Capítulo 29
Francia, 1792 d. de J. C. La princesa de Lamballe fue aporreada hasta morir junto a la prisión «La Force» después de haber sido obligada a caminar por encima de los cadáveres que cubrían la calle. Se le cortó la cabeza que fue exhibida en una taberna local mientras se hacían brindis. Después se la colocó en lo alto de una pica para ser mostrada a su querida amiga, la reina. Durante el camino, la cabeza fue llevada a un salón de belleza en donde se le rizó el cabello y se la empolvó. Después, la multitud la llevó en desfile por debajo de las ventanas de la prisión donde se hallaban la reina y sus hijos.
La tarde siguiente era oscura y triste, reflejando el humor melancólico de Mark. Sentado en la sala de cirugía, se debatía con sus notas de observación médica tomadas durante la pasada semana, pero la concentración se le escapaba.
Hoy sus pensamientos iban continuamente hacia Eva. Ella también se le escapaba. Ante él centelleó una imagen de cabello castaño-rojizo y ojos azules, pero no le produjeron satisfacción alguna; era la realidad lo que él deseaba. ¿Por qué se había molestado tanto Eva para esquivarlo? ¿Sería por causa de Alan?
Surgió otra imagen, la de un hombre con bigote que llevaba una gorra de cazador. Su prometido, había dicho Eva. En ese caso, ¿por qué ese secreto, esos encuentros clandestinos? ¿por qué ese hombre no había aparecido nunca por el hospital para acompañarla a casa? Quizás estuviera casado. Eso explicaría su necesidad de ocultarse. Pero, de alguna manera, era difícil imaginarse a Eva en un papel de amante. ¿O era solamente el rechazo de la última imagen: Eva y Alan muy juntos en un abrazo desnudo?
Mark se mordió el labio. «Deja de jugar a ser amante celoso…»
—Aquí tiene.
Volvió a la realidad cuando Trebor entró, seguido de una figura familiar. El inspector Abberline asintió, cerrando la puerta detrás de él.
—¿No le estorbaremos, ¿verdad?
Mark sostuvo su sonrisa mientras sacudía la cabeza, pero no había tibieza detrás de ella. ¿Qué estaba haciendo Abberline allí?
El inspector echó una ojeada a Trebor mientras comenzaba a avanzar.
—¿Le importa si se lo digo?
Trebor alzó los hombros.
—No me importa en absoluto. Estoy seguro de que él también ha sentido curiosidad.
—En cuanto a la ausencia del doctor Trebor —dijo Abberline—. Admito que me tenía intrigado, de modo que me he preocupado por comprobar sus movimientos. Parece que tenía un motivo justificado para permanecer ausente. Mrs. Trebor vive en Nottingham…
Mark miró boquiabierto a Trebor.
—Ignoraba que estuviese casado.
—No había motivo alguno para mencionarlo —dijo Trebor—. Mi esposa y yo hace años que estamos separados. Pero cuando supe que estaba en el hospital, creí que era mi deber ir a visitarla.
—¿Está enferma, entonces?
—Tisis galopante.
—Lo siento.
Mark habló sinceramente, pero al mismo tiempo se daba cuenta de su alivio. Había sido erróneo sospechar de Trebor; por otra parte, también Abberline había sospechado del anciano médico.
Ahora su alivio cedió a la inquietud cuando se dio cuenta de la mirada severa del inspector.
—También me he tomado la libertad de investigar en los asuntos de usted —dijo Abberline—. Especialmente después de examinar los mensajes del asesino.
—Pero eso es ridículo. —Mark hizo un gesto de enfado—. Cualquiera puede ver que esas cartas son obra de una persona obviamente inculta.
—Demasiado obvio. —La mirada de Abberline no se desvió lo más mínimo—. Alguien se esforzó deliberadamente por escribir mal las palabras y disfrazar su letra manuscrita. Pero buena parte de la jerga que usó —como «jefe» por ejemplo—, es americano.
