4
Lo último que vio Ben fue cómo la Reina de la Culpa le arrancaba los ojos a un secuaz de Cabeza Plana. Un segundo antes estaba con la Reina en la pendiente que había detrás de la casa de Elvis Cole, y de repente unas manos que no llegó a ver le cubrieron la cara y se lo llevaron, a tal velocidad que ni se dio cuenta de lo que sucedía. Las manos le taparon los ojos y la boca. Tras la sorpresa inicial de que alguien le levantara por los aires, Ben se imaginó que era Elvis, que estaba gastándole una broma. Pero aquella broma no terminaba nunca.
Se resistió e intentó dar patadas, pero alguien lo aferraba con tanta fuerza que le impedía moverse o gritar para pedir auxilio. Fue flotando por la ladera, enmudecido, hasta llegar a un vehículo que los esperaba. Oyó un fuerte portazo. Le pusieron cinta adhesiva en la boca y después una capucha le cubrió la cabeza, sumiéndolo en la oscuridad. Más cinta sirvió para inmovilizarle los brazos y las piernas. Se resistió, pero ya no era una sola persona la que lo agarraba. Estaban en una furgoneta. Ben percibió olor a gasolina y al producto de limpieza con aroma de pino que utilizaba su madre en la cocina.
El vehículo arrancó. Estaban en la carretera.
—¿Te ha visto alguien? —preguntó de pronto el que lo agarraba.
—No podía haber ido mejor —respondió una voz áspera desde la parte delantera de la camioneta—. A ver, mira que esté bien.
Ben supuso que la segunda voz era la del hombre que lo había secuestrado, y que iba al volante. El que estaba a su lado le apretó el brazo.
—¿Puedes respirar? Gruñe, mueve la cabeza o haz algo para que me entere.
Ben estaba demasiado asustado como para atreverse a moverse, pero el primer hombre contestó como si le hubiera hecho caso.
—Se encuentra bien. Joder, cómo le late el corazón. Oye, deberías haber dejado una zapatilla. Lleva puestas las dos.
—Estaba jugando con una Game Boy de esas. He pensado que era mejor dejar el juego que una zapatilla.
Bajaron la colina y después subieron. Ben movía las mandíbulas para liberarse de la cinta adhesiva, pero no lograba abrir la boca.
El hombre le dio una palmadita en la pierna y le dijo:
—Tranquilo, chaval.
Condujeron apenas unos minutos y después se detuvieron.
Ben imaginó que iban a bajar, pero no fue así. A lo lejos se oía lo que le pareció una sierra mecánica. De repente alguien más subió a la furgoneta.
El tercer hombre, al que Ben aún no había oído, informó:
—Ha salido al porche.
Ben reparó en el modo en que hablaba. Estaba acostumbrado a los acentos cajún y francés de toda la vida y aquél le resultaba familiar, aunque algo distinto. Era como si un francés hablara en inglés, pero con algún otro acento menos marcado. Ya eran tres; tres hombres a los que no conocía de nada lo habían raptado.
El que lo había apresado contestó:
—Sí, ya le veo.
—Desde aquí atrás no veo una puta mierda —replicó el que lo aferraba—. ¿Qué hace?
—Está bajando por la colina.
Ben se dio cuenta de que hablaban de Elvis. Los tres hombres lo vigilaban mientras él lo buscaba.
—Estar sentado aquí atrás es una putada —dijo el que estaba con Ben.
—Ha encontrado el juego del chaval —señaló el de la voz ronca—. Vuelve hacia la casa a toda prisa.
—Ojalá pudiera verlo.
—No hay nada que ver, Eric. Deja de dar la brasa y tranquilízate. Ahora tenemos que esperar a que aparezca la madre.
Cuando mencionaron a su madre, Ben sintió una fuerte punzada de miedo y de repente fue presa del pánico al pensar que iban a hacerle daño. Se le llenaron los ojos de lágrimas y se le tapó la nariz. Intentó soltarse los brazos, pero Eric se lo impidió, inmovilizándolo como si fuera una pesada ancla de acero.
—Tranquilo, chaval. Estate quieto de una vez.
Ben quería avisar a su madre, llamar a la policía y darles de patadas a aquellos hombres hasta que se pusieran a llorar como críos, pero no podía hacer nada de eso. Eric lo agarraba con firmeza.
—Joder, deja de dar golpes. Vas a hacerte daño.
Siguieron esperando. Cuando parecía que habían pasado horas, la voz ronca anunció:
—Ya está bien.
La camioneta arrancó. Bajaron otra vez y después volvieron a subir por calles tortuosas. Al cabo de un rato, el vehículo se detuvo. Ben oyó el traqueteo mecánico de la puerta de un garaje al abrirse. Avanzaron y después el motor se paró y la puerta bajó y se cerró a sus espaldas.
—Venga, chaval —dijo Eric.
Le cortó la cinta que le inmovilizaba las piernas y le tiró de los pies.
—¡Ay!
—Vamos, ya puedes andar. Yo te diré por dónde hay que ir. —Le apretaba el brazo con fuerza.
Estaba en un garaje. La capucha se le había subido un poco, lo que le bastó para ver de refilón la furgoneta, que era blanca, estaba sucia y tenía unas letras azul marino pintadas en el lateral. Eric lo obligó a volverse antes de que tuviera tiempo de leerlas.
—Ahí delante hay un escalón. Sube. ¡Venga, levanta los pies, joder!
Ben buscó el escalón con el dedo gordo del pie.
—Así vamos a tardar una eternidad.
Eric lo metió en la casa como si fuera un bebe. A Ben no le hacía ninguna gracia que le llevaran en brazos. ¡Podía haber ido andando! ¡No hacía falta que lo entraran en volandas!
