Capítulo 36

Italia, 1815 d. de J. C. Gaetano Mammone, un bandido que se convirtió en capitán del Ejército, se refrescaba bebiendo la sangre de sus cautivos. Algunas veces decapitaba una víctima, extraía el cerebro del cráneo, y utilizaba éste como copa. Reunía los prisioneros en un granero, les clavaba las manos en las paredes, empapaba la paja con petróleo, cerraba las puertas y prendía fuego al granero.

Poco después de las once de aquella noche, Mark volvió al hospital. Esta semana, desde la marcha de Trebor, actuaba con toda libertad, sin horas concretas o deberes a realizar, y los acontecimientos del día le habían hecho perder cualquier deseo de ofrecerse para ningún servicio.

—Fue allí a petición de Abberline —una petición hecha informalmente cuando se separaron, después de que el carruaje hubo dejado a Lees.

—Me pregunto si querría usted hacerme un favor —había dicho el inspector—. ¿Tiene el hospital alguna especie de archivo sobre las idas y venidas de sus médicos?

—Naturalmente. Todas las horas de servicio quedan registradas.

—En ese caso, quizá pudiera usted hacer una investigación. Yo mismo la haría, pero si se supiera que yo estaba haciendo preguntas, nuestro hombre podría atar cabos.

—¿Nuestro hombre?

—El doctor Hume.

—¿Hume? —Ante el sonido del nombre, Mark se sobresaltó—. ¿Cree usted realmente…?

—Yo no creo nada —dijo Abberline—. No basta que haya establecido sus movimientos en ciertas fechas.

Mark asintió rápidamente.

—Sé las fechas a que usted se refiere. Permítame que vea lo que puedo hacer.

—Mientras está en ello, también podría descubrir si estaba libre de servicio la tarde del día nueve.

—¿Está usted diciendo que el hombre que Lees vio en el autobús pudiera ser el doctor Hume?

Abberline se encogió de hombros.

—Lees nos ha dicho que no era John Netley.

—¿Acepta usted su palabra en eso?

—La acepto, pero no tiene nada que ver con los poderes psíquicos. El hombre que él vio llevaba bigote. Hace algún tiempo el nombre de Netley surgió en mis investigaciones y yo me propuse localizar una copia de su permiso de cochero, con su fotografía además. Netley lleva barba completa.

—Entonces usted sabe que Gull nos ha mentido. ¿Por qué no lo ha desenmascarado?

—No quiero hacerlo sin más pruebas. Si creo necesario volver a ver a Gull, intento enfrentarlo con pruebas adecuadas. Por eso tengo interés en que usted me proporcione datos sobre el programa de Hume, si puede.

—Haré todo lo que pueda —dijo Mark.

Pero ahora, en el mostrador de recepción del hospital, se encontró con un chasco inesperado.

—Lo siento, doctor Robinson —le dijo el empleado de noche—. No estamos autorizados a dar semejante información. Primero tendría usted que pedir permiso al jefe de personal.

—Entiendo.

Disimulando su decepción, Mark comenzaba a alejarse cuando el empleado lo llamó.

—Puede usted pedirlo al doctor Hume mismo si quiere. Dentro de una hora entrará de servicio en el turno de noche.

—Gracias.

«De nada», se dijo Mark. Era difícil que se enfrentara a Jeremy Hume con sus preguntas. Y si lo que sospechaba era cierto…

—¡Mark!

Al oír la voz de Eva se volvió y vio que salía del pasillo a mano izquierda, con vestido de calle. Esta noche no llevaba sombrero y la luz de gas ponía un aura en sus rizos pelirrojos al acercarse a él.

—¿Está de servicio esta noche? —preguntó ella.

—No. Me he detenido un momento tan sólo. ¿Y usted?

—Mi día ya ha terminado, gracias a Dios. —Eva sonrió con aspecto cansado—. Y voy directamente a casa.

—¿Permite que la acompañe?

Ella asintió.

—Si quiere. Pero solamente son algunas manzanas.

—Lo sé. —Se puso al lado de Eva y cruzaron juntos el vestíbulo.

Una vez en la calle, Mark la cogió del brazo.

—Todavía me debe una cita para ir a cenar —le dijo—. Quizá podríamos detenernos en algún sitio para comer algo.

—Si no le importa, preferiría ir directamente a casa.

