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Tiempo desde la desaparición: 17 horas, 41 minutos

Al oír hablar de Beverly Hills la gente piensa en mansiones, pero las llanuras que se extienden al sur de Wilshire están repletas de hileras de modestas casas unifamiliares y robustos edificios de apartamentos de una planta que no habrían desentonado en ninguna otra ciudad estadounidense. Lucy y Ben vivían en un complejo de dos pisos en forma de u cuya boca daba a la calle y cuyos brazos rodeaban un patio al que daban las escaleras y donde crecían multitud de aves del paraíso y dos palmeras enormes. No era una calle por la que pasaran habitualmente muchas limusinas, pero ante su edificio, junto a la boca de incendios, esperaba una Presidential negra.

No sin esfuerzo metí el coche en una plaza ajustada situada a media manzana de distancia y recorrí aquel trecho por la acera. El chófer de la limusina estaba leyendo una revista, sentado al volante, con las ventanillas subidas y el motor en marcha. También había dos tipos fumando en un Mercury Marquis aparcado al otro lado de la calle, delante del coche de Gittamon. Eran hombres corpulentos de cuarenta y muchos años, de tez rojiza, con el pelo corto y la expresión impasible de quien está acostumbrado a estar en mal sitio en mal momento sin que le importe demasiado. Me observaron como si fueran policías.

Subí las escaleras y llamé al timbre de Lucy. Me abrió un hombre al que nunca había visto.

—¿Qué desea?

Era Richard. Le tendí la mano.

—Elvis Cole. Lamento mucho que tengamos que conocernos así.

Su rostro se ensombreció, e hizo como si no viera mi mano.

—Y yo lamento mucho que tengamos que conocemos —dijo.

Lucy se colocó ante él, incómoda y enfadada. A Richard se le daba muy bien ponerla de mal humor.

—No empieces —le pidió.

—Ya te había dicho yo que iba a suceder algo así. ¿O no? ¿Cuántas veces te lo había dicho? Pero no, tú no querías escuchar.

—Richard, déjalo, por favor.

—Sí, ahora sería buen momento para dejarlo —intervine.

Una expresión de amargura cruzó fugazmente los ojos de Richard, que se volvió de repente y se alejó. Era de la edad de Lucy, pero tenía las sienes canosas y el cabello empezaba a ralearle. Llevaba un polo negro, pantalones de pinzas de color caqui que estaban arrugados tras el viaje en avión y unos mocasines de Bruno Magli que costaban más de lo que ganaba yo en una semana. Incluso desarreglado y sin haber dormido, tenía pinta de rico. Era propietario de una empresa de gas natural con intereses internacionales.

Lucy bajó la voz cuando entré tras ella.

—Acaban de llegar. Te he llamado para decirte que Richard había llegado, pero supongo que ya habías salido.

Richard se había reunido en el salón de Lucy con un hombre corpulento de traje oscuro. Llevaba el pelo entre cano tan corto que casi parecía calvo y tenía unos ojos que semejaban miras de rifle puestas del revés. Me tendió la mano.

—Leland Myers. Llevo la seguridad de la empresa de Richard.

—Me he traído a Lee para que nos ayude a buscar a Ben —anunció Richard—, porque vosotros por el momento sólo habéis conseguido perderlo.

Mientras Myers y yo nos dábamos la mano, Gittamon entró en la habitación con el ordenador de Ben. Resoplaba debido al peso y lo soltó en una mesita situada junto a la puerta.

—Hoy mismo tendremos su correo electrónico. Resulta sorprendente lo que los niños les cuentan a sus amigos.

Me sentó mal que siguiera empeñado en la teoría del falso secuestro, pero de todos modos había decidido andarme con cuidado al contarle a Lucy lo que habíamos encontrado en la ladera.

—No va a descubrir nada en su correo electrónico, sargento. Starkey y yo hemos peinado la ladera hace un rato. Hemos encontrado una huella en el punto en el que estaba el Game Freak de Ben. Seguramente la dejó el que se lo llevó, y es probable que sea alguien que estuvo conmigo en Vietnam.

—Pero ¿no estaban todos muertos? —dijo Lucy con expresión de incredulidad.

