14

Tiempo desde la desaparición: 41 horas, 00 minutos

Después de hablar con los Abbott, llamé a las demás familias para informarles de que la policía se pondría en contacto con ellas y explicarles el motivo. Entre eso y hablar con el sargento mayor Stivic, me pasé casi tres horas al teléfono.

Starkey llamó al timbre de mi casa a las ocho y cuarenta y cinco. Al abrir la puerta vi a John Chen esperando tras ella, en la furgoneta.

—He estado hablando con los familiares —anuncié—. Ninguno ha tenido nada que ver con esto ni conoce a nadie que pudiera haberlo hecho. ¿Has conseguido algo con los otros nombres que te pasé?

Starkey me miró entornando los ojos, que tenía bastante hinchados.

—¿Estás borracho? —preguntó con voz ronca.

—No me he metido en la cama en toda la noche. He estado hablando con las familias. He escuchado la dichosa cinta una docena de veces. ¿Has conseguido algo o no?

—Ya te lo dije anoche, Cole. Hemos comprobado los nombres y no hemos obtenido nada. ¿No te acuerdas?

Me enfadé conmigo mismo por haberlo olvidado. Me lo había contado en la comisaría de Hollywood. Cogí las llaves y salí de casa. Starkey se quedó en el umbral.

—Venga, voy a enseñaros lo que hemos encontrado —dije—. A lo mejor John puede identificar las huellas.

—Tienes que dejar el café. Pareces un yonqui a punto de pegar un pedo tremendo.

—Tú tampoco tienes muy buena pinta, la verdad.

—Vete a la mierda, Cole. Si vengo con esta cara quizá se deba que a las seis de la mañana Gittamon y yo hemos tenido que aguantar un rapapolvo por parte del jefe, que se ha puesto hecho una furia. Quería saber por qué dejamos que nos mandes todas las pruebas a tomar por culo.

—¿Se ha quejado Richard?

—Los gilipollas con pasta se quejan siempre. El programa del día es el siguiente: primero vas a llevarnos a ver eso que has encontrado, y después te vas a quitar de en medio. Da igual que seas la única persona que hay por aquí, aparte de mí, que sabe investigar. Tienes que dejar el caso.

—Ya sé que es imposible, pero me da la impresión de que acabas de echarme un piropo.

—Que no se te suba a la cabeza. Resulta que Richard tenía razón con lo de que eres testigo de los hechos. Sin embargo, echarte del caso así, cuando estás jodido, a mí me parece una mala jugada, y no me gusta.

Me arrepentí de haberle contestado de aquella manera.

—Supongo que no has reconocido de repente la voz del contestador —prosiguió— ni te has acordado de algo que pueda ser de utilidad.

Tenía ganas de contarle qué me parecía lo que había dicho el hombre de la cinta, pero me imaginé que le daría la impresión de que pretendía justificarme.

—No. Jamás había oído su voz. Se la he puesto a los familiares por teléfono, y tampoco la han reconocido.

Starkey ladeó la cabeza como si se sorprendiera.

—Buena idea, Cole, ponerles la grabación ha estado muy bien. Espero que ninguno de ellos te haya mentido.

—¿Por qué me mandaste ayer a Hurwitz con la cinta en vez de llevármela tú misma?

Starkey se dirigió hacia su coche.

—Ve con el tuyo —dijo en lugar de contestar a mi pregunta—. Lo necesitarás para volver.

Cerré la puerta de casa y después les guié hasta el otro lado del cañón, hasta el arcén donde habíamos aparcado Pike y yo el día anterior. Tardamos unos doce minutos. Starkey se puso unas zapatillas mientras Chen descargaba su maletín de pruebas. En la visita anterior el arcén había estado vacío, pero aquella mañana había una hilera de camionetas y coches de la obra cercana por toda la curva. Starkey y Chen me siguieron. Saltamos el montículo y bajamos por la maleza. Pasamos junto a los dos pinos y después seguimos la hendidura hacia el solitario roble. A medida que nos aproximábamos a las pisadas fui sintiéndome nervioso y asustado. Estar allí era como acercarse a Ben, siempre que las huellas concordaran. En caso contrario, no tendríamos nada.

Alcanzamos la primera pisada, una suela marcada claramente en el polvo entre láminas de esquisto.

—Ésta se ve bastante bien. Luego tenemos otras más abajo —anuncié.

Chen se puso a cuatro patas para examinarla más de cerca. Me coloqué muy cerca de él.

—No lo agobies, Cole —dijo Starkey—. Apártate.

Chen levantó la vista y sonrió complacido.

—Es del mismo calzado, Starkey. Se nota incluso sin el molde. Son unas Rockport del cuarenta y cuatro con la misma suela con piedrecitas y las mismas marcas de desgaste.

El corazón se me aceleró y el fantasma oscuro volvió a alejarse de mí. Starkey me dio un puñetazo en el hombro.

—Cabronazo.

A cariñosa no había quien la ganara.

Chen marcó ocho pisadas más y por fin llegamos al árbol. Algunas malas hierbas habían brotado con el rocío de la madrugada, pero la zona hundida de detrás del árbol seguía despejada.

—Ahí es, en ese lado del roble, en el suelo. ¿Veis la hierba aplastada?

Starkey me tocó el brazo.

—Espera aquí —ordeno. Se acerco mas y se puso en cuclillas para mirar hacia mi casa desde debajo de las ramas del roble. Después echó una ojeada a la ladera que había a su alrededor—.Muy bien, Cole. Has dado en la diana. No se como as encontrado este sitio, pero has acertado. John, quiero un mapa exhaustivo de la zona.

