5

Aunque Brookham sólo estaba a ocho kilómetros de distancia, el trayecto en coche por las estrechas carreteras comarcales plagadas de vehículos agrícolas era lento, y Madden tardó casi veinticinco minutos en llegar a su destino. Un coche de policía sin distintivos aparcado en la franja de hierba que lindaba con la hilera de casas de campo señalaba la presencia de detectives en la aldea. Probablemente se quedarían allí algún tiempo. A menos que los procedimientos establecidos hubieran cambiado mucho desde sus tiempos, Madden sabía que con un crimen de esta naturaleza habría que interrogar a todos los habitantes. La policía querría conocer sus movimientos y averiguar si se había visto algún desconocido en la vecindad.

Su regreso a Brookham no había sido premeditado; era una sorpresa, de hecho, incluso para él. Aunque sólo había conversado brevemente con los hombres del Departamento de Investigación Criminal llegados de Guildford el día anterior, les había prometido una declaración, y esa misma mañana, antes de desayunar, había redactado un informe completo de todo cuanto había visto y hecho desde el momento en que Will Stackpole y él pusieron el pie en Capel Wood. Una vez completada esa tarea, no tenía ningún motivo para volver. La declaración se podría haber reenviado a la comisaría de policía de Surrey.

Pero John Madden todavía conservaba en su interior una parte del antiguo policía que había sido, una parte que no se daba por satisfecha fácilmente. Un acuciante sentido del deber, la sensación de un trabajo a medias, llevaba hostigándolo desde que saliera de Brookham y había dedicado horas insomnes a repasar los hechos que rodeaban la desaparición de la niña y a rememorar hasta el último detalle de la escena del crimen.

La mañana no trajo consigo ningún alivio, y Madden se había levantado abrumado por una sensación de culpabilidad que atribuyó inicialmente a su incapacidad para encontrar sentido a las pruebas que se le habían presentado de primera mano. El instinto, más agudo en el pasado, sin duda, pero afilado todavía, le decía que el lugar del asesinato tenía más cosas que revelar de las que había logrado deducir hasta la fecha. Pero por preocupante que fuera esta intuición, no bastaba para explicar por sí sola la intranquilidad que sentía, la cual parecía emanar de raíces más hondas, relacionada con la espantosa imagen que guardaba del rostro desfigurado de Alice Bridger.

Sin embargo, no tenía intención de involucrarse en lo que ya era asunto de la policía, ni de alterar su rutina, y se había propuesto pasar la mañana en la granja, como de costumbre. Sólo después de que Helen abandonara la casa para atender su consultorio, cuando él mismo se disponía a salir a su vez, lo asaltó un impulso repentino que lo impulsó a cambiar de dirección y tomar la carretera que cruzaba la larga cordillera boscosa de Upton Hanger, bajo la cual anidaba Highfield, para seguir las sinuosas avenidas bordeadas de setos que habrían de conducirlo a Brookham una vez más.

Ante la atenta mirada de Madden, Galloway cogió una piedra de considerable tamaño del lecho del arroyo y la examinó de cerca, escudriñando por encima de la montura de sus gafas de carey. Corpulento, y sonrojado ahora a causa del ejercicio físico, se encontraba hundido hasta las pantorrillas en la rápida corriente, calzado con bolas de pescador.

—Pensé que podría haber empleado una piedra —comentó Madden desde lo alto en la orilla—. Pero luego me pregunté…

—¿Qué te preguntaste, John? —Peter Galloway le lanzó una mirada de curiosidad. Era el jefe de patología asignado al hospital de Guildford. Madden lo conocía socialmente gracias a Helen.

—Hizo un trabajo tan meticuloso con su cara que se me ocurrió que podría haber utilizado algún tipo de herramienta. Un martillo, tal vez. —Era la primera vez que Madden expresaba con palabras lo que había estado atormentándolo toda la noche anterior: la idea casi inconcebible de que el asesino hubiera llevado encima los medios necesarios para destrozar un rostro humano.

