Capítulo 4
Egipto, 2300 a. de J. C. Además de las torturas acostumbradas —flagelación y mutilación— y las ejecuciones por estrangulamiento, empalamiento o en la hoguera, el castigo más definitivo consistía en ser embalsamado vivo, recubierto con carbonato sódico corrosivo que lentamente roía la carne.
Poco después del mediodía del jueves siguiente, Eva Sloane subía la mal iluminada escalera de la nueva estación del metro en Whitechapel y salía al brumoso sol de la calle.
Abriéndose camino entre los carretones que entorpecían el paso por la vía pública, pasó al otro lado y subió por la avenida para cruzar después las puertas del Hospital de Londres. Se detuvo un momento y se aflojó el sombrero, liberando la masa de rizos cobrizos que había debajo.
Al entrar en el vestíbulo redondo de la entrada, el portero, con su uniforme azul, se volvió hacia ella y llevó una mano a su gorra.
—Buenas tardes, señorita,
—Gracias, Jenkins. —Ella le saludó con la cabeza, inquisitivos sus ojos azules dirigidos hacia él—. ¿Sabes por casualidad si ya ha comenzado la conferencia?
—Probablemente sí —dijo el portero—. He visto entrar al doctor Hume hace diez minutos.
—En este caso llego tarde.
Apresurando el paso, Eva cruzó por delante del mostrador de recepción y se acercó a los pasillos de atrás. El que estaba a su derecha conducía a las salas médicas; el de la izquierda la llevaría a la sección de cirugía.
Eva se dirigió hacia allí, avanzando por los estrechos confines del largo pasillo. La pared interior tenía una hilera de puertas que daban a salas de consulta, encima de cada una de las cuales figuraba el nombre del médico o del cirujano ocupante de la habitación. La pared exterior se alzaba sobre una hilera de bancos negros en los cuales los pacientes aguardaban para ser llamados a examen y tratamiento.
Como siempre, eran gentes diversas; algunos hombres maduros, con sus ropas mugrientas de trabajo manchadas de sudor, y un número mucho mayor de mujeres vestidas humildemente, muchas de ellas con niños pequeños agarrados de la mano o con bebés en los brazos. Aparte del eco ocasional de una tosecilla tísica, no había ningún otro ruido que indicase la presencia de aquellas personas reunidas allí. Los hombres permanecían sentados inmóviles, labios apretados, y las mujeres no hablaban. Incluso los niños permanecían extrañamente silenciosos en sus asientos, mientras contemplaban fijamente las puertas marrones que tenían enfrente.
Detrás de su silencio Eva presintió el espanto. Todos estos desgraciados se preguntaban qué les esperaría dentro de aquellas salas de consulta; el examen y las pruebas, la medicación misteriosa, el pinchazo de la aguja o, incluso, el horror del cuchillo del cirujano. Y para algunos la perspectiva era todavía más siniestra; el gesto de resignación, algunas palabras de consuelo sin sentido, y después el breve despido que indicaba que no había ni tratamiento ni esperanza para su aflicción. El miedo era una presencia casi palpable allí, el miedo al dolor, el miedo a la muerte.
Eva pasó rápidamente y abrió las dobles puertas basculantes al final del pasillo que la introdujeron en la sala de cirugía, techada de vidrio, de los pacientes exteriores. En aquel momento no estaba ocupada, y la cruzó para abrir una puerta al fondo que conducía al teatro de operaciones.
Unas ventanas deslustradas cubrían las paredes verdes de la sala reflejando el brillo de las luces de gas. Debajo de los paneles translúcidos, un semicírculo de bancos contenía una audiencia de espectadores. Eva se paró un momento mientras revisaba sus rangos: enfermeras con sus uniformes azules, aprendizas de enfermera con sus gorritos blancos y uniforme a rayas, jóvenes estudiantes en traje de calle, hombres maduros que vestían las levitas de los médicos en ejercicio.
En la zona central, ante ellos, estaba la mesa de operaciones, rodeada por mesas más pequeñas que exhibían un despliegue de bisturíes, sondas, forceps y otros instrumentos médicos junto con ampollas de cloroformo, cuencos con agua caliente, rollos de vendas, haces de sutura y montones de esponjas a punto de ser utilizadas. Colocados detrás, algunos cirujanos del hospital esperaban de pie, fácilmente identificables por sus delantales blancos y sus manguitos protectores. A la cabeza de la mesa un estudiante ajustaba la boquilla de una bomba pulverizadora de ácido férrico, innovación del doctor Lister, utilizada para esterilizar instrumentos, la herida del paciente e incluso las manos del cirujano, si éste creía en la controvertida nueva teoría de gérmenes y antisepsia.