—¿Ni tan siquiera una taza de té?

—Tengo una tetera que me espera, gracias. Y justo en este momento todo lo que deseo es una oportunidad de quitarme los zapatos. —Le echó una mirada mientras cruzaban la calle—. Usted también parece cansado. ¿Ha sido un día difícil?

Rápidamente, Mark le habló de la encuesta judicial, de su visita subsiguiente a Scotland Yard con Abberline, y su confrontación allí con George Hutchinson.

—¿Cree que ha sido sincero con ustedes? —preguntó Eva.

—No hay motivo para dudarlo.

Ella frunció el ceño pensativamente.

—Pero ¿y esas mujeres en la encuesta…, y la que dijo que vio a la Kelly viva la mañana siguiente? Parece muy confuso.

—Todo el asunto es confuso, incluyendo la manera en que el juez alejó cualquier otro testimonio. Abberline jura que hay algún tapujo.

—Es un tipo raro —dijo Eva—. Viniendo al hospital tan a menudo, haciendo todas esas preguntas. ¿Cree realmente que sabe lo que está haciendo?

—No hay duda alguna. En mi opinión, sabe más de lo que está dispuesto a decir. Y esta vez yo juraría que ha descubierto algo.

—Tiene muy buena opinión de él, ¿verdad?

—Abberline no es un policía corriente. Si alguien puede ponerle las esposas a Jack el Destripador, él es quien lo hará.

Mark vaciló, preguntándose si debía continuar hablando, y después lo pensó mejor. Abberline había prometido silencio respecto a su visita a Sir William Gull, y no había razón alguna para violar su confianza. Por otra parte, él había solicitado información con respecto a Hume. Y si Eva podía suministrarla…

—¿Por qué tan silencioso? —preguntó ella.

—Estaba pensando. —Juntos dieron la vuelta a la esquina de Old Montague mientras él hablaba—. ¿Ha visto mucho al doctor Hume últimamente?

Eva sacudió negativamente la cabeza.

—Si todavía le preocupa el que él me moleste, no es necesario que se inquiete. Esta semana no ha compartido mi turno, ni la semana pasada tampoco, de modo que no he tenido ninguna relación con él.

—¿No sabrá entonces las horas que hace en el hospital?

—Realmente, no. ¿Por qué lo pregunta?

—Yo diría que la respuesta es obvia.

Ella se quedó mirándolo a medida que iba comprendiendo.

—Pero ¿por qué había de sospechar Abberline de Hume?

—Tiene sus motivos.

—¿Y usted? —Se detuvieron ante el alojamiento de Eva y ella se encaró con él debajo de la lámpara—. ¿Qué motivo tiene usted para involucrarse?

—Me he preguntado eso una docena de veces. Quizás es curiosidad profesional. Si yo pudiera encontrar a ese hombre, saber algo de él, su modo de pensar, estudiar sus motivos torcidos, quizás nos podría decir algo sobre la mente humana…

—¿Aunque ello signifique que lo maten en el proceso? —Los ojos de Eva se empañaron de inquietud—. ¿Y si el inspector tiene razón? Si Hume es capaz de semejantes crímenes, hará cualquier cosa para que no le atrapen. ¿Se da cuenta del riesgo?

—He dado mi palabra de ayudar.

—Pero ¿y si él sospecha?

—No se preocupe. Tendré cuidado. —Mark suspiró—. Si hubiera alguna manera de comprobar sus movimientos durante los últimos meses sin que él lo supiera…

—Quizás exista. —Los ojos de Eva se iluminaron—. El libro de anotaciones de pacientes. Todos los cirujanos del hospital tienen una lista de sus visitas y trabajos. Eso nos daría las horas exactas que estaba de servicio y nos diría cuándo había estado ausente.

—¿Hume también lleva ese registro?

Ella asintió.

—Lo he visto en el escritorio de su despacho. Un pequeño libro agenda, encuadernado en cuero rojo. Si pudiera echar una ojeada a esa agenda podría descubrir cuándo ha estado fuera. —Eva frunció las cejas—. Pero ¿cuándo podríamos hacer eso sin que él se enterara?

Mark sacó su reloj.

—Ahora —dijo—. Hume no entrará de servicio hasta las doce. Todavía me queda algo más de media hora.

—¿Y si llegara temprano? —Eva puso su mano en el brazo de Mark—. No ha de exponerse.

