Capítulo 10
Egipto, 1250 d. de J. C. Joinville nos habla del castigo sarraceno: «Los Percebes son la tortura más cruel que pueda hacerse a nadie. Se trata de piezas de madera flexible unidas con tiras de cuero y armadas en sus bordes con fuertes púas que encajan las unas en las otras.
Cuando los sarracenos quieren meter a alguien dentro lo tienden de lado y colocan sus piernas entre las púas; luego hacen que un hombre corpulento se siente sobre las piezas de madera. Y así ocurre que ni un centímetro de hueso queda sin romperse en las piernas. Al cabo de tres días, los ponen de nuevo en los Percebes y vuelven a aplastarlos.»
Las molestias abdominales de Abberline no mejoraron durante la semana siguiente. Pero no era el dolor personal lo que le llevó al Hospital de Londres la tarde del viernes.
Su aparición en la biblioteca la causó un asunto oficial y no perdió tiempo alguno en declararlo a los cirujanos reunidos allí. De pie, delante de la larga mesa, contempló las caras de los hombres de medicina sentados ante él. Algunos, como el doctor Trebor y el doctor Hume, ya le eran familiares; a otros los reconoció por su nombre a medida que se presentaron. El joven Mark Robinson era un desconocido total, pero eso no era sorprendente ya que había llegado hacía poco de América.
«América. Debo investigar sobre eso.» Abberline tomó una nota mental, archivándola rápidamente detrás de su sonrisa de saludo mientras hablaba.
—En primer lugar, quiero agradecerles su presencia aquí. Ya sé que están muy atareados y no pueden perder el tiempo, de modo que aprecio su colaboración.
«Ya basta de vaselina. Ahora, al grano.»
—Antes de comenzar, permítanme asegurarles que esta reunión no es oficial. Cualquier cosa que se diga aquí hoy será considerada como información confidencial; tienen ustedes mi palabra en este aspecto. A cambio, voy a pedirles que mantengan el mayor secreto sobre los asuntos que voy a exponerles. Lo que deseo de ustedes es una opinión profesional…, quizás un diagnóstico.
Abberline se detuvo el tiempo suficiente para confirmar que su audiencia sonreía. «Bien —se dijo—, ahora vamos a borrarles esa mueca de las jetas.»
—Estoy seguro de que todos ustedes están al corriente de la muerte de Mary Ann Nicholls el lunes pasado gracias a la atención que ha recibido en la Prensa. Algunos de los artículos la identificaban como Polly, pero eso no es importante. —Hizo una pausa nuevamente y después habló con suavidad—. Lo que importa es que la mujer fue asesinada en Buck’s Row, únicamente a una manzana de distancia de este hospital.
Una vez más, Abberline vaciló, escrutando los rostros que tenía delante de él. Las sonrisas habían desaparecido, tal como había esperado, y ahora hizo un rápido inventario de ceños fruncidos diversos, miradas sorprendidas y murmullos de excitación.
«No debo mirarles fijamente», se advirtió. Era mejor que ellos no supieran que estaba estudiando sus reacciones. Y no serviría tampoco si supieran que él sabía más de lo que ellos podían imaginar. Antes de venir hoy aquí se había preocupado de investigar el pasado de algunos de estos elegantes caballeros. Ciudadanos respetables todos ellos, reputaciones sólidas como rocas. «Pero levanta la piedra y te sorprenderías de lo que podría salir arrastrándose de debajo…»
—Permítanme que les hable de la difunta —dijo Abberline—. Cuarenta y dos años, casada pero separada de su marido e hijos. Ultima dirección conocida, una pensión de bajísima categoría en el número dieciocho de la calle Thrawl. Vestida andrajosamente, con ropas que incluían dos enaguas de franela con la marca del Asilo de Lambeth, pero llevaba una cofia nueva de color negro. La última vez que se la vio con vida fue a las dos y treinta minutos de la madrugada del lunes, en la esquina de la calle Osborn y la carretera de Whitechapel.
Ahora estaba leyendo de un librito de notas que había sacado de su bolsillo.
—El testigo que la vio, Emily Holland, declara que Nicholls estaba intoxicada y dijo que la habían echado de su alojamiento porque no tenía dinero, pero tenía intención de conseguirlo en seguida. Poco después de una hora más tarde su cuerpo fue hallado en Buck’s Row por dos hombres: William Cross, un cartero que se dirigía a su trabajo, y Robert Paul, un carretero. Nicholls estaba echada de espaldas al pie del camino, ante las puertas de un establo, y ellos creyeron que estaba borracha. Pero cuando intentaron levantarla se dieron cuenta de que la cabeza había sido casi enteramente cercenada por el cuello.