—¿Está usted acusándome de haber enviado esas cartas?
—No acuso. Solamente quiero que comprenda usted por qué me he empeñado en conocer su paradero en el momento de esos crímenes.
Mark se encaró con él abiertamente.
—Y, ¿qué ha descubierto?
—Que estaba usted en la taberna «The Coach and Four» cuando ocurrió la primera de las muertes. Y que estaba usted en la calle Berner cuando la segunda muerte ocurrió en Mitre Square. —La voz de Abberline se suavizó—. Excúseme. Pero en casos como éstos uno no puede dejar de examinar cualquier posibilidad, por absurda que parezca.
—Estoy de acuerdo. —Mark sintió que su tensión se desvanecía al hablar—. Esas cartas, sin embargo. ¿Cree usted realmente que son genuinas? Quienquiera que las escribiese parecía saber de los crímenes por adelantado y, sin embargo, siempre existe la posibilidad de una broma…
—Ya no. —Abberline metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta—. Aquí hay una copia fotográfica de una carta recibida por George Lusk, el presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel. A ver qué impresión saca usted.
Desplegó la hoja de papel y se la entregó a Mark, observándolo mientras éste leía.
Desde el Infierno
«Mr. Lusk:
Señor, envío medio riñón que quité a una mujer. Guardé la pieza para usted la otra pieza la freí y la comí y era muy buena puedo enviarle el maldito cuchillo que usé para sacarlo si usted espera un poco más.
Firmado Agárreme cuando pueda, Mister Lusk.»
Mark alzó la mirada mientras Abberline hablaba.
—Observe qué obvios son los errores ortográficos. Ningún semianalfabeto auténtico cometería ese tipo de errores, y son distintos, además, de los cometidos en las otras cartas. La falta de puntuación también es artificial.
Trebor asintió.
—Y, ¿qué hay del riñón?
—Iba incluido con la carta, en una caja de cartón.
—¡Oh, Dios mío! —Trebor se dirigió a Mark—. ¿Recuerdas la encuesta sobre la mujer Eddowes? El doctor Brown dio testimonio de que le habían sacado el útero y que el riñón izquierdo también faltaba. —Se volvió hacia Abberline—. ¿Dónde está ahora?
Antes de que el inspector pudiera responder, sonó una llamada en la puerta de la sala.
—Entre —dijo Mark en voz alta.
Y la puerta se abrió. Con sorpresa vio que la persona que estaba en pie en el umbral era Eva, con su uniforme de estudiante de enfermera.
Hizo una señal con la cabeza a Abberline.
—El doctor Openshaw está dispuesto a verlo a usted. Si quiere seguirme…
Abberline se reunió con Eva cuando ella se volvió, e indicó a los otros que los siguieran.
Caminando por el pasillo, Mark murmuró a su compañero:
—Openshaw. ¿Dónde he oído yo antes ese nombre?
—Es patólogo del hospital. Y director del museo del hospital. Su oficina está al volver la esquina.
Y allí, en la pequeña habitación, el doctor Openshaw los esperaba.
Mark hizo todo lo posible por disimular su reacción, pero el cuarto le repelía. En tres de las paredes estaban alineados estantes en los cuales había campanas y recipientes de vidrio reluciendo bajo el reflejo de la luz de gas. Pero una vez sus ojos se acostumbraron al brillo, fue el contenido de los recipientes lo que encontró más enervante.
Bajo las campanas de cristal había un grotesco surtido de extremidades humanas secas y desecadas: piernas amputadas terminadas en muñones sin dedos, manos cortadas abiertas para exhibir seis dedos, pies palmeados como los de un enorme batracio… Otras contenían cráneos malformados; enormidades macrocefálicas y fragmentos microcefálicos. Flotando en los conservantes de los botes había órganos deformados; pulmones encogidos, corazones agrandados, una cabeza hidrocefálica de la medida de una sandía que se inclinaba contra el cristal en un saludo obsceno…
Mark desvió su mirada para contemplar al médico de bata blanca, el doctor Openshaw, de pie junto a la mesa en el centro de la habitación. Él también estaba inclinando la cabeza en un saludo de bienvenida, y el movimiento no distaba mucho de ser igualmente turbador.
