Capítulo 1
La noche del 5 de agosto de 1888, Eva Sloane salió del «Paragon Music Hall», y se zambulló en el Infierno.
El infierno es tenebroso.
Esto es lo que Shakespeare escribió, hace mucho tiempo, pero hubiera podido utilizar las mismas palabras para describir Londres.
Bajo la capa negra de humo que cubría la ciudad, brillaban y flameaban las luces de gas mientras las almas perdidas avanzaban dando traspiés por las calles lóbregas del «Infierno».
Allí habitaban los demonios, marineros borrachos tambaleándose en los suckcribs, mucksnipes acechando delante de los netherskens, petimetres square-rigged merodeando en busca de buors.
Eva se preguntó qué diría papá si ella se lo contaba. Un vicario rural respetable difícilmente sabría que un suckcrib era una cervecería, que los mucksnipes eran marginados, los netherskens alojamientos baratos, y que petimetres square-rigged en busca de buors eran elegantes bien vestidos en busca de prostitutas.
Pero después de estos meses en la ciudad ella había aprendido el lenguaje utilizado en las calles, y las visitas a los music halls habían completado su educación.
Papá no aprobaba los music halls. A decir verdad, tampoco le gustaba Londres. Y él no sabía nada del Infierno, aunque predicaba contra el infierno todos los domingos, ¡Cómo se estremecería si pudiera contemplar la realidad a través de los ojos de ella!
Ahora Eva conservaba su mirada discretamente baja mientras caminaba deprisa por la calle. La experiencia le había enseñado que era mejor pasar desapercibida y evitar la posibilidad de encuentros con extraños en aquellos parajes. Quizás hubiera debido llamar un carruaje al salir del «Paragon», pero ahora ya era demasiado tarde y todos los coches estaban alquilados. La única cosa sensata que podía hacer era apresurarse para llegar cuanto antes.
Al pasar junto a un callejón le sorprendió el repentino estallido del sonido de un organillo, que hacía resonar fuertemente una tonadilla que acababa de oír en el music hall. Recordaba la letra de la canción:
Todos los sábados por la tarde nos gusta ahogar nuestras penas,
De modo que nos vamos al Museo de Cera
Y nos sentamos en la cámara de los Horrores.
Allí hay una bella estatua de nuestra madre.
¿Se parece a la vieja? ¡Bastante!
¡Tiene la misma sonrisa en su cómica jeta
Que la noche en que estranguló a nuestro padre!
Eva se había reído con el resto del público cuando habían cantado la canción, pero ahora no le encontró ningún motivo de risa. La risa tenía poca cabida en las calles de Whitechapel, con sus habitaciones abarrotadas y sus patios sucios oliendo a sudor y cloaca. En vez de risas se escuchaban interminables ecos de sollozos y maldiciones, las voces de la pobreza y el dolor. No todos podían permitirse ahogar sus penas haciendo un viaje al Museo de Cera; el alcohol era una solución más barata. Aquí, incluso a los bebés los ponían a dormir con un traguito de ginebra.
Pero no todos los niños eran tan afortunados. Mientras Eva avanzaba, de un portal salió una pequeña figura, una muchachita de rostro afilado y cabello desgreñado, descalza y con un vestido evidentemente aprovechado de otra persona. Acunado en los brazos llevaba un bebé lloriqueante.
La niña no emitió ningún sonido, y Eva se mantuvo silenciosa mientras hurgaba en su bolso y sacaba un penique. La niña lo cogió, dio media vuelta y se alejó con su carga chillona.
Eva suspiró, preguntándose si hubiera debido de decir algo, advertir a la jovencita que estaba al tanto de su truco, el ardid del mendigo de pinchar al bebé con un alfiler para hacerle llorar. Como los propietarios de tiendas de animales de compañía de aquel barrio, que utilizaban alfileres para perforar los ojos de los canarios, basándose en la teoría de que los pájaros ciegos cantaban mejor.
¿«Cámara de Horrores»?
Ésta era la auténtica cámara de los horrores para los pájaros, los bebés y las niñas, para todos igualmente. No había que condenar a la niña; al nacer ya había sido condenada a una vida de prisión perpetua en los bajos fondos. No había posibilidad de escapar de los pequeños alojamientos abarrotados en donde con frecuencia una familia de media docena, o más, temblaba durante el invierno y se sofocaba de calor durante el verano en un único cuarto escuálido. La niña había nacido para soportar la enfermedad y la malnutrición, se había criado con el riesgo de ser violada por un padre borracho o de ser vendida a una casa de citas en donde los caballeros ricos acudían en busca de «fruta sin madurar». Y si de alguna manera escapaba a ese destino, solamente sería para unirse a las filas de las miserables menores que eran esclavizadas como sirvientas, niñeras o trabajadoras en fábricas, mal pagadas y mal alimentadas, que se ofrecían por las calles por algunos peniques. ¡No era de extrañar que «madre» sonriese cuando estranguló a «padre»!
