21

Tiempo desde la desaparición: 49 horas, 58 minutos

Llamé a Starkey desde el aparcamiento mientras Pike telefoneaba a información de San Gabriel. Contestó a la sexta llamada.

—Tengo dos nombres más para el boletín de alerta —dije—. ¿Seguís en el río?

—Con el numerito que tenemos aquí yo creo que no nos movemos en toda la noche. Espera, que voy a sacar un bolígrafo.

—El tío que vio la señora Luna con Fallon se llama Mazi Ibo.

—Se lo deletreé—. Colaboró con Fallon en África.

—¿Cómo lo sabes?

—Pike ha encontrado a alguien que ha reconocido la descripción. En el SNTFO puedes conseguir una foto para que la señora Luna lo identifique. ¿Richard ha admitido lo del rescate?

—Sigue negándolo todo. Se largaron hará una hora, pero me parece que has dado en el clavo, Cole. El pobre tío estaba acojonado.

Pike bajó el teléfono y meneó la cabeza. Schilling no aparecía en el listín.

—Vale, te doy el otro nombre. No sé si guarda alguna relación con esto, pero puede que esté en contacto con ellos.

Le di el nombre de Schilling y le expliqué qué relación tenía con Ibo y Fallon.

—Espera. Voy al coche por la radio. Quiero incluir todo esto en el boletín de alerta.

—Tiene un apartado postal en San Gabriel. Acabamos de llamar a información de allí, pero su nombre no aparece. ¿Puedes encargarte tú?

—Sí. No cuelgues.

Pike me observó mientras esperaba al teléfono y al cabo de unos instantes volvió a negar con la cabeza.

—No aparecerá con ningún nombre que conozcamos.

—Nunca se sabe. Podríamos tener suerte.

Pike leyó atentamente la dirección del apartado postal y después jugueteó con el papel, pensativo. Levantó la vista cuando Starkey volvía a ponerse al aparato.

—Por Eric Schilling no viene nada. Dame la dirección.

Le hice un gesto a Pike para que me diera el papel, pero se lo metió en el bolsillo, me arrebató el teléfono y lo apagó.

—Pero ¿qué haces?

—En la oficina postal habrá un contrato de cliente, pero Starkey necesitará una orden judicial para conseguirlo. A la hora que llegue toda esa gente el sitio ya estará cerrado. Habrá que buscar al dueño y esperar a que se presente. Tardarán una eternidad. Nosotros podemos hacerla más deprisa.

Comprendí lo que proponía Pike y acepté sin demora, como si fuese evidente que era lo más indicado y no hubiera lugar a debate. Yo había superado ya la etapa de las dudas y de la reflexión. Sólo funcionaba con la tecla de avance. Sólo funcionaba con la idea de encontrar a Ben.

Pike subió a su todo terreno y yo a mi coche, con la cabeza llena de las atrocidades que nos había contado Resnick. Seguía oyendo el zumbido de las moscas dentro de la furgoneta y notaba cómo se me estrellaban contra la cara borrachas de sangre. Me di cuenta de que no tenía la pistola encima. Estaba dentro de mi caja fuerte, a buen recaudo, porque Ben había ido a pasar unos días conmigo. De repente sentí una tremenda necesidad de llevar un arma.

—Joe —dije—. Me he dejado la pistola en casa.

Pike abrió la puerta delantera derecha de su coche y buscó algo debajo del salpicadero. Cogió un objeto negro y se me acercó con él pegado al muslo y cubierto con la mano para que no lo viera nadie que pasase por allí. Me lo entregó y regresó a su vehículo. Era una Sig Sauer de nueve milímetros metida en una funda negra de las que se cuelgan del cinturón. Me la coloqué en la cadera derecha, por debajo de la camiseta. Me había equivocado: no me daba sensación de seguridad.

La interestatal 10 recorría Los Ángeles de un extremo a otro como una goma elástica tensada al máximo; iba del mar al desierto y seguía avanzando. El tráfico era intenso, pero condujimos deprisa sirviéndonos del claxon y recorrimos la mitad del camino por el arcén.

