EPÍLOGO
No fue hasta la primavera del año siguiente cuando Angus Sinclair cerró por fin el caso de Gastón Lang y sus muchos alias. Pese a las semanas de pacientes indagaciones se había descubierto poco más con que definir la figura cuyo sombrío pasado, igual que la única instantánea granulosa proporcionada a la policía por Philip Vane, tan sólo ofrecía un atisbo del hombre que había detrás de la máscara.
—Hemos averiguado todo lo que jamás sabremos de él, señor. Creo que es hora de poner punto final a este caso.
Sinclair había ofrecido su veredicto al comisario adjunto después de que Bennett lo llamara a su despacho, junto con el superintendente Holly, para poder informarles del contenido de una carta que había recibido de Berlín.
—Está repleta de promesas… progresos en la investigación, etcétera… pero nada aparte de lo que ya nos habían dicho. «En el transcurso de esta investigación han surgido numerosas complicaciones y es posible que jamás llegue a conocerse toda la verdad». Creo que Nebe intenta decirnos que esperemos sentados.
Bennett pasó la carta por encima de la mesa a Sinclair, que la estudió un momento.
—Reichskriminaldirektor. —Las sílabas se atropellaron ligeramente en la lengua del inspector jefe—. Ahí tienes un trabalenguas, Arthur. —Le entregó la carta al superintendente, que estaba sentado a su lado—. Al parecer por lo menos uno de nuestros colegas berlineses sabe por qué lado está untada esta tostada. Tampoco me extraña, por cierto, señor. —Se dirigió a Bennett—. Tienen buenos motivos para no hurgar en este asunto. Yo mismo he recibido una carta sobre el mismo tema. Enseguida llegaré a ella. Pero primero, permítame resumir lo que hemos recabado a modo de información. Varias cosas se han acumulado en mi ausencia.
El inspector jefe había regresado hacía poco de Manchester, donde había pasado algún tiempo enfrascado en un complicado caso de fraude fiscal.
—La policía suiza ha excavado un poco más en el historial de Lang y ha encontrado un detalle escalofriante. Por lo menos a mí se me pusieron los pelos de punta cuando lo leí. —Sinclair hizo una mueca—. Recordará lo que nos habían dicho al principio. Que era hijo ilegítimo. Su madre era empleada del hogar en una aldea no muy lejos de Ginebra, y si la mujer sabía quién era el padre de su vástago, nunca lo dijo. En cualquier caso, murió poco después del parto y Lang fue acogido por el pastor del pueblo y su mujer, que le pusieron nombre y lo criaron como a un hijo junto con su propia pequeña, un bebé.
—Sí, lo recuerdo. —Bennett dio un sorbo a su taza de té. Había encargado que les trajeran una bandeja—. Pero luego lo enviaron a un orfanato. Nos preguntamos por qué.
Holly le dio la razón con un gruñido.
—Todavía estaban haciendo averiguaciones, creo recordar.
—Sí, el problema es que le habían perdido la pista al pastor. Se llamaba Lang, por supuesto. Su esposa había fallecido y él había desaparecido de la aldea. Más aún: resulta que ya no era religioso; había abandonado el sacerdocio.
—¿Qué hay de su hija? —Holly frunció el ceño—. Ella debía de saber algo.
El inspector jefe refunfuñó. Tenía la mirada clavada en la taza de té que había posado en su rodilla.
—Eso es parte de lo que quería contarle. —Levantó la cabeza—. Es lo que descubrió la policía suiza después de seguir la pista de Lang. Me refiero al pastor. Estaba viviendo en otra parte de Suiza, en un pueblo en las montañas, cerca de Davos. Se había convertido en un ermitaño, y al principio se mostró remiso a contestar a sus preguntas. En particular, no quería ni oír hablar del muchacho: del niño que habían criado su esposa y él. —Sinclair se encogió de hombros—. Sin embargo, poco a poco traspasaron su resistencia y al final les contó la historia.
El inspector jefe hizo una pausa. Parecía estar eligiendo sus palabras.
—Me parece claro, leyendo entre líneas, que no sabían la carga que se habían impuesto. El pastor y su mujer, digo. La maldición que habían lanzado sobre sus vidas. Cuando el muchacho se hizo mayor comprendieron que no era como los demás: que no tenía el deseo ni la capacidad de establecer esas conexiones necesarias en la sociedad humana: que estaba completamente solo en el mundo y contento de que así fuera. Pero la situación era aún más siniestra. Bastante pronto detectaron una vena de crueldad intencionada en él. Había que mantenerlo alejado de los animales domésticos, a los que gustaba de torturar, y también debían vigilarlo cuando estaba en compañía de otros niños pequeños.