—Sí, pero he llegado a la conclusión de que la persona que ha hecho esto tiene cierto tipo de experiencia de combate. Le he dado una lista de nombres a Starkey y voy a intentar recordar más. Ha llamado a los de la DIC para que saquen un molde de la pisada. Con un poco de suerte, podremos calcular con bastante precisión su estatura y su peso.

Richard y Myers se miraron y después el primero se cruzó de brazos y frunció el entrecejo antes de decir:

—Lucy me ha contado que el que llamó ayer mencionó algo sobre Vietnam, y que todo esto tiene que ver contigo. ¿Es que antes lo ponías en duda?

—La gente puede decir lo que quiera, Richard. Ahora ya sé que no se tiraba un farol.

—¿Qué quieres decir con lo de cierto tipo de experiencia de combate? —inquirió Myers.

—Para moverse como se movió este tío ayer no basta haber cazado ciervos los fines de semana o haber hecho el curso de capacitación de oficiales de la reserva. Este individuo ha pasado tiempo en lugares en los que le rodeaba gente que le habría matado si hubiera dado con él, así que sabe moverse sin dejar rastro. Además, no hemos hallado indicios de lucha, lo que significa que Ben no lo vio acercarse.

Les conté que las huellas del chico terminaban de forma abrupta y que sólo habíamos encontrado esa otra pisada aislada. Myers tomó notas mientras yo narraba el episodio. Richard no paraba de cruzar y descruzar los brazos, cada vez más inquieto. Cuando terminé ya había empezado a recorrer el perímetro del pequeño salón de Lucy de forma obsesiva.

—Pues de puta madre, Cole. ¿Quieres decir que una especie de comando asesino de boinas verdes tipo Rambo ha raptado a mi hijo?

Gittamon miró el busca y luego a mí, con cierto aire de reproche.

—Eso no lo sabemos, señor Chenier. Una vez que lleguen los de la DIC estaremos en condiciones de investigar más a fondo. El señor Cole podría estar sacando conclusiones precipitadas cuando aún no tenemos pruebas suficientes.

—Yo no me precipito en absoluto, Gittamon —respondí—. He venido porque quiero que lo vea todo usted mismo. Los de la DIC ya se encuentran de camino.

Richard miró a Gittamon primero y a Lucy después.

—No, seguramente el señor Cole tiene razón. Estoy convencido de que ese hombre es peligrosísimo, tal como dice Cole, quien, recordemos, tiene tendencia a atraer a esa clase de gente. Un tal Rossier casi mató a mi ex mujer en Luisiana gracias a él.

—Ese tema ya está muy manido, Richard —replicó Lucy, tensa. Él siguió atacando:

—Luego se vino a vivir aquí, a Los Ángeles, para que otro lunático, que se llamaba Sobek, pudiera perseguir a nuestro hijo. ¿A cuántas personas mató, Lucille? ¿A siete? ¿A ocho? Era un asesino en serie o algo así.

Lucy se colocó ante él y le dijo en voz baja:

—Déjalo ya, Richard. No es necesario que te comportes siempre como un gilipollas.

—Intenté explicarle que relacionarse con Cole —prosiguió Richard, a voz en cuello— es peligroso para ellos, pero ¿me hizo caso? No. No me escuchó porque la seguridad de nuestro hijo no era tan importante como el que ella se saliese con la suya.

Lucy le dio un sonoro bofetón en la mejilla.

—Te he dicha que te calles.

Gittamon se estremeció, como si quisiera estar muy lejos de allí. Myers tocó el brazo de su jefe.

—Richard.

Éste no se movió.

—Richard, tenemos que empezar.

Richard tensó la mandíbula, como si quisiera decir algo más pero estuviera masticando las palabras para no dejarlas salir. Miró a Lucy y después apartó los ojos como si de repente se sintiera incómodo y avergonzado de aquel arrebato.

—Me había prometido que no iba a hacerlo, Lucille —se disculpó en voz baja—. Lo siento.

Ella no contestó. Le palpitaba el orificio nasal izquierdo al respirar intensamente. Yo estaba en el otro extremo de la habitación y la oía.