Sobre la mesa, cubiertas decorosamente sus extremidades inferiores con una sábana blanca, estaba el paciente, un hombre corpulento de mediana edad con el vientre hinchado. El cloroformo ya había realizado su trabajo y el hombre yacía silenciosamente, con los ojos cerrados, elevando y bajando su grueso estómago con acompañamiento de unos ronquidos estertóreos.
El cirujano operador se inclinó hacia el hombre con el bisturí dispuesto en su mano izquierda. Eso, más la visión de su rostro rojizo con su bigote erizado sobre el cual había una nariz bulbosa y unos ojos ligeramente rasgados, servían para identificar al doctor Jeremy Hume.
Frunciendo el ceño, Eva vaciló. Si hubiera sabido que era Hume el que operaba no se hubiera esforzado tanto por estar presente. Había algo en ese hombre que la inquietaba, no su apariencia, sino sus maneras. Nunca se había mostrado brusco, al contrario, parecía casi efusivamente cordial y ansioso por agradecer la presencia de ella. Bien pensado, quizá sería su apariencia; la manera en que lo descubría escudriñando por entre aquellos ojos hendidos como si estuviera estudiándola con una especie de diversión burlona.
«Bobalicona —se dijo Eva—. Es insensato imaginar cosas.» Avanzó decididamente hasta un banco justo a la izquierda del umbral y se acomodó en un extremo.
Ciertamente, el doctor Hume no la estaba mirando ahora. La atención del cirujano estaba concentrada en el paciente o, más exactamente, en la punta reluciente del bisturí colocado encima de la voluminosa figura, mientras que, con una sonrisa de autosuficiencia, lo bajaba para hacer una incisión en el abdomen expuesto, cortando hábilmente a través de la capa de tejido adiposo subcutáneo.
Brotó la sangre y uno de los cirujanos del hospital se aproximó, y con una esponja secó los bordes exteriores de la incisión.
Con un movimiento de la cabeza, el doctor Hume le indicó que se apartara; abrió los bordes de la abertura y después se inclinó para insertar la punta de su bisturí dentro de la cavidad. Sus ojos estaban concentrados en lo que estaba haciendo, pero todavía sonreía; Eva llegó a la conclusión de que el cirujano parecía estar disfrutando.
No ocurría lo mismo con el hombre que Eva tenía al lado. Se agitaba nerviosamente en el banco y cuando Eva le echó una mirada se quedó sorprendida al ver que había cerrado los ojos.
Había algo más en su apariencia que la turbó. El pálido rostro con sus cejas espesas y su bigote fino parecía extrañamente familiar. En su mente, Eva intentó imaginar su perfil, pero la imagen era confusa, como si se interpusiera la niebla.
«Niebla.»
Era eso. Niebla, y la gorra de cazador. Éste era el desconocido que había acudido a rescatarla la pasada noche.
Ahora era él quien parecía necesitar ser rescatado. Con la mirada extraviada, se levantó con esfuerzo y pasó junto a ella dando traspiés, buscando a tientas la puerta que conducía a la desierta sala de cirugía de los pacientes externos.
Nadie más pareció observar su marcha; toda la atención estaba concentrada en el doctor Hume mientras él interrumpía su procedimiento, bisturí en mano, y alzaba la mirada para dirigirse a la audiencia.
—Lo que tenemos aquí es una inflamación aguda del apéndice vermiforme, caracterizado por el edema usual y la sensibilización consecuente en la zona baja abdominal…
El sonido de su voz fue cortado por el cierre de la puerta después de que Eva se levantó y siguió al hombre joven.
Lo encontró de pie delante de una ventana abierta, respirando profundamente, con los labios y los puños apretados. No obstante, se volvió al oír los pasos de Eva y sus ojos castaños se ensancharon ante la sorpresa.
—¿Usted?
Eva asintió.
Él se quedó mirándola.
—No lo comprendo. ¿Cómo ha sabido dónde podía encontrarme…?
