22
Oscurecía —eran casi las cinco— cuando Eddie Noyes abandonó la obra, diciendo adiós con la mano a los McCarthy, Pat y Jimmy, los dos de County Mayo, pero no emparentados, decían, quienes se habían convertido en amigos especiales suyos, y respondiendo también a las manos levantadas de algunos de los otros.
Al ser viernes, al término de su larga jornada laboral, los hombres habían tardado más de lo normal en recoger sus herramientas y poner las cosas en orden antes de irse. La última tarea de Eddie había consistido en colocar las señales móviles a ambos lados de la franja de carretera donde estaban trabajando, advirtiendo a los conductores que aminoraran, que la superficie que tenían por delante estaba en obras. De dos metros de alto y forjadas en cemento, eran difíciles de maniobrar, pero había aprendido a volcarlas por el centro y llevarlas rodando hasta el lugar deseado.
Al principio no le había resultado sencillo, encajar. Los demás lo habían marcado como forastero, alguien que no estaba acostumbrado al trabajo físico, y había tenido que demostrar su valía los primeros días ocupándose de algunas de las labores más arduas y sucias —desmenuzando el asfalto viejo con el martillo pilón, por ejemplo, y mezclando y vertiendo alquitrán— antes de que lo aceptaran como uno de ellos.
Pero era un grupo de buenos tipos, una decena de hombres en total, la mitad de ellos irlandeses, y su camaradería le había recordado a Eddie el tiempo pasado en el frente. Hasta el capataz, Joe Harrigan, que era la viva imagen de su primer sargento, un irlandés ceñudo de Donegal, el mayor bastardo que se había echado a la cara, pero que aun así sabía cuidar de sus hombres. Dooley, se llamaba. Jack Dooley. Un mortero alemán había acabado con él en Mons.
Eddie se había unido a la cuadrilla meses atrás, cuando estaban trabajando en un tramo de carretera próximo a Hove, donde vivía. Al enterarse de que buscaban mano de obra, había aprovechado la oportunidad y hablado con Harrigan, que no le había dejado ninguna duda sobre lo que se esperaría de él.
—No me parece a mí que estés a la altura —le había dicho bruscamente, comentario que Eddie pensó que se refería a su baja estatura… y quizá a la suavidad de sus manos, que el capataz había puesto encima de su palma callosa y examinado con ojo crítico—. Pero voy a darte una oportunidad. Nada de favores, eso sí.
Tras ser incapaz de encontrar un empleo estable desde que perdiera su trabajo de viajante en diciembre, estaba dispuesto a aceptar cualquier oferta. La carga de cuidar de su madre y su hermana, que compartían la casita donde vivían en Hove, era muy pesada, y el miedo a hilarles rara vez estaba lejos de sus pensamientos.
Carretera adelante, Eddie había llegado al punto donde se cruzaba con el sendero que cruzaba la sierra hasta la granja de los Coyne. Transitado por los excursionistas durante las apacibles semanas de otoño, estaba desierto ahora que se acercaba el invierno. Al mirar atrás, vio que sus compañeros habían recogido las herramientas y se alejaban en fila india en dirección contraria, hacia el cobertizo de hierro ondulado a un kilómetro de distancia que contenía el cubículo que hacía las veces de despacho de Harrigan, espacio de almacenamiento para su equipo y unos pocos metros cuadrados de tierra desnuda donde aquellos miembros de la cuadrilla que habían decidido ahorrar dinero y dormir incómodamente, en vez de buscar alojamiento económico en la vecindad —Eddie se había contado entre ellos— extendían sus petates por las noches.
Eran estas largas horas de oscuridad, pobladas por los ronquidos y los gruñidos apagados de los hombres, lo que peor había sobrellevado. Insomne en medio de los cuerpos hacinados, respirando el aire fétido, había sentido flaquear su espíritu; todas las mañanas debía recurrir a un esfuerzo de voluntad para levantarse y afrontar el nuevo día.
Aun así, cuando surgió la oportunidad de escapar de este purgatorio, había vacilado, temeroso de que los demás se tomaran a mal su buena fortuna. Pero descubrió que los había juzgado mal. Entre risas, había visto cómo Pat McCarthy le imploraba a Eddie en tono de guasa que le escupiera en la mano, por si acaso su suerte era contagiosa. Como un solo hombre le habían insistido para que no dejara escapar este regalo caído del cielo.