—Voy a necesitar ayuda. Tenemos muchas más pruebas que ayer.

Starkey se agachó en el borde de la zona de hierba aplastada y después se inclinó para observar algo que había visto en el suelo.

—John, pásame las pinzas —pidió.

Chen le alargó una bolsa de plástico con cremallera y unas pinzas que extrajo de su maletín de pruebas. Starkey recogió con las segundas una bolita marrón que examinó a conciencia y a continuación metió en la bolsa. Miró hacia arriba, en dirección al árbol, y después otra vez al suelo.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Parecen cagadas de ratón, pero no lo son. Están por todas partes.

Recogió una de las bolitas y se la colocó en la palma de la mano.

—¡No la toques sin ponerte guantes! —exclamó Chen, horrorizado.

Me acerqué para ver de qué se trataba y me repitió la orden de mantenerme apartado. En la tierra se veía claramente una docena de bolitas de un marrón oscuro del tamaño de un balín. Había más adheridas a la hierba. Me di cuenta de lo que eran de inmediato, porque había visto cosas así cuando estaba en el ejército.

—Es tabaco.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Chen.

—Los fumadores mascan tabaco cuando están de patrulla, porque si no el humo los delataría. Y eso es lo que hizo este tío. Se trajo tabaco, lo masticó y luego escupió los restos.

Starkey me miró y advertí que estaba reflexionando sobre mis palabras. Otra conexión con Vietnam. Le entregó la bolsa a Chen y se tragó una pastilla blanca. Después me observó por un instante, con el entrecejo fruncido.

—Quiero probar algo —propuso.

—¿El qué?

—Allí, al lado de tu casa, lo único que dejó ese tío fue una miserable huella parcial que apenas se veía. Aquí, en cambio, lo ha dejado todo hecho un asco.

—Porque aquí creía que no corría peligro.

—Sí. Aquí tenía un buen escondite y nadie lo veía, de modo que le importaba una mierda dejar rastro. Se me ocurre que si fue descuidado por aquí quizá también lo fuera arriba, en la calle. Por esta zona no hay muchas casas, y tenemos esa obra justo al tomar la curva. Llamaré a Gittamon y pediré que venga una patrulla a preguntar puerta por puerta a este lado el cañón. Lo que pasa es que no hay mucha gente con la que hablar, y para cuando lleguen Gittamon y los agentes de uniforme tú y yo ya podríamos tener el trabajo hecho.

—Creía que no debía meterme en nada.

—No te he pedido que me des conversación. ¿Quieres hacerlo o prefieres perder el tiempo?

—Pues claro que quiero hacerlo.

Starkey se volvió hacia Chen.

—Si se lo cuentas a alguien, te acordarás de mí.

Dejamos a Chen llamando a la DI C para solicitar otro forense y volvimos por la curva hasta la obra. Era una casa moderna de una sola planta de la que sólo habían dejado el armazón de madera para ampliarlo tanto horizontal como verticalmente con un primer piso. Ante ella, en la calle, había un contenedor azul que ya estaba medio lleno de tablas arrancada de las paredes y de otros escombros. Los carpinteros levantaban el armazón de la planta superior mientras los electricistas pasaban claves por las conducciones de la planta baja. Estábamos a finales de otoño, pero los trabajadores iban con pantalones cortos y el torso descubierto. En el garaje, inclinado sobre unos planos, había un hombre algo mayor vestido con unos pantalones anchos, que estaba explicándole algo a un jovencito adormilado que llevaba herramientas de electricista. Habían tirado los muros de mampostería sin mortero del interior del garaje y de la casa, con lo que los soportes habían quedado expuestos como si se tratara de costillas humanas.

Starkey no esperó a que se percataran de nuestra presencia ni se disculpó por la interrupción, sino que le enseñó sin más la placa al hombre de más edad.

—Policía. Me llamo Starkey y éste es Cole. ¿Está usted al mando de esto?

El hombre se presentó. Se llamaba Darryl Cauley y era el contratista. Nos puso mala cara. Recelaba.

—¿Esto tiene que ver con Inmigración? Tengo un documento firmado por todas las empresas sub contratadas que dice que estos trabajadores son legales.

El jovencito hizo ademán de alejarse, pero Starkey lo detuvo.

—Oye, tú quieto. Queremos hablar con todo el mundo.

Cauley torció aún más el gesto.

—¿Esto qué es?

Starkey no tenía precisamente don de gentes, así que me decidí a contestar antes de que a aquel hombre le diera por llamar á su abogado.

—Creemos que hay un secuestrador por esta zona, señor Cauley. Ha aparcado en esta calle, o ha pasado por aquí, todos los días desde hace aproximadamente una semana. Queremos saber si han visto algún vehículo o persona que les haya llamado la atención.

El electricista dobló los pulgares sobre las herramientas y se animó.

—¡Joder! ¿De verdad han secuestrado a alguien?

—A un niño de diez años —contestó Starkey—. Fue anteayer.

—Qué fuerte.

Cauley intentó ayudarnos, pero contestó que dividía su tiempo entre tres obras distintas; muy pocas veces pasaba más de un par de horas al día en aquella casa.

—No sé qué decirles. Tengo gente sub contratada, varias cuadrillas, que vienen y que van. ¿Llevan alguna foto, de esas que utilizan para reconocer a los sospechosos?