—No se preocupe. Puedo volver al hospital y llegar desde aquí en cinco minutos, entrando por la puerta de atrás. —Sonrió—. Gracias por decírmelo.

—Desearía no haberlo hecho. —Eva movió la cabeza—. Mark, por favor…

—Tendré cuidado.

Se separaron entonces, pero no antes de que él prometiera encontrarse con Eva el día siguiente durante el turno de nueve a seis.

Entonces Mark se apresuró a poner en práctica su plan.

Entrar en el hospital no presentaba problema alguno. Dio la vuelta hasta la intersección de Oxford y la calle Philpot sin encontrar a nadie en el camino. Los almacenes, normalmente tranquilos a esta hora, estaban totalmente desiertos. Londres yacía silenciosamente detrás de puertas cerradas con llave, temblando al saber que el Destripador andaba al acecho.

Mark encontró la puerta de entrada al patio de atrás, un área ajardinada con árboles y arbustos y una zona central pavimentada. Había oído referirse a aquella zona como la «Plaza Armazón de Cama» porque era allí en donde algunas veces se sacaban las camas del hospital para ser pintadas o limpiadas.

Abriendo una puerta que daba a un pasillo interior entró a la oscuridad, pasando frente a una hilera de habitaciones destinadas a almacenaje, y después giró hacia la sala de consultas mal iluminada, a su izquierda. También ésta estaba totalmente desocupada, y susurró una plegaria para que siguiera así. Siempre había un vigilante de patrulla, pero confiaba en que no pasase demasiado frecuentemente durante las horas de medianoche.

«Horas de medianoche.» Todavía le quedaban veinticinco minutos. Y si la suerte lo acompañaba…

Así fue.

La puerta que daba a la sala de consultas del doctor Hume estaba cerrada, y el interior estaba oscuro. Permaneció así hasta que él estuvo dentro a salvo; después, cerrando la puerta, se aventuró a encender una lámpara de petróleo que había encima del escritorio y se dedicó a su trabajo.

«Ten cuidado.» A pesar de sus esfuerzos por dominarse, el corazón de Mark palpitaba rápidamente, y sus orejas se esforzaban por atrapar cualquier ruido de pasos en el pasillo al otro lado de la puerta.

Eva había tenido razón en cuanto al peligro que comportaba. Si Hume era culpable no se detendría ante nada para evitar ser descubierto. Y si descubría a alguien husmeando en su gabinete en medio de la noche…

Mark trabajaba rápida y febrilmente. No había nada encima del escritorio, excepto un bloc con la lista de citas de los pacientes del día siguiente y una nota garrapateada sobre una operación de cirugía programada para las siete de dicho día. Los cajones de la mesa escritorio se abrieron cuando lo intentó, pero su contenido no reveló más que los artículos usuales; plumas, lápices, papel de notas en blanco, un listín telefónico de la ciudad, montones de facturas y recibos de compras personales en tiendas locales. Y, en el cajón inferior, a la derecha, un librito de notas.

Lo sacó, con el pulso batiéndole fuertemente mientras lo acercaba a la luz y abría sus páginas. Todo lo que contenía era listas de números de calles y los nombres de otros médicos. Un libro de direcciones, nada más.

¿Dónde estaba el libro de citas?

Mark echó una ojeada a su reloj y se acercó al archivo de madera del rincón. Los cajones se abrieron suavemente, revelando hileras de carpetas. Aquí había datos sobre pacientes, hoja tras hoja de impresos de examen, gráficos, diagnósticos añadidos. Cada una llevaba un encabezamiento que registraba la hora y la fecha, pero sin orden. Los cuatro cajones debían de contener cerca de un millar de aquellas carpetas de archivos; se necesitarían días para revisarlas todas y sacar la información exacta que estaba buscando.

En esta oficina no había otros armarios o cajones. ¿Dónde podía estar, por consiguiente, el libro que buscaba?

Mark lanzó un juramente en voz baja al darse cuenta de la respuesta obvia.

«En el bolsillo de Hume.»

Naturalmente, allí era donde estaría el librito; él lo llevaría encima. Probablemente, la mayoría de los cirujanos lo harían así, como un método conveniente para referirse a citas anteriores. Y si el registro de Hume contenía evidencia acusatoria de sus horas libres de servicio, ciertamente él no lo dejaría allí al alcance de cualquiera.