—Así las cosas, me parece que podrías estar en lo cierto. —Resoplando pesadamente, Galloway tiró a un lado la piedra que tenía en la mano y se agachó para buscar otra en el arroyo. Por el aspecto de su arrugado traje de tweed se diría que había dormido con él puesto—. Me he pasado media noche en vela intentando decidir esa misma cuestión, basándome en las pruebas disponibles, es decir, en la carne machacada. No fui capaz de llegar a ninguna conclusión. De modo que, después de fotografiarla, dejé a un ayudante con instrucciones de retirar dicha carne mientras yo estoy aquí. A mi regreso pretendo examinar la estructura ósea, o lo que quede de ella, para ver si logro dar con un veredicto más exacto. Así son las alegrías de la vida del forense. ¿Te importa? —Cansado de buscar, extendió una mano y, con ayuda de Madden, aupó su pesado corpachón a la orilla, donde se quedó tambaleándose torpemente con sus botas altas hasta la cintura, resollando con fuerza—. Añadiría, además, que es el peor caso de este tipo con el que me he cruzado —continuó, tras recuperar el aliento—. No queda nada de sus rasgos. Gracias a Dios que esas heridas fueron post mórtem.

—Me han dicho que la estrangularon. Es así, ¿verdad? —Madden necesitaba estar seguro, y su interlocutor asintió con la cabeza.

—La causa de la muerte fue la asfixia. Ojo, que también le partieron el cuello. Al mismo tiempo, quizá. Es difícil estar seguros. El rigor mortis ya estaba avanzado cuando me trajeron el cuerpo. Yo diría que murió entre las doce y las dos, no más tarde. —Galloway reprimió un bostezo—. Puesto que venía para acá de todos modos, se me ocurrió que podría inspeccionar unas pocas rocas en el escenario. Algunos de los golpes parecen compartir una forma determinada. Pero el instinto me dice que ése es un callejón sin salida. Lo más probable es que fuera un martillo.

Madden miró a su alrededor. Había vuelto a Capel Wood para encontrarse con el recóndito campamento de Topper convertido en un hormiguero de actividad, con no menos de cuatro agentes de paisano peinando el pequeño rectángulo de hierba empapada que Stackpole y él habían intentando cubrir la noche previa y examinando la orilla opuesta, donde habían escondido el cadáver. Supervisaba su trabajo, dirigido por Galloway, un quinto detective, el veterano del DIC a cargo del caso, que había celebrado su llegada.

—¡Señor Madden, señor! Esperaba que acudiera usted. Me llamo Wright. Inspector.

Se estrecharon la mano. Era la primera vez que se veían, pero el nombre y el rostro de Madden eran de sobra conocidos para los miembros de la fuerza de Surrey; también los demás hombres habían hecho un alto en sus labores para saludarlo, sacándose los sombreros en señal de respetuoso reconocimiento. Entre ellos se contaban los dos jóvenes detectives que había conocido y conducido a la escena del asesinato la noche anterior.

—Hay algunos detalles que necesito repasar con usted, señor. —Wright poseía un aire confiado y enérgico. A sus cuarenta y pocos años, era un hombre flaco y nervudo de pronunciadas entradas en el cabello—. Cómo estaba tendido el cuerpo cuando lo encontraron, por ejemplo. Antes de que el agente y usted tuvieran que trasladarlo. Son cosas que me hacen falta para el informe y la pesquisa judicial. Me imagino que ya sabe a lo que me refiero.

A modo de respuesta, Madden le había entregado su declaración por escrito, la cual llevaba encima.

—Ahí está todo, inspector. He escrito todo lo que vi antes de que nos pescara la tormenta. Se ahorrará tiempo si lo lee primero. Luego, si tiene alguna pregunta más, estaré a su disposición.

—Gracias, señor. Lo haré ahora, con su permiso.

Madden lo dejó leyendo la declaración y se concentró en la escena que lo rodeaba. Había aparcado junto a los almiares, donde se habían estacionado en fila dos vehículos de policía, y se adentró en el bosque para apartarse del sendero en el mismo punto del día anterior y seguir el ahora pisoteado caminito que atravesaba la maleza hasta el escenario del asesinato. Aún tenía la impresión de que aquel lugar podía revelar más cosas, aunque su apariencia hubiera cambiado drásticamente en cuestión de tan sólo unas pocas horas. El torrente espumoso y el negro cielo azotado por la lluvia habían desaparecido. Ahora el borboteo del arroyo apenas si llegaba a sus oídos, amortiguado por el alegre clamor de trinos que resonaba a su alrededor por todo el bosque. También los arbustos estaban quietos, ajenos a la suave brisa que mecía las copas de los árboles.

