Capítulo 33
Santo Domingo, 1805 d. de J. C. Cuando el general revolucionario negro Henri Christophe capturó Santiago, la mayoría de sus habitantes buscaron refugio en la iglesia. Allí fueron asesinados, y el sacerdote fue quemado vivo en un fuego de libros de oraciones y sus propias vestiduras.
Londres enloquecía bajo la mirada de Mark.
El asesinato de Mary Jane Kelly transformó la ciudad en un gran manicomio que se hacía eco del clamor de sus residentes. Algunos se acurrucaban muertos de miedo detrás de sus puertas cerradas con llave, otros corrían trastornados, pero en todas partes se alzaba el clamor, voces balbuceantes de terror, protestas y lamentos, gritos de venganza. El griterío y las voces eran horribles de día, pero los susurros nocturnos eran peores. Murmullos de formas vislumbradas en la oscuridad, de formas temibles acechando en las sombras, de presencias invisibles a la caza y a la espera; criaturas manchadas de sangre con cuchillos sangrientos, a la espera de golpear de nuevo.
Los guardianes de la casa de locos no se portaban mejor que sus residentes. Oían rumores pero no hechos. Había investigaciones pero ningún hallazgo. Había confesiones, arrestos y encarcelamientos pero ninguno tenía el timbre de la verdad.
La Prensa esparcía el pánico, las autoridades propiciaban la confusión, y Sir Charles Warren dimitió oficialmente.
Y el 12 de noviembre se celebró la encuesta judicial.
A primera hora de aquella mañana Mark encontró al doctor Trebor en su oficina del hospital, desplomado sobre su escritorio, el rostro grisáceo y vidriosos sus ojos gris-verdoso.
—No voy a ir —murmuró.
—¿No quiere ir? —Mark se quedó mirando al hombre ojeroso.
—¡Qué tonto he sido! —La voz de Trebor se estremeció—. Perdiendo el tiempo, vigilando y preocupándome de la suerte de aquéllas que no me concernían. Y, mientras, se iba acercando cada vez más, pero yo cerraba los ojos porque no quería ver. Ahora es demasiado tarde. Ella ya ha muerto.
Mark compuso sus facciones pero no pudo dominar sus pensamientos. «La locura es contagiosa. El puente de Londres está cayendo. Todos se han vuelto locos… Trebor también.»
Se esforzó por hablar.
—No ha de culparse. Si la Policía no puede solucionarlo, ¿cómo es posible que alguien más pueda tener una respuesta? Usted no hubiera podido impedir la muerte de Mary Jane Kelly.
—No es Kelly. —Trebor le mostró un trozo arrugado de papel amarillo que tenía encima de la mesa—. El telegrama ha llegado esta mañana. Mi esposa ha muerto.
—Lo siento. Yo no sabía…
—Tampoco yo. —Trebor se levantó lentamente—. El próximo tren sale a mediodía. Tengo que irme en seguida.
—Si puedo hacer alguna cosa…
—Gracias. Pero no te preocupes, me arreglaré. —Trebor consultó su reloj—. Abberline dijo que pasaría por aquí camino de la encuesta. Te agradeceré que le digas lo que ha sucedido.
—Naturalmente. —Mark vaciló—. Pero quizá no vaya con él. Como usted dice, ¿de qué serviría? Realmente, no hay nada que yo pueda hacer.
Trebor suspiró.
—Olvida lo que acabo de decir. Ha sido una autolamentación y no la voz de la razón. Estaba equivocado, Mark. La muerte de esas mujeres me concierne. Y dar con su asesino es un asunto que nos concierne a todos. Si hay la menor posibilidad de ayudar, no puede despreciarse. Cuando venga Abberline, prométeme que irás con él.
Mark lo prometió y cumplió su palabra.
Aquella misma mañana, más tarde, camino del depósito Shoreditch del Ayuntamiento, el inspector Abberline lo puso al corriente de los acontecimientos de los últimos días.
—Vaya jaleo —dijo—. No creería usted el lío que hay. Cuando llegué a Miller’s Court aquella mañana toda la zona estaba cercada. No se había permitido que nadie saliera del lugar. Los inspectores, los detectives, los agentes y cuatro médicos permanecieron junto a la puerta cerrada con llave de Kelly más de dos horas.