Sinclair sacudió la cabeza.
—Es un tema con el que estamos familiarizados. Reaparece una y otra vez en aquellos casos relacionados con criminales violentos, sobre todo delincuentes sexuales. Las experiencias de la infancia a veces se consideran responsables de esta clase de conducta antisocial extrema. Pero en ningún caso es la norma general, y parecería haber estado ausente en este caso, donde el muchacho no recibía nada más que atenciones por parte de sus padres adoptivos. ¿Le ocurriría algo antes, se preguntarán… durante los meses que pasó con su madre? —El inspector jefe se encogió de hombros—. No tengo respuesta. De hecho, no tengo explicación que ofrecer más allá del razonamiento, un tanto escalofriante, de que como especie parecemos poseer una capacidad para la barbarie que desafía a la razón. Que estas simientes deben de anidar en todos nosotros. Y que es una lección que la historia nos enseña una y otra vez, y que por lo visto nunca aprendemos.
El inspector jefe tosió para disimular su azoramiento. No estaba seguro de por qué había dicho lo que acababa de decir, excepto que de algún modo estaba relacionado con la conversación que había mantenido con Franz Weiss en Highfield, y aparte de eso con una comprensión aún más amplia de la que, hasta ese momento, no había sido consciente.
—Disculpen, estoy yéndome por las ramas. Volviendo al punto de antes, la pauta de comportamiento que he descrito acompañó al muchacho durante toda su niñez, marcada, en particular, por una creciente hostilidad hacia su hermanastra. No parecía haber ninguna razón para esto, aparte del hecho de no haber elegido estar juntos, y como era de esperar, la chica aprendió a devolverle el sentimiento; al hacerse mayor se alió con los demás niños de la aldea, que parecían estar unidos por su repulsa al muchacho. Este, aunque todavía era muy joven, empezó a llevar una vida solitaria, y tras haber desarrollado un interés por las aves comenzó a deambular por la campiña, pasando muchas horas fuera de casa.
El inspector jefe suspiró. Miró a sus dos oyentes.
—No se puede por menos de compadecer a los padres, que intentaban capear este temporal que se había abatido sobre ellos. Sin duda las cosas habrían sido distintas hoy en día. Podrían haber buscado la ayuda de autoridades médicas competentes. Pero llevaban una existencia rural sencilla y el pastor Lang aparentemente estaba dispuesto a considerar que todos los obstáculos que surgieran a su paso eran una expresión de la voluntad de Dios; una prueba de fe. Por lo visto estaba decidido a enderezar al chiquillo. Sin embargo, la situación llegó a un punto donde se volvió insostenible. El niño tenía doce años y era cada vez más difícil de controlar. Quizá percibiera debilidad en sus padres adoptivos; una falta de resolución. En cualquier caso, los Lang decidieron que tendría que irse y el pastor organizó su ingreso en una institución religiosa, una suerte de orfanato, en Ginebra. De lo cual informó al chico.
»“Me miró con sus ojos pálidos y no dijo nada”.
El cambio en el tono del inspector jefe cogió desprevenidos a sus oyentes.
—Es una línea del informe que nos envió la policía suiza. Creo que se le queda a uno en la cabeza. —Los miró de reojo—. Su partida estaba programada para dos semanas después. Se le aseguró que regresaría a casa por vacaciones a intervalos regulares. Todavía no había mostrado ninguna reacción. Unos pocos días antes de que tuviera que irse desapareció su hermanastra. Se organizó una búsqueda y se halló su cadáver en un barranco no muy lejos. Al parecer había sufrido una caída y se había desnucado. Presentaba algunos daños en la cara: tenía la nariz rota y los rasgos desfigurados.
—¡Santo cielo! —Holly estaba asombrado—. ¿Y lo hizo el muchacho? ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Pero por qué, hombre, por qué?
—¿Por rencor? ¿Por placer? —Sinclair se encogió de hombros—. Nadie puede responder a esa pregunta, Arthur. Nadie salvo Lang. Y se llevó sus secretos a la tumba.
Bennett se quedó mirando fijamente el secante encima de su mesa.
—¿Interrogaron al muchacho al respecto? —preguntó—. ¿Era sospechoso?