Eva se consideraba afortunada. Aunque su madre murió al nacer ella, su padre y una tía soltera se preocuparon para que tuviera una crianza buena en el campo y una educación decente en Reading. Pero continuar con su educación había sido idea de ella, una idea que papá no aprobó. Papá tenía la convicción de que el lugar de una mujer estaba en el hogar, y, ¿por qué una mujer decente tenía que ganarse la vida en Londres? Incluso Victoria prefería la tranquila reclusión en Sandringham o más lejos, en sus propiedades escocesas. ¡Dios Salve a Nuestra Noble Reina y la proteja de la violencia de estas calles salvajes!
Un hombre joven con gorra de cazador pasó por su lado y le guiñó un ojo. Eva desvió su mirada y caminó aprisa antes de que él pudiera hablarle, pero la coincidencia la asustó. Aquí estaba ella pensando en la reina, y este extraño bien vestido, con bigote, se parecía extraordinariamente a las fotografías que ella había visto del nieto de Victoria, el duque de Clarence. Príncipe Eddy, así le llamaban en la Prensa informal. Pero ¿qué podía estar haciendo él aquí, en una calle del East End a medianoche? Sin embargo, el parecido era asombroso.
Eva apresuró el paso y el estruendo distante del organillo quedó ahogado por el sonido creciente de voces roncas cuando un grupo de achispados vendedores ambulantes, con sus trajes tachonados de perlas, surgió por su izquierda.
De pronto, a su derecha se alzó otro ruido. El profundo gruñido se repitió y Eva se volvió para enfrentarse a la figura de pesadilla. Algo enorme, negro y amenazador, se alzaba ante ella, con una mirada feroz en sus ojos enrojecidos, y con sus crueles garras alzadas para herir y desgarrar.
El oso bailarín retrocedió sobre sus patas traseras, con el hocico abozalado y un collar firme en el cuello, frenado por una fuerte cadena sostenida por un gitano de cabello largo provisto de un palo puntiagudo y que tiró de la bestia hacia atrás, blandiendo su arma. Dando zarpazos al palo, con hosco desafío, la bestia se agachó y su amo sonrió a Eva con una sonrisa rota por una boca llena de dientes manchados y podridos.
Los que pasaban por allí se unieron a la diversión del gitano, pero Eva avanzó rápidamente, estremecida por la momentánea intrusión de un peligro posible.
La bestia negra era el símbolo auténtico de la violencia que merodeaba por aquí. Atada y abozalada, quizá, pero sin control cuando se liberaba. Y, ¿qué violencia ocultaba la sonrisa rota del gitano, qué ira estaba enterrada bajo los juramentos de los borrachos y la risa desdeñosa de los prisioneros de la pobreza? ¿Había que culpar solamente a la pobreza? ¿No existe en todos nosotros una porción de esa rabia? Por mucho que la ocultemos, la bestia siempre está ahí, esperando poder escapar. Y cuando la violencia se libera, cuando la agazapada lujuria se desata…
Eva sacudió la cabeza, apartando el pensamiento. El animal era un animal nada más. Y los paseantes divertidos bajo la luz de gas, sencillamente daban rienda suelta a sus espíritus animales, anticipándose a la fiesta del día siguiente.
Sin embargo, se sintió aliviada al alejarse del tumulto, entrando directamente en el silencio solitario de la calle Brady.
La luz era más débil, pero Eva agradeció ambas cosas, la oscuridad y la soledad. Aquí, solamente a un tiro de piedra de la concurrida calle, había un refugio seguro, un eslabón hacia los caminos más silenciosos de la vida.
¿O sería eso la vida?
Echó una ojeada a su derecha, en donde la reja de hierro se alzaba ante un cementerio.
En la penumbra podía distinguir los perfiles de los panteones de mármol, algunos de ellos con puertas protegidas por barras contra la intrusión de los ladrones de cadáveres que en otro tiempo habían merodeado por estos lugares. Más cerca, y esparciéndose en todas direcciones, estaban los montículos alzados sobre los restos de los pobres y los humildes. Algunos mostraban lápidas o señales, pero ninguno tenía cruz, ya que éste era el cementerio de los judíos.