—Y, ¿por qué no entraron? —preguntó Mark.
—Órdenes de Warren… las últimas antes de dimitir. Nadie podía entrar antes de que llegasen los perros de caza.
—¡Otra vez, no!
Abberline sonrió amargamente.
—El maldito idiota seguía insistiendo en que ellos podrían seguirle la pista al asesino. Lo que no se molestó en descubrir era que los perros habían sido devueltos a su propietario varias semanas atrás.
—Finalmente, el superintendente Arnold ya estaba harto.
No tuvo el valor suficiente para asumir la responsabilidad de derribar la puerta, pero ordenó que sacaran el cristal de la ventana. Así es como pudo entrar el fotógrafo.
Abberline respondió al ceño interrogativo de Mark con un encogimiento de hombros.
—Algún estúpido lo había enviado para que retratara los ojos del cadáver con la teoría de que la imagen del asesino estaba fijada en la retina de la víctima.
—Eso es imposible —murmuró Mark—. Seguramente los médicos debían saber…
—Tampoco los médicos ayudaron demasiado. Después de ser tomadas las fotografías, llegaron más órdenes… esta vez de Anderson como nuevo comisario en funciones. El casero, un sujeto llamado McCarthy, dio el permiso para abrir la puerta de un hachazo. Estaba atrancada por dentro con una cómoda. Si ha leído usted los periódicos, ya sabe lo que encontraron.
Mark miró de soslayo al inspector.
—¿Ha sido realmente tan malo como han dicho?
Abberline asintió lentamente.
—Nunca había visto nada semejante, y confío en que Dios no me haga ver nada parecido en mi vida. Entonces fue cuando entramos en conflicto con los médicos. Ellos querían examinar el cadáver, o lo que quedaba del cuerpo, y nosotros queríamos la habitación despejada para buscar pistas. Les permitimos que se llevaran los restos al depósito de Shoreditch en un carro de recadero. Dijeron que se necesitó un equipo de dos cirujanos y cuatro ayudantes para reajustar el cuerpo y hacer una autopsia. Los médicos no querían que el cuerpo fuese llevado a Shoreditch porque el asesinato tuvo lugar en Whitechapel. Hubo una discusión al respecto, pero el superintendente Arnold insistió. Dijo que estaba siguiendo órdenes.
—¿Órdenes de quién?
Abberline hizo una mueca.
—Me gustaría saberlo. Tengo un montón más de preguntas, pero pocas condenadas respuestas. Todo lo de aquel cuarto necesita explicación. Hubo un fuego feroz en el hogar, lo bastante fuerte como para fundir una tetera. Las ropas de Kelly no fueron tocadas, pero se quemaron otros vestidos… Fue encontrado el armazón metálico de un sombrero femenino, un trozo de terciopelo de una chaqueta, partes de una falda y restos de otras cosas que se consumieron enteramente. Pero ¿por qué fueron quemadas esas cosas? Y ¿por qué, en primer lugar, encender un fuego?
—Quizás el asesino quería luz para trabajar —dijo Mark.
—Para eso no necesitaba el hogar. Había media vela metida en un vaso roto sobre la mesa, pero no fue utilizada.
Mark asintió.
—Entiendo su problema.
—Únicamente parte de él —dijo Abberline—. Lo que me obsesiona es la puerta, cerrada con llave desde dentro y además con la cómoda apoyada contra ella.
—¿No habrá una simple respuesta para eso? —dijo Mark—. Obviamente, el asesino escapó por la ventana y después la cerró otra vez.
Abberline encogió los hombros.
—Nada es sencillo ni obvio en este caso. Supimos que Kelly había estado viviendo con un hombre llamado Barnett —confidencialmente, la autopsia demostró que estaba embarazada de tres o cuatro meses, seguramente por ese hombre, aunque el feto ha desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Como el riñón de la Eddowes —murmuró Abberline—. Kelly y su amante se pelearon el treinta de octubre… fue entonces cuando se rompió el cristal de la ventana. —Alzó la mano para detener la pregunta obvia—. Hemos interrogado a Barnett minuciosamente y no es sospechoso. Él la había visitado algunas veces después de eso, e incluso le llevó algún dinero. Pero tanto él como la Kelly utilizaban la ventana para salir de la habitación después de echar el cerrojo de la puerta por dentro. Y entraban nuevamente pasando la mano por entre el cristal roto y abriendo el pestillo. Verá usted, según su declaración, había perdido la llave de la habitación por lo menos diez días antes de la muerte de Kelly.