Mark se quedó helado cuando oyó un eco sordo detrás de la puerta cerrada. Unos pasos que se acercaban a la largo del pasillo, fuera…

Rápidamente apagó la luz, y después se aplastó contra la pared que había junto a la entrada. No podía hacer nada más, no había donde esconderse, y si la puerta se abría y Hume entraba…

Los pasos sonaban ahora más fuertes, justo delante de la entrada. Las manos de Mark se convirtieron en puños, sus sienes palpitaban anhelantes. «Si la puerta se abría…»

Pero no se abrió. Y los pasos siguieron adelante, muriendo en la distancia.

Mark suspiró. Solamente el vigilante, después de todo, y ahora se había marchado, gracias a Dios. Todo estaba silencioso, seguro para moverse de nuevo, cerrar los cajones del archivo. Cerrarlos rápidamente, pues ya debía de ser casi medianoche. Una mirada rápida a su reloj le confirmó la hora. Hora de irse.

La hora de abrir la puerta del gabinete, salir sigilosamente al pasillo, y dirigirse al pasaje posterior que conducía a la puerta de atrás.

Mientras lo hacía, un alivio agradecido cedió a la amargura del fracaso. Estaba seguro, pero había fallado. Y porque había fallado, no había seguridad…, ni para él mismo, ni para Eva, ni para nadie. No había ninguna seguridad con el Destripador todavía libre.

Por un momento había parecido tan sencillo, tan fácil. Encontrar el libro de citas, comprobar las entradas, ir a Abberline y jugar a ser héroe. «Doctor Hume, lo arresto con el cargo de asesinato…»

Sonrió tristemente ante ese pensamiento. Puro melodrama, una escena de una de las comedias de Mansfield. Pero esto no era simulado; el Destripador era real, y también lo era el peligro. Fuese o no fuese Hume el hombre que buscaban, eso no era importante. Fuese quien fuese el Destripador, estaba en libertad. En libertad para caminar por la noche, cuchillo en mano, buscando nuevas víctimas…

Las campanadas de medianoche sonaron en una iglesia cercana y la sonrisa de Mark se convirtió en una mueca de desdén. Tantas iglesias aquí en Whitechapel, tantas plegarias subiendo a Dios, y todo, ¿para qué? Los rezos no habían supuesto ninguna protección contra los crímenes en masa. No había protección posible mientras Jack el Destripador anduviese merodeando. Podría estar ahora en cualquier parte, incluso allí.

Mark entró en Bedstead Court, hacia las sombras de los árboles y los arbustos que rodeaban la salida posterior.

Y entonces, surgiendo de la oscuridad, apareció la figura.

Antes de que pudiera moverse estaba encima de él, una figura jorobada, inclinada, con una capa negra, escurriéndose hacia la pálida luz de la luna dentro del patio, los pies metidos en unas zapatillas como bolsas, su cabeza cubierta con una gran gorra sin forma de color gris. Colgando de su borde, un trozo de franela gris le ocultaba la cara con excepción de un vislumbre de ojos que brillaban por una abertura.

A medida que la figura avanzaba, una oleada de hedor barrió el aire que la precedía, y de debajo de la cortina ocultadora llegó un ruido de jadeo.

Entonces, mientras Mark miraba, el brazo izquierdo se alzó. Por un instante, los ojos de Mark se abrieron mucho, esperando el brillo del cuchillo a la luz de la luna, pero los delicados dedos estaban vacíos. Agarraron la capucha, la echaron hacia atrás y quitaron la gorra para revelar el rostro que había debajo.

Pero no era un rostro.

Mark contempló horrorizado el cráneo deformado con unos pocos mechones de pelo lacio que crecían de una masa huesuda sobresaliendo de una ceja prominente que cubría casi enteramente un ojo. El otro ojo lo miró desde la masa informe de carne que servía de nariz. Debajo había un apéndice rosado que se proyectaba desde la mandíbula superior, torcido, volviendo al labio superior encima de la boca estrecha.

Esa boca se movió ahora, jadeante por la respiración, y de la abertura entre los dientes torcidos llegaron sonidos ahogados reconocibles escasamente como palabras.

—No tenga miedo —le susurró la criatura—. Soy John Merrick.

—¿Quién?

—El Hombre Elefante.