Richard se humedeció los labios. Estaba avergonzado, con un aire de niño travieso al que acaban de pillar en falta. Se apartó de ella, miró a Gittamon y se encogió de hombros.

—Tiene razón, sargento. Soy un gilipollas, pero quiero a mi hijo y estoy muy preocupado. Haré lo que sea necesario para encontrarlo. Por eso he venido y por eso he traído a Lee.

Myers carraspeó e intervino:

—Deberíamos ver esa ladera de la que ha hablado Cole. A Debbie se le da bien la búsqueda de indicios. Podría echamos una mano.

—¿Quién es Debbie? —preguntó Gittamon.

Richard miró otra vez hacia donde estaba Lucy, después se sentó en una silla dura que había en el rincón y se frotó la cara con las manos.

—Debbie DeNice, aunque en realidad se llama Debulon o algo así. Es un inspector de policía jubilado de Nueva Orleans. De Homicidios, creo. Es eso, ¿no Lee?

—Homicidios. Tiene una tasa de resolución de casos espectacular.

Richard se puso en pie de un salto.

—El mejor de Nueva Orleans. Sólo he traído a los mejores. Voy a encontrar a Ben aunque tenga que contratar a Scotland Yard, joder.

Myers miró a Gittamon y luego a mí.

—Me gustaría mandar a mi gente a tu casa, Cole —me dijo—. También me gustaría disponer de esa lista de nombres.

—La tiene Starkey. Podemos fotocopiarla.

—Si los de la DIC están de camino —prosiguió Myers, dirigiéndose a Gittamon—, será mejor que vayamos para allá, aunque antes me gustaría que me contara brevemente qué sabemos y qué está haciéndose, sargento. ¿Puedo contar con usted?

—Sí, claro, desde luego.

Le indiqué cómo ir a mi casa. Anotó mis instrucciones en una agenda electrónica y después se ofreció a llevar el ordenador de Ben al coche de Gittamon. Se marcharon juntos. Richard les siguió, pero al pasar junto a Lucy titubeó. Se volvió hacia mí y apretó los labios como si oliera a podrido.

—¿Vienes?

—Dentro de un minuto.

Miró a su ex mujer y su expresión se suavizó. Le puso una mano en el brazo.

—Tengo habitación en el Beverly Hills, en Sunset Boulevard. No debería haber dicho todo eso, Lucille. Me arrepiento y me disculpo, aunque todo era cierto.

Volvió a mirarme y acto seguido se marchó.

Lucy se llevó una mano a la frente.

—Esto es una pesadilla.

Tiempo desde la desaparición: 18 horas, 05 minutos

El sol había llegado a su plenitud como una bengala, y brillaba con tanta intensidad que borraba el color del cielo y hacía que las palmeras resplandecieran con una luz trémula. Cuando salí a la calle, Gittamon ya no estaba por allí, pero Richard esperaba junto a la limusina negra con Myers y los dos tipos del Marquis. Me imaginé que se trataba de sus hombres, y que también eran de Nueva Orleans.

Dejaron de hablar cuando aparecí tras las aves del paraíso. Richard se ubicó delante de los demás para recibirme. Ya no se molestaba en intentar ocultar sus sentimientos; en su rostro se dibujaban la furia y la determinación.

—Tengo algo que decirte.

—A ver si lo adivino: no vas a preguntarme dónde me he comprado la camisa.

—Tú eres el culpable de todo esto. Llegará un momento en que alguien matará a uno de los dos por tu culpa, es sólo cuestión de tiempo. Pero no, no voy a permitirlo.

Myers se acercó y cogió a Richard del brazo.

—No tenemos tiempo para esas cosas.

Richard lo apartó con un gesto brusco.

—Quiero decírselo.

—Acepta su consejo, Richard —le recomendé—. Por favor. Debbie DeNice y Ray Fontenot se colocaron al otro lado de su jefe. El primero era un hombre de estructura ósea consistente y ojos grises de un tono cercano al agua sucia. Fontenot también resultó ser, como DeNice, ex inspector de la policía de Nueva Orleans. Era alto y de facciones angulosas, y tenía una cicatriz muy fea en el cuello.

—¿Y si no qué? —intervino DeNice.