Su mirada fue a posarse en un maletín de cuero que yacía abierto en el suelo cerca de sus pies. Estaba medio lleno de frascos de cristal etiquetados, supuso que el fruto de los esfuerzos realizados por los detectives esa mañana. Galloway reparó en la dirección de su mirada e hizo un gesto.

—Obró usted bien al emplear esa lona, John. Usted y el policía. Gracias a ambos, podemos afirmar con seguridad que el asalto se produjo aquí, en este mismo punto. Hemos recogido multitud de muestras de sangre de la hierba. Habrá que analizarlas, naturalmente, pero no me cabe duda que pertenecen al cuerpo de la niña. También esquirlas de hueso. Y les he pedido que recojan puñados de tierra. —Indicó varios agujeros excavados en el terreno rectangular—. Los enviaremos al laboratorio químico estatal para su estudio. Debió de perder mucha sangre, y el suelo probablemente absorbió la mayor parte.

Los pensamientos de Madden habían estado siguiendo una dirección parecida.

—Le interesaría un sitio así, ¿verdad? Apartado, me refiero. —Por un momento lo distrajo la súbita aparición de un martín pescador que pasó disparado como una exhalación azul, a ras del agua, dejando tras de sí los ecos de su característico pío pío.

Galloway, mientras tanto, parecía encontrar de mal gusto la imagen conjurada por las palabras de su interlocutor. Hizo una mueca.

—Dado lo que tenía en mente, debería estar de acuerdo —dijo—. Violación. Asesinato. Más lo que le hizo luego a su cara. No, no le interesaría que hubiera espectadores.

—Lo mismo pensaba yo, señor. —Wright levantó la cabeza de la declaración que estaba leyendo—. Ya sabía de la existencia de este lugar, ¿no es así?

Madden le lanzó una mirada de curiosidad.

—Ese vagabundo, señor. Beezy. Podemos situarlo aquí previamente, antes de que el otro descubriera el cadáver… ¿cómo se llama… Topper? Esa marca en el árbol… —Hizo un gesto hacia el abedul que crecía en la orilla—. Debemos darle las gracias, señor Madden. No sé si alguno de nosotros se habría fijado. O sabido lo que significaba, de haberlo visto.

Sin inmutarse por el cumplido, Madden frunció el ceño.

—Entonces, consideran sospechoso a Beezy, ¿verdad?

—Bueno, sí, señor… a menos que se demuestre lo contrario. Es el más evidente. Todavía no hemos hablado con los demás forasteros divisados en la zona, simples motoristas de paso por el pueblo, el tráfico habitual de los domingos. Y aunque no podemos descartar que fuera algún vecino, me siento inclinado a poner en duda esa posibilidad. Al ser domingo, creo que descubriremos que la mayoría estaban en sus hogares, y podrán demostrarlo.

—De modo que si había algún forastero en los alrededores, tampoco es probable que nadie lo viera —precisó Galloway.

Wright se encogió de hombros. Parecía interesarle más la opinión de Madden, quien no había ofrecido ninguna por el momento.

Galloway no se dio por vencido.

—¿No le parece curioso que intentara ocultar el cadáver en un sitio donde ya había dejado su firma?

—Sí, en efecto, señor. —Wright se volvió hacia él—. Y, aún diría más, en un sitio donde esperaba reunirse con otro vagabundo más tarde. Pero eso es verlo desde un punto de vista racional, y esta clase de crímenes no encajan en esa categoría. —Sus ojos volvieron a posarse en el rostro de Madden. Era como si estuviera esperando algún tipo de respuesta por su parte—. Les puedo decir cómo podría haber ocurrido —continuó—. El tal Beezy se presenta ayer buscando a Topper, ve que le sobra el tiempo, talla esa marca para indicar que estuvo aquí y sale a explorar. Recuerden que era la primera vez que venía por estos lares. Ahora bien, desde aquí se puede acceder fácilmente a la carretera de Craydon. Hay un camino apartado del sendero principal que atraviesa el bosque hasta la carretera y sale no muy lejos de donde vieron a Alice Bridger por última vez. —Se encogió de hombros—. No digo que eso demuestre nada, pero es una oportunidad factible. Podría haberse topado con ella allí, perder la cabeza y agredirla, dejarla sin sentido de un golpe o asfixiarla, y después traerla hasta aquí. Hay pruebas que demuestran que la trasladaron…