Al pensar en cómo habían cambiado sus circunstancias desde la inesperada aparición de Sam Watkin, la sonrisa de Eddie se ensanchó. (Acudió a su mente la imagen de una piedra al caer en un charco estancado). Recordó con deleite el momento en que la furgoneta verde había aparcado a su lado en la carretera y había escuchado el jovial saludo de su conductor.
«¡Salve, Eddie!».
La oleada de alegría que había experimentado en aquel instante provenía de otra época —de los peores días de la guerra— cuando la nariz torcida de Sam era como un símbolo de la pugnacidad de su propietario, su negativa a rendirse a lo que fuera que le pusiese la vida por delante, y en medio del horror cubierto de barro en que se había convertido su día a día, su espíritu, como si de alguna antigua magia tribal se tratara, había lanzado su hechizo todo alrededor de él.
«¡Salve, Eddie!».
Todo lo que había ocurrido desde su último encuentro —su traslado a la granja de los Coyne y la amabilidad que había recibido de manos de la familia Ramsay— se le antojaba a Eddie una extensión de este maravilloso poder que poseía su antiguo camarada, y su estado de ánimo había respondido elevándose, dándole nuevo brío. Una vez más había reanudado su larga lucha por escapar de lo que consideraba la mano muerta del pasado, una fuerza misteriosa que amenazaba siempre con arrastrarlo al fondo de un pozo siniestro.
Durante años lo había acosado una sensación de inercia, una falta de voluntad que le había impedido no sólo disfrutar al máximo de la vida, sino aprovisionarse adecuadamente para el futuro, además. Inconsciente del hecho de que su aflicción era algo que compartía con otros supervivientes de las trincheras, hombres que se contaban por miles, Eddie la había atribuido a un evento en particular: creía que radicaba en el momento en que había sufrido la herida casi mortal que había puesto fin a su carrera militar.
Aún podía recordar el impacto de la bala del francotirador cuando lo golpeó como un puño de hierro, perforándole la caja torácica y sembrándole de esquirlas de hueso uno de los pulmones. Nítidos también en su memoria estaban los minutos siguientes. Con las voces de los hombres a su alrededor apagándose en sus oídos, había yacido mirando fijamente al cielo, cada vez más oscuro, aguardando el olvido. Sabiendo que su hora había llegado.
Y aunque la convicción había resultado ser falsa, su recuerdo había regresado como un eco espectral cuando recuperó el conocimiento días después, en un pabellón de hospital, y descubrió lo que había sido de él en el periodo intermedio.
—Tú eres el tipo que regresó de entre los muertos —le había dicho con una sonrisa el médico al mando—. Te habían cargado ya en la carreta de los fiambres cuando uno de los enterradores vio cómo te temblaba el párpado. Menos mal que lo hizo, de lo contrario ahora estarías criando malvas.
Durante su lenta convalecencia —se había pasado semanas sumido en un estado casi onírico, indiferente a su futuro, impasible incluso al conocimiento de que no iba a volver al frente— se había instalado en su interior un talante fatalista que poco había cambiado con el paso de los años, y que emanaba de la creencia, ya arraigada en su mente, de estar viviendo de prestado.
Tras coronar la sierra, Eddie avivó el paso. Los largos crepúsculos del verano eran cosa del pasado y la noche caía enseguida en esta época del año. Pero el cielo se había despejado tras un conato de lluvia y en los últimos días se había levantado una luna nueva que más tarde le iluminaría el camino hasta Oak Green.
Tímido al principio a aceptar la invitación que se le extendía, había aprendido a deleitarse en las horas que pasaba en la cocina de los Ramsay, donde la calidez de su recibimiento era como un reproche a la melancolía que tan a menudo lo afligía.
Sentía incluso a su extraña manera que se había convertido en miembro de la familia, en parte de la casa al menos, tan aceptada su presencia en la cocina por las noches que cuando la señora Ramsay se asomaba, como siempre hacía, para cruzar unas palabras con él, se sentaba —en contrapunto a su acción de ponerse de pie— y empezaba a hablar de inmediato sobre lo primero que le venía a la mente, como si cualquier conversación que hubieran estado manteniendo antes se hubiese interrumpido, sin perder tiempo en formalidades y abordando cualquier tema sin andarse por las ramas.