Había sido una noche muy larga. Me dolían los ojos de tanta tensión acumulada.

—Aún es por la mañana —respondí con calma—. Vamos a tener que aguantarnos durante un buen rato.

—Si de mí depende, no —contestó Richard—. No me caes bien, Cole. Me das mala espina. Todo en ti llama al mal tiempo, y quiero que te mantengas bien alejado de mi familia.

Respiré hondo. Un poco más allá, en la misma calle, una mujer de mediana edad había sacado a pasear a un doguillo que andaba como un pato en busca de un lugar en el que mear. Aquel hombre era el padre de Ben y el ex marido de Lucy. Pensé que si le decía o le hacía algo ellos sufrirían. No teníamos tiempo que perder en tonterías. Había que encontrar a Ben.

—Nos vemos en mi casa.

Intenté sortear el grupo, pero DeNice dio un paso hacia un lado para impedirme el paso.

—No sabes con quién te metes, amigo.

Fontenot esbozó una sonrisa y dijo:

—No, parece que no se ha enterado.

—Debbie. Ray —intervino Myers.

Ninguno de los dos se movió. Richard, que se había quedado mirando la casa de Lucy, se humedeció los labios, cosa que ya había hecho antes de salir. Me parecía más confuso que enfadado.

—Lucille ha sido una idiota y una egoísta al venir a Los Ángeles. Ha sido una idiota al liarse con alguien como tú y una egoísta al llevarse a Ben con ella. Espero que entre en razón antes de que uno de los dos muera.

DeNice era un hombre de espaldas anchas y expresión morbosa que me hizo pensar en un payaso homicida. Tenía el puente de la nariz cubierto de pequeñas cicatrices. Nueva Orleans debía de ser un sitio muy duro, pero me dio la impresión de que se trataba de uno de esos tipos a los que les gustan las cosas difíciles. Podía haber intentado esquivarlo, pero no me molesté en hacerlo.

—Apártate de mi camino.

En lugar de eso, abrió el abrigo de sport que llevaba para enseñarme por un instante la pistola, y me quedé pensando que quizás en los barrios marginales de su ciudad aquello impresionaba a la gente.

—Parece que no te enteras —dijo.

Algo se movió con rapidez por los extremos de mi campo visual. Un brazo en el que se marcaban unas gruesas venas agarró por detrás el cuello de DeNice y un pesado Colt Python 357 de color azul apareció bajo su brazo derecho. El ruido que hizo al ser amartillado fue como el de unos nudillos al romperse. DeNice perdió el equilibrio. Joe Pike lo levantó por detrás y le susurró al oído:

—A ver si te enteras tú de esto.

Fontenot metió la mano por dentro de la chaqueta. Pike le arreó con el 357 en la cara y Fontenot se tambaleó. La mujer del perro miró hacia donde estábamos, pero sólo vio a seis hombres en medio de la acera, uno de los cuales se llevaba las manos a la cara.

—Richard, no hay tiempo para todo esto —dije—. Tenemos que encontrar a Ben.

Pike llevaba una sudadera gris sin mangas, vaqueros y gafas oscuras que resplandecían al sol. Los músculos del brazo se le marcaban como si fueran adoquines en torno al cuello de DeNice. La flechita que llevaba tatuada en el deltoides estaba muy tensada debido a la tirantez interior.

Myers observaba a Pike del modo en que lo hacen los lagartos, sin ver nada en realidad, más bien buscando algo que detonara su reacción preprogramada: ataque, retirada, lucha.

—Lo que has hecho ha sido una estupidez, Debbie —dijo con tranquilidad—, una estupidez muy poco profesional. ¿Lo ves, Richard? No se puede jugar con esta clase de gente.

Fue como si Richard despertara, como si surgiera de la niebla.

Meneó la cabeza y contestó:

—Joder, Lee, ¿que se cree que hace Debbie? Yo sólo quería hablar con Cole. No puedo permitirme una cosa así.

Myers no apartó en ningún momento los ojos de Joe. Agarró a DeNice del brazo, aunque Pike no lo había soltado.

—Lo siento, Richard. Voy a hablar con él.

Myers tiró del brazo.