—¿Pruebas? —Madden había estado mirando al suelo mientras escuchaba. Levantó la cabeza ahora.

—Sí, señor, esa hebra de hilo que vio usted enganchada en una zarza. —Wright parecía sentirse aliviado de oírlo hablar por fin—. Era de su falda. Lo contrastamos. Ahora bien, si se acuerda, estaba más o menos a la altura de la cintura en la mata, lo que me sugiere que estaban cargando con ella en esos momentos, puesto que proviene de la parte inferior de su atuendo, de la falda.

Madden asintió, conforme con su interpretación, pero no hizo ningún comentario añadido.

—Ahora bien, como iba diciendo, podría haberla traído desde la carretera, este tal Beezy… adonde sabía que no los vería nadie. Y si es eso lo que ocurrió, no creo que estuviera pensando en la marca que había dejado antes en el árbol. Eso sería lo último que tendría en la cabeza. Como decía, no se puede esperar ninguna conducta racional en un crimen de este tipo. ¡Miren lo que hizo con su cara, por el amor de Dios! ¿Verdad, señor? Usted se habrá encontrado casos así en el pasado. —La confianza había empezado a abandonar al inspector conforme seguía hablando, y había una nota de desesperación en sus palabras dirigidas a Madden, que había retomado su actitud anterior y estaba cruzado de brazos, con la mirada clavada en el suelo, sin dejar entrever lo que pensaba.

A Peter Galloway le resultaba gracioso el nerviosismo del policía de Surrey. Hacía años que conocía a John Madden y lo tenía por un bicho raro. A su aire de autoridad natural, impresionante de por sí, se añadía otra característica aún más desconcertante: un talento para guardar silencio que rayaba en lo inhumano. Cuando se sumía en la meditación o la reflexión ofrecía todo el aspecto de haberse vuelto sordo a cualquier razonamiento o argumento. Enfrentado a estos fenómenos gemelos, Wright estaba sucumbiendo a la locuacidad.

—Y luego hay algo más que no podemos pasar por alto, señor, el hecho de que se dio a la fuga precipitadamente…

—¿Sí? —Madden nuevamente levantó la cabeza de golpe—. ¿Cómo lo sabe, inspector?

—Bueno, a juzgar por esa navaja vieja que encontramos…

—¿Una navaja?

—Sí, ¿no lo sabía, señor? La recogimos anoche junto al arroyo, no muy lejos de aquí. —La expresión de Wright cambió al comprender que Madden no estaba al corriente de todo—. Estaba tirada en el suelo, envuelta en un viejo pañuelo para la cabeza. Se le debió de caer del hato, o de un bolsillo. Ahora bien, sólo me explico que sucediera porque tenía prisa y no estaba prestando atención. Se los enseñamos a Topper esta mañana, la navaja y el pañuelo, y nos confirmó que eran de Beezy.

—¿En el suelo, dice usted? —Madden parecía asombrado por el hallazgo—. ¿Cómo es posible que no los viera?

—Oh, no estaban en el camino por el que vinieron el agente y usted. —Wright estaba ansioso por explicárselo—. Sino en la otra dirección. —Señaló arroyo abajo—. Debió de irse siguiendo la orilla por ese camino.

—¿Hacia Brookham? Qué extraño. La dirección opuesta lleva a los campos.

—Bueno, si me lo pregunta, me imagino que en ese momento estaría asustado y bien podría haberse equivocado de rumbo. —Wright se encogió de hombros—. Pero lo único que hay que hacer es volver al sendero y se puede ir en cualquier dirección, corriente arriba o abajo. Al llegar a él podría haber dado la vuelta y salir del bosque igual que entró, por los campos. —Wright apuntó a la maraña de acebos enredados de la ribera opuesta y trazó una línea imaginaria sobre ellos con el dedo.