A menudo le pedía consejo, y su sonrisa y la campechanería de su conducta hacían que Eddie se sintiera tan cómodo que se descubría tratando toda clase de temas, cosas algunas de ellas de las que en realidad sabía muy poco. A nadie parecía importarle.
—Qué buena idea, señor Noyes. Creo que seguiré su consejo.
A continuación se volvía hacia Bess y le preguntaba qué pensaba ella, y la cocinera de los Ramsay, quien evidentemente conocía bien a su señora, ofrecía también su sincera opinión, intentando mientras tanto cruzar la mirada con Eddie para poder compartir un guiño de complicidad.
Lo que Sam había dicho en broma era verdad —Bess parecía sentir debilidad por él— pero hasta la fecha se había manifestado únicamente en los coloretes con que recibía su llegada todas las noches, con su ancho rostro iluminándose como una lámpara en cuanto él asomaba la cabeza por la puerta. Sin saber muy bien cómo reaccionar ante este despliegue de afecto —las peculiares circunstancias de la vida de Eddie le habían dejado poco lugar para la experiencia con las mujeres— había recurrido a tratarla como a una compañera, con lo que ella parecía darse por satisfecha.
Lo que preocupaba a la señora Ramsay en estos momentos —la noche pasada había vuelto a sacar el tema— era si debería seguir permitiendo que su hija volviera sola a casa desde la escuela.
Las horas de luz, cada vez menos, eran uno de los motivos por los que estaba pensando en poner fin a esa costumbre, más el hecho añadido de que ahora que el otoño ya casi se había acabado y llegaba el invierno, el camino que llevaba a Nell hasta Oak Green desde la parada de autobús se veía cada vez más desierto.
—Sólo tarda diez minutos, pero es un paraje tan solitario. De verdad creo que debería acabar con esto… por lo menos hasta la primavera… pero Nell no quiere ni oír hablar de ello. Está en esa edad cuando no quiere que sigan tratándola como a una niña, y ha logrado que su padre se ponga de su parte. ¿A usted qué le parece, señor Noyes?
Aunque secretamente Eddie estaba de acuerdo con la señora Ramsay —la mayoría de los días no veía ni un alma en el sendero cuando caminaba de regreso al granero después del trabajo—, se sentía remiso a decirlo. Desde que se conocieron, Nell se había comportado con él como si fueran amigos de toda la vida, confiando en él con un candor que haría que cualquier palabra dicha a espaldas de ella fuese como una traición a su camaradería.
Y aunque reconocía que su extraversión probablemente era una copia inconsciente de la personalidad de su madre, le costaba resistirse a ella, tanto como a su capacidad de vivir el momento, una bendición que a él le estaba negada, y quizá a todos los adultos, pero que Nell exhibía aún con una naturalidad que conquistaba a todos los que la conocían.
Algunas semanas antes, cuando todavía sentía reparos al aceptar la invitación ofrecida —sólo había estado en la casa dos veces, dejando un lapso de varios días entre visita y visita—, la niña había bajado caminando por la carretera desde la parada de autobús camino de regreso de la escuela a fin de insistirle nuevamente en nombre de su madre para que fuera a visitarlos.
Una vez entregado su mensaje, Nell se había quedado viendo trabajar a los hombres —estaban alquitranando un tramo de vía cuando llegó—, haciéndoles preguntas a su desenfadada manera, dando por sentado que se tomarían a bien su curiosidad, como así fue, hasta tal punto que incluso el viejo Harrigan había prescindido del ceño fruncido con que recibiera la aparición de su delgada figura entre los atareados obreros, arrogándose la tarea de iniciarla en los misterios de la pavimentación de carreteras.
A partir de entonces los hombres esperaban su visita todas las tardes, levantando la cabeza de su trabajo cuando el autobús procedente de Midhurst pasaba junto a ellos para saludar con la mano al risueño rostro pegado a la ventanilla.
«Mirad, ahí está Nell», se avisaban unos a otros. «¡Hola, Nell!».