—No. No sabemos quién es ni qué aspecto tiene. Tampoco sabemos qué vehículo conducía, pero creemos que pasó bastante tiempo cerca de la curva en la que aparcan sus hombres.

El electricista miró hacia esa zona.

—Joder, qué mal rollo.

—Me gustaría ayudarlos —aseguró Cauley—, pero no sé nada. ¿Ven a toda esta gente? Pues sus amigos o sus novias se presentan por aquí. Tengo otra obra en Beachwood y..., bueno, el mes pasado de repente se presentó una limusina con tres tíos trajeados de Capitol Recods. Ficharon a uno de mis carpinteros y le hicieron un contrato disco gráfico por tres millones de dólares. Lo que quiero decir es que nunca se sabe quién pasa por aquí.

—¿Podemos hablar con sus hombres? —dijo Starkey.

—Sí, claro. James, ¿me haces el favor de llamar a los chicos? Di a Federico y a los carpinteros que bajen.

Entre carpinteros y electricistas, Cauley tenía a nueve hombres trabajando aquel día. De los primeros, dos tenían dificultades para hablar en inglés, pero Cauley nos ayudó con la traducción del español. Todos cooperaron en cuanto se enteraron de que había desaparecido un niño, pero nadie recordaba nada fuera de lo normal. Cuando terminamos me dio la impresión de que habíamos perdido la mitad del día, aunque en realidad aún no eran ni las doce.

Starkey encendió un cigarrillo cuando llegamos al contenedor de escombros.

—Empecemos con las casas —dijo.

—No debió de aparcar a más de cinco o seis casas de la curva, fuera el lado que fuera. Cuanto más tuviera que andar, más se arriesgaba a que alguien lo viera.

—Vale. ¿Y?

—Vamos a separamos. Yo repaso las de aquel lado y tú las de éste. Así iremos más deprisa.

Aceptó la propuesta. La dejé con el cigarrillo y volví al trote hasta donde estaban nuestros coches. Pasé de largo y me dirigí a las casas del otro lado de la curva. Una asistenta ecuatoriana me abrió la puerta de la primera, pero no había visto a nadie y no tenía modo de ayudarme. Nadie contestó en la segunda casa, pero en la tercera me recibió un anciano desdentado que llevaba una bata fina y zapatillas. La osteoporosis lo había reducido a tal estado de fragilidad que se había encorvado como una flor marchita. Le expliqué la historia del hombre de la ladera y le pregunté si había visto a alguien. Me miró boquiabierto. Le dije que había desaparecido un niño. No contestó. Le metí una tarjeta de visita en el bolsillo de la bata y le pedí que me llamara si recordaba algo. Después cerré la puerta.

Hablé con otra asistenta, una joven que tenía tres niños a su cargo. En la siguiente casa tampoco había nadie. Era un día laborable y la gente estaba en el trabajo.

Me planteé si valía la pena probar en las casas que había más allá en aquella misma calle, y decidí volver adonde estaban los coches.

Me encontré a Starkey apoyada contra su Crown Vic.

—¿Has sacado algo en limpio? —le pregunté.

—¿A ti qué te parece, Cole? ¿No me ves la cara? He hablado con tanta gente que no ha visto nada de nada que al final le he preguntado a una tía si salía a la calle alguna vez.

—Tratar con la gente no es lo que mejor se te da, ¿verdad?

—Mira, tengo que llamar a Gittamon para que me mande refuerzos. Hay que hablar con los basureros, con el cartero, con las patrullas de seguridad privadas que recorren estas calles y con cualquiera que pueda haber visto algo, pero tú y yo ya hemos llegado hasta donde podíamos llegar. Tienes que largarte.

—Venga, Starkey, hay mucho trabajo y puedo ayudarte. No voy a irme ahora.

—Es trabajo rutinario, Cole —respondió en voz baja, midiendo las palabras—. Tú tienes que descansar. Si encontramos algo te llamo.

—Puedo llamar a las empresas de seguridad desde casa.

Hasta a mí me pareció que mi voz era la de un desesperado. Starkey meneó la cabeza.

—¿Sabes esos vídeos que te obligan a ver antes de que despegue un avión, en los que te dan instrucciones para casos de emergencia...?

Me zumbaban ligeramente los oídos, como si estuviera borracho y hambriento, todo a la vez.

—¿Y eso qué tiene que ver con esto?

—Te dicen que si el avión pierde presión debes ponerte la mascarilla de oxígeno antes de ponérsela a los niños. La primera vez que lo vi pensé: «Y una mierda, si yo tuviera hijos seguro que se la ponía antes a ellos.» Es lo natural, ¿no? Lo instintivo es salvar a tus hijos. Luego, sin embargo, cuanto más lo pensaba, más lógica le veía a la cosa. Tienes que salvarte tú primero, porque si no estás vivo no puedes salvar a los niños. Pues a ti te pasa lo mismo, Cole: tienes que ponerte la mascarilla si quieres ayudar a Ben. Vete a casa. Si pasa algo no te preocupes, que te llamo.

Se alejó de mí sin más y fue a reunirse con Chen en la furgoneta de éste.

Me subí al coche. No sabía si iba a irme a casa o no. No sabía si iba a dormir o si no iba a poder hacerla. Me marché. Tomé la curva y vi una furgoneta de comidas de color amarillo claro aparcada junto al contenedor. Era lógico: los obreros tenían que comer.

Acababa de llegar.