La oficina postal de Eric Schilling correspondía a una empresa privada que se llamaba Stars & Stripes Mail Boxes y estaba en un centro comercial al aire libre de una zona de San Gabriel cuyos habitantes eran en su mayoría de ascendencia china. Había tres restaurantes chinos, una farmacia, una tienda de animales y la oficina postal. El aparcamiento estaba hasta los topes, lleno de familias que iban a cenar en los restaurantes o que se habían entretenido ante la tienda de animales. Pike y yo aparcamos en la calle de al lado y fuimos andando hasta la oficina. Estaba cerrado.

Stars & Stripes era un local a pie de calle que daba a la parte delantera del centro comercial y estaba flanqueado por una tienda de animales y una farmacia. A lo largo del escaparate y de la puerta había una alarma de infrarrojos. En el interior se veían los buzones empotrados en la pared. Un mostrador separaba esa parte de la de atrás. El propietario había colocado una pesada cortina metálica a lo largo del mostrador para dividir el local en dos. Fuera del horario comercial, los clientes podían entrar a retirar el correo, pero nadie podía pasar a la parte de atrás para robar los sellos y los paquetes. La valla parecía muy resistente, capaz de servir de jaula a un rinoceronte.

El buzón de Schilling era, o había sido, el 205. No teníamos modo de saber si aún lo alquilaba a menos que entrásemos. Desde fuera lo distinguí, pero no veía con claridad si contenía correo o no. La imaginación me decía que dentro era muy probable que hubiese un mapa del tesoro que condujera hasta Ben Chenier.

—Los contratos de alquiler deben de estar en la oficina —observó Pike—. Tal vez resulte más fácil entrar por detrás.

Rodeamos el centro comercial hasta llegar al callejón que discurría paralelo a él por detrás. Allí había más coches aparcados, junto con contenedores de basuras y las puertas traseras de los locales. La de uno de los restaurantes estaba abierta, y allí se habían sentado sobre cajas de embalaje dos hombres vestidos con delantal blanco. Estaban pelando patatas y zanahorias que iban echando en un gran cuenco metálico.

En todas las puertas estaban pintados los nombres de los locales correspondientes, junto con advertencias del tipo «PROHIBIDA LA ENTRADA» O «ESTACIONAMIENTO SÓLO PARA DESCARGA». Encontramos la de Star & Stripes Mail Boxes. Estaba forrada de acero y tenía dos cerraduras industriales. Los goznes también eran muy resistentes. Para arrancarlos de la pared habrían hecho falta cadenas y un camión.

—¿Puedes abrirla? —preguntó Pike.

—Sí, pero tardaría. Estas cerraduras están hechas para que resulte imposible forzarlas, y además tenemos a esos tíos ahí.

Miramos a los dos hombres, que hacían un gran esfuerzo para no fijarse en nosotros. Sería más rápido entrar por delante.

Volvimos al aparcamiento. Ante la tienda de animales había una familia china con dos niños pequeños contemplando los perros y los gatos. El padre sostenía al hijo menor en brazos y señalaba uno de los cachorros.

—¿Y ése? —decía—. ¿Ves cómo juega? El de la mancha en el hocico.

La madre me sonrió cuando pasamos y yo también sonreí. Todo era tan educado y tan pacífico. Todo tan normal.

Fuimos hasta la puerta de cristal. Podíamos aguardar a que llegase alguien a recoger el correo y entrar con él, pero ni nos plantearnos quedarnos por allí un par de horas. Si hubiéramos querido esperar hasta la medianoche podíamos haber hecho que Starkey pidiera una orden judicial e hiciera que el propietario se presentara allí para abrir.

—Cuando rompamos la puerta —dije— sonará la alarma de la tienda. Es probable que también se dispare en una empresa de seguridad y que desde allí llamen a la policía. Tenemos que reventar su buzón, meternos en la oficina y registrarla. Nos va a ver toda esta gente del aparcamiento y seguro que alguien llama a la policía. No contaremos con mucho tiempo. Habrá que salir pitando. Seguramente verán los números de las matrículas.

—¿Estás intentando disuadirme?