Ese mismo día, al pasar la niña, Pat McCarthy se había quitado el sombrero y ensayado una honda reverencia, ante lo cual Nell, entre risitas, había respondido a su saludo agitando la mano igual que la reina, consiguiendo que la cuadrilla entera estallara en sonoras carcajadas.
Eddie, sonriéndose ante el recuerdo, apretó aún más el paso. Estaba impaciente por llegar a Oak Green. Hacía quince días, el señor Ramsay había mencionado que entre sus clientes se contaba una gran empresa de artículos de escritorio con sede en Chichester y clientes en varias ciudades costeras del sur, y que si Eddie quería podría interesarse discretamente cuando surgiera la oportunidad de que lo contrataran como viajante.
Desde entonces había sido informado por la señora Ramsay de que su marido estaba encargado actualmente de revisar los libros de cuentas de esa misma empresa y esperaba tener noticias para él a finales de esa semana.
Eddie se miró mientras recorría el sendero a paso vivo y ensanchó la sonrisa. Sería difícil imaginar algo menos parecido a un viajante que su figura. Cubierto de mugre tras la jornada de trabajo y vestido con sus ropas más viejas y raídas, parecía un vagabundo por encima de cualquier otra cosa.
Pero antes de acercarse a Oak Green quería parar en el granero para asearse y cambiarse de ropa. Era algo de lo que se enorgullecía ahora, ponerse presentable. Lo consideraba un símbolo de su recién encontrada determinación por rehacer su vida, por liberarse de la sombra que flotaba sobre él desde la guerra.
Últimamente había empezado a preguntarse si la depresión que padecía no sería una enfermedad real, una condición sobre la que no tenía ningún control, pero para la que podría haber cura; pensamientos que lo asaltaban sobre todo al final del día, cuando, tras regresar de la cálida cocina de Oak Green, se disponía a dormir, encendiendo primero el brasero que le había dado Sam, echando a continuación sus mantas encima del colchón de heno que habían preparado juntos.
Tendido en la fría oscuridad perfumada, en un silencio roto tan sólo por el arrullo de las palomas adormecidas y el deambular de los ratones entre la paja, lo maravillaba la transformación que ya se había operado en él: el espíritu de resistencia que Sam había ayudado a encender en él, y el mundo de pequeños placeres al que se habían abierto sus ojos desde entonces.
Con el descubrimiento de ambos había llegado el florecimiento de una nueva esperanza.
Tras deslizarse por el hueco en el seto, Eddie sorteó de un salto la zanja que había al otro lado y cruzó el huerto donde la dulce fragancia de las manzanas caídas, sin recoger desde el abandono de la granja, flotaba pesadamente en el aire inmóvil.
El jardín amurallado de la cocina estaba sólo unos pocos pasos más adelante, y tras cruzar la verja de madera atravesó la explanada de antiguos arriates, cubiertos ahora de malas hierbas, por un sendero de grava cuyos bordes apenas si lograba distinguir a la luz decreciente, pero que conocía de memoria.
Otra verja sita en el lado opuesto del parterre rectangular daba acceso al patio, y allí Eddie se detuvo un momento, atraída su mirada por la visión de la luna, que se elevaba como una hoz dorada sobre el perfil del granero. La luz que proyectaba era tenue aún, pero una vez cayera la noche —y ya no tardaría mucho— proporcionaría iluminación de sobra para su paseo campo a través.
Siguió adelante, y había cubierto quizá la mitad del patio cuando notó que había algo extraño en las puertas del granero. La creciente penumbra, ni de día ni de noche, le impedía ver con claridad, pero enseguida comprendió qué era lo que le había llamado la atención. Aunque las puertas estaban cerradas, como deberían, señalaba la rendija entre ellas un fino hilo de luz procedente del interior.
Eddie se detuvo. Lo primero que pensó fue que Sam se habría dejado caer para hacerle una visita, pero descartó esa idea de inmediato. Hoy era viernes —no uno de los días en que solía frecuentar la granja de los Coyne, que era los martes y jueves— y además, no había ni rastro de su furgoneta en el aparcamiento junto a la carretera.