Quizá si no hubiera estado tan cansado se me habría ocurrido antes: en un sitio tan apartado alguien tenía que llevar la comida a los trabajadores. Aquella furgoneta debía de aparecer por allí dos veces al día, para el desayuno y para el almuerzo, a diario. Eran las once cincuenta. Hacía casi cuarenta y cuatro horas que Ben había desaparecido.

Dejé el coche en la calle y fui corriendo hasta la puerta situada en la parte trasera de la furgoneta, que estaba abierta debido al calor. En el interior, dos jovencitos vestidos con camiseta blanca cocinaban en una parrilla. Una mujer bajita y rechoncha les berreaba los pedidos mezclando español e inglés mientras ellos iban pasándole bocadillos de pollo y platos de plástico cargados de tacos y salsa verde que ella colocaba en la repisa de la ventanilla por la que atendían a los clientes. La mujer me miró de reojo y me hizo un gesto con la cabeza para señalar el lateral de la furgoneta.

—Tiene que ponerse a la cola. Por ahí.

—Han raptado a un niño pequeño —dije—. Creemos que el secuestrador ha pasado mucho tiempo en esta calle. Puede que hayan visto su coche.

Se acercó a la puerta, limpiándose las manos en un trapo de felpa rosa.

—¿Cómo que un niño pequeño? ¿Es usted policía?

El electricista que habíamos visto antes estaba haciendo cola ante la ventana.

—Sí, es policía —dijo—. Alguien ha secuestrado a un niño. Es increíble, ¿no? Por aquí mismo. Están buscándolo.

La mujer bajó de la furgoneta para hablar conmigo. Se llamaba Marisol Luna y era la propietaria del negocio de comidas. Le describí la zona del otro lado de la curva y le pregunté si se había fijado en algún vehículo que hubiera estado aparcado cerca de allí durante las dos últimas semanas, o si había visto a alguien que llamara la atención.

—Me parece que no.

—¿Y cuando no había nadie aparcado allí? ¿Ha visto algún coche solo?

Se frotó las manos con el trapo, como si eso la ayudase a refrescar la memoria.

—Un día vi al fontanero. Acabábamos de poner los desayunos aquí y nos íbamos para allá... —Señaló hacia la curva y el zumbido que me taladraba el cerebro se agudizó—. El fontanero bajaba por la ladera.

Miré hacia los obreros en busca de Cauley. Marisol Luna era la primera persona de las que había encontrado que había visto algo.

—¿Y cómo sabe que era el fontanero? —pregunté—. ¿Estaba trabajando aquí en esta casa?

—Lo decía en la furgoneta. Fontanería Emilio. Lo recuerdo porque mi marido precisamente se llama Emilio. Me hizo gracia y por la noche se lo dije, pero el hombre que iba en la furgoneta no se le parecía en nada. Era negro. Tenía la cara cubierta de una especie de bultos.

—¿Dónde está Cauley? —inquirí dirigiéndome a los obreros—. ¿Puede ir alguien a buscarlo? —Me volví hacia la señora Luna—. ¿El hombre que bajó por la ladera era negro?

—No. El de la furgoneta era el negro. El que salió era blanco.

—¿Eran dos?

El zumbido se intensificó aún más. Me sentía como si me hubiera tomado diez cafés. El electricista apareció por detrás de la furgoneta con el señor Cauley.

—¿Han tenido suerte? —preguntó.

—¿Ha tenido trabajando aquí a algún fontanero que se llamara Emilio o que trabajara para la empresa de un tal Emilio? ¿Le suena de algo?

—No, nunca. Siempre utilizo al mismo fontanero. En todas las obras lo hace un tío que se llama Donnelly.

—Pero en la furgoneta decía «Fontanería Emilio» —aseguró la señora Luna.

—Sí, yo la he visto —intervino el electricista.

De repente el zumbido desapareció y dejó de dolerme el cuerpo. Noté el hormigueo de la sangre por debajo de la piel. Me sentía ligero, vivo, y lo veía todo con una claridad absoluta. Era la misma sensación que había tenido cuando, estando escondidos en un sendero del Vietcong, había oído al enemigo acercarse y había esperado a que Rodríguez disparase. Sabía que o ellos acababan conmigo o yo acababa con ellos, pero fuera como fuera allí iba a montarse una buena.

—He de pedirle que me acompañe, señora Luna. Tiene que hablar con la policía ahora mismo. Están ahí, pasando la curva.

Marisol Luna se subió a mi coche sin quejarse ni poner inconveniente alguno. No perdí tiempo en dar media vuelta. Fuimos hasta donde estaba Starkey dando marcha atrás.

Tiempo desde la desaparición: 43 horas, 50 minutos

Desde el sur, el sol brillaba sin piedad y recalentaba la atmósfera del cañón hasta hacerla arder. Al subir el aire arrastraba una suave brisa de la ciudad que olía a azufre. Starkey levantó la mano para protegerse del resplandor.

—Muy bien, señora Luna. Cuénteme qué ha visto.

Marisol Luna, Starkey y yo estábamos en la calle, en la parte más alta de la curva. La señora Luna señaló hacia la obra que acabábamos de dejar atrás y nos contó lo que recordaba:

—Pasamos la curva esta y nos encontramos con la furgoneta del fontanero aquí mismo.

Indicó que el vehículo había estado prácticamente donde nos encontrábamos en ese momento. No en el arcén, sino en la misma calle. Nadie habría podido verlo desde la obra ni desde las casas de las cercanías.

—Mi furgoneta es grande, ¿sabe usted? Es muy ancha. Y le dije a Ramón: «Este tío está acaparando toda la calle.»