El hombrecillo calvo, con su corte monacal de un cabello escaso, castaño, que rodeaba el cuello de su bata, los miraba con ojos escrutadores a través de los cristales redondos de sus quevedos que engrandecían las pupilas fijas de unos ojos grises sin vida. Bajo la luz, también su piel era grisácea, y unos labios grises se partían en una sonrisa sin alegría que revelaba una hilera de dientes torcidos.
El doctor Openshaw olía a formaldehido. Realmente, toda la habitación estaba impregnada de ese olor, mezclado con el olor de otros productos químicos que emanaban de una variedad de cápsulas y tubos de ensayo que se hallaban encima de la mesa, junto a un microscopio, montones de plaquitas de vidrio, un mechero «Bunsen», e instrumentos utilizados en los exámenes patológicos.
Pero, mientras se intercambiaban saludos, lo que llamó la atención de Mark fue la pequeña caja de cartón estropeada y sin tapa que estaba colocada en un extremo de la mesa. La caja y su contenido, que el doctor Openshaw estaba ahora señalando con las puntas de unas pinzas de acero empuñadas en la garra grisácea de su mano derecha.
También su voz era gris; un susurro seco no turbado por ningún matiz de emoción.
—He terminado mi examen —dijo—. El espécimen es casi un ejemplo clásico de riñón ginny.
—¿Ginny? —Abberline frunció el entrecejo.
—Perdóneme por hablar en nuestra jerga. El riñón de un alcohólico. —Las pinzas fueron introducidas en la capa y alzaron la masa esponjosa mientras hablaba—. Observen el descoloramiento. Hay una evidencia inconfundible de un estado avanzado de la enfermedad de Bright. Según las indicaciones, me aventuraría a decir que ha sido extraído de una hembra de mediana edad, de unos cuarenta y cinco años más o menos. Yo diría que ha sido extraído en algún momento dentro de las tres últimas semanas.
—El tiempo se ajusta —murmuró Abberline.
Mark lanzó una mirada a Trebor y a Eva, presintiendo su respuesta a esta observación.
Pero el doctor Openshaw parecía perplejo.
—Todavía no me ha dicho usted dónde ha obtenido este ejemplar —dijo—. O bajo qué circunstancias.
—Todo eso puede esperar. —El inspector se acercó al patólogo—. ¿Qué más podría decirnos al respecto?
—Muy poco, sin un análisis más minucioso. —Las pinzas giraron el órgano esponjoso—. Observo que la arteria renal ha sido seccionada. Su longitud normal es de más o menos siete centímetros, pero aquí únicamente hay dos.
—Y según los hallazgos del médico forense, cinco centímetros permanecieron en el cuerpo. —La pregunta de Abberline siguió rápidamente—. En su opinión, ¿cree que esto fue extraído por alguien familiarizado con la cirugía?
El doctor Openshaw se humedeció los delgados labios con la punta de una lengua grisácea.
—La ausencia de tejido circundante ajeno parece indicar que la excitación fue realizada por alguien que poseía conocimientos de anatomía. Ya he hablado con el doctor Hume…
La mención de ese nombre sorprendió a Mark. Trebor parecía igualmente alterado, y el fruncimiento de Eva era síntoma elocuente de una repugnancia silenciosa.
—¿Qué ha dicho Hume? —preguntó Abberline.
—Él opina que es obra de un cirujano.
Mark miró a sus compañeros. Como él mismo, Mark sabía que estaban recordando el post scriptum de la primera carta del Destripador.
«Dicen que soy un médico. ¡Ja! ¡ja! ¡ja!»
Se miraron mutuamente. Pero nadie rió.