Ignorando el murmullo del grupo que tenía ante él, el inspector hojeó las páginas del librito, murmurando para sí:
—Corren calle abajo…, encuentran al agente Haines de patrulla…, llaman al oficial Mizen…, el agente Neill en escena…, el doctor Ralph Llewellyn es llamado de una residencia cercana, toma el pulso, no examina el cuerpo…, ambulancia policial al depósito…, allí se descubren heridas en el estómago…, el doctor Llewellyn vuelve… Ah, ¡aquí está!
Alzó la mirada haciendo movimientos con la cabeza.
—Por favor, caballeros, pido su atención. Me gustaría leerles el informe postmortem que se expuso ante el juez de primera instancia. Aquí tengo el testimonio del doctor Llewellyn.
«Fui llamado por la Policía aproximadamente a las cuatro de la mañana. Cuando llegué la mujer había estado muerta aparentemente desde hacía una media hora. Tenía un corte profundo en la garganta. Alrededor de una hora después fui llamado nuevamente por la Policía y, al acudir al depósito en donde el cuerpo había sido trasladado, encontré grandes heridas en el abdomen. A las diez de la mañana del día siguiente llevé a cabo un postmortem. En la parte derecha de la cara había una marca reciente y muy fuerte causada por un golpe dado por el puño o la presión del pulgar. En el lado izquierdo había una contusión circular que pudo haber sido hecha con la presión de los dedos. En la garganta tenía dos cortes, uno de diez centímetros de longitud, el otro de veinte. Los grandes vasos del cuello, a ambos lados, habían sido cortados. Las incisiones habían seccionado completamente todos los tejidos debajo de la vértebra, que también había sido penetrada. Estas heridas debían haber sido causadas por un cuchillo de hoja larga, moderadamente afilado y utilizado con gran violencia. En la parte baja del abdomen, a cinco o seis centímetros del costado izquierdo, había una herida desigual. Era muy profunda y los tejidos habían sido cortados de través. Cruzaban el abdomen varias incisiones. En el costado derecho también había tres o cuatro cortes similares que iban hacia abajo. En lo que se refiere a la garganta, parece que el arma fue sostenida por la mano izquierda de la persona que la utilizaba. De igual modo, las heridas del abdomen iban de izquierda a derecha y hubieran podido ser hechas por una persona zurda. El asesino también debía de tener algunos conocimientos rudimentarios de anatomía. Parece haber atacado todas las partes vitales. Yo diría que el asesinato tuvo lugar en el espacio de cuatro o cinco minutos.»
Abberline pasó una hoja.
—Ése es el testimonio oficial —dijo—. Pero hay algo más que ustedes deberían considerar. El omento, ¿es ésa la palabra? fue cortado en varios lugares. Y dos de estas heridas de cuchillo estaban en la vagina.
Se detuvo el tiempo suficiente para observar el efecto en su auditorio.
—Mutilaciones, caballeros. Cuatro o cinco minutos de mutilaciones que pueden haber ocurrido mientras la víctima todavía estaba viva. Porque, según opinión del doctor Llewellyn, el abdomen fue abierto «antes» de ser cortada la garganta.
Ahora no había duda alguna del efecto causado por sus palabras; el excitado murmullo de voces se alzaba en el semicírculo, pero esta vez las ignoró. Inclinándose, cogió una bolsa de cuero de debajo de la mesa y la colocó ante él, abriéndola mientras hablaba.
—Ahora conocen ustedes la naturaleza de las heridas y la manera en que fueron infligidas. Deseo que consideren muy cuidadosamente este testimonio bajo el punto de vista de su experiencia profesional. Porque la pregunta que yo les hago ahora es la importante: ¿Qué arma se utilizó?
Abriendo la bolsa, Abberline metió la mano dentro y sacó una daga con mango de nácar y punta afilada, y la sostuvo cerca de la luz.
—¿Sería algo parecido a esto?
—No. —La respuesta llegó rápidamente de un hombre con gafas que vestía levita y a quien él reconoció como el doctor Reid, uno de los miembros del personal quirúrgico—. Únicamente pudo ser utilizado para la penetración, pero no para cortar.
Entre asentimientos y murmullos de confirmación, Abberline dejó la daga en la mesa y buscó nuevamente en la bolsa. Esta vez sacó una herramienta corta, de mango grueso, con una hoja curvada.
—¿Qué les parece ésta?
—Un cuchillo para cortar corcho, ¿no es cierto?
Otra vez fue el doctor Reid el que habló.
Abberline asintió.
—También hay un cuchillo de zapatero, muy parecido, casi de la misma forma. ¿Podría alguno de estos cuchillos haber hecho ese trabajo?
—Lo dudo. —Ahora era el doctor Trebor quien le respondió—. Las conclusiones indican que se utilizó una hoja más larga.
—Por ahí se habla de un zapatero —dijo el inspector—. Alguien con el apodo de Delantal de Cuero que se cuenta que ha amenazado a algunas mujeres del distrito durante las pasadas semanas. Se ha largado desde que han ocurrido las muertes, pero estamos buscándolo. ¿Están ustedes seguros de que este tipo de arma no ha sido la responsable?