—Ya está todo arreglado. Suéltalo.

El brazo de Pike se cerró con más fuerza alrededor del cuello de DeNice.

—A ver, Richard —intervine—. Ya sé que estás de mal humor, pero yo también lo estoy. Tenemos que centrarnos en encontrar a Ben. Dar con él es lo primero. Debes tenerlo presente. Y ahora métete en el coche. No quiero repetir esta conversación.

Richard me miró boquiabierto, pero se recuperó y se dirigió hacia su coche.

Myers seguía observando a Pike.

—¿Vas a soltarlo?

—¡Será mejor que me dejes en paz, hijo de puta! —gritó DeNice.

—Ya ha pasado, Pike —dije—. Puedes soltarlo.

—Si tú lo dices —contestó.

DeNice podía haberse comportado con sensatez, pero prefirió no hacerla. Cuando Pike lo liberó, giró sobre los talones y le lanzó un directo de derecha. Se movió con mayor rapidez de la que debería tener un hombre tan corpulento y utilizó las piernas con el codo pegado al cuerpo. Seguramente había sorprendido a muchos hombres antes con esa velocidad, y por eso creyó que tenía posibilidades. Pike esquivó el puñetazo, atrapó el brazo de su contrincante con una llave y le agarró las piernas al mismo tiempo. DeNice cayó de espaldas sobre la acera y su cabeza rebotó contra el suelo.

—¡Joder, Lee! —gritó Richard desde la limusina.

Myers echó un vistazo a los ojos de DeNice, que estaban vidriosos. De un tirón le puso en pie y lo empujó hacia el Marquis. Fontenot ya estaba al volante del coche, con un pañuelo ensangrentado pegado a la cara.

Myers observó a Pike por un instante, y luego a mí.

—Son policías, eso es todo.

Se reunió con Richard en la limusina y los dos vehículos se alejaron.

Cuando me volví y quedé frente a Joe vi un brillo oscuro en la comisura del labio.

—Eh, ¿eso qué es?

Me acerqué. Una perla roja manchaba el borde de la boca de Joe.

—Estás sangrando. ¿Ese tío te ha dado?

A Pike nunca le daban. Pike era tan rápido que resultaba imposible que alguien lo alcanzara. Se limpió la sangre con un dedo y después se subió a mi coche.

—Cuéntame lo de Ben.

El niño y la Reina

—¡Socorro!

Ben aplicó la oreja a un agujero de la tapa de la caja, pero sólo se percibía un silbido lejano, como el ruido que hacía una caracola al ponérsela al oído.

Acercó los labios a la abertura y gritó:

—¿Me oye alguien?

No hubo contestación.

Por la mañana había aparecido una luz por encima de su cabeza. Brillaba como una estrella distante. Habían hecho un agujero en la caja para que entrara el aire. Ben puso un ojo delante y vio un pequeño disco de color azul al final de un tubo.

—¡Estoy aquí abajo! ¡Auxilio! ¡Socorro! No hubo contestación.

—¡SOCORRO!

Ben había logrado arrancarse la cinta de las muñecas y las piernas. Desesperado, se había puesto a dar patadas contra las paredes como un bebé en plena rabieta y había intentado abrir la tapa haciendo fuerza con todo el cuerpo. Se retorció como un gusano en una acera recalentada porque creía que los bichos se lo comían vivo.

Estaba absolutamente convencido de que Mike, Eric y el africano habían salido a comprar la cena a un McDonald's y un autobús sin frenos los había hecho papilla. Habían quedado aplastados, convertidos en una pasta roja con trocitos de huesos, y ahora nadie sabía que él estaba atrapado en aquella caja asquerosa. Iba a morirse de hambre y de sed y acabaría convertido en un personaje de Buffy, cazavampiros.

Perdió la noción del tiempo y se quedó medio adormilado. No sabía si seguía despierto o si soñaba.

—¡SOCORRO! ¡ESTOY AQuí ABAJO! ¡SOCORRO, SACADME DE AQUÍ!

Nadie contestó.

—¡MAMÁAAAAAAA!

Ben sintió que algo le daba en el pie y pegó un brinco como si diez mil voltios de corriente hubieran recorrido su cuerpo.