—¿Perdido? —preguntó Mark.
—Y, si es así, ¿cómo podía estar la puerta cerrada desde dentro cuando nosotros llegamos? —Abberline hizo una pausa—. El asesino utilizó la ventana para escapar, tal como ha dicho usted. Pero antes de marcharse cerró la puerta con llave, y también echó el cerrojo. El hombre que ha matado a Mary Jane Kelly está paseándose en este momento por las calles con la llave de su habitación en el bolsillo.
Mark frunció el ceño.
—Pero, en primer lugar, ¿dónde la conseguiría?
—Ésa es una de las cosas que más me gustaría saber. Quizá la encuesta judicial arroje alguna luz sobre el asunto, pero lo dudo.
Y en el Ayuntamiento de Shoreditch se confirmaron sus dudas.
Después de que los médicos hubieron jurado, hubo cierta discusión sobre la vista. Como Abberline había señalado, el crimen había tenido lugar en Whitechapel, donde Wynne Baxter era forense. Pero el doctor Roderick McDonald estaba aquí a cargo.
—La jurisdicción está donde se encuentra el cadáver, no donde fue hallado —insistía.
Abberline dio un codazo a Mark, murmurando:
—Alguien quería tener a Baxter fuera de este asunto… hace demasiadas preguntas. McDonald es un miembro del Parlamento, ¿sabe? Creo que lo han escogido porque él cooperará.
El jurado había sido conducido al depósito para ver el cadáver y después a la escena del crimen. Cuando volvieron, comenzó el procedimiento.
El primer testigo fue Joseph Barnett, pescadero sin empleo, que había sido el amante de Mary Jane Kelly. Habló de sus relaciones y de su pelea, pero no añadió nada que Mark no hubiera oído de boca de Abberline.
Después llegaron las mujeres. Una vecina llamada Cox vio a la Kelly justo antes de media noche, de pie, delante de su habitación, con un hombre bajo y gordo de bigote pelirrojo, con un abrigo largo y un sombrero blando de fieltro. Tenía un bote de cerveza en la mano y ella parecía estar borracha. Mrs. Cox la saludó y ella le dijo: «Buenas noches, voy a tomar un trago.»
Kelly comenzó a cantar, y Mrs. Cox salió. Cuando regresó a las tres de la madrugada, todo estaba silencioso en la habitación. Aproximadamente a las cuatro oyó una voz de mujer que gritaba: «¡Asesino!», pero esos gritos eran bastante frecuentes durante las peleas entre los inquilinos, y el ruido parecía provenir de fuera del patio. Y como no hubieron más gritos no se molestó en investigar y volvió a su cama para dormir.
Elizabeth Prater, otra vecina, también oyó cantar a Kelly dentro de su habitación aquella noche. Salió un rato y cuando regresó, aproximadamente a la una y treinta, no había luz ni se oía nada en la habitación. A las cuatro de la mañana también oyó el grito «¡Asesino!», pero, como Mrs. Cox, lo pasó por alto cuando siguió el silencio.
Sara Lewis, una lavandera, vino a visitar a una mujer que vivía al otro lado del patio, frente a la Kelly, a las dos treinta de la madrugada. El motivo de escoger semejante hora en medio de la noche para hacer una visita de cortesía no fue aclarado, pero cuando Mrs. Lewis entró en el patio vio a un hombre de pie delante del número trece.
—Era corpulento, no muy alto, y llevaba un sombrero blando de fieltro.
No siendo asunto de ella, siguió adelante para visitar a su amiga y después las dos mujeres se fueron a dormir. Poco antes de las cuatro un grito despertó a Mrs. Lewis. Esto tampoco era asunto que le concerniera, de modo que no hizo caso.
Una tal Mrs. Caroline Maxwell, esposa de un hostelero contiguo, tenía una historia distinta. Ella había estado viendo a la Kelly por el patio durante unos cuatro meses, pero solamente había hablado una vez con ella. Mrs. Maxwell dijo que había salido entre las ocho y las ocho treinta de la mañana y había visto a la Kelly al otro lado de la calle y la había llamado.
