Capítulo 7

Roma, 85 d. de J. C. Crucificaron a un ladrón en la arena. No murió con la suficiente rapidez como para satisfacer a la multitud, de modo que soltaron a un oso para que le devorara mientras él se retorcía en la cruz.

Apoyándose firmemente en el desgastado asiento del balanceante cabriolé, Eva contemplaba la niebla que estaba acumulándose fuera.

Por encima del ruido de los cascos del caballo y el traqueteo de las ruedas que giraban, las campanas de la capilla de Santa María en Whitechapel sonaron siete veces, marcando la hora y el final de sus vacaciones.

En el suspiro de Eva no había tristeza, solamente alivio. Los quince días junto a su padre habían sido más duros de lo que pensaba, aunque hubiera debido saber lo que la esperaba. Papá era un hombre viejo, y su retiro no le ofrecía nada sino pobreza y soledad. Y lo que era peor, después de toda una vida en el púlpito, ahora no tenía a quién predicar.

«Pero ¿por qué ha de predicarme a mí?» Eva frunció el ceño ante ese pensamiento, buscando excusas rápidamente. Papá estaba haciéndose senil, no comprendía que las cosas han cambiado, tenía miedo a la muerte.

Así era, en efecto, pero eso ofrecía poco consuelo contra sus constantes lamentos y quejas. Exageraba su edad y sus enfermedades para ganarse su simpatía, intentando todavía hacerla regresar a casa.

Pero aunque ella hubiera querido eso, ahora era imposible. Los tiempos habían cambiado. Ella había cambiado; los últimos seis meses lo demostraban. Las cosas que había aprendido del mundo, las cosas que había aprendido de ella misma, le habían enseñado que no había retorno posible. Esta vez, Eva veía a su padre con ojos diferentes; veía a un viejo egoísta cuyos pensamientos solamente se concentraban en la muerte y el sufrimiento.

¿Sufrimiento? Eva alzó la mirada ante el ruido repentino de un latigazo y la maldición del cochero mientras conducía el caballo dando la vuelta a una esquina. La crueldad y el sufrimiento estaban en todas partes, no necesitaba que su padre le recordara la presencia del dolor. Y si ella intentaba decirle que el dolor tenía su utilidad, él nunca la entendería. La idea de coger un látigo y azotar al conductor dándole una lección merecida, horrorizaría a papá; él creía que el castigo debía venir solamente de Dios.

Eva suspiró de nuevo. Quizá tenía razón. Por lo menos ella no tenía intención alguna de poner en práctica su impulso mientras el coche se detenía junto a la acera.

El cochero bajó del pescante y dio la vuelta para abrirle la puerta.

—Aquí estamos, señorita. Número siete. Calle Old Montague.

Eva abrió su bolso mientras él la ayudaba a bajar, y le tendió el dinero con la cara vuelta para evitar su aliento alcohólico.

—¿Quiere que la ayude con el equipaje?

—No, gracias. Puedo arreglármelas.

Eva tendió la mano y cogió el baúl que estaba en el asiento del carruaje.

Mientras el cabriolé se alejaba, Eva cruzó la avenida. La farola de la esquina no estaba encendida y no se veía luz alguna en las ventanas del número siete. A través de la niebla del crepúsculo, el bulto vago del edificio se alzaba imponente por encima de ella.

Y lo mismo ocurrió con la figura.

Una sombra oscura se alzó vivamente de la escalera junto a la entrada. Se inclinó hacia delante, mano tendida, agarrándola del brazo.

La sombra tenía sustancia. Y una voz.

—¿Miss Sloane?

Eva parpadeó hacia el perfil vago del rostro que tenía delante y después sintió alivio al reconocerlo.

—La he estado esperando —le dijo Mark Robinson.

—Lo siento. Mi tren ha venido con retraso.

La boca con bigote formó una sonrisa.

—No importa. Estaba empezando a pensar que había olvidado nuestro compromiso para cenar juntos.

—¡Oh, no…! —Eva sacudió la cabeza—. De hecho, lo había olvidado. Por favor, perdóneme, me siento como una estúpida…

—No importa, ahora ya está aquí.

—Pero ¿no comprende? No puedo cenar fuera esta noche. No después de ese viaje en tren. Debo presentarme al trabajo mañana a las seis de la mañana, y todavía no me he acomodado en mi nuevo alojamiento, aquí… —Mientras hablaba Eva se dio cuenta de que se sentía ciertamente como una estúpida, pero no podía evitarlo—. Realmente, estoy avergonzada…, si usted pudiera aplazar sus planes hasta…

Pero estaba hablando consigo misma.

Mark ya había girado bruscamente y, mientras Eva miraba, la figura del hombre con su gorra de cazador se desvanecía en la noche.