—Aparentemente no. Había salido a deambular como hacía a menudo y al volver le comunicaron la noticia. O eso pretendió. Aunque se llamó a la policía, concluyeron que había sido un accidente. La niña parecía haberse caído desde cierta altura y rodado barranco abajo. No había ni rastro de agresión, sexual o de otro tipo, y no se habían visto desconocidos en la vecindad.
—¿Pero su padrastro, el pastor, pensaba que el chico era responsable?
—Eso dio a entender a la policía cuando lo encontraron. Aunque si lo creyó entonces, no sabría decirlo. Quizá se le ocurrió más tarde. En cualquier caso, no había pruebas. Baste decir que ni él ni su mujer volvieron a ver a su hijastro. La señora murió un año después y él abandonó la Iglesia poco más tarde. Les dijo a los detectives que lo entrevistaron que había perdido la fe y les explicó por qué. Dijo que el niño había nacido fuera del alcance de la misericordia de Dios, y que puesto que tal cosa no podía ser, o no en el mundo en el que él creía, no podía continuar con su sacerdocio. Había dejado de rezar, salvo para pedir la muerte.
Bennett se levantó y se dirigió a la ventana. El día era lluvioso, y examinó el cielo cubierto de nubes en el exterior.
—¿Qué fue de Lang? Me refiero al muchacho.
—Lo enviaron al orfanato, según lo planeado. Curiosamente, allí su historial fue completamente anodino. No dio problemas y fue calificado de inteligente, aunque insensible. Una vez más, no hizo amigos, y poco antes de cumplir los dieciséis años se fugó. Salió del lugar y no volvieron a verlo. No tenemos forma de saber cómo pasó los siguientes años, aunque es probable que viviera de su ingenio. Igualmente, se desconoce qué clase de vida sexual podría haber llevado durante estos años. Quizá ninguna. Hasta el asesinato por el que se le buscaba, que ocurrió cuando tenía veintitantos, no había noticias… en Suiza, al menos… de ningún crimen similar sin resolver. Claro que llevaba trabajando algún tiempo para Hoffmann, a menudo como correo, así que no se puede descartar que aprovechara sus viajes al extranjero. Por si sirve de algo, me siento inclinado a pensar que en estos primeros años, al menos, era capaz de mantener el control. La clase de vida en que había caído ya era lo bastante peligrosa. No querría añadir más riesgos. El asesinato por el que lo buscaba la policía suiza bien pudiera haber sido el primero. Pero como ya les he dicho, la información que hemos recibido de las distintas fuerzas policiales de toda Europa es imprecisa en el mejor de los casos. Sólo podemos estar seguros de que hay varios crímenes sexuales sin resolver en los países que sabemos que ha visitado, algunos de ellos no muy distintos de los ataques que eran su especialidad.
El inspector jefe se interrumpió para dejar su taza de té, sin probar, en la mesa ante él. Bennett se quedó junto a la ventana. Pero se había girado para escuchar.
—Es tentador creer que su fijación con los asaltos faciales se remonta al asesinato de su hermanastra, y no tengo ninguna duda de que cualquier psicólogo haría hincapié en ello. La creciente ferocidad de estos episodios a lo largo de los años sugiere que estaban ganándole el pulso. Sin duda corría más riesgos. Si no se hubiera parado a atacar a esa niña cerca de Midhurst el pasado noviembre, podría haber escapado. ¡Dios santo! ¡Imagínenselo suelto por América! Qué calamidad. Me pregunto si podríamos haberlo capturado alguna vez.
Holly gruñó, conforme. El ceño del superintendente se había surcado de arrugas mientras escuchaba.
Bennett regresó a su escritorio.
—Decía usted haber recibido una carta, inspector jefe. ¿Arroja algo de luz sobre la actitud de los alemanes ante esta investigación?
—Sí, al menos para mí. —Sinclair se sacó un sobre del bolsillo y extrajo de él varias páginas manuscritas. Las extendió encima de su rodilla—. Es del inspector Probst… seguro que lo recuerdan. Quiere que se hagan públicos todos los hechos sobre este caso. Por eso me ha escrito. Es una carta que preferiría no incluir en el archivo. No hay forma de saber qué clase de relaciones acabará manteniendo con el nuevo orden en Berlín una vez se hayan calmado las aguas allí… aunque por mi parte, espero que sean mínimas… pero no me gustaría pensar que pudiera caer en manos equivocadas algún día.
—Ya veo… —Bennett había entornado los párpados—. ¿Pero no está arriesgándose al escribirle a espaldas de sus superiores?
