34

Era tarde cuando llegaron al pueblo, más de las nueve, y Billy les pidió a los dos detectives que lo dejaran ante la verja de la casa de los Madden. Ambos estaban con el Dic de Guildford y había divisado sus rostros familiares antes en la comisaría de Midhurst. Sorprendido al verlos allí, averiguó que estaban investigando un caso de robo en Haslemere, justo en la divisoria con Surrey, cuando la noticia de lo ocurrido en la granja de los Coyne llegó a sus oídos y se acercaron en coche a Sussex para descubrir por sí mismos qué estaba pasando.

—Ya terminó todo —les había dicho—. Pronto traerán el cadáver de Lang. Pero puesto que vais a volver a Guildford podríais hacerme un favor y dejarme por el camino. Como no llegue a Highfield esta noche, no merecerá la pena seguir viviendo.

Billy no exageraba. Cuando el inspector jefe descubrió la desaparición de Madden del patio del establo, había puesto el grito en el cielo, y Billy había tenido la mala suerte de estar en la línea de fuego.

—¿Intenta decirme que dejó que se largara de allí? ¿En su estado? —Sinclair estaba lívido de ira.

Lo que Billy había querido decir era que no había dejado que nadie se largara a ninguna parte. Que con el caos que imperaba en el patio a causa del enjambre de policías y bomberos, por no mencionar a los curiosos que se habían visto atraídos al lugar y a los que hubo que ahuyentar, había sido imposible estar pendiente de todo. Que no tenía ninguna bola de cristal y era imposible que pudiera haber adivinado que a su antiguo jefe de repente se le metería en la cabeza marcharse sin decir adiós.

Pero si una decena de años en el cuerpo le habían enseñado algo a Billy, esto era que a veces lo único que podía hacer uno era morderse la lengua y quedarse callado.

—Rece para que no le haya pasado nada por el camino, sargento. —El inspector jefe echaba chispas—. Rece para que no haya tenido un accidente, o se haya salido de la carretera.

Le había ordenado a Billy que se personara en Highfield sin demora, alegando que él, Angus Sinclair, quería oír antes de que terminara esa noche que Madden había vuelto a casa sano y salvo, y que en caso de que hubiera cualquier novedad que reportar, el sargento haría bien en considerar embarcarse en otra carrera.

—Y también hará bien en recordarle que abandonar la escena de un crimen sin permiso de la policía es un delito castigado por la ley, y que él debería saberlo.

Lo que le había dado a Billy motivos para sonreír, al menos, mientras se ponía en marcha.

El inspector jefe no había abordado la cuestión de cómo se suponía que debía regresar a Midhurst, mucho menos a Highfield, pero había tenido suerte y se había encontrado con el inspector Braddock en el aparcamiento junto a la carretera. Al enterarse de lo que sucedía, el comandante de Midhurst había regresado apresuradamente de la comisaría, y puesto que no necesitaba con urgencia su coche y a su conductor le había dicho a este último que podía llevar a Billy hasta la ciudad.

—Después de eso, se las tendrá que apañar por su cuenta, me temo.

Cualquier duda que hubiera podido albergar Billy sobre la subrepticia marcha de su antiguo mentor se había esfumado al hablar con el sargento uniformado a cargo del aparcamiento. Este había tenido unas palabras con Madden cuando partió en su coche hacía unas horas.

—Me pidió que le presentara sus excusas al inspector jefe si lo veía. Para decirle que tenía el presentimiento de que debía ir a casa.

Nada de lo cual había cogido por sorpresa a Billy cuando consideró los acontecimientos de las últimas horas. También él seguía sobrecogido por lo ocurrido; no lograba sacudirse de encima la aprensión que lo había embargado cuando uno de los obreros de la carretera, que aún permanecía en el escenario por orden de su capataz, le dijo que Madden había emprendido la persecución de Lang en solitario. Tras separarse del grupo de policías que estaban congregándose a su espalda, Billy había corrido sendero arriba por su cuenta y al alcanzar la cresta de la cordillera boscosa había visto inmediatamente el inmenso incendio que iluminaba el valle, a su derecha. Obstaculizado al principio por un seto que discurría a lo largo del camino, al final había podido pasar hasta un patio donde la escena que lo recibió le había helado la sangre en las venas.