—¡Venga, chaval! ¡Deja de lloriquear!

La Reina de la Culpa estaba tumbada en un extremo de la caja, apoyada sobre un codo: era una joven muy guapa de cabello negro y sedoso, piernas largas y doradas y pechos voluptuosos que se salían de una camiseta cortísima. No parecía muy contenta.

Ben pegó un chillido y la Reina se tapó los oídos.

—¡Joder, cómo berreas!

—¡No eres de verdad! ¡Eres un juego!

—Entonces esto no va a dolerte.

La Reina le retorció un pie. Con fuerza.

—¡Ay! —exclamó Ben, y retrocedió de golpe, arrastrándose, sin posibilidad de ir a ninguna parte. ¡No podía ser verdad! ¡Estaba atrapado en una pesadilla!

La Reina se sonrió con una mueca cruel y después lo tocó con la punta de una resplandeciente bota de vinilo.

—¿Te parece que no soy de verdad, guapo? Vale, muy bien. ¿Notas esto?

—¡No!

Ella enarcó las cejas con aire de superioridad y le acarició la pierna con la bota.

—¿Sabes cuántos niños quieren tocar esta bota? ¿La notas? ¿Ves que soy de verdad?

Ben estiró el brazo y la tocó con un dedo. La bota era tan resbaladiza como un coche recién pulido, y tan sólida como la caja en la que lo habían encerrado. La Reina flexionó los dedos y Ben retiró la mano de golpe.

Ella se echó a reír.

—¡Si te enfrentaras a Modus no durarías ni dos segundos!

—¡Sólo tengo diez años! ¡Todo esto me da miedo y quiero irme a mi casa!

La Reina se estudió las uñas, como si se aburriera. Cada una era una esmeralda afiladísima y refulgente.

—Pues vete. Puedes marcharte cuando quieras.

—Ya lo he intentado. ¡Estamos atrapados!

La Reina volvió a enarcar las cejas.

—¿De verdad?

Lo miraba inexpresiva, mientras se pasaba suavemente las uñas por un vientre plano como un suelo embaldosado. Las tenía tan afiladas que se arañaba la piel.

—Puedes marcharte cuando quieras —repitió.

Ben creía que estaba tomándole el pelo, y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¡No tiene gracia! ¡Llevo toda la noche pidiendo socorro y nadie me oye!

El bello rostro de la Reina se encendió. Sus ojos ardían como desquiciadas esferas amarillas y su mano rasgaba el aire igual que una garra.

—¡Ábrete camino a zarpazos, idiota! ¿No ves lo afiladas que están?

Ben se encogió de miedo.

—¡No te acerques!

La Reina se inclinó sobre él. Sus dedos zigzagueaban como si fueran serpientes. Sus uñas eran cuchillas relumbrantes.

—¿NOTAS LAS PUNTAS AFILADAS? ¿NOTAS CÓMO CORTAN?

—¡Vete de aquí!

Ella se abalanzó sobre Ben, que se cubrió la cabeza con los brazos y empezó a gritar mientras las uñas puntiagudas se le clavaban en la pierna.

Y entonces despertó.

Se dio cuenta de que estaba hecho un ovillo en un rincón, encogido. Parpadeó en la oscuridad y aguzó el oído. La caja permanecía en silencio. Estaba solo. Había sido una pesadilla, y sin embargo aún notaba el dolor agudo de las uñas de la Reina al clavársele en el muslo.

Se puso de lado y el pinchazo fue aún más intenso.

—¡Ay!

Bajó la mano para descubrir qué era lo que llevaba clavado. Tenía la estrella de plata de Elvis Cole en el bolsillo. La sacó y pasó las yemas de los dedos por sus cinco puntas. Eran duras y estaban afiladas como cuchillas. Clavó una en el plástico de la tapa y empezó a mover la medalla de un lado a otro. Palpó el plástico. Una delgada línea se había grabado en su cielo.

Ben siguió utilizando la medalla como una sierra y la línea fue ganando profundidad. Aumentó la presión, trabajó más deprisa, como si sus brazos fueran pistones. En la oscuridad notó que caían pedacitos de plástico semejantes a gotas de lluvia.