al mirar una llama. No debería haber preguntado, pero fui incapaz de contenerme:

—¿Qué pasó? ¿Qué hizo Fallon en Sierra Leona?

Resnick se quedó mirándome durante lo que pareció una eternidad y luego, por fin, lo confesó todo.

Sierra Leona (África). 1995

El Jardín de Piedras

Aquella mañana Ahbeba Danku oyó los disparos apenas un momento antes de que el niño apareciera corriendo y gritando por el camino que bajaba desde la mina hasta el poblado. Ahbeba era una chica muy guapa. Había cumplido doce años en verano y tenía los pies y las manos largos, y el cuello elegante de una princesa. Su madre aseguraba que, en efecto, era una princesa real de la tribu mende, y rezaba todas las noches para que apareciera un príncipe que se llevara a su primogénita para casarse con ella. La familia podría llegar a exigir seis cabras como dote, según calculaba la madre, y sería tan rica que les permitiría huir de la guerra interminable que sostenían contra el Gobierno los rebeldes del Frente Revolucionario Unido (FRU) por el control de las minas de diamantes.

Ahbeba creía que su madre estaba loca de fumar tanto majijo. Era mucho más probable que acabara casándose con uno de los jóvenes mercenarios surafricanos que protegían la mina y el poblado de los rebeldes. Eran chicos fuertes y apuestos que tenían armas y cigarrillos y sonreían descaradamente a las chicas, que, a su vez, coqueteaban con ellos con desvergüenza.

Ahbeba pasaba casi todos los días con su madre, sus hermanas y las demás mujeres del poblado al cuidado de una granja de subsistencia llena de piedras, cerca del río Pampana. Las mujeres se ocupaban de un pequeño rebaño de cabras y cultivaban ñame y un guisante duro llamado kaiya mientras sus hombres (incluido el padre de Ahbeba) buscaban diamantes en las pendientes de la gravera. Su función era excavar y lavar, y por ello se les pagaba ochenta centavos al día más dos cuencos de arroz aderezado con pimienta y menta y una pequeña comisión por cada diamante que encontrasen. Era un trabajo duro y sucio. Había que sacar grava de las pronunciadas pendientes a golpe de pala y después echarla a unas pequeñas tolvas donde se separaban las piedras según su tamaño, se enjuagaban en busca de oro y se repasaban para ver de encontrar diamantes. Los hombres trabajaban en pantalones cortos o ropa interior durante doce horas diarias, con el polvo que les embadurnaba la piel como única defensa contra el sol y los surafricanos como protección contra los rebeldes. Los príncipes no se prodigaban demasiado. Eran aún más difíciles de encontrar que los diamantes.

Aquella mañana, Ahbeba Danku se había quedado a moler kaiya para preparar la comida mientras sus hermanas atendían la cosecha. No le importaba; cuando trabajaba en el poblado tenía mucho tiempo para chismorrear con su mejor amiga, Ramal Momoh (que tenía dos años más que ella y unos pechos grandes como vejigas llenas de agua), y coquetear con los guardias. Las dos chicas estaban manchadas del azul del kaiya y miraban de reojo al guardia que vigilaba la entrada del poblado. El joven surafricano, que era alto, esbelto y guapo como una mujer, les guiñó un ojo y les hizo señas de que se le acercaran. Ahbeba y Ramal soltaron una risita.

Estaban animándose mutuamente a hacerla («tú», «no, tú») Cuando por toda la colina resonó una serie de explosiones lejanas.

El guardia se volvió hacia el lugar de donde procedía el ruido, sobresaltado. Ramal se puso en pie de inmediato, volcando la muela.

Son disparos. En la mina.

Ahbeba había oído a los guardias disparar a las ratas, pero aquello era muy distinto. Las ancianas salieron de sus cabañas y los niños interrumpieron sus juegos. El joven surafricano llamó a un compañero que estaba en el otro extremo del poblado y cogió el fusil que llevaba en bandolera. El miedo se reflejaba en sus ojos.