—¿Por qué madrugas tanto, Mary?
—Oh, Carrie, me encuentro tan mal… Me he bebido un vaso de cerveza y he vomitado otra vez.
Mrs. Maxwell siguió hasta Bischopsgate para comprar en una tienda el desayuno de su marido pero, de regreso, aproximadamente a las nueve menos cuarto, observó que Kelly estaba de pie junto a la taberna «Britannia», hablando con un hombre.
Mark oyó que el jurado murmuraba mientras ella hablaba, y escuchó con atención cuando el juez de primera instancia la interrogó.
—¿Qué descripción puede damos de ese hombre?
—No podría describirlo. Estaba demasiado lejos. Pero estoy segura de que ella era la difunta. Estoy dispuesta a jurarlo.
—Usted ya está bajo juramento —le recordó el doctor McDonald—. ¿Era un hombre alto?
—No. Era un poco más alto que yo… y corpulento.
—¿Qué ropa llevaba?
—Ropa oscura. Parecía llevar un abrigo a cuadros. No pude ver qué tipo de sombrero usaba.
Hubo confusión en la sala, aumentada cuando el juez recordó a Mrs. Maxwell que al parecer Mary Jane Kelly había muerto antes del alba. Pero Mrs. Maxwell insistió en su opinión.
Entonces el inspector Abberline fue llamado al banquillo. Su declaración siguió las líneas de lo que había dicho a Mark cuando iban de camino, añadiendo únicamente que en la habitación de la Kelly había sido hallada una pipa masculina de arcilla. Pero el señor Joseph Barnett dijo que era de él; la había fumado diversas veces.
Finalmente, el doctor Bagster Phillips fue llamado a declarar. Describió cómo habían entrado en la habitación y encontrado el cadáver, pero el juez le advirtió que los detalles horribles no eran necesarios y podrían ser descritos más adelante. Phillips declaró que la causa inmediata de la muerte fue el corte de la arteria carótida derecha.
Ahora el juez McDonald tomó la palabra. En su opinión no había necesidad de más testimonios.
—Si el jurado de instrucción puede tomar una decisión en cuanto a la causa de la muerte, ése es su cometido. Por lo que he sabido —continuó—, la Policía se hará cargo del proceso futuro de este caso.
No deseaba quitarlo de las manos del jurado, dijo, pero a menos que quisieran reunirse de nuevo dentro de una semana o una quincena, podían dar ahora su veredicto.
Mark echó una ojeada a Abberline, sentado en medio, y vio su reacción. El juez de instrucción estaba simplificando el caso, reduciéndolo a una cuestión concreta de confirmar la causa de la muerte de la Kelly. Obviamente, quería que la encuesta se cerrase ahora, de una vez por todas.
Y el jurado no discutió. El representante dio el veredicto esperado: asesinato premeditado por persona o personas desconocidas.
La encuesta fue cerrada.
Mientras los espectadores salían de la sala, Mark se reunió con Abberline. Ninguno de los dos habló hasta llegar al carruaje y salir en dirección a Scotland Yard.
—¿Y bien? —dijo Mark.
Abberline frunció el ceño.
—Ha sido una tapadera. Todo arreglado de antemano, comenzando por la orden de llevar el cuerpo a Shoreditch. Todavía no sé quién estaba detrás de esa orden, pero creo adivinar que fue el propio Salisbury.
—¿El Primer Ministro?
—No estoy seguro, pero debe ser alguien de muy arriba.
—¿Por qué motivo?
—Dios sabrá el porqué. —Abberline cerró los ojos como si sintiera dolor, y Mark observó su reacción—: No se preocupe por mí —dijo el inspector—. Es este estómago mío.
—¿Alguna cosa que ha comido?
—Algo que no puedo tragar. —Abberline hizo una mueca—. ¿No ha oído usted a esos testigos contradiciéndose sobre la última vez que vieron a la Kelly? ¿Y las contradicciones en sus descripciones del hombre que vieron con ella?
—No tiene sentido —dijo Mark.
—Es por esto que le he pedido que viniera conmigo a Scotland Yard. Me han dicho que allí espera un tipo que tiene algo más que decir. Quizá pueda arrojar alguna luz a esta confusión.