Recordó entonces otra cosa. Hacía tan sólo unos días Sam le había hablado de un encuentro que casi había tenido con un hombre al que había pillado fisgoneando por el patio. Había intentado llamarle la atención, se acordó ahora Eddie, pero el tipo había puesto pies en polvorosa.
—Era más o menos de mi misma estatura y estaba vestido todo encopetado. —Sam había fruncido el ceño mientras recordaba el incidente. Saltaba a la vista que había algo en él que lo molestaba—. No me gustó su pinta, ni tampoco su forma de actuar, así que si ves a alguien así deambulando por el lugar, dile que se largue con viento fresco.
Alerta ahora, Eddie cruzó el patio, con los tacones de sus botas repicando en los adoquines. Al llegar al granero vio que el cerrojo de las puertas estaba descorrido y el candado, que de alguna manera se había abierto, colgaba laso de él.
Abrió las puertas y se asomó al interior. Una luz brillaba al fondo del granero, pero no pudo ver de dónde venía.
—¿Quién anda ahí? —llamó en voz alta.
El silencio recibió sus palabras.
—Sal. Sé que estás ahí.
Una vez más, no hubo respuesta. Eddie aguzó el oído, intentando percibir cualquier posible sonido del interior, pero no oyó nada. El silencio era absoluto.
Sin perder más tiempo, entró y cruzó el amplio pasillo formado por las vallas, apiladas unas encima de otras a sus costados hasta superar la altura de su cabeza. Al final de este pasadizo artificial, el resto de los contenidos del granero —muebles envueltos en lonas y aperos de labranza— se habían guardado al azar, convirtiendo la zona, embozada ahora en las sombras, en una pista de obstáculos entre los que hubo de abrirse camino hasta la parte posterior del edificio.
Lo esperaba otra sorpresa. La fuente de luz resultó ser una de las lámparas de aceite que él mismo usaba. Colgaba de un clavo en la madera sobre la esquina donde dormía, un sitio donde él jamás la habría puesto. Sam y él habían convenido que las dos lámparas y el brasero deberían estar bien lejos de la cama de paja por temor a empezar un incendio.
Del intruso en sí no había ni rastro. Con toda la parte posterior del granero iluminada, Eddie podía ver que estaba desierto. Pero si su visitante había tomado las de Villadiego, saltaba a la vista que no había estado ocioso.
El montón de heno que le servía de colchón había sido agrandado a más del doble de su tamaño y ocupaba toda la esquina. Vio una horca que debía de haberse empleado a tal efecto, tirada en el suelo junto a él, con las púas vueltas hacia arriba como si la hubieran soltado precipitadamente.
Eddie se rascó la cabeza. A primera vista parecía como si quienquiera que hubiese entrado estuviera buscando un lugar donde pasar la noche. Pero eso no tenía sentido. O mejor dicho, no encajaba con la imagen que se había formado Sam del supuesto intruso, al que había calificado de tipo «encopetado».
Se encogió de hombros. No tenía sentido devanarse los sesos al respecto. Estaba claro que el hombre se había marchado corriendo. La incógnita se quedaría sin respuesta. Lo único que podía hacer era contarle a Sam lo que había encontrado y dejar que fuera él quien decidiera qué hacer a continuación.
Mientras tanto, pensó que lo mejor sería comprobar sus pertenencias para ver si seguían todas allí. Ordenado por naturaleza, había colocado sus artículos de baño en la pequeña alacena de debajo del lavadero que le proporcionara Sam, mientras que su petate y sus mudas de ropa estaban guardados en un alto armario de caoba, despojado de su funda de lona, que se levantaba prácticamente al alcance de la mano.
Se dirigió primero al lavadero, pero al agacharse para abrir las puertas de la alacena lo asaltó un presentimiento que hizo que se le erizara el vello sobre la nuca. La sensación era espeluznante, pero no desconocida. La misma impresión lo había visitado durante la guerra, segundos antes de que le dispararan, cuando supo instintivamente, pero demasiado tarde, que los ojos de un francotirador estaban puestos en él.
Giró sobre los talones.
La figura de un hombre había aparecido a su espalda, como por arte de magia. Medio oculto en las sombras, estaba de pie al filo del círculo de luz que proyectaba la lámpara, en uno de los estrechos pasillos que conducían a las pilas de muebles almacenados.