—Ramón es uno de los chicos que trabajan para ella —expliqué.

—Deja que sea la señora Luna quien lo cuente, Cole.

La señora Luna prosiguió:

—Tuve que parar, porque no podía pasar si no se apartaba. Y entonces vi el nombre y me hizo sonreír, ya se lo he contado al señor Cole. Aquella noche se lo conté a mi marido. Le dije: «Oye, que hoy te he visto por ahí.»

—¿Cuándo sucedió todo eso? —preguntó Starkey.

—Pues hará tres días. Sí, hace tres días.

El día anterior al secuestro de Ben. Starkey sacó su libreta. La señora Luna describió la furgoneta. Era blanca y estaba sucia, pero no recordaba nada más, sólo que en el lateral llevaba pintadas las palabras «Fontanería Emilio». Mientras Starkey seguía interrogándola llamé a información con el móvil y pregunté por la empresa Fontanería Emilio. No existía ni en Los Ángeles ni en todo el valle. Le pedí a la telefonista que buscara también en Santa Mónica y en Beverly Hills, por fontanería, fontaneros, suministros de fontanería y contratistas de fontanería, pero a esas alturas ya no esperaba encontrar nada. Aquellos tipos podían haber robado la furgoneta en Arizona o haber pintado el nombre ellos mismos.

—Decía «Emilio». Estoy segura —afirmaba la señora Luna.

—Hábleme de los dos hombres —pidió Starkey—. Usted tomó la curva y la furgoneta le bloqueaba el paso. ¿Hacia dónde estaba dirigida?

—Hacia aquí, de cara a mí. Veía el parabrisas, ¿sabe? El negro iba al volante. El blanco estaba al otro lado, hablando a través de la ventanilla abierta.

La señora Luna se colocó en el arcén y nos indicó sus posiciones.

—Al vemos se giraron, ¿sabe usted? El negro tenía unas cosas muy raras en la cara. Yo creo que estaba enfermo. Parecían heridas.

Se tocó las mejillas y arrugó la nariz.

—Y además era alto. Era un tío muy alto.

—¿Se bajó de la furgoneta? —preguntó Starkey.

—No, se quedó dentro. Iba al volante.

—Y entonces ¿cómo sabe que era tan alto?

La señora Luna levantó los brazos todo lo que pudo y los separó.

—Llenaba el parabrisas, así. Era enorme.

Starkey frunció levemente el entrecejo, pero yo ya tenía claro aquel punto y quería avanzar.

—¿Y el blanco? —dije—. ¿Se acuerda de algún detalle? ¿Tatuajes? ¿Gafas?

—No lo miré.

—¿Llevaba el pelo largo o corto? ¿Recuerda el color?

—No, lo siento. Me fijé en el negro y en la furgoneta. Estábamos intentando pasar, ¿sabe usted? Me salí un poco de la calzada para esquivarla y me pasé. Me vi obligada a dar marcha atrás. El otro hombre se apartó porque su amigo tuvo que dejarnos sitio. Es que esto es muy estrecho. Me quedé mirando la furgoneta mientras se alejaba y le dije a Ramón: «¿Te has fijado en lo que tiene ese tío en la cara?» Él también lo había visto. Repuso que debía de tratarse de verrugas.

—¿Cuál es el apellido de Ramón? —preguntó Starkey.

—Sánchez.

—¿Ahora está en su furgoneta?

—Sí, señora.

Starkey tomó nota de la información.

—Vale, luego también hablaremos con él.

—Es decir, que el negro se marchó y el otro se quedó y bajó por la ladera —tercié para reconducir la conversación—. ¿O el negro esperó a que volviera su compañero?

—No, no, se fue. El otro hizo un gesto con el dedo al empezar a bajar. Ya sabe a qué gesto me refiero. —La señora Luna se había sonrojado.

Starkey cerró el puño y estiró el dedo corazón.

—¿El blanco le hizo este gesto? ¿Así?

—Sí —respondió la señora Luna—. Y Ramón se reía. Yo iba marcha atrás porque la furgoneta se me había acercado demasiado a las rocas y tenía que ir con cuidado, pero lo vi hacer ese gesto y bajar por la ladera. Lo lógico habría sido que volviera a la casa, pero no, empezó a bajar, y a mí eso me pareció raro. «¿Por qué baja por ahí?», dije. Y entonces pensé que a lo mejor quería ir a orinar.

—¿Vio hasta dónde llegaba o si volvía?

—No. Nos fuimos. Todavía teníamos que servir desayunos en otro sitio antes de preparamos para la comida.

Starkey anotó el nombre de la señora Luna, su dirección y su teléfono, y después le entregó una tarjeta. Su busca se puso a sonar, pero no le hizo caso.

—Nos ha ayudado mucho, señora Luna —aseguró—. Es probable que quiera hacerle alguna otra pregunta esta noche o mañana. ¿Le importaría?

—Estaré encantada de ayudar.

—Si recuerda alguna otra cosa, no espere a que la llame. Hablar así como hemos hecho ahora puede ayudarla con algún detalle. A lo mejor se acuerda de algo de la furgoneta o de esos dos hombres que nos sirva. Aunque a usted le parezca insignificante, debe tener claro que no hay nada que no sea importante. Cualquier cosa que recuerde nos será de utilidad.