Los disparos de armas automáticas terminaron tan súbitamente como habían empezado. Y el valle quedó sumido en el silencio.

¿Por qué han disparado los guardias? ¿Qué sucede?

No han sido los guardias. ¡Escucha! ¿Lo has oído?

El chillido de un niño llegó hasta el poblado, y después la silueta enflaquecida de una criatura pasó corriendo por entre las cabañas.

Ahbeba reconoció a Julius Saibu Bio, un niño de ocho años que vivía en el extremo norte del poblado.

¡Es Julius!

El chaval se detuvo. Sollozaba y agitaba las manos como si quisiera soltar algo que le quemaba.

¡Los rebeldes están matando a los guardias! ¡Han matado a mi padre!

El surafricano corrió hacia Julius, pero a los pocos pasos dio media vuelta para dirigirse hacia los árboles, y en aquel instante un blanco con el pelo del color del fuego salió de entre las hojas y le pegó dos tiros en la cara.

En el poblado estalló el caos. Las mujeres recogían a los niños y se los llevaban en brazos hacia la selva. Las criaturas se echaban a llorar. Ramal salió corriendo.

¡Ramal! ¿Qué pasa? ¿Qué hacemos?

¡Corre! ¡Corre! ¡Vamos!

De repente salieron otros dos guardias surafricanos de detrás de las cabañas. El hombre del pelo de fuego hincó una rodilla en tierra y volvió a disparar, tan deprisa que pared a que los disparos eran uno solo. Los dos surafricanos cayeron al suelo.

Ramal se adentró en la selva y desapareció.

Ahbeba echó a correr hacia la cabaña de su familia, pero dio media vuelta y volvió a recoger a Julius.

¡Ven conmigo, Julius! —exclamó cogiéndolo del brazo—. ¡Tenemos que escondernos!

Un camión de plataforma cargado de hombres entró en el poblado con gran estruendo, haciendo sonar la bocina. Los hombres iban saltando de dos en dos o de tres en tres mientras el camión pasaba a toda prisa entre las cabañas. El hombre de pelo de fuego les gritaba órdenes en krio, el dialecto criollo con gran contenido de inglés que hablaba casi todo el mundo en Sierra Leona.

Los rebeldes disparaban al aire y con las culatas de los fusiles golpeaban a las mujeres ya los niños que huían. Ahbeba cogió a Julius en brazos y se dispuso a escapar, pero a su espalda saltaron más rebeldes del camión. Un adolescente delgaducho con un fusil tan grande como él salió de la selva arrastrando a Ramal, la arrojó al suelo y empezó a patearle la espalda. Un hombre que sólo llevaba unos pantalones cortos y un chaleco rosa fluorescente se puso a disparar a los perros del poblado. Cada vez que uno chillaba y empezaba a dar vueltas sobre sí mismo, se echaba a reír.

¡Diles que paren, diles que paren! —chillaba Julius.

El camión se detuvo dando un patinazo en el centro del poblado, que quedó en su poder con la misma velocidad con que había empezado y terminado el tiroteo en la mina. Los surafricanos estaban muertos. No quedaba nadie para proteger a los pobladores. Ahbeba se dejó caer al suelo sin soltar a Julius. Aquello no podía estar sucediéndole a una princesa que esperaba la llegada de un príncipe.

Un hombre musculoso con gafas de sol y una camiseta de Tupac hecha jirones se encaramó a la plataforma del camión para observar a los habitantes del poblado. Llevaba un collar de huesos que hacía ruido al chocar contra la canana que se había colgado en bandolera. A su lado había otros hombres, uno de ellos con una tira de balas en la frente a modo de cinta para el pelo. Otro vestía una camisa con bolsillos hechos con escrotos de jabalí. Eran guerreros violentos y espantosos, y Ahbeba estaba aterrorizada.