El cielo de la tarde había oscurecido hasta quedar de un azul intenso y seguía apagándose, pero las farolas aún no estaban encendidas. Las familias paseaban por el camino que discurría por delante de todos los locales. Salían de los restaurantes o esperaban a que los llamaran para decirles que su mesa estaba lista. De la farmacia salió un anciano renqueando. Algunos coches recorrían lentamente el aparcamiento en busca de un sitio. Y allí estábamos nosotros, a punto de asaltar el negocio de un ciudadano honrado. Íbamos a provocar daños, y eso habría que pagarlo. Íbamos a violar los derechos de sus clientes, y eso era algo que no podía pagarse. E íbamos a dar un susto de muerte a toda aquella gente, que acabaría testificando contra nosotros si terminábamos yendo a juicio.

—Sí, me parece que sí. Deja que de esta parte me encargue yo. ¿Por qué no esperas en el coche?

—Eso puede hacerlo cualquiera. No es mi estilo.

—No, supongo que no. Vamos a dejarlos en el callejón. Entramos por aquí, pero salimos por detrás.

Aparcamos delante de la salida trasera y volvimos a rodear el edificio a pie. Pike llevaba una palanca y yo un destornillador plano y el cric que había sacado del maletero.

La familia que estaba junto a la tienda de animales se había colocado justo delante de Stars & Strip es Mail Boxes. Los padres intentaban decidir en qué restaurante encontrarían mesa antes, teniendo en cuenta que iban con dos niños.

—Están demasiado cerca de la puerta —les dije—. Apártense, por favor.

—Perdone, ¿qué dice? —preguntó la mujer.

Señalé la puerta con el cric.

—Van a saltar cristales. Apártense.

Pike se colocó pegado al marido, como una sombra imponente.

—Fuera de aquí —masculló.

De repente comprendieron lo que iba a suceder y se alejaron a toda prisa tirando de los niños y hablando en chino.

Arremetí contra la puerta con el cric e hice añicos el cristal. Se disparó la alarma, un zumbido atronador y constante que resonaba en todo el aparcamiento y en el cruce como la sirena de un bombardeo aéreo. La gente que estaba junto a los coches y en la acera se volvió hacia el origen del ruido. A golpes retiré los restos de cristal del marco de la puerta y entré. Algún objeto afilado me arañó la espalda. Cayeron más cristales y Pike entró detrás de mí.

Él se fue hacia la cortina metálica y yo me dirigí a los buzones. Eran de construcción muy sólida, con puertas de bronce empotradas en estructuras metálicas. En cada uno había una ventanita de cristal para ver si había correo y una cerradura reforzada. El de Schilling estaba repleto de cartas.

Introduje la hoja del destornillador por debajo de la puerta y la abrí haciendo palanca con el cric. Ninguna de las cartas estaba dirigida a Eric Schilling ni a Gene Jeanie, todas eran para Eric Shear.

—Es suyo. Se hace llamar Eric Shear.

La alarma hacía tanto ruido que tuve que decirlo a gritos. Me guardé las cartas en los bolsillos y fui corriendo a ayudar a Pike.

La cortina metálica iba metida en unas guías clavadas al techo y al suelo, para que nadie pudiera pasar por arriba ni por debajo, y se extendía entre dos tubos metálicos anclados a las paredes. Con la palanca y el cric arrancamos trozos de la pared por debajo de uno de los tubos y después lo soltamos de la pared haciendo fuerza. Se dobló formando un ángulo extraño y lo apartamos.

—¡Eh, mirad eso! —gritó alguien fuera.

La gente estaba aglomerándose en el aparcamiento. Se agazapaban detrás de los coches o se reunían en pequeños grupos. Señalaban la tienda y estiraban el cuello para ver qué hacíamos. Dos hombres miraron boquiabiertos los restos de la puerta de cristal y se marcharon a toda prisa. No sabía cuánto tiempo llevábamos dentro, pero no podía ser mucho: cuarenta segundos, un minuto, quizá la alarma era tan ensordecedora que no sólo costaba concentrarse sino que nos impediría oír las sirenas cuando se acercaran.

Apartamos la cortina metálica, que estaba medio caída, y entramos en la oficina. En el suelo había montañas de paquetes y colgada del techo vi una enorme bolsa de piececitas de espuma de poliestireno de las que se utilizan en embalajes. En un rincón había un archivador y junto a éste una mesita cubierta de correo sin clasificar y recibos de UPS. Pike fue hasta la puerta trasera mientras yo me ocupaba del archivador.