Pero en la oficina de Abberline en Scotland Yard, George Hutchinson solamente añadió una pieza al rompecabezas.
Se trataba de un obrero sin empleo que hacía algún tiempo que conocía a Mary Jane Kelly, o así lo declaró. Aproximadamente a las dos de la noche del crimen, caminando por la calle, sin tener dónde ir a dormir, vio un hombre de pie en la esquina de la calle Thrawl. Pasando junto a él, vio a la Kelly en la calle Flower and Dean. Le pidió seis peniques, pero él le respondió que no tenía nada.
—Debo ir a buscar un poco de dinero —explicó ella.
—¿Qué sucedió entonces? —preguntó Abberline.
—Prosiguió hacia la calle Thrawl. El hombre que estaba allí de pie se le acercó y le puso la mano en el hombro. Le dijo algo que yo no pude entender y los dos se echaron a reír. Pasaron juntos por mi lado, él con la mano todavía en el hombro de ella. El hombre llevaba un sombrero blando de fieltro, muy inclinado sobre los ojos. Cuando cruzaron hacia la calle Dorset yo los seguí a cierta distancia y estuve observándolos. Se quedaron en la esquina de Miller’s Court unos tres minutos y oí que la Kelly decía que había perdido el pañuelo. El hombre se sacó uno rojo del bolsillo y se lo entregó. Entonces entraron juntos en el patio.
—Dice usted que permanecía a cierta distancia —murmuró Abberline—. ¿Cómo pudo usted distinguir que el pañuelo era rojo desde tan lejos?
—Quedó bajo la luz de la lámpara —replicó Hutchinson—. El hombre lo ondeó como un torero, y ella se rió.
—¿Y después?
Hutchinson se encogió de hombros.
—Entré en el patio para tratar de verlos, pero no pude. En la habitación de la Kelly la luz estaba apagada y no oí ningún ruido. Me quedé fuera unos tres cuartos de hora para ver si salían, pero no salieron, de modo que me marché.
—¿Tenía usted algún motivo para esperar? —preguntó el inspector.
Hutchinson sonrió tímidamente.
—Ya sabe usted lo que ocurre. Si el tipo se marchaba, yo quería pedirle a Kelly que me dejara pasar la noche en su habitación con ella, ya que no tenía dinero ni nada. —Su sonrisa se desvaneció—. Pero el individuo se quedó.
—Este hombre —dijo Abberline—. ¿Qué aspecto tenía?
—Mediría entre un metro sesenta y cinco y un metro setenta y tendría unos treinta y cinco años de edad. Tez oscura y un bigote negro con las puntas hacia arriba. Llevaba un abrigo oscuro, largo, ribeteado de astracán, un cuello blanco y corbata negra. En la corbata llevaba un alfiler en forma de herradura de caballo. Llevaba polainas encima de las botas abrochadas. El abrigo estaba abierto y vi una cadena de oro sobre su chaleco con una piedra roja en un colgante de la cadena. A mí me pareció extranjero.
—¿Vio usted todo eso mientras ellos hablaban?
—Sí, estaban debajo de la luz. Y observé algo más. —La voz de Hutchinson descendió a casi un susurro—. Llevaba un pequeño paquete en su mano izquierda, de unos veinte centímetros de longitud, atado con una correa o un trozo de bramante. Parecía como si estuviera envuelto en tela oscura americana.
—¿Tela aceitada?
Mark quería decir algo más, pero Abberline lo hizo callar con una mirada de advertencia, y después se concentró en Hutchinson.
—¿Por qué no ha venido antes voluntariamente con esta información? —preguntó—. Hubiera podido presentarla en la encuesta judicial.
—¿Y poner un dogal alrededor de mi cuello? —Hutchinson sacudió la cabeza—. ¡Pues sí que me hubiera ido bien! No me importa contárselo a usted, o hablar con los tipos de la Prensa solamente para demostrar que no tengo nada que ocultar. Pero ¿cómo voy a esperar que un jurado me crea?
—¿Qué le hace pensar que yo sí le creeré?
—Porque usted es un poli. Usted sabe que ningún tipo viene voluntariamente a contar una historia así a menos que no tenga nada que ocultar.
—Entiendo. —Abberline se frotó la barbilla con la mano—. En ese caso, supongamos que me cuenta algo más. ¿A qué hora dice usted que dejó de vigilar la habitación de la Kelly?