El del collar de huesos agitó un fusil negro y resplandeciente.

¡Soy el comandante Blood! ¡Conoceréis mi nombre y lo temeréis! ¡Somos guerreros del FRU y luchamos por la libertad! ¡Vosotros sois traidores al pueblo de Sierra Leona! ¡Buscáis nuestros diamantes para dárselos a gente de fuera que controla el Gobierno títere de Freetown! ¡Vamos a mataros a todos!

El comandante Blood disparó por encima de las cabezas de los habitantes del poblado y ordenó a sus hombres que los pusieran a todos en fila para fusilados.

El hombre del pelo de fuego y otro blanco aparecieron por detrás del camión. El segundo era más alto y mayor, y llevaba pantalones verde olivo y camiseta negra. Tenía la piel quemada por el sol.

Aquí nadie va a matar a nadie —anunció—. Hay una forma mejor de ocuparnos de esto.

Hablaba en krio, como el del pelo de fuego.

El comandante Blood, subido al camión, se lanzó como un león hasta el extremo de la plataforma, para quedar muy por encima de ellos. Disparó con rabia y exclamó:

¡Ya he dado la orden! iVamos a matar a estos traidores para que corra la voz por todas las minas de diamantes! ¡Los mineros tienen que tenernos miedo! ¡Ponedles en fila! ¡Ahora mismo!

El hombre de la camiseta negra balanceó el brazo como si fuera a dar un puñetazo, agarró al comandante Blood por las piernas y le hizo perder el equilibrio y caer boca arriba. Luego tiró de él para bajarlo al suelo de un golpe y le pateó la cabeza. Tres apasionados guerreros saltaron del camión para auxiliar a su comandante. Ahbeba jamás había visto a ningún hombre luchar tan encarnizadamente ni de forma tan extraña: el alto y el del pelo de fuego tumbaron a los guerreros con tanta rapidez que la lucha terminó en un abrir y cerrar de ojos. Dos hombres habían conseguido derrotar a cuatro. Uno de los guerreros se quedó gritando de dolor; los otros dos estaban inconscientes o muertos.

Ramal se acercó a su amiga y le susurró:

Son demonios. ¡Mira, lleva las marcas de los malditos!

Mientras el de la camiseta negra agarraba al comandante Blood del cuello, Ahbeba vio que llevaba un triángulo tatuado en la mano. Le entró aún más miedo. Ramal era muy lista y entendía de aquellas cosas.

El demonio tiró de Blood hasta ponerlo en pie y después ordenó a los demás que llevaran a los guardias surafricanos asesinados al pozo que había en el centro del poblado. El comandante estaba aturdido y no osó resistirse. El hombre del pelo de fuego habló por una radio pequeña.

Ahbeba esperaba con ansiedad lo que fuera a suceder a continuación. Abrazaba a Julius con fuerza e intentaba tranquilizarlo, temerosa de que sus sollozos atrajeran la atención de los rebeldes. En dos ocasiones vio breves oportunidades de huir, pero no podía abandonar al chico. Se dijo que era mejor permanecer con el resto de la gente, pues así estarían a salvo.

Mientras los rebeldes iban amontonando los cadáveres de los surafricanos junto al pozo, un segundo camión entró retumbando en el poblado. Estaba abollado y cubierto de polvo negro. Unos guardabarros enormes semejantes a alas cubrían los neumáticos, los faros estaban rotos y torcidos y la rejilla era como la sonrisa de dientes afilados de una hiena; el óxido de aquellos dientes era del color de la sangre seca. Una docena de jóvenes de ojos vidriosos iban acuclillados en él. Muchos llevaban vendajes ensangrentados en la parte superior del brazo, bien apretados. Los que no iban vendados tenían cicatrices dentadas en la misma zona.

Ramal, que había estado en Freetown y sabía de esas cosas, comentó:

—¿Ves lo de los brazos? Les han abierto la piel para meterles cocaína y anfetaminas en las heridas. Lo hacen para volverlos locos.

