Capítulo 11
Inglaterra, 1290 d. de J. C. El proscrito Thomas Dun fue capturado y ejecutado en Redford ante una gran multitud. Utilizando cuchillos mellados, los verdugos le cortaron ambos brazos por debajo de los codos, y después la parte superior hasta los hombros. Luego le cortaron los pies por debajo de los tobillos y después las piernas por las rodillas. Cortaron los muslos justo hasta el tronco. Le cortaron la cabeza y deshuesaron el torso. Los restos amputados fueron colgados y exhibidos hasta su total putrefacción.
El pasillo que conducía a la biblioteca resonaba con las voces indignadas de los médicos del hospital cuando salieron para reanudar sus rondas.
Trebor se entretuvo atrás, y Mark se detuvo junto a él.
—¿A qué estamos esperando? —preguntó.
—A Abberline. —Trebor se volvió cuando el inspector salió de la biblioteca, llevando su bolsa—. ¿Puedo hablarle, señor? —Abberline asintió. Parecía cansado y preocupado, pobre diablo; no era de extrañar, después del rapapolvo que Hume le había dedicado—. Siendo mucho lo que sucedió ahí dentro —dijo Trebor—. Hablando personalmente, quiero disculpar…
—No es necesario. —Pero la mirada del inspector mostraba agradecimiento—. Ha sido culpa mía por dejarme llevar. Supongo que hubiera debido de tener más tacto.
—Todo lo que usted ha hecho ha sido expresar su opinión.
—Que nadie desea escuchar. —Abberline sacudió la cabeza—. No pueden permitirse admitir que el caso se llevó chapuceramente desde el principio.
—Y, ¿cómo ha sido?
—Para empezar, aquella mañana me enviaron un telegrama a casa informándome del asunto. Yo fui directamente a Buck’s Row pero ya se habían llevado el cuerpo. En cuanto a las manchas de sangre en el pavimento fueron limpiadas con un cubo de agua por orden del agente Neill. Si el bobo hubiera dejado lo suficiente, con una muestra de esas manchas hubiéramos podido saber algo sobre el método de la muerte. Tal como están las cosas no tenemos en donde apoyarnos, salvo en las contusiones de la mandíbula y el lado de la cara de la víctima, lo que indica estrangulamiento por alguien que se le acercó desde atrás.
—¿Está usted seguro de eso? —preguntó Mark.
—No estoy seguro de nada, después de la manera en que trataron el cadáver en el depósito.
Trebor parecía asombrado.
—Pero usted nos ha dicho que el doctor Llewellyn examinó allí el cuerpo.
—No hasta que lo desnudaron. Dos internos de la casa, uno de ellos un maldito medio chiflado, se lo aseguro, ya habían quitado las ropas del cuerpo, e incluso cortaron parte de ellas. Y después, los muy idiotas, lavaron el cadáver.
—¿Por orden de quién?
—No he obtenido una respuesta clara al respecto. Nadie admite responsabilidad.
Trebor asintió.
—De modo que ha venido usted aquí buscando una opinión médica más amplia.
—No del todo. No podía contar con que algún médico aportara nuevas pistas sin ni tan siquiera ver el cadáver. —Abberline hizo una pausa—. Entre nosotros, lo que yo llevaba en la cabeza podría decirse que era más bien una expedición de pesca.
Trebor asintió de nuevo.
—En ese caso, estar haciendo preguntas y exhibir esos cuchillos ha sido simplemente una charada. Toda la cuestión se concentraba en comprobar nuestras reacciones mostrándonos aquel bisturí. —Sonrió—. Me temo que le he subestimado, inspector. Sabe usted llevar el juego bien.
Abberline encogió los hombros.
—No es un juego. Opino que el arma del homicidio fue un bisturí. Y un médico el que la usó.
Trebor se quedó mirándolo.
—¿De quién de nosotros sospecha usted?
—Ahora no puedo responderle todavía.
—Y si pudiera, tampoco lo haría.
—No, sin antes llevar a cabo una investigación más amplia. Todavía estoy buscando más información.
—Quizá podamos ayudarle —dijo Mark. Trebor le miró sorprendido, mientras Mark continuaba—. Si hay alguna cosa en la que podamos ayudarle…
—Quizá puedan. Necesito saber más de sus colegas. Del doctor Reid por ejemplo. De fuentes de confianza ha llegado a mis oídos que es bastante entusiasta utilizando el cuchillo.
—Está usted hablando de sus procedimientos quirúrgicos, naturalmente. —Trebor escogió cuidadosamente sus palabras—. Reid es un hombre sensato. Ya sé que hay quienes dicen que es demasiado rápido en sus diagnósticos, demasiado ansioso por recurrir a la cirugía en vez de sugerir otros procedimientos. Pero ha de comprender usted su posición. Con el volumen de pacientes que tratamos aquí diariamente no hay ni tiempo ni personal suficiente para tratamientos prolongados. En caso de duda, la cirugía es una solución sensata. Yo no creo que el doctor Reid vaya operando por ahí por el gusto de cortar.