Silueteados contra un granero en llamas había dos hombres de pie a ambos lados de una forma humeante que yacía encima de los adoquines entre ellos. Antes incluso de llegar hasta ellos Billy había sabido instintivamente que lo que estaba contemplando eran los restos de un ser humano.

—¿Quién es? —les había gritado, incapaz de contener su ansiedad. Y luego—: Policía… —cuando volvieron hacia él sus rostros interrogantes.

—Algún bastardo que intentaba asesinar a una niña —había respondido bruscamente uno de ellos, un tipo de aspecto rudo con varios días de barba en las mejillas, pero un tipo al que Billy gustoso hubiera abrazado y cubierto de besos.

Momentos más tarde, tras ser dirigido por los dos hacia un establo iluminado al lado del patio, su alivio había sido absoluto. Allí había encontrado a Madden, con la cara hinchada a la altura de la mejilla y ennegrecida por las cenizas del incendio, y con una quemadura en el dorso de la mano, sentado en el suelo cubierto de paja con una niña acunada en los brazos. Cerca de ellos, tendida en los adoquines, había otra figura, la de un hombre vestido con un abrigo militar, cuyos ojos estaban cerrados y cuya mano reposaba en la cabeza de un viejo labrador ovillado junto a él.

Un grupo de hombres toscamente vestidos los rodeaban, y Billy hubo de abrirse paso a empujones para llegar hasta su antiguo jefe, cuyo semblante se había iluminado al verlo.

—Ah, Billy… aquí estás.

Pálidos bajo la costra de ceniza, los rasgos de Madden lucían la impronta de la extenuación. Estaba en mangas de camisa, y Billy vio que la chaqueta de tweed arropaba a la niña, cuya cabeza descansaba en su hombro.

—Está dormida, la pobre.

Billy se había ofrecido a quitarle la pequeña de encima, pero Madden parecía remiso a soltarla.

—Será mejor no despertarla. —Tenía los ojos brillantes, sin pestañear, y era evidente a juzgar por lo dilatado de sus pupilas que estaba sufriendo los efectos de la impresión.

Fue en aquel momento cuando uno de los hombres de pie a su alrededor se había llevado a Billy aparte. Un irlandés sañudo que respondía al nombre de Harrigan se había identificado como capataz de la cuadrilla de obreros.

—Le pedí a uno de los hombres que bajara a Oak Green para llamar a una ambulancia. Eso fue después de que encontráramos a Sam Watkin ahí. —Había indicado con la cabeza a la figura del abrigo—. Sam estaba arrastrándose por el jardín de la cocina, intentando llegar al patio. Lo habían apuñalado. Sí, y golpeado en la cabeza. Creo que intentó salvar a la niña. Pero se pondrá bien. Ese abrigo suyo tiene un forro inferior. El cuchillo no penetró muy adentro.

Le había dicho a Billy que él y el resto de su cuadrilla habían subido corriendo desde la carretera tras los pasos de Madden y cubierto medio camino hasta la aldea cuando divisaron el fuego tras ellos… momento en que se apresuraron a regresar.

—Tendrá que preguntarle a su amigo qué ha pasado. —Señaló a Madden—. No hemos querido atosigarlo con interrogatorios. Salta a la vista que está molido. Le puedo decir una cosa, eso sí… la niña no está… herida. —A Harrigan se le encendieron las mejillas y aparto la mirada, azorado—. Ya sabe a qué me refiero. Se despertó un momento y nos dijo que se sentía mareada, pero eso fue todo. Su hombre nos explicó que era debido al cloroformo que el otro le había administrado. Ese bastardo de ahí. —El capataz apuntó con el pulgar hacia la puerta—. Bueno, ya no se lo hará a nadie más, ¿verdad?

Mientras conversaban, el repicar de botas sobre los adoquines en el exterior había señalado la llegada del equipo principal de la policía. La aparición de uniformes azules agrupándose en el abarrotado establo había parecido tranquilizar a Madden, y Billy lo había convencido por fin para que dejara su carga al cuidado de un sargento fornido, que había envuelto a la niña en su abrigo y se había instalado con ella en un rincón.

Madden había pugnado entonces por ponerse de pie.

—No sé qué me ha dado. Échame una mano, ¿quieres, Billy?

Ayudado a levantarse, pareció tambalearse, y Billy lo había sacado del establo atestado al patio, donde el aire frío lo había reanimado.

Tras encontrar un cubo boca abajo a mano, había convencido a Madden para que se sentara.