Había muchos judíos en Whitechapel. Eva lo sabía; inmigrantes de Polonia, de Rusia y los Balcanes. Unos pocos afortunados poseían tiendas o pequeños negocios, y para ellos se habían erigido los panteones donde conservar sus lugares de descanso final. Bajo los montículos descansaban los cuerpos de los trabajadores de las fábricas, los vendedores ambulantes y los mozos de cuerda, los portuarios y los trabajadores del matadero. Amontonados y apretados durante sus vidas, sus confines no eran menos estrechos en su muerte.
Había una miasma, una especie de niebla, que envolvía los panteones y cubría los montículos. ¿Suspendida…, o se alzaba de ellos? El aura de la muerte.
No es que Eva sintiera miedo de la muerte; se había familiarizado con su presencia después de todos estos meses de trabajar aquí y su imagen no le provocaba terrores. Era lo que yacía más allá lo que Eva temía.
Papá predicaba sobre el Cielo y el Infierno, pero cuando bajaba del púlpito y se quitaba su túnica, solamente era un hombre. Quizá creía realmente en el más allá, pero no lo sabía. Sólo los muertos sabían cómo era la muerte.
¿Bendición eterna o condenación eterna? ¿Era simplemente una noche interminable, sin sueños, o permanecía la conciencia, atrapada en un cuerpo que se pudría en la tumba? ¿Podían los espíritus inquietos rondar por la tierra como presencias fantasmales?
«Anticientífico», se dijo Eva. «Uno ha de enfrentarse con lo desconocido, no temerlo.»
Pero cuando oyó la primera insinuación ruidosa en la distancia, su pulso y su marcha se aceleraron, y sus pasos hicieron eco en la noche.
«¿Eco? No, no podía ser. El ritmo era diferente.»
Allí moviéndose en la oscuridad había alguien más.
A pesar de sí misma, Eva escudriñó buscando en la densa niebla del cementerio, sabiendo, mientras lo hacía, que el esfuerzo era absurdo. No hay fantasmas. Y aunque los hubiera, los pasos de los fantasmas no hacen ruido.
Eva comenzó a mirar por encima del hombro, y entonces se dio cuenta de que el sonido era más fuerte; ahora parecía provenir, no de detrás de ella sino de la calle que tenía delante. De pronto, los adoquines fueron sacudidos por un martilleo acompasado, un martilleo que se convirtió en un fuerte estruendo mezclado con el relincho de un caballo.
Mirando hacia el cruce de calles que tenía delante de ella, vio el origen.
Doblando la esquina llegaba una corcovada masa de figuras monstruosas, con cuernos y pezuñas como las hordas del Infierno. El bulto de sus cuerpos llenó la calle mientras la oleada de formas atronaba dirigiéndose hacia ella.
Por un momento, Eva permaneció transfigurada, y después comprendió lo que pasaba. Las criaturas eran ganado, no demonios, seres huyendo en estampida de los corrales del matadero situado detrás del camino de Whitechapel. De alguna manera, habían roto sus barreras para echar a correr desenfrenadas, sus ojos llenos de terror por su inevitable final.
Y también era un final lo que ahora traían consigo, cubriendo la calzada y las aceras laterales mientras se arrojaban encima de ella, mugiendo con pánico desesperado; cabezas gachas, cuernos curvados embistiendo, pesadas pezuñas dispuestas a aplastar todo aquello que encontrasen en su camino.
Eva se volvió para correr pero ya estaban encima de ella, bocas espumajeantes, ojos enrojecidos, y no había lugar alguno hacia donde huir, no había escape.
Entonces, saliendo de la nada, una mano la agarró por la parte superior del brazo, la apretó, y la empujó contra el enrejado del cementerio. Doblando las piernas, se encogió contra las barras de hierro mientras las bestias enloquecidas pasaban rozándola. Corriendo detrás de ella, media docena de boyeros maldecían y gritaban, blandiendo palos y látigos.
La mirada de Eva se turbó momentáneamente; luchando contra la debilidad que la invadía, se agarró a las rejas hasta que la corriente frenética desapareció y el ruido de trápala se perdió en la noche lejana. Sólo entonces comprendió Eva que había logrado escapar y, al mismo tiempo, se dio cuenta de que ya no le sostenían el brazo.
Se volvió para encararse con su salvador, pero era demasiado tarde. Cuando se le aclaró la vista solamente captó con el rabillo del ojo una visión momentánea de la figura que desaparecía entre la niebla, la figura distante de un hombre con bigote, vestido con ropas oscuras, y con gorra de cazador.