—Casi seguro. —Trebor vaciló—. Naturalmente eso no descarta a su sospechoso. Podría haber usado algo más además de su herramienta de trabajo.
—¿Cómo esto?
Abberline sacó un cuchillo de marinero de la bolsa, pero la reacción murmurada por el grupo fue casi instantánea y enteramente negativa. Ahora sacó un cuchillo de hoja larga, con una punta doble.
—¿O esto? —dijo.
Durante un momento nadie respondió. Entonces, un médico sentado junto a Trebor expresó en voz alta el asombro general.
—No estoy familiarizado con eso. ¿Para qué se usa?
Antes de que Abberline pudiera responder, llegó una respuesta:
—Un cuchillo de caza, parece un Bowie. Muy corriente en nuestros Estados del oeste.
Era Mark Robinson el que había hablado. Abberline le miró rápidamente.
—Tiene usted razón —dijo—. Un cuchillo americano. Y, ¿cree usted que podía haber causado aquel tipo de heridas?
—Quizá. —El joven asintió—. Nosotros los usamos para destripar venados.
—¿Nosotros? —Abberline se encaró con él—. ¿Ha tenido usted experiencia personal con este tipo de arma? ¿Posee usted alguna?
Mark Robinson se ruborizó.
—Pare, inspector. He venido aquí para estudiar técnicas de cirugía y éste es difícilmente el tipo de instrumento que un médico necesitaría para eso.
—Exactamente. —Una vez más la mano de Abberline descendió hacia la bolsa y la sacó sosteniendo una larga hoja fina reluciente—. Probablemente utilizará alguna de éstas. —Un silencio mortal acogió sus palabras. El inspector blandió la hoja—. Un bisturí quirúrgico. Todos están familiarizados con esto. Todos son hábiles en su manejo.
—¿Qué es lo que está usted insinuando? —El doctor Hume hablaba ahora, comprimiendo sus ojos rasgados en un desdén acusador—. ¿Cree usted que uno de nosotros es responsable de este hecho abominable?
—Lo que yo crea no tiene importancia. —Abberline alzó los hombros—. Pero si quieren saberlo, hemos oído hablar de un cirujano como posible sospechoso.
—¡Absurdo! —La voz de Hume se alzó indignada—. Andan ustedes tanteando a ciegas.
—Ése es nuestro trabajo —dijo el inspector—. Hemos de hacer tanteos hasta encontrar lo que buscamos. Una aguja en un pajar. O un bisturí.
Se enfrentó con la mirada acusadora de Hume.
—Consideremos las circunstancias. Quienquiera que cometiese el crimen lo realizó en cuestión de minutos sin que nadie pudiera echarle la vista encima. ¿Por qué? Porque conoce el distrito, lo conoce lo bastante bien como para escoger un camino por el que escapar sin ser descubierto. Y, ¿quién conocerá mejor la zona que un médico local, ejerciendo aquí… quizás en un lugar como este hospital?
—No vaya tan aprisa. —Trebor sacudió la cabeza—. Millares de personas viven y trabajan en Whitechapel. La mayoría de ellas están tan familiarizadas con la zona como nosotros. ¿Por qué hacen de nosotros el blanco de sus sospechas?
—Porque nadie se fijaría en ustedes.
—Eso no tiene sentido.
—Yo creo que sí. Como usted ha dicho, la gente que trabaja aquí está familiarizada con el distrito. Pero también se conocen unos a otros. Si vieran a un amigo o a un vecino en la calle, en medio de la noche, se extrañarían y lo recordarían. Naturalmente, hay algunos que no llamarían la atención; mozos del mercado o matarifes camino de su trabajo antes del alba, por ejemplo. O un médico llamado a una emergencia, transportando un maletín médico lleno de bisturíes quirúrgicos…
El doctor Hume se había puesto en pie.
—¿Se ha vuelto usted loco? —gritó—. Mis colegas y yo somos miembros respetables de nuestra profesión. ¿Cómo se atreve usted a acusarnos de conducta criminal sin que ni un ápice de evidencia pueda apoyarle?
Abberline sintió una sensación de ardor en su estómago.
—Créanme, no estoy acusándoles. Solamente estoy pidiendo su opinión, su colaboración.
—¡Al infierno la colaboración! ¿Por qué no se larga usted de aquí? —El doctor Hume dio un paso al frente, y su voz se hizo estridente—: ¡Márchese y llévese sus sangrientos cuchillos de carnicero!
Unos murmullos de asentimiento surgieron del grupo sentado detrás de él, ahogando el suspiro de Abberline. Mientras los otros se alzaban y seguían a Hume, que se había marchado de la sala, el inspector se volvió y metió nuevamente su surtido de cuchillos dentro de la bolsa. «No servirá de nada decir algo más, no servirá de nada tratar de detenerles»; por el momento solamente una cosa reclamaba toda la atención de Abberline.
El estómago le ardía.