Madden había estado escuchando atentamente lo que decía e indicó su conformidad.

—Sí, eso es —admitió—. Ya veo lo que quiere decir, inspector. Debió de hacer eso mismo.

Al ver que por fin había abierto una brecha, Wright siguió adelante.

—Pero lo más sospechoso, señor, es que se haya esfumado. Llevamos registrando el vecindario desde anoche y nadie le ha visto el pelo. Es indudable que quiere pasar desapercibido, y cabe preguntarse por qué.

Madden reflexionó en silencio sobre lo que estaba implicando el inspector, y asintió con la cabeza.

—Sí, ¿por qué? Esa es la cuestión.

Su repentino cambio de actitud cogió por sorpresa a sus dos interlocutores, y la expresión de alivio de Wright dejaba claro que creía haberse apuntado un tanto, que su razonamiento se había impuesto al final. Las siguientes palabras de Madden no hicieron sino reforzar dicha impresión:

—Tiene usted razón acerca del vagabundo, por cierto. Hay que encontrarlo. Y cuanto antes mejor.

Camino de vuelta a la granja esa mañana, Madden tenía muchas cosas en que pensar, pero poco tiempo para abundar en ellas. A su regreso de Brookham había entrado en la casa por un momento que demostró ser lo bastante largo como para coger un pasajero, en forma de su hija de seis años, antes de partir de nuevo. Lucy llevaba al cuidado de la señora Beck desde la hora del desayuno y la cocinera de los Madden necesitaba urgentemente un respiro.

—¿Puedo jugar con Belle hoy?

Muy rubia al nacer, el cabello de Lucy Madden ahora lucía el mismo tono meloso que el de su madre. Era una niña infatigable, con la piel clara dorada por el sol estival tras pasar tantas horas jugando al aire libre.

—No lo sé. —Madden habló por encima del hombro para la nerviosa presencia del asiento de atrás—. Habrá que esperar a ver. El sábado seguía tosiendo. Quizá no la dejen salir todavía.

—Entonces le preguntaré a May si podemos jugar dentro.

—¿No querrás decir la señora Burrows?

La última niñera de Lucy los había dejado hacía seis semanas, tras menos de un año a su servicio, alegando urgentes motivos familiares para regresar a su hogar, en Bradford. Helen había diagnosticado un caso de crisis nerviosa. Aún no le había encontrado sustituta y los Madden se preguntaban si lograrían lidiar con su hija por su cuenta a partir de ahora, con ayuda de la servidumbre de la casa. Lucy pronto empezaría a asistir a la escuela del pueblo, y cuando eso ocurriera se verían liberados de parte de la tensión, según había señalado Madden. «Nos la quitamos de encima y la pobre señorita Tinsley carga con ella», había sido la pesimista predicción de Helen.

—¿No podemos ir a ver a los gitanos con gusarapos?

—Con harapos. Y no los llames así. Para ti son el señor y la señora Goram. —Los ojos de la pequeña, azules como zafiros, se cruzaron con los suyos en el retrovisor—. Sí, podemos —añadió Madden, al cabo—. Se marcharán pronto, y quiero hablar con el señor Goram antes de que se vayan.

—¿De qué?

—De nada de tu incumbencia.

La carretera de tierra que conducía a la granja rutilaba de charcos fangosos. El terreno por el que discurría, sobre el que señoreaba Upton Hanger, distaba algo más de dos kilómetros de la casa de los Madden y menos de cinco del mismo Highfield. Se lo habían comprado a lord Stratton, un terrateniente de la localidad, poco después de casarse, al renunciar Madden a su trabajo en Scotland Yard para regresar a la vida que había conocido de pequeño.

Aunque la lluvia del día anterior había caído en abundancia también allí, lo alivió no ver ni rastro de desperfectos en las filas de tomates tardíos que flanqueaban el camino. Cuando Helen y él habían adquirido la propiedad su principal cultivo era el trigo. Desde entonces el cereal a bajo precio de Canadá y Australia había hecho caer los precios, y como tantos otros agricultores de la zona Madden dedicaba cada vez más espacio a cultivar frutas y hortalizas, cuyo mercado estaba en alza.