Starkey sacó el móvil y se fue hasta el borde del arcén para llamar a la comisaría y poner en marcha una orden de busca y captura y un boletín de alerta con los datos de la furgoneta. El jefe de la comisaría de Hollywood quedaría encargado de transmitir la información a la central de despachos, en Parker, desde donde se indicaría a todos los coches patrulla de Los Ángeles que estuvieran pendientes de una furgoneta con las palabras «Fontanería Emilio» escritas en el lateral.

Me ofrecí a llevar a la señora Luna de regreso a su furgoneta, pero no respondió. Se había quedado mirando a Starkey con el entrecejo fruncido, como si al final de la pendiente viera algo más, no sólo a la inspectora de policía.

—Lleva razón con lo de la memoria. Ahora me acuerdo de algo. Tenía un puro. Estaba ahí de pie, como la señora, y sacó un puro.

Eso explicaba lo del tabaco.

—Tenía un puro, sí, pero no se lo fumó, sino que fue dándole mordiscos. Arrancaba trocitos con los dientes y después los escupía.

Intenté animarla. Quería que los recuerdos resurgieran reconstruyendo poco a poco la imagen. Nos acercamos hasta donde estaba Starkey, al inicio de la pendiente. Le puse la mano en el brazo, en un gesto que quería decir: «Escucha esto.»

La señora Luna se quedó mirando el cañón y después dio media vuelta y se quedó de cara a la calle como si viera su furgoneta de comidas atrapada entre las rocas del otro lado y la furgoneta del fontanero que se alejaba.

—Aparté la furgoneta de las rocas de allí y metí la primera. Miré hacia atrás y lo vi, con la cabeza baja, ¿sabe? Estaba haciendo algo con las manos y me dio que pensar, no sé. Tenía prisa por ponerme en marcha porque íbamos con retraso, pero me quedé mirando para ver qué hacia. Desenvolvió el puro y se lo metió en la boca, y luego bajó por ahí. —Señaló la ladera—. Entonces fue cuando pensé que debía de ir a orinar. Era moreno, con el pelo corto. Llevaba una camiseta verde. Ahora me acuerdo. Era verde oscuro y parecía sucia.

Starkey me miró y le preguntó:

—¿Desenvolvió el puro?

La señora Luna juntó los dedos y se los puso debajo del vientre.

—Hizo algo con él, por aquí, y después se lo metió en la boca. No sé qué hacía, la verdad, pero no se me ocurre nada más.

Me di cuenta de por dónde iba Starkey, y comenté:

—El envoltorio. Si lo tiró, puede que consigamos una huella.

Me puse a buscar por el borde del arcén, pero Starkey me pegó un grito:

—¡Quieto, Cole! ¡Apártate! ¡Vas a borrar las pruebas!

—A lo mejor lo encontramos.

—Vas a acabar pisándolo o echándole tierra por encima, o metiéndolo debajo de una hoja, ¡así que estate quieto de una vez, y vuelve a la calzada! —Starkey cogió a la señora Luna del brazo. Estaba tan concentrada en lo que hacía que casi parecía que yo no me encontraba allí—. No se esfuerce demasiado, señora Luna. Deje que la imagen venga a usted. Indíqueme dónde estaba cuando hizo eso. ¿Dónde se había colocado?

La señora Luna cruzó la calzada hasta donde había estado situada su furgoneta y desde allí nos miró. Se movió primero hacia un lado y luego hacia el otro, haciendo un esfuerzo por recordar. Y entonces señaló.

—Vaya un poco hacia la derecha. Un poquito más. Ahí estaba el tío.

Starkey miró el terreno que la rodeaba y después se acuclilló para estudiarlo mejor.

—Estoy segura de que era ahí —afirmó la señora Luna.

Starkey puso una mano en el suelo para no perder el equilibrio y fue inspeccionando una zona cada vez más amplia.

—¿A qué hora estuvieron aquí? —pregunté a la señora Luna en voz baja—. ¿A las ocho? ¿A las nueve?

—Eran más de las nueve. Yo diría que quizá las nueve y media. Teníamos que acabar los desayunos y ponemos a preparar la furgoneta para la comida.

A las nueve y media el calor seguramente había empezado a aumentar, y con él también habría subido una brisa procedente del fondo del cañón, como estaba sucediendo también en ese mismo instante.

—Starkey, mira a tu izquierda. La brisa debió de empujarlo todo hacia arriba, hacia tu izquierda.

Starkey se volvió hacia donde yo le indicaba. Avanzó un paso sin levantarse y después se volvió un poco más hacia la izquierda. Apartó ramitas de romero y malas hierbas y siguió avanzando, casi arrastrándose. Se movía tan lentamente que me dio la impresión de que caminaba por una balsa de miel. Cogió un puñado de tierra y dejó que se le escurriese entre los dedos, mirando cómo flotaba en la brisa. Siguió su rastro, más hacia la izquierda y hacia la parte exterior del arcén, y de repente se puso en pie, lentamente.

—¿Qué? —pregunté.

La señora Luna y yo nos acercamos a toda prisa. Vimos el envoltorio de celofán de un puro atrapado entre unas malas hierbas secas. Estaba amarillento y cubierto de polvo. En su interior había una vitola roja y dorada. El viento podría haberlo arrastrado hasta allí desde cualquier parte, antes o después de que él llegase, pero también era posible que lo hubiera dejado nuestro hombre.

No lo tocamos. Ni siquiera nos acercamos. Nos quedamos allí de pie como si el peso de la luz fuera a hacerlo desaparecer, y entonces llamamos a John Chen a gritos.