Me gritó, lo bastante fuerte para que le oyera a pesar de la alarma, que teníamos la salida asegurada.

—Todo bien. Las cerraduras saltarán sólo con hacer palanca.

Abrí el primer cajón del archivador creyendo que me encontraría carpetas repletas de papeles, pero estaba lleno de material de oficina. Seguí con los dos siguientes, que contenían lo mismo. Pike miró por la puerta trasera para ver si se acercaba alguien. Se nos acababa el tiempo.

—Más deprisa.

—Estoy buscando.

Repasé los papeles, las revistas y los sobres esparcidos por la mesa y abrí el cajón de ésta. Era lo único que quedaba. Tenían que estar dentro los contratos de alquiler de los apartados postales, pero sólo encontré documentación de los pedidos de servicios y suministros que necesitaba Star & Stripes para funcionar; no había nada que tuviera relación con los buzones ni con los clientes que los alquilaban.

Pike me dio unos golpecitos en la espalda y miró hacia el aparcamiento.

—Tenemos un problema.

En el aparcamiento había un hombre obeso vestido con un polo amarillo y rodeado por varias personas que nos señalaban. La camisa le iba demasiado pequeña, por lo que la barriga le sobresalía por encima del cinturón como una bolsa de plástico rellena de mermelada. Llevaba la palabra «seguridad» pintada en la pechera, como si fuera una chapa. Tenía una pistola dentro de una funda de nailon negro colgada de la cadera derecha. Le sobresalían tanto los michelines que el arma quedaba casi oculta. Avanzaba con la mano en la pistolera. Tenía cara de miedo.

—Joder, ¿de dónde ha salido ése? —grité.

—Sigue buscando.

Pike pasó por mi lado, pistola en mano. Lo cogí del brazo.

—No, Joe.

—No voy a hacerle daño. Sigue buscando.

El guardia se arrodilló detrás de un coche y miró por encima del maletero. Pike se fue hasta la puerta, de modo que el guardia pudiera verlo. Eso bastó. El pobre hombre se tiró al suelo y se acurrucó detrás de la rueda. Al menos no empezó a pegar tiros. Cuando a uno le pagan el salario mínimo conviene ser discretamente valiente.

Pike y yo oímos las sirenas a la vez. Me hizo un gesto y agité la mano. Se nos había acabado el tiempo.

—Vámonos.

—¿Lo has encontrado?

—No.

Volvió a cruzar la oficina hasta la puerta trasera.

—Sigue buscando. Aún tenemos unos segundos.

—Desde la cárcel no podremos encontrarlo.

—Sigue buscando.

Y entonces fue cuando vi la caja de cartón marrón debajo de la mesa. Era del tamaño justo para almacenar carpetas. La saqué de allí abajo y la coloqué encima de la mesa. Estaba llena de carpetas numeradas del 1 al 600, y me di cuenta de que cada una correspondía a un buzón. Extraje la del 20S.

—¡Ya está! ¡Vamos!

Pike abrió la puerta de golpe. Fuera el aire era fresco y la alarma no se oía tanto. Los dos hombres que pelaban patatas gritaron algo hacia la cocina al vernos, y cuando ya nos íbamos salieron dos de sus compañeros. Metimos los coches por una calle de servicio situada tras un multicine que estaba a ocho calles de allí y repasamos la carpeta. Contenía el contrato de alquiler de Eric Shear. En él aparecían un teléfono y su dirección.

Tiempo desde la desaparición: 50 horas, 37 minutos

Eric Shear vivía en un edificio de cuatro plantas llamado Casitas Arms, situado en el extremo occidental de San Gabriel. Estaba a menos de diez minutos de la oficina postal. Era un edificio voluminoso, de los que tenían un centenar de pisos organizados en torno a un atrio central y se publicitaban como «viviendas de lujo con vigilancia». En esos sitios es muy fácil entrar sin invitación.

Aparcamos en una zona donde estaba prohibido hacerla, al lado de la calle, y Pike subió a mi coche. Al encender el teléfono me encontré con tres mensajes de Starkey, pero no hice caso. ¿Qué podía decirle, que el próximo boletín de alerta que recibiera sería sobre mí? Marqué el número de Schilling. A la segunda llamada se escuchó un contestador automático con una voz masculina: «Habla después de la señal.»