—Tuve que partirle la muñeca, Billy. No atendía a razones.

Encorvado sobre las rodillas, mirando fijamente el suelo entre sus pies, Madden había proporcionado un informe breve y fragmentado de lo ocurrido para un público que ahora incluía a varios miembros del contingente de Midhurst. Ni una sola vez se había desviado su mirada hasta la negra figura informe, vigilada por un par de alguaciles, que yacía humeando aún en los adoquines no muy lejos de su asiento.

—Fue Lang el que prendió fuego al granero. Debía de saber que no sobreviviría. Pero quería matarnos, sin importarle las consecuencias.

Todavía no había logrado asimilar la experiencia, encontrarle sentido. Billy se había dado cuenta de eso. Pero no había habido tiempo para hablar. Justo entonces había aparecido el inspector jefe, entrando en el patio por el jardín de la cocina, y Billy le había hecho una seña. Sin aliento tras la rápida caminata desde la carretera, pero informado ya por un emisario del papel que había desempeñado Madden en el rescate de la niña, Sinclair se había quedado plantado ante ellos, sin palabras.

—¡Ay, John…!

Al ver el estado en que se encontraba su antiguo socio, le había ordenado que se quedara sentado tranquilamente y esperara la llegada de algún tipo de transporte, orden que Madden pareció encantado de acatar. Llevándose a Billy con él, el inspector jefe había cruzado entonces el patio para examinar los restos de su objetivo. El cadáver humeante de Lang yacía de espaldas con una mano levantada, engarfiados los dedos. Donde antes estuviera su rostro, ahora sólo había carne carbonizada.

—No es algo como para enseñárselo a tu tía solterona, ¿verdad? —Sinclair había fruncido los labios, repugnado por la macabra imagen—. Aunque para algunos será un consuelo, me atrevería a decir. Ahora no hay posibilidad de que aparezca en ningún puerto.

Billy le contó lo que había averiguado por Madden.

—Lang intentó matarlos a los dos.

Sinclair había encajado esta información sin hacer comentarios, para luego encogerse de hombros.

—Me pregunto cómo llegaría hasta aquí. Me refiero a este lugar en concreto.

La respuesta no había tardado en llegar. El sargento Colé se había acercado a ellos de inmediato. El detective de Sussex les informó de que había estado hablando con Sam Watkin, el hombre encontrado apuñalado en el jardín, quien poseía una información que había querido comunicar.

—Dice que oyó gritar a la niña y corrió en su ayuda. Lang estaba esperándolo justo detrás de la tapia del jardín. Lo golpeó con un martillo y luego le asestó una cuchillada. Pero la cuestión es que recuerda haberlo visto antes merodeando por la granja, intentando entrar en el granero, manipulando el grifo de fuera para ver si funcionaba. Y si tenemos en cuenta que esta misma niña, Nell Ramsay, vuelve a casa del colegio todos los días a la misma hora, y por la misma ruta… y que Lang estaba viviendo a menos de dos kilómetros de distancia…

Colé había hecho un gesto sin decir nada.

—Pero hay más. El motivo de que Watkin estuviera aquí esta tarde era porque buscaba a un amigo suyo que había desaparecido. Un tipo llamado Eddie Noyes. Formaba parte de esa cuadrilla de obreros. Watkin trabaja para un agente inmobiliario de Midhurst. Lo había arreglado para que Noyes durmiera en el granero y justo el otro día le pidió que tuviera abiertos los ojos por si veía a algún desconocido husmeando por los alrededores, para decirle que se largara con viento fresco.

—De modo que es posible que se tropezasen y Lang lo matara. Típico de él, sin duda. —El inspector jefe hizo una mueca—. No querría que diera al traste con sus planes. No si ya le había echado el ojo a la niña. —Guardó silencio un momento, reflexionando. Exhaló un suspiro—. El camión de bomberos está en camino, supongo.

—Sí, señor. Envié un hombre a Oak Green para que solicitara uno.

—Dígales que registren minuciosamente lo que queda del granero. No me sorprendería que encontraran otro cadáver ahí.

—América, señor. Baltimore, de hecho. Ese era su destino. Había reservado pasaje en un carguero que zarparía de Southampton mañana. Me lo dijo uno de los compañeros de Midhurst. Entraron en su coche y encontraron su billete y cantidad de material diverso en su maletín.