Tiempo desde la desaparición: 43 horas, 56 minutos

Consejos de John Chen para enamorados

Lo primero que hizo John Chen fue marcar con banderitas las pisadas, la zonas de hierba aplastada detrás del roble y las áreas en las que había mayores concentraciones de bolitas de tabaco. No le pareció nada raro que el sospechoso se hubiera dedicado a escupir trozos de tabaco; dos años antes, por ejemplo, Chen había trabajado en una serie de robos de joyas perpetrados por un tipo apodado Fred Astaire. El tal Fred había dado golpes en mansiones de Hancock Park llevando un sombrero de copa, polainas y frac. Las cámaras ocultas de vigilancia de las casas lo habían grabado bailando elegantemente por las casas mientras se desplazaba de una habitación a otra. Fred era tan pintoresco que Los Angeles Times lo convirtió en un gallardo ladrón de guante blanco que escalaba paredes en la oscuridad, al estilo de Cary Grant en Atrapa a un ladrón, pero en realidad dejaba tarjetas de visita que el periódico se negaba a mencionar: en todas las casas, Fred se bajaba los pantalones y cagaba en el suelo. Una cosa bastante poco elegante, de hecho. Chen se había encargado meticulosamente de meter en bolsas, etiquetar, dibujar y analizar las heces de Fred procedentes de catorce robos distintos, así que unas cuantas bolas de tabaco y saliva no eran nada comparadas con la mierda de aquel ladrón de guante blanco.

Una vez colocadas las banderitas, Chen midió y dibujó la zona. Cada elemento considerado como prueba recibía un número de identificación, cada uno de los cuales se anotaba en el dibujo de modo que Chen, la policía y los fiscales tuvieran un registro preciso del lugar en el que se había hallado. Había que medirlo todo y anotar las medidas. Era una labor pesada y a Chen no le hizo gracia tener que encargarse solo de todo. La DIC iba a mandar a otra forense (la engreída Lorna Bronstem), pero podría tardar varias horas.

Starkey había estado ayudándolo hasta que Cole se la había llevado a la parte de arriba. Era una tía agradable. Chen la conocía desde que era artificiera y le hacía cierta gracia, aunque era flacucha y tenía cara de caballo.

Estaba planteándose pedirle que saliese con él.

John Chen pensaba muy a menudo en el sexo, y no sólo cuando miraba a Starkey. En realidad, pensaba en ello cuando estaba en casa, en los laboratorios e incluso conduciendo; clasificaba a todas las mujeres que veía según su atractivo sexual, y de inmediato desestimaba a cualquiera que quedara por debajo del listón (un listón que descendía cada vez más, porque tampoco estaban las cosas para ser exigentes) y la etiquetaba como «un cardo». Y además daba igual dónde estuviera: pensaba en el sexo en los homicidios, en los suicidios, en los tiroteos, en los apuñalamientos, en las agresiones, en las investigaciones de muertes por atropello y también en el depósito de cadáveres; se despertaba cada mañana obsesionado con el sexo y después echaba más leña al fuego mirando a aquella tía buena, la tal Katie Couric, que se le insinuaba desde la programación matinal. Después se iba a trabajar, y una vez allí hordas de macizas devorahombres avivaban las llamas. Estaban por todos los rincones de Los Ángeles: amas de casa de cuerpo firme y actrices ninfómanas recorrían las calles en su búsqueda interminable de carne masculina, y John Chen era EL ÚNICO hombre de toda la ciudad que se perdía el festín. Sí, claro, su Porsche Boxster plateado llamaba la atención (lo había comprado exclusivamente por ese motivo y lo llamaba el «coñomóvil»), pero cada vez que alguna mujer apartaba la vista de las elegantes curvas germanas de su bólido y se fijaba en aquel colgado, aquel cuatro ojos de metro noventa y sesenta kilos, apartaba la vista de inmediato. No era de extrañar que el pobre tuviera sus problemillas.

John dedicaba tanto tiempo a sus fantasías sexuales que a veces se le pasaba por la cabeza Ir al psiquiatra, pero bueno al fin y al cabo era mejor que pensar en la muerte.

Starkey no estaba exactamente entre las diez mujeres más espectaculares de su lista de preferidas, pero tampoco era un cardo. En una ocasión le había propuesto dar una vuelta en su Porsche y ella había contestado que sólo si la dejaba conducir. Lo tenía claro.

Sin embargo, con el tiempo John había empezado a pensar que quizá dejarla conducir no fuese tan mala idea.

Estaba planteándose esto seriamente cuando Starkey le pegó un berrido para que se reuniera con ella de inmediato.

—¡Corre! —chilló—. ¡Venga,John, ven aquí!

La muy puta. Siempre tenía que estar al mando de la situación. Se encontró a Starkey y a Cole encorvado s sobre un montón de malas hierbas como un par de niños ilusionados con un tesoro enterrado. Los acompañaba una mujer latina, bajita y rechoncha, que debía de estar a punto de jubilarse. Chen la catalogó enseguida: un cardo.

—¿Por qué me pegas esos gritos? Tengo trabajo.

—¡No me contestes así y ven a ver esto!

Cole se puso en cuclillas para mostrarle algo que había entre las malas hierbas.

—Starkey ha encontrado el envoltorio de celofán de un puro. Creemos que es del secuestrador.

