Capítulo 20
Francia, 1572 d. de J. C. Durante el día de la Matanza de San Bartolomé, el almirante Coligny, —herido—, fue arrastrado desde su cama, y descuartizado y arrojado por una ventana del piso alto. Le cortaron la cabeza. Los niños, entonces, le cortaron las manos, el pene y los testículos, que fueron vendidos como recuerdos de la feliz ocasión. Lo que quedaba del cuerpo fue colgado de un patíbulo público por los pies. Treinta mil personas más fueron después asesinadas en París y provincias.
Acababan de dar las diez cuando Eva acabó de cambiarse el uniforme por el vestido de calle y salió de los alojamientos de enfermeras del Hospital.
Al pasar por el vestíbulo exterior miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que nadie observaba su partida, pero el portero no estaba y el empleado de recepción no se molestó en apartar la nariz de la emocionante novelita barata que acaparaba su atención.
Eva suspiró aliviada. Decirle a Mark que no saldría hasta las once había sido la única solución; si le hubiera contado la verdad era posible que él la espiase nuevamente, tal como había hecho la otra noche. Y si lo hacía, sabría que le había mentido acerca de que alguien vendría a buscarla y probablemente insistiría en acompañarla a casa. Entonces habría más preguntas. A Eva le disgustaba la perspectiva, aun cuando se daba cuenta de que la preocupación de Mark estaba impulsada por la mejor de las intenciones.
«El camino del infierno está pavimentado de buenas intenciones.» Ahí estaba. Papá y su infierno otra vez, pero a este respecto su padre tenía razón. Su propia vida era sólo suya y no quería preguntas, al margen de la intención que pudiera guiarlas. Papá nunca lo comprendería, y tampoco lo comprendería Mark. Debía admitir que lo encontraba atractivo, y, sin embargo, había algo en él —¿sería su solicitud por el bienestar de ella?— que le hacía recordar a papá. Quizá si llegase a conocerlo mejor sabría lo que era; por otra parte, podría ser una sorpresa desagradable. No, su decisión de evitarlo era la mejor. Ya había tenido bastante sorpresas en su vida, tanto agradables como desagradables.
Pero una vez fuera del hospital, otra sorpresa la esperaba.
Durante las pasadas semanas, Eva había pasado delante de la hilera de tiendas, al otro lado de Whitechapel Road, sin dedicarles atención. Cerca de la estación de Whitechapel estaba la inevitable taberna, una pequeña dulcería, una miserable carnicería y un almacén ruinoso exhibiendo figuras de cera, pero ninguna de ellas le había llamado la atención.
Hasta ahora.
Ahora, mientras contemplaba el anuncio pintado, adornado con letras rojas: Los Horribles Crímenes de Whitechapel. Contemplen las víctimas de George Yard, Buck’s Row y la calle Hanbury!
Sorpresa número uno.
—¿Nos decidimos?
Eva se volvió ante el sonido de la voz y se enfrentó con la figura familiar.
Sorpresa número dos.
Él permanecía en pie delante de ella, sus ojos rasgados inescrutables.
—Doctor Hume…
—Enfermera Sloane. —Sonrió—. Miss Sloane, mejor. Los dos estamos libres de servicio, ¿no es cierto? —Jeremy Hume asintió—. He notado su interés en esa exhibición más bien macabra de ahí abajo, y confieso que yo también experimento cierta vulgar curiosidad por cuenta propia. De ahí mi pregunta. ¿Unimos fuerzas y bajamos a investigar?
—Realmente, doctor Hume…, es muy tarde y estoy cansada.
—Más a mi favor. Un poco de relajamiento le hará bien. —La cogió por el brazo—. Vamos.
Antes de que pudiera proferir más protestas, Eva se encontró cruzando la calle con él. Una vez delante de la entrada consiguió hablar de nuevo.
—Si a usted no le importa, preferiría entrar algún otro día.
—No hay mejor ocasión que la presente. Estoy seguro de que sus alicientes no la retendrán más de algunos minutos. —Su sonrisa era firme, como lo era la presión de sus dedos en el brazo de ella.
Eva tomó una decisión apresurada. ¿Por qué arriesgarse a una escena? Tenía que trabajar al lado de aquel hombre cada día, le gustase o no, y no era conveniente indisponerse con él. Además, «sentía» curiosidad.
La mujer madura que presidía detrás de un mostrador una vez cruzada la puerta, brindó al doctor Hume una sonrisa superficial. Dos chelines cambiaron de manos y, a continuación, Eva y su acompañante cruzaron un corto pasillo después de la entrada cubierta con colgaduras y penetraron seguidamente en la cámara contigua.
Cámara. Eva recordó su noche en el music hall y en su memoria surgió un fragmento de canción.
… De modo que nos vamos al Museo de Cera
Y nos sentamos en la Cámara de los Horrores
Pero habían pasado casi dos meses desde que había oído aquellas palabras; las cosas eran distintas ahora. La canción ya no era divertida, y esta cámara era real.
En el fondo de la habitación mal iluminada había un grupo de media docena de hombres con sus acompañantes femeninas delante de la tarima arrimada a la pared. Obviamente, esos clientes no eran residentes locales; sus ropas los identificaban como habitantes del West End, probablemente venidos para una noche de juerga en el pícaro Whitechapel. Y el propietario de la exhibición, un viejo con cabello de algodón y una levita deshilachada, estaba esforzándose por darles lo que venían buscando.