Billy podía decir a juzgar por la expresión de Madden que estaba teniendo problemas para seguir todo esto. A su antiguo jefe le pesaban los párpados, como quien dice, y estaba dando cabezadas. Lo más probable era que de un momento a otro fuera a tumbarse encima de la mesa de la cocina que tenía delante y se quedara dormido.

—En un carguero, dices… —Madden frunció el ceño con el esfuerzo de seguir el hilo—. No uno de los transatlánticos. Parece que estaba tomando precauciones. ¿Encontraron algún pasaporte?

—Sí, así es, señor. Francés. A nombre de Víctor Lasalle. También había una carpeta con correspondencia comercial, cartas y facturas. Retrataban a este tal Lasalle como tratante de arte. Algunas de las cartas eran de galerías y cosas así, con membretes pomposos. Todas falsas, lo más seguro, lo que explicaría el paquete que estaba esperando. Por qué tardó tanto en llegar.

Billy miró a la puerta de reojo por encima del hombro. Se preguntaba cuándo aparecería Helen. Él había llegado hacía unos minutos, caminando por el paseo de entrada en penumbra hasta la casa, donde había visto el coche de Madden aparcado junto a la puerta principal, y sintió alivio por segunda vez aquel día. El temor de que el otro hombre pudiera haber sufrido algún accidente a su regreso de Midhurst —que no estuviera en condiciones de conducir— había impregnado de preocupación el viaje del sargento.

Al ver el pasillo de la entrada a oscuras, Billy había rodeado la casa hasta la cocina, donde había una luz encendida, y encontró a Madden sentado a la mesa ante los restos de una comida, solo y dando cabezadas.

—Pasa, Billy, adelante… —Parpadeando, se había incorporado a medias. El sargento no acertaba a imaginarse qué hacía levantado todavía—. Helen está al teléfono… está intentando averiguar para mí cómo está la chica… si se encuentra bien. Y también el hombre que resultó apuñalado. Debería haberme quedado, lo sé. Pero tenía que volver a casa.

Billy había agradecido la oportunidad de tranquilizarlo. Sonriendo, había descrito la llegada de la ambulancia, justo cuando él se iba.

—Tardó en aparecer. Hay una carretera hasta la granja, pero está en mal estado; lleva siglos abandonada. Alguien había bajado a Oak Green para recoger a la madre de la niña, y ya se imaginará usted el estado en que estaba la pobre mujer. Pero la pequeña estaba bien. Ya se había despertado para entonces y le preocupaba más el tipo acuchillado, Sam Watkin, que ninguna otra cosa. Él y su perra. Resulta que todos se conocen. De modo que cuando llegó la ambulancia, Nell dijo que no montaría a menos que la acompañara el animal. Y no hubo manera de que diese el brazo a torcer. Tuvieron que claudicar. —Billy había soltado una risita—. Es una muchacha estupenda, señor, llena de energía. No se dejará abatir por lo ocurrido. Ya lo verá.

Billy añadió estas últimas palabras a su relato, sabedor de que complacerían a su antiguo mentor, y oyó gruñir de aprobación a Madden. Luego pareció vacilar.

—Helen está enfadada —dijo, tocándose el chichón en la sien. Del tamaño de un huevo de paloma, y teñido de yodo, confería un aspecto asimétrico al rostro de Madden—. Descubrió a Rob aquí, intentando averiguar qué estaba pasando, y le echó una bronca de campeonato. No le lleves la contraria, ¿quieres?

Era un comentario como Billy jamás había escuchado en boca de Madden, y seguía preguntándose cómo debía interpretarlo cuando oyó el sonido de pasos que se acercaban aprisa por el pasillo.

—Fueron a Petersfield, no a Chichester… —empezó a hablar Helen antes incluso de abrir la puerta de la cocina—. He hablado con el médico que examinó a la niña. Está casi ilesa. Un ligero caso de conmoción, nada más. La mantendrán ingresada esta noche…

Al irrumpir en la cocina reparó en la presencia de Billy y se interrumpió. Él ya se había puesto de pie, pero las palabras de saludo que estaba a punto de pronunciar se marchitaron en sus labios cuando vio el rubor de sus mejillas y la rabia en sus ojos.