Colgué y se lo conté a Pike.

—Vamos a ver —propuso.

Se llevó la palanca. Caminamos pegados a la pared del edificio hasta encontrar unas escaleras externas que podían utilizar los residentes en lugar de los ascensores del vestíbulo. Para acceder a ellas había que abrir una reja cerrada con llave, pero Pike metió la palanca por entre las barras e hizo saltar la cerradura. El piso de Eric Shear era el 313. El edificio estaba estructurado en torno a un patio central con largos pasillos de los que salían otros más cortos, formando una T. El 313 estaba en el otro extremo.

Hacía poco que había anochecido. De los distintos pisos surgían los olores de las cocinas, música y alguna que otra voz. Oí una risa de mujer. Todas aquellas personas vivían sus vidas tan tranquilamente, sin saber que Eric Shear era en realidad Eric Schilling. Seguramente le sonreían en el ascensor o lo saludaban en el garaje. Y en ningún momento se imaginaban a qué se dedicaba o lo que había sido capaz de hacer.

Seguimos por el pasillo hasta unos cuantos ascensores que dejamos atrás hasta llegar a una bifurcación en forma de T. En la pared de delante unas flechas indicaban los números de los pisos de la izquierda y de la derecha. El 313 estaba a nuestra izquierda.

—Atención —advertí.

Me acerqué a la esquina y asomé la cabeza al pasillo de al lado. El 313 estaba al final, ante una salida de emergencia que seguramente daba a unas escaleras como las que acabábamos de utilizar para subir. Había dos papeles doblados metidos en la ranura de la puerta de Schilling unos centímetros por encima de la cerradura.

Pike y yo recorrimos el pasillo y nos colocamos uno a cada lado de la puerta. Aguzamos el oído. El piso de Schilling estaba en silencio. Los papeles eran avisos que recordaban a los inquilinos que el alquiler se pagaba el primero de mes y que el jueves anterior iba a cortarse el suministro de agua durante dos horas.

—Hace tiempo que no pasa por casa —comentó Pike.

Si las notas se habían dejado allí en las fechas que aparecían indicadas, nadie había entrado en casa de Schilling ni salido de ella desde hacía más de seis días.

Coloqué el dedo delante de la mirilla y llamé con los nudillos. Nadie contestó. Volví a llamar y después saqué la pistola y la sostuve con el brazo estirado, pegado a la pierna.

—Abre —ordené.

Pike metió la palanca entre la puerta y la jamba e hizo presión.

El marco cedió con un sonoro crujido y me metí en un gran salón apuntando hacia adelante con la pistola. Al otro lado de la sala había una cocina y un espacio con una mesa de comedor. A nuestra izquierda vimos un pasillo al que daban tres puertas. La única luz procedía de una lámpara de techo colocada en el vestíbulo. Pike fue hasta la cocina en un par de zancadas y después se colocó detrás de mí en el pasillo. Registramos todas las habitaciones para asegurarnos de que el piso estaba vacío.

—¿Joe?

—No hay nadie.

Volvimos al vestíbulo a cerrar la puerta y encendimos más luces. En el salón casi no había muebles, sólo un sofá de piel, una mesa y un enorme televisor Sony en el rincón opuesto al del sofá. El piso tenía tan pocas cosas que saltaba a la vista que era un lugar de paso, como si Schilling fuese a abandonarlo de un momento a otro, sin dejar nada tras de sí. Era más un campamento que una casa. En la barra que separaba la cocina del salón había un teléfono inalámbrico pequeño, pero sin contestador automático. Fue lo primero que busqué, pensando que podríamos encontrar algún mensaje que nos sirviera.

—Debe de tener el contestador por ahí atrás.

Pike volvió hacia el pasillo.

—Lo he visto en el dormitorio. Me ocupo de eso y tú mira por aquí.

En la cocina había tantas botellas de Corona y de Orangina que parecía imposible que se las hubiera bebido una sola persona. También había platos sucios amontonados en el fregadero y el cubo de la basura repleto de cajas de comida para llevar. Llevaban tanto tiempo allí que olían a rancio. Vacié el contenido en el suelo y busqué los tiques de la compra. El más reciente era de hacía seis días. Los pedidos eran abundantes, excesivos para un hombre solo pero suficientes para tres.

