Capítulo 2

Puntualmente, a media noche del 6 de agosto, las campanas de la iglesia de San Judas doblaron poniendo fin al Bank Holiday.

Nadie las oyó en la «Taberna del Ángel y la Corona». Aquí las campanas solamente fueron un débil contrapunto al coro de What Cheer, ’Ria? mientras una docena de juerguistas se agrupaban alrededor de una enorme mesa compitiendo con el clamor de la multitud. Mozos de mercado, matarifes, marineros y soldados de la guarnición de la Torre de Londres se agolpaban delante del bar o se emparejaban en las mesas con las mujeres de la calle que exhibían sus mejores ropas domingueras.

Sentado a una mesa más pequeña, en el rincón más alejado, el doctor Albert Trebor estudiaba la escena, y sus ojos gris-verdosos reflejaban una mezcla de interés clínico y cínico al mismo tiempo. Aunque bien entrado en años, el médico alto y delgado todavía trabajaba como asesor del personal del cercano Hospital de Londres, pero eso parecía ser el único eslabón que le unía a los parroquianos del local. Su traje discreto y sus modales le señalaban como a un caballero, al igual que el joven que estaba sentado al otro lado de la mesa con una gorra de cazador echada hacia atrás sobre una amplia frente.

La mirada de Trebor se posó en su compañero.

—Y bien —dijo—. ¿Qué te parece esto, Mark?

Mark Robinson se encogió de hombros.

—Es difícil decirlo. Todavía es demasiado nuevo para mí.

—Nada como esto en vuestro salvaje Oeste, ¿verdad?

—Michigan no es ni salvaje ni occidental. —Mark se retorció la punta del bigote—. Pero tiene usted razón, no hay nada como esto en Ann Arbor. —Sonrió a Trebor—. Es muy amable por su parte cuidar de mí como lo hace…, la visita turística, una noche en la ciudad…

—Tonterías, mi joven amigo. Tú has venido aquí para estudiar nuestros procedimientos profesionales, pero ello lleva aparejado mucho más que limitarse a observar la rutina del hospital. Considera todo esto como parte de tu educación. —Trebor bebió un poco de cerveza—. Yo he estado ejerciendo durante casi cuarenta años y todavía estoy aprendiendo.

—¿Cómo era cuando usted empezó?

—Realmente, muy primitivo. Las técnicas quirúrgicas eran toscas, sin anestesia, sin ayudantes cualificados ni enfermeras, se perdía el tiempo trabajando en una carnicería sangrienta. No como en el Hospital de Londres de hoy. Piensa en lo que hacemos aquí…, cuatrocientos pacientes externos tratados diariamente, siete mil casos de cama al año…

—Todo cambia —dijo Mark.

—Quizá. —Trebor echó una ojeada hacia el gentío ruidoso agrupado delante del mostrador—. Pero Whitechapel no ha cambiado tanto desde que Mr. Dickens escribió sobre su vida en las calles. Oh, hemos tenido un impulso en los movimientos de reforma, pero los trabajadores todavía viven en la miseria, la servidumbre todavía está tristemente mal pagada, nuestras prisiones, hospicios y asilos son agujeros infernales. —Frunció el ceño—. Solíamos pensar que el progreso conseguiría cambiar las condiciones de vida… Motores a vapor, maquinaria, el telégrafo, todas esas cosas. Pero no ha resultado así. Ahora tenemos solamente aquí en Londres once entregas de correo al día, pero ¿de qué sirve cuando la mayoría de la población no sabe leer o escribir una frase correcta? ¿De qué sirve el Decreto de Educación cuando los niños comienzan a esclavizarse en talleres y fábricas casi tan pronto como empiezan a caminar?