¿Por qué?

Porque así no sienten el dolor y luchan mejor.

Un guerrero alto bajó de un salto del camión y se colocó junto a los dos blancos. Llevaba una túnica de arpillera y pantalones anchos, pero no fue eso lo que llamó la atención de Ahbeba, sino su cara, tan cortada como un diamante pulido. En la parte superior del brazo se veían las mismas cicatrices que presentaban los otros hombres, pero a diferencia de éstos, también tenía la cara marcada; tenía tres cicatrices redondas que parecían ojos en cada mejilla y una tira de bultos similares a lo largo de la frente. En sus ojos resplandecía un calor que Ahbeba no comprendía, pero era de una belleza abrumadora, el hombre más apuesto y espléndido que había visto jamás. Y tenía porte de príncipe o, mejor dicho, de rey.

El hombre de la camisa negra arrastró al comandante Blood hasta el montón de cadáveres de surafricanos.

Así es cómo se crea miedo —dijo.

Miró al guerrero africano alto, que con un gesto hizo bajar a sus hombres del camión. Saltaron al suelo, aullando como si estuvieran poseídos. No iban armados con escopetas y fusiles como el primer grupo de rebeldes, sino con machetes y hachas oxidados.

Se arremolinaron en torno a los cadáveres de los guardias surafricanos y comenzaron a decapitarlos frenéticamente y a arrojar las cabezas al pozo.

Ahbeba sollozaba y Ramal se tapaba los ojos. A su alrededor, las mujeres, los niños y los ancianos gemían. Ishina Kotay, una mujer fuerte y joven, madre de dos criaturas, que de pequeña había sido igual de rápida que cualquier chico del poblado, se puso en pie de un salto y echó a correr hacia la selva. El hombre del pelo de fuego le pegó un tiro por la espalda.

Ahbeba notó que se mareaba, como si hubiera fumado majijo. Perdió la noción de lo que estaba sucediendo y vomitó. El mundo se convirtió en algo pequeño y confuso, con espacios vacíos entre momentos de tremenda claridad. El día había empezado con un desayuno de pasteles mientras los primeros rayos de sol acariciaban la sierra que dominaba el poblado. Su madre le había hablado de príncipes.

El comandante Blood disparó al aire y empezó a dar saltos y a aullar como los rebeldes. Los demás hombres también se pusieron a dar saltos, exaltados por la actividad fabril.

¡Ahora ya conocéis la ira del FRU! ¡Éste es el precio que pagáis por desafiarnos! ¡Vamos a llenar el pozo con vuestras cabezas!

El demonio blanco y el guerrero alto cubierto de cicatrices se volvieron y se quedaron mirando a los habitantes del poblado, que permanecían apiñados. Ahbeba notó que sus ojos recorrían su cuerpo como si pesaran.

El demonio blanco meneó la cabeza.

Deja de saltar de un lado a otro como un mono. Si matas a esta gente, nadie se enterará de lo que ha sucedido aquí. Sólo los vivos pueden tenerte miedo. ¿Lo comprendes?

El comandante Blood dejó de brincar.

Por eso hay que dejar a gente con vida.

Exacto. Hay que dejar algo que asuste mortalmente a los demás mineros. Hay que dejar algo que tus enemigos no puedan negar.

El comandante Blood se acercó a los cuerpos decapitados de los guardias surafricanos.

—¿Qué sería más terrible que lo que acabamos de hacer?

Esto.

El demonio blanco habló con el guerrero de las cicatrices en un idioma que Ahbeba no comprendía, y de inmediato los rebeldes enloquecidos por las drogas se abalanzaron contra la gente con las hachas y los machetes y cortaron las manos de todos los hombres, las mujeres y los niños del poblado.

Dejaron con vida a Ahbeba Danku y a los demás para que pudieran contar su historia.