—No lo he hecho. —Ella sonrió—. He venido para la conferencia.
—¿Es usted estudiante de medicina?
—No, soy estudiante de enfermera del hospital. Esta mañana he estado fuera y no he tenido tiempo de ponerme el uniforme antes de la demostración. —Sonriendo todavía, Eva le tendió la mano—. Me llamo Eva Sloane.
Él aceptó el saludo; los dedos del joven estaban helados.
—Mark Robinson —dijo—. Encantado de conocerla.
—No tan encantado como yo lo estuve la noche pasada. Quería darle las gracias entonces, pero usted desapareció con tanta rapidez…
—Lo siento. Una emergencia. Iba de camino para ver a un paciente.
—¿Forma parte del personal de aquí?
—Solamente como observador, aunque de vez en cuando les echo una mano. El paciente al que asistí la otra noche era un caso del doctor Trebor. —La voz del joven se dulcificó, y sus facciones se relajaron—. He venido de los Estados Unidos.
—Hubiera debido de adivinarlo por su acento —dijo Eva—. Pero ¿es usted médico?
—No demasiado, me temo. —Sonrió tristemente—. ¿Qué pensaría usted de un médico que se asusta al ver la sangre?
—Todos pasamos por esa fase, ¿no es cierto? —dijo Eva—. Recuerdo haberme sentido muy mareada la primera vez que asistí. Naturalmente ya me he acostumbrado.
—Ésa es justamente la cuestión —dijo él—. Yo nunca lo he conseguido. Cuando estudié para graduarme en la Universidad de Michigan contemplé mi primera disección. De alguna manera la superé, pero inmediatamente después de la sesión me desmayé. Afortunadamente, el instructor ya se había marchado, y Herman consiguió sacarme de allí antes de que nadie se diera cuenta.
—¿Herman?
—Uno de mis compañeros de estudio, Herman Mudgett. Ése sí que es un individuo frío. Podría descuartizar un cadáver con un simple cuchillo para la mantequilla y sin ninguna alteración. —Mark Robinson suspiró—. A menudo me pregunto qué se habrá hecho de él; probablemente está gozando de una brillante carrera como cirujano.
—Supongo que usted no querrá especializarse en ese campo.
—Exacto. Creo que estoy más interesado en el estudio de los desórdenes mentales.
—¿Psicología?
—Todavía es más una cuestión teórica que práctica, pero tengo el presentimiento de que es el tema del futuro. Cuando comencemos a aprender los secretos de la mente humana podremos ampliar los límites del conocimiento médico… —Se interrumpió bruscamente—. Estoy aburriéndola —dijo.
—De ninguna manera. Realmente, es muy fascinante. Me gustaría oír más sobre el asunto, pero…
—Pero ¿qué?
Eva echó una ojeada al reloj de pared.
—Son más de las dos —dijo Eva—. Tengo que entrar de servicio antes de una hora.
El joven asintió.
—Bueno, entonces, ¿y si continuara mi conferencia durante una cena la próxima vez que usted esté libre?
—Lo siento. —Eva sacudió la cabeza—. Mañana por la noche salgo de vacaciones. Visitaré a mi padre en Reading hasta final de mes.
—Cuando regrese, entonces.
—Quizás. —Eva vaciló—. Pero no me alojaré en la residencia del hospital. El dormitorio de las estudiantes, realmente, es desastroso. Dormimos por turno y la intimidad no existe. Me he buscado alojamiento en la calle Old Montague número siete. Solamente es una habitación, pero por lo menos uno puede gozar allí de un momento tranquilo.
—Dice usted que regresará el treinta y uno —murmuró él—. ¿Y si cenamos aquella noche, a las siete?
—Muy bien, Mr. Robinson. —Eva hizo una pausa—. ¿O debería dirigirme a usted como doctor Robinson?
—Creo que Mark será muy agradable, gracias.
—Como usted quiera.
Eva se volvió con una sonrisa y cruzó la sala hacia la puerta que conducía a la sala de los pacientes externos. Al llegar allí él la llamó.
—Felices vacaciones.
Eva no respondió, pero, al cruzar la puerta, su sonrisa había desaparecido.
A papá no le gustaban las vacaciones. Y fuera lo que fuese lo que la esperaba en Reading, no sería agradable.