—Casi es tan malo como en América —asintió Mark—. Ésa es una de las razones por las que entré en la medicina, para ayudar a aliviar un poco el sufrimiento…

—Hay más en la medicina que el alivio del sufrimiento físico —dijo Trebor—. La angustia mental, ése es el problema auténtico. El trabajo que destroza los cuerpos también destroza la mente y el espíritu. El problema en nuestra profesión está en pensar que solamente tratamos con pacientes. Olvidamos que los pacientes son seres humanos. Ahora que me he retirado a un empleo de asesor he desviado mi atención del estudio de los pacientes al estudio de la gente.

Hizo un gesto hacia el bar.

—Por eso suelo frecuentar lugares como éste. No para divertirme, ¿quién podría disfrutar del espectáculo de la miseria ahogando sus penas en la bebida y el desenfreno?, sino para aprender las causas reales de la angustia enraizada en la condición humana.

—Habla usted como un filósofo —dijo Mark.

—O como un idiota. —Trebor engulló su cerveza—. Si es que hay diferencias entre ambos.

—¡Maldita sea tu estampa!

Esto llegó del grupo alrededor de la gran mesa en la que ahora cantaban el estribillo de «Samuel Hall».

—Bien dicho —murmuró Trebor—. Pero estamos negligiendo tu educación. —Sonrió a su compañero—. Si intentas dar tratamiento a estas personas tendrás que aprender su lenguaje. Sugiero algunas lecciones de vocabulario.

—Pero si yo hablo inglés —dijo Mark.

—¿Lo hablas? —El tono de Trebor era enigmático—. Entonces supongamos que intentas identificar las ocupaciones de algunos de los parroquianos a medida que yo te los señalo. —Apuntó con el dedo en dirección a un hombre con la cara tiznada que vestía un mono manchado y botas altas y que estaba de pie al extremo del mostrador—. ¿Qué hace ese hombre para ganarse la vida?

—Yo diría que es un deshollinador. —Mark sonrió—. Y además un borracho, a decir verdad.

—Un «apañador de tubos». —Trebor sonrió—. En cuanto a su estado, generalmente se le conoce por «esponja». ¿Observas sus espesas patillas? Por aquí son conocidas como las «aldabas» de Newgate.

Señaló un hombre de piel morena, vestido con una chaqueta marinera y un gorro de punto, agarrado al mostrador para sostenerse en pie.

—¿Qué dirías de ese individuo?

—Es fácil…, un marinero mercante. Y asiático, por su aspecto. Creo que les llaman «flojos».

—Sobresaliente. —Los ojos de Trebor se estrecharon—. Pero observa a su amigo. Mientras finge que le sostiene, su mano libre está tanteando la chaqueta del compañero.

—¡Un caco!

—Más conocido como «chorizo». Un ladrón de borrachos. —Trebor giró en su asiento—. Y ¿qué te parece ese tipo en el rincón de enfrente, con una piedra de amolar portátil junto a su silla?

—Evidentemente, es un afilador.

«Caballero amolador» es la descripción preferida. La dama a quien ha invitado es un «soldado», eufemismo cortés para significar prostituta. Pero él puede permitirse la invitación. Ser «caballero amolador» es una profesión lucrativa, con todos los marineros, cortadores de cuero, mozos de mercado y matarifes que utilizan cuchillos en su trabajo. Me parece que algunos de ellos podrían enseñarnos algo de cirugía y disección.

Un camarero gordo, con un delantal sucio, se acercó pesadamente a su mesa.

—¿Les apetece algo más, caballeros? ¿Otra ronda de cerveza?

—¿Por qué no? —Trebor asintió—. Preso por mil, preso por mil quinientos. —Cuando el camarero se alejó, el hombre maduro se metió la mano en el bolsillo y sacó un puñado de monedas—. Lo que me hace recordar —dijo—. Ya que estamos en ello, conviene que te dé una lección de aritmética. —Esparció el cambio suelto encima de la mesa, indicando cada monedita por turno con un empujoncito del dedo—. Esta pieza de medio penique es conocida como un flatch. Y aquí tenemos un yennap, un penique, pronunciado al revés. La moneda de dos peniques es un deuce. Seis peniques es un sprat, el chelín es un deaner, la media corona un alderman

—¿Quieres juerga, cariñito?

