Capítulo 19

Rusia, 1560 d. de J. C. Aburrido de contemplar a los cautivos girando lentamente en un espetón y asándose a fuego lento, el zar Iván IV lo sustituyó por una enorme sartén de hierro en donde se freía a las víctimas hasta su muerte.

Mark se volvió para encararse con la persona que le hablaba.

Era una de las pacientes que había observado que esperaban para consulta, sentada en un banco cerca de la pared; una mujer de unos cuarenta años, o así le pareció, con cabello oscuro y una complexión pálida. Llevaba un gorrito de crepé negro, una falda negra y una chaqueta de terciopelo negro bordeado con piel apolillada. Un pañuelo a cuadros atado alrededor del cuello ayudaba a ocultar las visibles arrugas de su garganta; Pero cuando abrió la boca nada podía disimular el hueco entre sus labios: le faltaban los dientes superiores.

La mella era claramente visible ahora que habló de nuevo.

—No me gusta espiar, pero no he podido evitar oírles. Ese tipo del que hablaban usted y la joven…, ése que cometió esa suciedad…

—¿Dice usted que lo conoce?

La mujer asintió, y con sus ojos grises escrutó furtivamente a los pacientes sentados en el fondo. Acercándose más a Mark, bajó la voz.

—Estoy totalmente segura. Conozco su nombre y conozco su juego, el juego de ese sucio puerco.

Mark frunció el entrecejo.

—¿Por qué no ha dado usted su información a la Policía?

—¿Yo haciendo de soplona para los pies planos? —Sacudió indignadamente la cabeza—. No confío ni en uno solo de todos esos sujetos.

—Pero es su deber. ¿Acaso no quiere que cojan a ese hombre?

—Me gustaría verlo colgado por las pelotas, si es eso lo que usted me pregunta. —Asintió vigorosamente—. Como usted dice, es mi deber. El caso es que si voy con el cuento a los polis, no me creerán. Pero si un caballero respetable como usted les hablase…

—Usted quiere que yo pase la información, ¿no es eso?

Nuevamente los ojos grises se dirigieron cautelosamente hacia los pacientes que estaban sentados en los bancos detrás de ella.

—Si podemos hacer un trato.

—No ha de preocuparse usted por mantener fuera del asunto su nombre —dijo Mark—. Le prometo que no revelaré la fuente de la información.

—Es un buen trato. —La mujer le dirigió una sonrisa maliciosa—. De este modo usted se llevará un buen pellizco.

—¿Qué quiere decir?

—No hay necesidad de hacerse el inocente conmigo. Hay un premio bastante gordo para el que denuncie a ese bicho y usted estará el primero de la fila para quedárselo todo.

—Si eso es lo que le preocupa, no hay ningún problema —dijo Mark—. El dinero será totalmente para usted, le doy mi palabra.

—Y, ¿quién me dice que los guindillas no le escamotean el maldito premio a última hora? Es mejor olvidarse de promesas. Lo que hay es esto…, usted quiere a ese rufián entre rejas y yo quiero cinco del ala, ahora.

—¿Cinco libras?

—Tómelo o déjelo.

Mark vaciló.

—Perdone mi franqueza, pero ¿qué seguridad tengo yo de que esté usted diciéndome la verdad?

La mujer alzó los hombros.

—Eso ha de decirlo usted cuando me escuche. Si cree que le engaño, no tiene necesidad de pagar. Pero si quiere usted echarle el guante a ese que se ha cargado a esas pobrecillas, es mejor que me escuche.

—Muy bien, entonces. —Mark tomó su decisión—. Si viene conmigo encontraremos un lugar tranquilo donde podamos hablar…

—¡No aquí! —ella echó un vistazo alrededor—. No ahora.

—Entonces, ¿dónde y cuándo?

—¿Conoce usted el «Coach and Four»?

—Es una taberna, ¿verdad?

—En el Camino Comercial. Esta noche me encontrará allí.

—Estoy aquí de servicio hasta las doce.

—A última hora de la noche. —Los ojos grises se contrajeron—. Hay un cuarto al fondo en donde podremos estar solos. Lo esperaré allí.

—¿Por quién he de preguntar?

—Dígale a Jerry, que está detrás del mostrador, que ha ido a ver a Annie Fitzgerald.