—Y, ¿qué me dice usted de Hume?
Trebor vaciló.
—Es difícil de precisar. Se inclina a ser algo conservador en sus puntos de vista… uno de los médicos de la vieja escuela que todavía creen en el láudano y en el pus benefactor.
—Parece que a usted no le hace mucha gracia.
—Realmente, no conozco mucho a ese hombre.
—Supongamos que yo le cuento que ese hombre pasa buena parte de su tiempo en los mataderos locales contemplando cómo los carniceros hacen su trabajo.
—Eso es muy posible —dijo Trebor—. Pero no indica necesariamente que el hombre sea un asesino. —Sonrió—. No. Creo que tendrá usted que contarme algo mejor.
—Muy bien, entonces. Y, ¿qué hay de usted?
La pregunta llegó rápidamente, pillando de improviso a Trebor.
—Realmente inspector… ¿puede usted ofrecer alguna evidencia para formular semejante acusación?
—Únicamente circunstancial —dijo Abberline—. Por ejemplo, la cuestión de sus prolongadas ausencias de servicio en el hospital. La mayoría de los médicos trabajan en turnos regulares, pero usted parece ir y venir a su gusto.
—Eso es porque sirvo solamente en régimen de asesor voluntario —contestó Trebor—. Tengo el privilegio de escoger mi propio horario.
—De modo que usted tiene tiempo de asistir a encuestas judiciales. —Abberline habló lentamente—. La de Martha Tabram, por ejemplo. Y la de Polly Nicholls. —Se quedó mirando al médico—. No ha mencionado usted su presencia allí el otro día, pero yo le vi.
—Como uno entre cincuenta espectadores —dijo Trebor—. Si la simple presencia es indicación de una posible culpa, tiene usted cuarenta y nueve sospechosos más a quienes ha de interrogar.
—En este momento le estoy interrogando a usted.
—Y yo estoy dispuesto a contestarle. —Trebor respiró profundamente—. En primer lugar, estoy de acuerdo con usted; las investigaciones, en ambos casos —de Tabram y Nicholls— fueron una chapucería. Y, como resultado de ello, por ahí corren todo tipo de rumores extraños, incluyendo el de que el asesino sea un médico. Ya tenemos problemas aquí en el hospital porque nuestros pacientes temen a los cirujanos y sus bisturíes. Lo último que necesitamos es una acusación de asesinato. Por eso he seguido los procedimientos de la autopsia. Y sigo confiando en dar con alguna pista que pueda ayudar a resolver de una vez todos los problemas.
Abberline asintió.
—En ese caso, ¿puedo contar con usted si necesitara información médica?
—Naturalmente. —Fue Mark quien contestó—. Si se entera usted de algo, por favor, háganoslo saber.
—Estaremos en contacto.
El inspector se volvió y se alejó por el pasillo, y el sonido de sus pasos se mezclaba con el débil tintineo del metal en el interior de su bolsa.
Trebor esperó hasta que el inspector desapareció por la esquina, al fondo del pasillo, y entonces se volvió hacia Mark.
—¿Por qué te has ofrecido a ayudar?
—Por la misma razón que usted lo hizo. Quiero ayudar.
—Puede que eso no sea muy sensato.
—¿Por qué?
—Consideremos las circunstancias. Toda esta inquietud aquí en Whitechapel, los temores de un asesino masivo rondando por el distrito, los sospechosos acosados por las calles. Todos los extranjeros están bajo sospecha… judíos, polacos, anarquistas rusos, incluso los americanos.
—Pero eso es ridículo. Nadie me acusaría.
—No estés tan seguro —dijo Trebor—. Supongamos que alguien te pregunta dónde estabas la noche del último asesinato.
—Se lo mandaría a usted. Estábamos juntos en el teatro…
—Y después te marchaste solo.
—Me fui a mi alojamiento.
—Así lo has dicho tú. Pero ¿puedes probarlo? ¿Te vio alguien allí?
Mark quedó rígido, su mirada cautelosa.
—¿Qué está usted insinuando? ¿Cree usted que yo maté a esas desgraciadas?
—Otros podrían creerlo. —Trebor movió la cabeza—. De modo que es mejor no involucrarse. —Metió la mano en el bolsillo de su chaleco y sacó su reloj, que consultó frunciendo el ceño—. Más de las tres… Debo irme. Ya discutiremos esto más tarde.
Se alejó por el pasillo, dejando atrás al joven. Al volverse, vio que Mark ya no estaba solo. Estaba envuelto en concentrada conversación con una joven que llevaba el uniforme de enfermera ayudante. Y cuando ella alzó el rostro, que le quedó iluminado, reconoció a Eva Sloane.