—Han estado aquí, Joe.

—Ya lo sé. Ven a ver esto —me gritó desde el dormitorio. Pike estaba de rodillas ante un futón arrugado, que era lo único que podía formar parte de un hipotético mobiliario en aquella habitación. La puerta del armario empotrado estaba abierta; dentro no había casi nada. En el suelo, formando un montón, vi unas cuantas camisas y ropa interior sucia. Como el resto del piso, el dormitorio de Schilling daba sensación de vacío, como si fuera un escondite más que una casa. En el suelo, junto al futón, había un radiodespertador y un segundo teléfono inalámbrico digital con un contestador incorporado a la base.

—¿Has encontrado algún mensaje?

—No hay nada. Sí que tiene algunas cartas, pero antes de mirarlas te he llamado.

Se puso a observar una hilera de fotografías colgadas con chinchetas en la pared, encima de la cama. Eran imágenes de muertos. Se trataba de gente de distintas razas. Algunos llevaban los restos hechos jirones de algún uniforme, mientras que otros estaban completamente desnudos. Habían muerto a tiros o destrozados por explosiones, aunque uno presentaba unas quemaduras horribles. En varias de las fotografías un pelirrojo que sonreía como un chico típicamente americano pero loco de atar posaba junto a los cadáveres. En dos de ellas un negro alto con marcas en la cara aparecía a su lado.

Pike dio unos golpecito s en una de ellas.

—Ibo. El pelirrojo debe de ser Schilling. Estas fotos no son sólo de Sierra Leona. Mira las víctimas. Esto podría ser Centroamérica. Y esto Bosnia.

En una de las fotografías el pelirrojo aparecía sosteniendo un brazo humano por el dedo meñique como si se tratara de un trofeo. Me entraron arcadas.

—Se han vuelto locos.

Pike asintió.

—Es lo que ha dicho Resnick: han prescindido de las reglas. Se han convertido en otra cosa.

—No veo a nadie que pueda ser Fallon.

—Fallon era de la Delta. Aunque esté loco, será lo bastante inteligente como para no dejar que le hagan fotos.

Me volví.

—Vamos a ver el correo —dije.

Pike había encontrado un montón de cartas sujetas con una goma elástica. Todas ellas estaban dirigidas a Eric Shear, a la dirección del apartado postal, y contenían extractos bancarios en los que aparecía un saldo de 6.123,18 dólares, cheques cancelados y las facturas telefónicas de los últimos dos meses. Casi todas las llamadas realizadas eran a números de la zona de Los Ángeles, pero había seis que destacaban como si estuvieran escritas con tinta fluorescente. Hacía tres semanas, Eric Schilling había llamado a un número internacional, de la ciudad salvadoreña de San Miguel, seis veces en cuatro días.

Miré a Pike.

—¿Crees que será Fallon? Según Resnick estaba en Latinoamérica.

—Márcalo y lo veremos.

Cogí el teléfono de Schilling, lo observé bien y apreté el botón de re llamada. Empezó a sonar, pero contestó una chica dicharachera que dijo el nombre de una pizzería. Colgué y seguí estudiando el aparato. A veces los teléfonos digitales almacenaban las llamadas salientes y entrantes, pero el de Schilling no lo hacía. Marqué el número de El Salvador que aparecía en su factura. La conexión internacional produjo un silbido lejano al rebotar en el satélite y después escuché la primera llamada. Hubo una segunda, tras la cual se conectó una grabación. «Ya sabes de qué va esto. Dime algo.»

Sentí el mismo hormigueo helado que me había invadido aquel primer día en la ladera de mi casa, pero con una rabia que bullía a su alrededor como una niebla. Colgué. Era el hombre que me había llamado la noche en que habían secuestrado a Ben, el que había dejado su voz grabada en la cinta de Lucy.

—Tiene que ser él. Reconozco la voz.

Pike torció la boca.

—Starkey se va a quedar encantada. Va a empapelar a un criminal de guerra.