Cuando Eva y el doctor Hume se unieron al grupo, la voz ronca del presentador resonaba desapaciblemente por los confines de la pequeña habitación.
—… y aquí están, señoras y caballeros, justo como eran en vida…, las indefensas e inocentes víctimas de un siniestro asesino…
Hizo un gesto hacia la plataforma y, por encima de los hombros de los mirones, Eva vio la exhibición.
Resonaron nuevamente las palabras de la canción. Allí hay una bella estatua de nuestra madre…
Pero el trío de figuras que se alineaban junto al muro, bajo el brillo de la luz de gas, no eran ni bellas ni maternales. Cada una de ellas había sido montada sobre una tabla de madera separada y alzada para su examen como en un depósito de cadáveres. El viejo permanecía de pie ante ellas, entusiasmándose a medida que hablaba.
«… Modeladas exactamente con el aspecto que tenían en las autopsias médicas…»
—No exactamente —murmuró el doctor Hume—. Más bien es el trabajo de un matarife, ¿no cree?
Y, ciertamente, había un parecido horrendo al trabajo que realizaría un carnicero en las mutilaciones de las efigies. Era obvio que no eran los modelos auténticos de las víctimas; sencillamente eran maniquíes a los que se había puesto una peluca y unas ropas buscando cierto parecido con las tres mujeres, y después se habían cortado y pintado de rojo simulando las heridas. Pero, a pesar de ello, había algo inexplicablemente asqueroso en la mirada sin vista de sus ojos vidriosos, sus bocas abiertas en un grito sin sonido, sus cuerpos salpicados de lluvia roja.
La voz siguió machacando:
—¡Una visión lastimosa, amigos míos! Tres criaturas inofensivas, eso eran… Martha Turner, golpeada y apuñalada treinta y nueve veces por un monstruo con forma humana…, aquí en la garganta, en el pecho, y aquí abajo…
Se produjeron murmullos ahogados por parte de los presentes mientras el viejo proseguía. Pero, después de la reacción inicial, Eva no encontró nada turbador en los propios maniquíes; después de todo, solamente eran muñecos de cera, realizados torpemente y desfigurados rudamente para su exhibición. Era una bobada conmoverse por la muerte de algo que nunca estuvo vivo.
Lo que ahora la turbaba eran los espectadores con vida; la intensidad casi febril de su excitación mientras sus ojos se clavaban y regodeaban en las burlonas mutilaciones de las formas silenciosas ante ellos.
—… Polly Nichols fue eliminada en Buck’s Row el mes pasado —entonaba el viejo—, Dicen que sus partes abdominales fueron atacadas antes de que se le cortara la garganta…
Eva echó una ojeada al doctor Hume, observando que él también estaba mirando tan intensamente como el resto, pero no a las figuras en la plataforma.
Estaba mirándola a ella.
—Repugnante, ¿verdad? —dijo—. Uno casi puede sentir la realidad.
Eva no respondió, fingiendo estar absorta en las palabras del propietario.
—… y aquí tenemos a Annie Chapman, ¡pobre alma! El demonio se ensañó con ella en la calle Hanbury y casi la decapitó. Y después atacó furiosamente el cuerpo. Por respeto a las damas presentes me abstendré de contar los horribles detalles…
Pero Jeremy Hume no tenía ningún respeto. Sus ojos rasgados estaban clavados en Eva hacia la cual se inclinó para murmurarle al oído:
—Sabe usted a lo que se está refiriendo, por supuesto… La escisión del útero. Es altamente probable que primero abusara de ella; la vista de la sangre parece intensificar el espasmo venéreo.
—Por favor —murmuró Eva.
Hume retrocedió, sacudiendo la cabeza.
—No hay necesidad de hacerse la melindrosa conmigo. Después de todo, ambos somos miembros de la misma profesión. Podemos encararnos con la verdad sin tanta hipocresía.
—No sé de qué me está usted hablando.
Eva comenzó a apartarse a un lado, pero él la agarró por el hombro, sus ojos clavados intensamente en los de ella.
—Ah, ¡no diga usted que no lo sabe! Incluso las bestias del matadero lo saben. Cuando los matarifes inician su trabajo las bestias comienzan a acoplarse en un frenesí final. Todos somos animales, querida mía; sabemos que la muerte agudiza el deseo. Yo siento sus sacudidas cada vez que cojo el cuchillo en la mano para mi trabajo de cirugía. Usted también lo siente.
—Suélteme… —Eva intentó deshacerse de Hume, pero los dedos de él se afirmaron más.
—Deje de hacerse la dama. —Su voz era ronca—. He estado observándola mientras trabajaba, y los síntomas están presentes. Los ojos le brillan, la respiración se le acelera. En presencia de la muerte, el cuerpo adquiere todo el vigor, dispuesto para el placer, tal como usted y yo estamos ahora mismo. Y usted «está» dispuesta, ¿no es cierto? El pulso va muy aprisa, sus labios están húmedos y llenos, arriba y abajo. Venga conmigo, permítame que le muestre…
Eva cortó el sonido de sus palabras pero no pudo borrar su visión. Y lo que percibía en sus ojos estrechos le produjo pánico mientras se soltaba violentamente.
La sonrisa de Hume se convirtió en una mueca de gárgola. Se precipitó hacia delante, pero era demasiado tarde.
Volviéndose, Eva corrió ciegamente saliendo de la habitación, dejando a Hume y la Cámara de los Horrores detrás de ella. Pero no podía escapar del horror que llevaba con ella, el horror que había detrás de la sonrisa de Jeremy Hume.