—La herida de cuchillo del hombre es bastante grave… ha perdido mucha sangre… pero no fue lo bastante profunda como para dañar ningún órgano vital. —Ignorando a Billy, Helen siguió hablando para Madden—. También presenta una fractura en el cráneo. Pero el médico ha dicho que es sano y robusto, y debería recuperarse bien.

Se quedó de pie junto a la mesa mirando a su marido. Después de un momento alargó el brazo, ladeándole ligeramente la cabeza para examinar el bulto que tenía en la sien.

—¿Sabes que no puedo recordar cómo ocurrió? —le dijo Madden a Billy por debajo del brazo de Helen—. Tal vez fuera algo que se cayó del techo mientras salíamos del granero. Sencillamente, no me acuerdo.

Se le ocurrió a Billy que lo que intentaba hacer Madden era alertarlo. Que su tono desenfadado era un intento por desarmar una bomba que estaba a punto de explotar. El silencio de Helen, su negativa incluso a dirigirle la mirada, había dejado al sargento perplejo y extrañado. Demasiado tarde se dio cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir.

—¡¿Cómo has podido?! —Helen se encaró con él de repente—. ¡¿Cómo has podido permitir que ocurriera?!

Billy se quedó sin habla.

—¡Hablé contigo esta mañana! ¡Te imploré que cuidaras de él!

—Cariño… —intentó apaciguarla Madden, pero ella le apartó la mano.

—¡No tenías derecho a ponerlo en peligro! ¡No debería haberse acercado siquiera a ese hombre! ¡Tú dejaste que ocurriera!

Daba igual que sus acusaciones fueran injustas. La justicia no tenía nada que ver en todo aquello. Billy lo sabía. Su turbación, la furia que la había embargado al descubrir lo que le había sucedido a su esposo, era toda la justificación que necesitaba. La situación exigía una cabeza de turco, y no había más candidatos presentes. Pero sus palabras le llegaron al alma. Su buena opinión siempre le había importado, y sabía que su pérdida lo dejaría en la miseria.

—Pensé que podía confiar en ti. Creía que estaría a salvo mientras estuviera contigo. Así que dime, ¿cómo ha podido ocurrir esto? —Exigió una respuesta, mirándolo fijamente a la cara, negándose a liberarlo de los grilletes que eran sus ojos—. Tú, Billy… a ti te lo pregunto. ¿Cómo has podido…?

—¡Mamá, basta!

Acallada por el grito de la niña, Helen se dio la vuelta. Vio a su hija de pie en la puerta. Los ojos cuajados de lágrimas de Lucy presentaban el aspecto abotargado de quien se acaba de despertar. El cinturón de su bata se arrastraba por el suelo a su espalda.

—¿Por qué estás siendo tan mala con Billy?

—¡Lucinda Madden! —Pillada por sorpresa, Helen pugnó por recuperarse—. Vete a la cama ahora mismo.

—¡No!

Desafiante, la pequeña entró en la cocina. Se colocó delante del sargento. Pálida por la enormidad de su rebelión, plantó cara a su madre.

—No hasta que me lo prometas —declaró, con voz trémula.

—¿Prometerte qué?

—Que no volverás a ser mala con él.

—¿Y por qué debería hacer eso?

—Porque es nuestro amigo.

Helen miró fijamente a su hija. Parecía consternada, y Billy vio, comprendió de repente, que su enfado sólo había sido un disfraz, algo a lo que aferrarse. Que saber lo cerca que había estado Madden de la muerte esa tarde había hecho hervir sus emociones, empujándola al filo de la locura. Con un esfuerzo tremendo se repuso ahora para decir:

—¿Porque es nuestro amigo? —Contempló a la pequeña figura ante ella, como si estuviera perpleja. Una sonrisa afloró a sus labios—. Pues claro que lo es. Y gracias por recordármelo, cariño. Te prometo no volver a ser mala.

Se agachó y le dio un beso a la niña.

Al incorporarse, Billy vio que las lágrimas habían empezado a rodarle por las mejillas. Madden ya se había levantado y acudió junto a ella de inmediato. Abrazándola, la apartó de la mesa y se quedaron juntos, sin hablar, aferrados el uno al otro tan estrechamente que podrían haber pasado por una sola persona.

Con los ojos como platos, Lucy miró a Billy en busca de una explicación. El sargento se llevó un dedo a los labios.

—Vayamos arriba —le susurró al oído; cogidos de la mano, de puntillas, salieron juntos de la cocina.