Trebor alzó bruscamente la mirada ante la interrupción. Una mujer regordeta, con papada, vestida con una chaqueta desgastada y una falda marrón, estaba a su lado, insegura, de pie, y sus ojos confusos parpadeaban ante la hilera de monedas. En una mesa directamente detrás de ella, dos soldados barbudos contemplaron lóbregamente a otra mujer que se levantaba para unirse a su compañera borracha. La nueva se acercó a Mark, alta e imponente con su gran sombrero de plumas y vestido con botones de nácar, y colocó una mano en su hombro.

—¿Tienes buen carácter, querido? —preguntó.

Trebor hizo un ruido de desdén y sacudió la cabeza.

—Lárgate —murmuró.

La mujer con los adornos de nácar se irguió con un aire de inocencia ofendida.

—¡No hay necesidad de avasallar! Aquí estamos, con buenos deseos de ser sociables…

El desdén y la voz de Trebor se agudizaron.

—Haz lo que te he dicho. Largaos ¡las dos!

La mujer alta se volvió hacia su compañera corpulenta sin responder.

—Vámonos, Marta. A la mierda estos señorones roñosos. Volvamos con los soldados.

Cuando las dos se alejaban, Trebor se relajó, haciendo un gesto con la cabeza a Mark.

—Que se larguen.

Mark se movió nerviosamente en su silla.

—¿No ha sido usted algo brusco con ellas?

—Uno ha de mostrarse firme. Es lo único que entienden. —El viejo doctor recogió las monedas mientras hablaba—. Hay millares de mujeres como ésas, borrachas y podridas de enfermedades, esparciendo infecciones cada vez que abren las piernas.

Mark asintió.

—Sin embargo, han de vivir.

—¿Lo crees así? —Trebor echó una mirada hacia la mesa ocupada por las dos mujerzuelas y la pareja de barbudos rufianes de uniforme. Un soldado estaba pellizcando los pechos de la mujer alta mientras su otra mano se deslizaba por debajo de la falda marrón de su compañera borracha—. Asqueroso —dijo—. Animales que merodean por nuestras calles. Gracias a Dios se marchan.

Mark siguió la mirada mientras los soldados se levantaban, haciendo poner en pie a las mujeres. La regordeta tropezó y su acompañante lanzó un juramento, abofeteándola con una mano gruesa. Después se marcharon tambaleándose.

—¿Adónde van? —preguntó Mark.

—¿Importa acaso? —Trebor alzó los hombros—. Las putas como ésas levantarán sus faldas en cualquier parte, en los callejones, los patios, o contra una pared cualquiera. No hay nada demasiado bajo para sus gustos, ningún acto demasiado perverso para impedirles llevarlo a cabo. Y todo por una paga de seis peniques para una noche en cualquier pensión.

Mark se quedó mirándolo.

—¿Quiere usted decir que hubiéramos podido impedirlo solamente con darles algunos peniques?

—Me atrevo a decir que sí. —Trebor asintió indiferentemente, y después alzó la mirada cuando Mark empujó hacia atrás la silla y comenzó a alzarse—. ¿Dónde vas? Ahora nos traerán bebidas…

El joven no replicó. Sus ojos estaban clavados en las dos parejas que se acercaban inseguras hacia la puerta giratoria y salían a la calle.

—Espera —le dijo Trebor—. No seas loco…

Pero Mark ya estaba acercándose a la puerta a grandes zancadas. La cruzó y desapareció en la noche.

Por un momento Trebor permaneció sentado, tensa la mandíbula a medida que la ira le iba dominando.

—Asquerosas mujerzuelas —murmuró.

Recogiendo las monedas de la mesa, las arrojó al bolsillo.

Entonces, se levantó, cogió su maletín médico de debajo de la mesa, y, apresuradamente, se dirigió hacia la puerta.