—¡Conque ahí estás! —Enfadado por el susto que se había llevado, Eddie dio rienda suelta a sus sentimientos—. ¿No me has oído llamar?
El hombre no respondió. Bien vestido, llevaba puesto un abrigo de tweed y un sombrero flexible del mismo material calado en la frente.
—¿Qué pasa contigo? —El tono de Eddie se endureció más aún—. ¿Estás sordo?
Esta vez provocó una respuesta, aunque no la que esperaba. El hombre se movió, saliendo a la luz, ofreciéndole a Eddie una imagen más clara de su rostro, pálida bajo el ala de su sombrero y carente de expresividad.
—A ver, ¿qué haces tú aquí?
Eddie frunció el ceño. Aquí había algo que no encajaba. Estaba claro que el tipo llevaba los últimos minutos escondido en las sombras, sin querer que lo descubriera. Fácilmente podría haberse escabullido en ese tiempo, salir del granero y escapar, pero en vez de eso había decidido mostrarse.
—¿No sabes que esto es propiedad privada?
Hasta ese momento el hombre no había reaccionado a las palabras que se le dirigían. Era como si no estuviera escuchando. Pero sus ojos, agudos tras unas gafas con montura dorada, no paraban quietos. Estaba estudiando a Eddie atentamente, examinándolo de la cabeza a los pies, y por fin habló:
—¿Quién eres? —preguntó. Su voz era baja y ronca, el acento gutural y de tinte extranjero.
—Quien sea yo da igual. —Eddie hervía de rabia. La desvergonzada mirada a la que estaba siendo sometido le había hecho sentir consciente de su apariencia: de sus ropas raídas y su cuerpo sin lavar. Era más que posible que el tipo lo hubiera tomado por un vagabundo, lo que explicaría su aparente falta de preocupación al ser descubierto invadiendo propiedad privada—. Eres tú el que está infringiendo la ley. Tengo la firme intención de echarte a la policía encima.
Ante la palabra «policía», la actitud del hombre cambió. Fue como si se crispara, y cuando sus miradas se cruzaron por primera vez, Eddie sintió una punzada de alarma. Hasta entonces la conducta del hombre le había parecido sencillamente peculiar. Ahora, al fijarse en aquellos ojos ligeramente hundidos que reflejaban la luz de la lámpara en destellos amarillos, presintió algo más, algo que no podía nombrar e hizo que se le volviera a poner de punta el vello sobre la nuca.
Apenas si tuvo tiempo de notar su reacción cuando el hombre se movió de nuevo, deslizándose a su derecha y girándose para que la lámpara quedara a su espalda. A Eddie, la maniobra le pareció hostil: ahora la luz le daba en los ojos. Pero ya se había enfrentado antes a situaciones parecidas, una larga cadena de confrontaciones que empezaba en el patio de la escuela y continuaba tras su enrolamiento en el ejército, cuando había tenido que hacerse un hueco en la dura sociedad de los barracones. Como era bajito, algunas personas pensaban que podían ningunearlo, y ya de pequeño había aprendido que la única forma de hacerse valer era plantarles cara.
—Mira, ya me estás hartando, quienquiera que seas —declaró rotundamente. ¿Qué hacía un extranjero curioseando en graneros ajenos?—. Es el último aviso. O te largas ahora, o sabrás lo que es bueno.
A fin de respaldar sus palabras con hechos dio un paso adelante, acortando la distancia que los separaba, mirando fijamente a los ojos al intruso. Aunque el tipo no había amenazado con ponerse violento —en todo momento había permanecido de pie con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo— su actitud implicaba desafío, y Eddie se alegró de ver cómo eso cambiaba ahora.
El hombre dio un paso atrás, levantando la mano derecha en señal de rendición. Se giró y empezó a alejarse en dirección a las puertas. Aliviado al ver que la crisis había terminado, Eddie se relajó. La tensión de los últimos minutos lo había mantenido en vilo, tirantes como cuerdas de arco sus músculos. Ahora dejó que se aflojaran, cambiando el peso del cuerpo nuevamente sobre los talones, y fue incapaz de reaccionar cuando el hombre atacó.
