Capítulo 23
Hispaniola, 1630 d. de J. C. Los bucaneros improvisaron nuevas torturas utilizando los materiales que tenían a mano. Un tipo de estopa para calafatear llamado oakum era altamente inflamable; podía llenarse la boca de un prisionero u otras aberturas corporales y después prenderle fuego.
Sentado junto al doctor Trebor en la pequeña habitación sofocante del depósito de Guilders Green, Mark se preguntaba si estaba experimentando el déjà vu. La investigación en marcha era familiar, como si ya anteriormente hubiera escuchado el mismo proceso.
Cosa que era cierta. Únicamente algunos días antes, él y Trebor se habían sentado en una cámara muy parecida en el Vestry Hall, y asistido a la encuesta judicial de Elizabeth Strode.
Éste —se había descubierto— había sido el auténtico nombre de Annie Fitzgerald. Liz la Larga, la primera víctima del doble acontecimiento, utilizaba un apodo, como tales otras mujeres de su mismo oficio.
Y justo antes de la hora de su muerte, tres testigos, uno de ellos un policía, atestiguaron que la habían visto hablando con un hombre en la calle Berner. Uno de ellos no se fijó en él en aquel momento, pero otro dijo que era un hombre corpulento, cubierto con un abrigo corto y una gorra redonda con visera. El policía observó que llevaba un paquete envuelto en papel de periódico de unos cuarenta y cinco centímetros de longitud y quince de ancho, y una gorra oscura de cazador.
El médico encargado concluyó que el asesino probablemente agarró a su víctima por el pañuelo del cuello, tirando de ella hacia atrás y cortándole la garganta mientras ella estaba cayendo o cuando estaba en el suelo, para evitar el chorro de sangre.
Ahora Mark estaba oyéndolo todo de nuevo. La segunda víctima también había utilizado otros nombres —Kate Kelly y Kate Conway—, pero aquí fue identificada como Catherine Eddowes.
De nuevo había un testigo; esta vez un hombre llamado Josep Lavende vio a la difunta con un forastero justo en Mitre Square poco antes de su muerte. Vio que el compañero de la mujer llevaba una gorra de paño con visera.
Los médicos estuvieron de acuerdo otra vez en que las mutilaciones fueron infligidas después de la muerte, con la víctima en el suelo para que hubieran menos posibilidades de que se mancharan las ropas del asesino con la sangre.
Mientras el testimonio médico proseguía, Mark tomó la decisión mental de descartar su gorra de cazador, y se preguntó si el doctor Trebor habría tomado una decisión parecida. Pero entonces se preguntó sobre muchas otras cosas respecto al anciano. Desde la noche del doble crimen no habían discutido en ningún momento la ausencia misteriosa de Trebor durante la semana anterior ni su reaparición repentina en el escenario del primer crimen. Solamente una cosa parecía segura; si Trebor había estado en la calle Berner cuando ocurrió el crimen, era imposible que estuviese involucrado en lo que había sucedido en la Mitre Square, a casi un kilómetro de distancia.
Pero ¿sabía eso el inspector Abberline?
Mark echó una ojeada hacia la figura corpulenta sentada a su derecha al final de la fila. Abberline le ignoraba: parecía totalmente absorto escuchando al doctor Brown, el cirujano de la Policía, mientras éste respondía a las preguntas de Mr. Crawford.
—Creo que usted encontró a faltar ciertas partes del cuerpo —decía Crawford.
—Sí. —El doctor Brown consultó sus botas—. Le habían quitado el útero a excepción de un pequeño fragmento, y el riñón izquierdo también se lo habían cortado y quitado. Ambos órganos faltaban y no han sido encontrados.
Por encima, de los murmullos del jurado, Mr. Crawford continuó:
—¿Diría usted que la persona que hizo esas heridas poseía gran habilidad anatómica?
El doctor Brown asintió.
—Ha de conocer muy bien la posición de los órganos abdominales y la manera de extraerlos. El modo como fue cortado el riñón demostraba que lo había hecho alguien que sabía lo que se hacía.
Mark se puso rígido. Con el rabillo del ojo vio que la cabeza de Abberline giraba ligeramente; ahora el inspector estaba mirándolos directamente a él y al doctor Trebor.
Y cuando la encuesta judicial concluyó seguía mirándolos fijamente. El veredicto del juez fue sencillo:
—Muerte provocada por persona desconocida.
Pero la mirada en los ojos del inspector produjo en Mark el inquietante presentimiento de que Abberline no estaba de acuerdo.