—A las tres de la madrugada. Puedo asegurar que era esa hora porque el reloj de la iglesia dio la hora justo cuando yo ya me marchaba.
—Y, ¿adónde fue usted entonces?
—Como le he dicho, no tenía dinero para una cama. Caminé por las calles hasta el alba. Entonces descubrí un montón de sacos en un rincón de un pasaje y me acurruqué sobre ellos para dormir un poco.
—De acuerdo. —Abberline inclinó la cabeza—. Le permito que se vaya a sus asuntos, aunque le advierto que quizá lo necesitemos otra vez. Deje nota en el mostrador, al sargento, del lugar en donde podemos encontrarlo.
—A su servicio, guv’nor. —Hutchinson sonrió aliviado—. Pero le he dicho todo lo que sabía.
Cuando hubo salido, Mark se volvió hacia el inspector.
—¿Ha creído usted a ese individuo?
Abberline se acercó a la ventana y se quedó de pie ante ella, mirando hacia la creciente penumbra exterior.
—Si no mentía, ayuda a aclarar algunas de las historias que hemos oído en la encuesta.
Volvió sobre sus pasos, hablando lentamente.
—Intentemos colocar juntas las piezas. Mrs. Cox ve a la Kelly delante del número trece antes de media noche hablando con un sujeto bajo y corpulento, con un bigote pelirrojo. Habían estado bebiendo y la Kelly lo hace entrar en su habitación para ocuparse de su negocio.
»Elizabeth Prater la oye cantar en la habitación cuando sale, pero cuando regresa no hay ruido ni luz que provengan de la habitación.
»El cliente de Kelly no pudo haberse quedado más tiempo, porque ella sale otra vez y Hutchinson la encuentra en la calle. Quizás el primer sujeto no le paga, porque ella pide seis peniques a Hutchinson. Él la observa mientras ella hace tratos con otro hombre, más alto, mejor vestido, con un bigote oscuro. Se van a su habitación y Hutchinson se queda vigilando fuera.
»Probablemente Hutchinson era el que Sara Lewis vio alrededor de las dos y media, ya que él dice que permaneció en el patio hasta las tres. Cuando él se marcha todo está silencioso.
Mark asintió.
—Eso explicaría las discrepancias en las descripciones del hombre que vieron los testigos. Realmente hubo tres hombres distintos: el primer cliente borracho de Kelly, el segundo individuo que se acercó a ella en la calle más tarde, y el propio Hutchinson —vaciló—. Pero ¿cómo podemos estar seguros de que las mujeres dijeron la verdad?
—Yo creo que la dijeron —repuso Abberline—. Porque todas ellas, Mrs. Cox, Prater, Sara Lewis, dicen que oyeron una voz que gritaba «¡Asesino!» a las cuatro de la madrugada más o menos. Lo cual se ajusta bastante a la opinión médica respecto a la hora en que mataron a la Kelly.
—Se olvida usted de una cosa —dijo Mark—. La otra mujer, Mrs. Maxwell, jura que vio a Kelly con vida entre las ocho y las nueve de la mañana siguiente.
—No me olvido de eso —dijo Abberline y su rostro era siniestro—. Y supongo que tampoco el juez se ha olvidado. Si yo hubiera presidido puede usted estar seguro de que la encuesta nunca se hubiera cerrado hasta llegar al fondo de ese asunto. ¿Qué vio ella realmente y qué dijo realmente? Según su testimonio, Mrs. Maxwell sólo había hablado con la Kelly una vez anteriormente, pero aquí las tiene hablándose y llamándose por su nombre de pila, como si se conocieran muy bien. ¿Es esto verdad o está Mrs. Maxwell inventando la historia para asegurarse de que su nombre quedará impreso en los periódicos? Créame, yo hubiera hecho muchas más preguntas antes de terminar con ella. Pero el juez prefirió dejar a un lado todo el asunto, además de la llave de la habitación de la Kelly que también falta. ¡Ha de haber ahí alguna especie de tapadera! —Sacudió la cabeza—. El problema está en que no puedo probarlo.
—Quizá sí pueda.
Al sonido de la suave voz, ambos hombres se volvieron y se quedaron mirando al hombre que estaba en la puerta. El hombre de los ojos brillantes.