Chen se quitó las gafas para examinar la zona con detenimiento. Era algo humillante, pero necesario: parecía un gilipollas con la nariz casi pegada al suelo, pero quería ver el celofán con claridad. Le pareció que lo habían doblado dos veces. Dentro, aún estaba la vitola roja y dorada. El plástico mostraba cierto desgaste, pero la vitola aún no había perdido el brillo, lo que indicaba que apenas llevaba allí unos días; los tintes rojos perdían el color en poco tiempo. El celofán tenía algún borrón semienterrado bajo una fina capa de polvo.

Mientras Chen analizaba esas marcas, Starkey le contó que la señora Lurta había visto al sospechoso manipular un puro, aunque no había llegado a verlo quitar el envoltorio ni tirar éste.

Chen hizo como que la escuchaba, pero estaba más concentrado en las continuas sonrisas que la inspectora le dedicaba a Cole y en las palmaditas que le daba en el hombro.

Soltó un gruñido de resentimiento ahogado.

—De acuerdo, voy a registrarlo. Tengo que ir a buscar el maletín.

—Regístralo, pero nos lo llevamos directamente a Glendale. Quiero que busques a ver si hay pruebas.

Chen se quedó pensando que quizá Starkey había vuelto a beber.

—¿Ahora?

—Sí, ahora mismo.

—Pero si Bronstein está en camino...

—No quiero esperar a Bronstein. Hemos dado con algo importante, John. ¡Vamos a llevarlo a Glendale y a intentar sacar algo en limpio!

Chen se volvió hacia Cole en busca de apoyo, pero se encontró con la mirada perdida de un asesino psicópata. Tal vez estuvieran borrachos los dos, decidió.

—Sabes perfectamente que no podemos abandonar el escenario. Venga, Starkey, que si nos vamos dejamos todo esto sin vigilar, y ahí abajo hay un montón de pruebas que no servirían para nada en un JUICIO.

—Voy a arriesgarme.

—No vale la pena. El que la señora viera que el tipo tiraba un celofán está muy bien, pero quizá ni siquiera sea éste. Podría ser de cualquier otra persona.

Starkey se llevó a Chen a un lado para que no los oyera la señora Luna. Cole fue tras ellos.

—Eso no lo sabremos hasta que metamos las huellas en el sistema —dijo Starkey en voz baja.

—Es probable que no consigamos ninguna prueba. Yo sólo veo borrones. Y eso no significa que haya huellas, no es lo mismo.

A Chen no le hacía ninguna gracia quedar como un quejica, pero no quería dar su brazo a torcer. Dejar el escenario sin vigilancia era una violación flagrante de las normas de la DIC y del Departamento de Policía de Los Ángeles.

—Lo que hay ahí abajo en la pendiente no tiene ni de lejos la importancia de esto —argumentó Starkey—. Puede que no sea suyo, John, pero aunque sólo encuentres unos puntos es posible que lleguemos a saber su nombre, y eso nos serviría de mucho en la búsqueda del chaval.

—Ya mí me serviría de mucho en la búsqueda del despido, más que otra cosa.

Chen estaba preocupado. Starkey había hecho todo lo que estaba en su mano para acabar consigo misma y con su carrera después de la explosión del campamento de caravanas; la habían echado de la Brigada de Artificieros primero y del CCS después, y así había acabado metida en aquella Sección de Menores, un puesto de tercera. Tal vez estuviera intentando suicidarse, acabar con su vida de una vez por todas. Tal vez lo que quería era que la despidiesen. Chen se acercó para olerle el aliento. Starkey le apartó de un empujón.

—Joder, que no estoy bebiendo.

—John —intervino Cole.

Chen puso mala cara. Lo más seguro era que Cole amenazase con partirle la cara, con la ayuda de su socio, el tal Pike. Chen estaba convencido de que Cole se la tiraba. Y Pike seguramente también, claro.

—Me niego —insistió Chen.

—Si el envoltorio nos sirve de algo diremos que lo has encontrado tú —soltó Cole.

Starkey lo miró y acto seguido asintió.

—Sí, claro, si John quiere apuntarse el tanto, el mérito es todo suyo. Esto podría ser tu gran momento, tío; seguro que apareces en las noticias de la tele.

Chen sopesó las posibilidades. En otra ocasión las pistas que le habían pasado Pike y Cole le habían sido de gran utilidad. Había sacado un ascenso y el «coñomóvil», y había estado a punto de echar un polvo. Miró a la señora Luna para comprobar si los oía, y comprobó que se hallaba a una distancia prudencial.

—¿Y no te importa perder las pruebas de abajo?

El busca de Starkey se puso a sonar otra vez, pero ella hizo caso omiso.

—A mí lo único que me importa es encontrar al chico. Lo que hay ahí abajo no sirve de nada si la información llega demasiado tarde.

Cole se quedó mirándola durante una eternidad y después se dirigió a Chen:

—Ayúdanos, John.

Chen lo meditó: sí, era una jugada arriesgada, pero las pistas de debajo del roble no servían para conseguir una identificación inmediata del sospechoso, y aquello quizá sí. No había muchas posibilidades, pero la esperanza no podía perderse. John, por ejemplo, esperaba salir en las noticias. Y, además, ayudar a que encontraran al chaval tampoco podía ser malo.

El busca de Starkey sonó de nuevo. Lo apagó. Chen se decidió.

—Voy a buscar mis cosas.

Starkey sonrió de oreja a oreja, algo que Chen no había visto nunca, y le puso la mano en el hombro a Cole. Y la dejó allí. Chen bajó corriendo por la ladera para recoger su maletín pensando que si aquella mujer seguía babeando así acabaría ahogándose en su propia saliva.