Cuando pasó por delante de la granja de paredes de ladrillo y tejado de tablillas, May Burrows los saludó con la mano desde la puerta de la cocina. Se llamaba May Birney cuando llegaron a Highfield; su padre era el propietario de la tienda del pueblo. Luego se había casado con George Burrows, trabajador en la hacienda de los Stratton, y se habían mudado a la casa que venía con la granja, una estructura rudimentaria cuando la compraron los Madden, pero que ahora, con el añadido de dos habitaciones nuevas y la instalación de tuberías en el interior, era una casa cómoda para una joven pareja.

Madden había nombrado a George encargado de administrar la granja, aunque no sin reservas. Helen y él no habían pensado nunca en mudarse de la casa donde vivían: un bonito edificio mitad de madera que había pertenecido a su familia durante tres generaciones. Pero vivir lejos de sus terrenos, dejarlos todas las noches en manos de otra persona, a veces le hacía sentir como un señorito, y tenía por costumbre paliar estos periódicos ataques de culpa acometiendo las tareas manuales más arduas que podía encontrar —cavar, podar, segar y empacar— para regresar a casa con las manos llenas de ampollas y los músculos doloridos, extenuado pero feliz, pese a las cejas enarcadas con que lo miraba su esposa.

—¡Señor Madden, señor! Esperaba verlo a usted hoy.

Joe Goram lo llamó desde los escalones de una de sus caravanas cuando Madden entró en el campamento. Era un hombre corpulento de pelo moreno y mejillas hirsutas, con un ceño que parecía permanentemente fruncido hasta que vio a Lucy, que llevaba puesto un vestidito azul con una cinta en el pelo, sentada en la silla enfrente de su padre. El campamento de los gitanos se levantaba en el fondo de la granja junto al arroyo que discurría paralelo al pie de Upton Hanger. Madden había aparcado el coche en el patio del establo y bajado hasta allí a caballo.

—Buenos días, señorita. —Goram la saludó con la mano y bajó los peldaños. Su amplia sonrisa desvelaba los varios dientes que le faltaban.

—Hola, señor Goram. —Lucy le dedicó una sonrisa radiante—. ¿Puedo ver los cachorros, por favor?

—Desde luego que sí, bonita. Están amarrados por ahí, detrás de la caravana.

La niña se descolgó hasta el suelo y salió corriendo.

—No le ofrezcas ninguno, Joe, te lo ruego —se apresuró a decir Madden—. Ya tenemos dos perros en casa, y la hembra acaba de parir.

Desmontó, le dio la mano al gitano y le entregó las riendas de la vieja yegua que empleaba para recorrer la granja, animal que Goram inspeccionó con su acostumbrado ojo crítico. Varias veces le había ofrecido reemplazarla por un caballo de los suyos, pero Madden, que no era ningún jinete, le había sugerido buscar en vez de eso una montura apropiada para Lucy en un futuro indeterminado.

—Y tampoco menciones el pony. Por favor. Ya hablaremos de eso la próxima vez que vengáis por aquí.

Goram no disimuló su desilusión.

—No tiene nada de malo mimarlos cuando son pequeños —rezongó.

Puesto que éste era un argumento que el propio Madden esgrimía a veces, un argumento contra el que Helen se rebelaba especialmente, juzgó oportuno no responder.

En vez de eso paseó la mirada a su alrededor, fijándose en los indicios de bullicio y actividad en el campamento. Los diversos miembros de la familia de Joe Goram —su esposa y dos vástagos varones, su hija y su yerno— estaban atareados recogiendo y guardando cosas en el trío de caravanas aparcadas en la linde del claro, a la sombra de un haya. Un nieto pequeño, con la mirada puesta en el suelo, peinaba la zona, coleccionando papeles y otros desperdicios que luego depositaba en un saco.

—¿Dices que esperabas verme?

—Sí, señor Madden, señor. Levaremos anclas mañana a primera hora y quería darle las gracias de nuevo por dejarnos estar aquí.