Por el camino, Ben vislumbró habitaciones sin muebles, en penumbra. Luego Eric le soltó las piernas.
—Te dejo en el suelo. Ponte erguido.
Ben se quedó de pie.
—Vale, te coloco una silla detrás —añadió Eric—. Siéntate. Yo te aguanto. Tranquilo, que no te golpearás.
Ben fue dejándose caer hasta que la silla sostuvo su peso. Estar sentado con los brazos pegados a los costados era incómodo; la cinta adhesiva le pellizcaba la piel.
—Vale, ya podemos irnos. ¿Mike está fuera?
Mike. Mike era el que lo había raptado. Eric, el que había esperado en la furgoneta. Ben ya sabía cómo se llamaban dos de ellos.
—Quiero verle la cara —pidió el tercero, con aquel acento francés tan raro. Tenía una voz tenue y estremecedora.
—A Mike no le hará gracia.
—Si te da miedo ponte detrás de él.
La voz estaba a apenas unos centímetros.
—Bueno, va.
Ben no sabía ni dónde estaba ni lo que pretendían aquellos hombres, pero de repente le entró otra vez el miedo, como cuando habían hablado de su madre. Aún no había visto a ninguno de los tres, pero sabía que estaba a punto de hacerlo, y al pensar en ello se asustó. No quería. No quería ver nada de nada.
Uno de ellos, que estaba a sus espaldas le quitó la capucha. Ante Ben había un hombre altísimo que lo miraba sin expresión alguna. Era tan enorme que parecía que rozaba el techo con la cabeza, y tan negro que su piel absorbía la escasa luz de la habitación y resplandecía como el oro. En la frente, por encima de las cejas, tenía toda una hilera de cicatrices redondas, de color lila y del tamaño de las gomas de borrar que van incrustadas en un extremo de los lápices. Tres cicatrices más reseguían el contorno de sus mejillas debajo de cada ojo. Eran bultos duros, como si le hubieran metido algo por debajo de la piel. Aquellas cicatrices le aterrorizaban; eran escalofriantes, espantosas. Ben intentó apartar la cabeza, pero Eric se la agarraba con fuerza.
—Es africano, chaval —le dijo—. No te va a comer hasta después de haberte cocinado...
El africano retiro con cuidado la cinta adhesiva de la boca de Ben, que temblaba de pánico. Fuera estaba muy oscuro. Era noche cerrada.
—Quiero irme a casa.
Eric soltó una risita, como si aquello tuviera gracia. Era pelirrojo y de piel blancuzca y llevaba el pelo corto. Entre los incisivos tenía una brecha como una puerta abierta.
Estaban en el salón de una casa, vacío. Había una chimenea de piedra blanca en un extremo y las ventanas habían sido tapadas con sábanas. A su espalda se abrió una puerta y el africano dio un paso atrás. Un tercer hombre entró en la habitación y Eric habló a toda prisa:
—Mazi ha empezado con el rollo africano. Yo ya le he dicho que no lo hiciera.
Mike le pegó a Mazi con la palma de la mano en el pecho con tal rapidez que el africano empezó a caer antes siquiera de que Ben se diera cuenta de que le había dado. Mazi era alto y corpulento, pero Mike parecía más fuerte. Tenía las muñecas gruesas y los dedos nudosos, y llevaba una camiseta negra que le quedaba apretada en los pectorales y los bíceps. Parecía un muñeco GI Joe.
Mazi reaccionó a tiempo y se mantuvo en pie, pero no devolvió el golpe.
—El jefe eres tú —reconoció.
—Pues a ver si te enteras, joder.
Mike apartó aún más al africano y después miró a Ben.
—¿Qué tal vas?
—¿Qué le habéis hecho a mi madre?
—Nada. Lo único que hemos hecho ha sido esperar a que volviera para poder llamar. Queríamos que se enterara de que has desaparecido.
—No quiero desaparecer. Quiero irme a casa.
—Ya lo sé. En cuanto podamos dejaremos que vuelvas. ¿Quieres comer algo?
—Quiero irme a casa.
—¿Tienes que hacer pis?
—Llevadme a mi casa. Quiero ver a mi mamá.
Mike le dio un cachete en la cabeza. Llevaba un triángulo tatuado en el dorso de la mano derecha. Era viejo y la tinta ya estaba algo borrosa.
—Me llamo Mike. Éste es Mazi y ése, Eric. Vas a pasar un tiempo con nosotros, así que será mejor que te acostumbres. —Y después miró a sus compañeros—. Metedlo en la caja.
Todo fue igual de rápido que cuando lo habían cogido en la colina, debajo de los nogales. Lo levantaron del suelo otra vez, volvieron a envolverle las piernas con cinta adhesiva y se lo llevaron hasta el extremo opuesto de la vivienda. Lo agarraban con tanta fuerza que no podía hacer el mínimo ruido. Lo sacaron de la casa. El aire de la noche era frío. Le habían tapado los ojos y no veía nada. Lo metieron en una caja de plástico grande, semejante a un ataúd. Dio patadas y se resistió. Intentó sentarse, pero lo obligaron a quedarse tumbado. Sintió que una tapa pesada se cerraba encima de él. De repente la caja empezó a moverse, a tambalearse, y después se cayó, como si le hubieran tirado a un pozo. El choque contra el suelo fue muy seco.
Ben dejó de intentar soltarse y aguzó el oído.
Algo había caído encima de la caja, a pocos centímetros de su cara, con bastante estruendo. Al momento volvió a suceder.
Con un arrebato de horror, Ben se dio cuenta de lo que estaban haciendo. Golpeó las pareces de su prisión de plástico, pero escapar era imposible. El ruido de lo que caía sobre él fue alejándose cada vez más. Las piedras y la tierra iban amontonándose sobre la caja mientras Ben Chenier era enterrado.