Sin previo aviso el desconocido giró de pronto en redondo, levantando la mano izquierda y descargándola como un boxeador contra el flanco desprotegido de Eddie. Tan veloz fue su acción que Eddie sólo percibió un atisbo del cuchillo que empuñaba antes de sentirlo enterrado en su carne. Pero la fuerza del impacto le cortó la respiración, y cuando se retiró la hoja, para volver a penetrar una segunda vez, bajo sus costillas, un dolor como jamás había experimentado se propagó por sus entrañas.
Cayó de rodillas, incapaz de mantener el equilibrio, y se desplomó como un árbol talado hacia delante, de bruces. Poco menos que paralizado por los golpes, pensó por un momento aturdido que había vuelto a las trincheras y yacía en el fango después de que lo alcanzara la bala del francotirador. Su cabeza se despejó a continuación y comprendió lo que había ocurrido, aunque no por qué.
El suceso lo superaba. No lograba encontrarle sentido. Sólo una cosa era segura, lo supo sin lugar a dudas mientras yacía allí, inmóvil. Esta vez no cabía la menor duda. Estaba perdido sin remisión.
El suelo del granero distaba apenas unos centímetros de su mirada fija, y en la periferia de su visión detectó un par de zapatos que lo apuntaban. Ante sus ojos, uno de ellos se apartó, para luego echársele encima, acelerando. Sus sentidos, ahogados en el torrente de dolor que se extendía como un incendio por el centro de su estómago, apenas si registraron el violento puntapié contra su costado.
Oyó un gruñido en lo alto, seguido de palabras pronunciadas en otro idioma. Bruscas y enfadadas, sirvieron para despertarlo justo cuando empezaba a perder el conocimiento. Unas manos asieron sus ropas y lo siguiente que supo fue que lo habían levantado y dado la vuelta, con el granero girando vertiginosamente ante sus ojos mientras rodaba de espaldas.
Una vez más estuvo a punto de perder el sentido: el dolor que estallaba en su interior no parecía tener fin. Pero cuando recuperó la lucidez —ahora tenía la mirada fija en el techo— percibió actividad no muy lejos de donde se encontraba, y al girar la cabeza una fracción pudo distinguir la figura de su asaltante, que le había dado la espalda y estaba despejando un camino entre las montañas de muebles almacenados, retirando lonas sueltas y cambiando de sitio algunos de los objetos de menor tamaño.
Justo a sus pies vio la horca tirada junto al montón de heno, pero estaba demasiado lejos, y realizar cualquier esfuerzo físico escapaba a sus posibilidades, de todas maneras.
O eso pensaba, hasta que oyó regresar al hombre y con los párpados entrecerrados lo vio agacharse para agarrarle las piernas. Parecía que su agresor estaba empeñado en arrastrar su cuerpo a otro sitio, pero su primer intento por tirar de él se vio frustrado por las bolas que llevaba puestas Eddie, que le impidieron asir firmemente sus tobillos. Refunfuñando, el hombre desató los cordones y tiró las botas a un lado. Se había quitado el abrigo y el sombrero —hasta ahí podía ver Eddie entre la niebla de dolor que lo envolvía—, pero por lo demás era sólo una silueta recortada contra el fulgor de la lampara a su espalda cuando afianzó su presa y echó el peso del cuerpo hacia atrás.
Ese era el momento que Eddie estaba esperando. Con las fuerzas que le quedaban, zafó el pie derecho de los dedos que lo sujetaban y lanzó una patada con todas sus energías, alcanzando al hombre de lleno con el talón en la frente y enviándolo trastabillando hacia al ras. Su desesperado esfuerzo se vio recompensado por un grito de dolor cuando el hombre rodó para liberarse de los dientes vueltos hacia arriba de la horca, palpándose la espalda y maldiciendo.
Eddie no podía hacer nada más. Agotado ahora y extrañamente en paz, vio cómo su atacante se ponía en pie tambaleándose y, con la horca firmemente sujeta en sus manos y lista para golpear, se cernía sobre él.
Se preparó para el golpe mortal que sabía que se avecinaba, decidido a no gritar. Pero al final se le perdonó esta última prueba de valor.
Mientras miraba sin pestañear a la figura que señoreaba sobre él, se desvaneció su consciencia, y la luz que lo cegaba por fin se apagó.