Los gitanos habían aparecido por primera vez hacía cuatro veranos. Joe Goram se había presentado ante Madden, gorra mugrienta en mano, y le había pedido permiso para aparcar sus caravanas en un trozo de tierra guarecida por los árboles a orillas del arroyo y para apacentar sus caballos en el potrero inferior, que debía de haber visto que estaba vacío. Pese a las enconadas objeciones de George Burrows —los gitanos gozaban de una merecida reputación de rateros, había alegado, alojarlos en sus tierras era buscarse problemas— Madden había accedido a permitir su estancia. A despecho de su condicionamiento policial, se aferraba a la creencia con que se había criado: que la gente, en general, se comportaba según la tratara uno.

En el transcurso de los días siguientes habían desaparecido de los establos dos bridas y un juego de estribos, y George había echado en falta una de sus guadañas. Al final de la semana habían reaparecido milagrosamente en el lugar donde se habían visto por última vez, y Joe Goram había arrastrado a su primogénito, Sam, del pescuezo hasta el patio y le había obligado a disculparse ante Madden delante de Burrows y los otros dos obreros agrícolas de la hacienda. Sam, que lucía un ojo morado y un diente suelto, había jurado que no se volvería a repetir.

La familia había regresado todos los años desde entonces, aceptando la hospitalidad brindada y arreglando a su vez ollas y sartenes, afilando cuchillos y realizando todo tipo de tareas en la granja. Madden se había acostumbrado a ver el humo de sus fogatas elevándose entre la pantalla de robles y hayas, y a aspirar la fragancia de las extrañas especias y aromas que emanaban de sus ennegrecidos peroles.

—Tienes que saber una cosa, Joe. Ayer asesinaron a una niña en Brookham.

—Me había enterado, señor. El señor Burrows nos informó esta mañana. Pobrecita… —El gitano estaba pendiente de la expresión de Madden.

—La policía interrogará a la gente de la zona. En particular vagabundos, pero también viajeros. Quizá os den el alto en el camino.

Joe asintió. Su gesto era impasible.

—Tengo entendido que ayer estuvisteis todo el día en la granja.

—Así es, señor Madden. Fui con mis chicos a despedirme de la señora Burrows. Nos ofreció una taza de té.

—Bien. Me alegro. En tal caso, no tendréis ningún problema con las autoridades. Pero si los tuvierais, remitidlas a nosotros. A la señora Burrows o a mí.

—Gracias, señor. Lo haré si se tercia. —Joe Goram retorció su gorra entre los dedos. No se le ocurría ninguna manera de recompensar a este hombre que tanta amabilidad les había demostrado. Que incluso le estrechaba la mano siempre que se veían.

—Un cosa más, Joe… —Con el ceño fruncido, Madden vio cómo uno de los hijos de Goram desmantelaba un tendal y guardaba las varas en un compartimento debajo de una de las caravanas—. ¿Te has cruzado alguna vez con un tipo llamado Beezy? Es un vagabundo, amigo de Topper.

Goram negó con la cabeza.

—Nunca había oído ese nombre, señor. ¿«Beezy», dice usted?

—Supongo que se trata de un mote. Andaba ayer por la zona de Brookham, cerca de donde encontraron el cadáver de la pequeña.

—¿Lo busca la policía? —La expresión de Goram era inescrutable.

—Sí, así es. Creen que podría haber sido él. —Madden hizo una pausa, pensando en la mejor manera de formular su siguiente observación—. Es posible que oigáis algo sobre su paradero —sugirió.

Los morenos rasgos del gitano se ensombrecieron aún más. Clavó la mirada en sus pies. Madden lo estudió en silencio. Se hacía una idea bastante aproximada de lo que estaba pensando su interlocutor.

—No hace falta que acudáis a la policía —observó, al cabo—. Bastará con que me informéis a mí.

La expresión de Goram se despejó. Levantó la cabeza.

—Oh, así lo haré, si usted quiere, señor. —Inmensamente aliviado, se atrevió incluso a ser él quien le ofreciera la mano a Madden, que la aceptó de inmediato—. Si me entero de algo, lo sabrá. Tiene usted mi palabra.