Volví a observar las fotografías. Jamás había visto a Schilling ni a ninguna de las personas que aparecían en ellas, tampoco a Fallon. Nadie tenía nada que ver conmigo; no tenían ningún motivo para estar en Los Ángeles ni para saber nada de mí. Había miles de niños con padres más ricos que Richard, pero habían secuestrado a Ben. Habían intentado que pareciera que el móvil era vengarse de mí, pero luego, casi con toda seguridad, habían empezado a extorsionar a Richard para sacarle un rescate, aunque él lo negara. Invariablemente, los secuestradores prohíben acudir a la policía, y el miedo de Richard era comprensible, pero se trataba de lo único que tenía sentido. Las piezas del rompecabezas no encajaban; era como si correspondiesen a puzzles distintos y, por mucho que intentase reconstruir la imagen que debían formar, me resultaba imposible.

Le dimos la vuelta al futón y miramos entre las sábanas, pero no encontramos nada más. Me metí en el baño. Había un montón de revistas junto al inodoro. La papelera estaba llena a rebosar de pañuelos de papel, bastoncitos para las orejas y tubos de papel higiénico de cartón, pero sobresalían varias hojas blancas. La volqué. Cayó al suelo una fotocopia de mi expediente 201.

—Joe. Schilling tiene mi ficha.

Pike se colocó a mi lado. Repasé las páginas con una sensación de atontamiento que enlentecía mis movimientos. Después se las pasé a Joe.

—Las dos únicas personas que tenían copia de esto eran Starkey y Myers, que consiguió que un juez de Nueva Orleans pidiera mi ficha para Richard. Nadie más podía tenerla.

Las piezas del rompecabezas iban encajando como hojas que se posaban en el fondo de una piscina. La imagen que formaban era borrosa, pero empezaba a cobrar forma.

Pike echó un vistazo a los papeles que le daba.

—¿Myers la tenía?

—Sí. Myers y Starkey.

Pike inclinó la cabeza. Se le ensombreció el gesto.

—¿Y cómo iba a conocerlos Myers?

—Myers lleva la seguridad de la empresa de Richard. Resnick ha dicho que Schilling lo llamó porque estaba buscando un trabajito. A lo mejor se lo dio Myers. Si conocía a Schilling, puede que los otros hayan llegado a esto a través de él.

Pike volvió a mirar los papeles y luego meneó la cabeza. Seguía sin comprender.

—Pero, a ver, ¿por qué iba Myers a darles tu ficha?

—A lo mejor el rapto de Ben fue idea suya.

—¡Joder!

—Myers podía enterarse de cualquier cosa de la vida de Richard. Había oído hablar de lo mío con Lucy y sabía que Ben y ella estaban aquí, y que Richard estaba preocupado. Fallon y Schilling no podían haber sabido nada de eso, pero Myers estaba al corriente de todo. Seguro que Richard se pasaba el día quejándose del peligro que corrían por estar conmigo, así que tal vez a Myers se le ocurrió que podía aprovechar la paranoia de Richard para sacarle dinero.

—Montar un secuestro y luego controlar la jugada desde dentro para conseguir que pague.

—Exacto.

Pike volvió a menear la cabeza.

—No se sostiene demasiado bien.

—¿Cómo iban a conseguir mi ficha, si no? Y ¿por qué elegir a Ben como víctima y hacer ver que yo era el motivo de todo?

—¿Vas a llamar a Starkey?

—¿Qué iba a contarle? ¿Y qué haría ella? Myers no lo reconocerá a no ser que tengamos pruebas.

Regresamos al dormitorio y volvimos a repasar las facturas telefónicas de Schilling para ver si había llamado a Luisiana, pero no aparecía ningún número de fuera de Los Ángeles, excepto el de El Salvador. Registramos otra vez el piso. Miramos todo lo que se nos ocurrió en busca de algo que conectara a Schilling con Myers o viceversa, hasta que ya no tuvimos dónde buscar. Seguíamos sin tener nada. Entonces se me ocurrió otro lugar en el que investigar.

—Tenemos que entrar en la oficina de Myers —propuse—. Vamos.

Corrí hasta la puerta, pero Pike no me siguió. Se quedó mirándome como si me hubiera vuelto loco.

—¿Qué te pasa? La oficina de Myers está en Nueva Orleans.

—Puede hacerlo Lucy. Puede registrar su oficina desde aquí.

Se lo expliqué mientras corríamos hacia los coches.