—El riesgo está ahí, sin duda. Pero ya no está en la policía, de modo que no es una cuestión de desobedecer órdenes. Dimitió en cuanto los nazis asumieron el poder a principios de enero. «Como policía no se puede servir a las órdenes de unos criminales: sería una contradicción». —Riéndose por lo bajo, Sinclair leyó de una de las páginas—. No se muerde la lengua, ¿verdad? Claro que, tampoco hubiera durado en su puesto. Una de las primeras cosas que hicieron los nazis cuando ocuparon el poder fue purgar la policía. También aborda con gracia ese tema. Bueno, «con gracia» quizá no sea la expresión apropiada…
El inspector jefe escudriñó la hoja de papel que tenía en la mano.
—«Göring acudió en persona a la Alexanderplatz y estrechó muchas manos» —citó de la página—. «Dicen que es buena compañía; jovial; el clásico héroe de guerra con mano para el pueblo. Me miró a los ojos y vi un asesino nato. Conozco bien a los de su calaña».
Sinclair volvió a posar la hoja encima de su rodilla.
—Pero a propósito de la investigación de Lang, Probst dice que continuaron con ella hasta que el gobierno cambió de manos, escarbando en su pasado. No dice si adivinaron que era un agente o no. Pero describe su historial como «turbio» y afirma que no era lo que parecía ser: en otras palabras, el representante de una empresa textil austríaca. Al seguir sus movimientos entre Berlín y Múnich descubrieron también sus contactos nazis, y fue en este momento, o poco después, cuando se interrumpieron las pesquisas. No está claro si Nebe actuaba por iniciativa propia u obedecía órdenes. Pero al parecer sabía en qué dirección soplaba el viento. Probst dice que la investigación ha dejado de realizarse, y seguirá así.
Se hizo el silencio mientras Bennett asimilaba lo que acababa de escuchar.
—Por supuesto, se afilió al partido, ¿verdad? Eso nos contó Vane.
—En efecto, señor.
—Y lo que menos querían los nazis era que su reputación se empañara con un caso como éste pocos meses después de haber asumido el poder.
—Estoy seguro de que esa idea se les pasó por la cabeza.
—De modo que aunque descubran algún nexo de unión con nuestros servicios de inteligencia es poco probable que deseen airearlo. El barro se pega, después de todo.
—Cierto. Y no tiene pinta de que vaya a surgir nada más por ahí, ¿no es así? El pasado de Lang sigue siendo un misterio por lo que a nuestra prensa respecta. Me da la impresión de que han renunciado a seguir indagando. Creo que sus amigos de Whitehall pueden dormir tranquilos.
—¿«Mis» amigos, inspector jefe? —Bennett le lanzó una mirada fulminante.
—Ha sido un lapsus, señor.
Sinclair encontraba divertido el tira y afloja que acaba de tener con su superior. No así Holly, que carraspeó sonoramente.
—Bueno, a mí me parece una condenada desgracia —dijo sin rodeos—. Todo este dichoso asunto. Lo peor es que nadie va a responder por ello.
En el silencio azorado que siguió a sus palabras, Sinclair volvió a guardarse la carta de Probst en el bolsillo.
—Y tampoco tenemos motivos para felicitarnos. —El superintendente estaba acalorándose—. Sólo hay una persona que pueda salir de esto con la cabeza alta: John Madden. Espero que se lo digas la próxima vez que lo veas, Angus. Y dale las gracias de mi parte.
—Así lo haré, Arthur —le prometió Sinclair. Miró con afecto a su colega—. Y antes de lo que piensas. Me voy a Highfield este fin de semana.
Una figura solitaria estaba de pie en el andén cuando el tren de Sinclair entró en Highfield. Al salir del compartimento, un destello de luz solar reflejado en unos cabellos dorados le llamó la atención. Helen Madden avanzó por el andén para saludarlo.
—John tenía pensado recibirte en persona. Pero los niños insistieron en ir de excursión al bosque. Llevaban días encerrados en casa con la de agua que ha estado cayendo. Volverán empapados, lo sé.
El tiempo tan desapacible al que hacía referencia había empezado a escampar para la hora de comer, y el tren del inspector jefe había atravesado campos iluminados por el sol y repletos de flores de primavera.
—La casa está abarrotada en estos momentos. Espero que no te parezca demasiado. Franz se alegró mucho cuando supo que venías. Pero no lo verás hasta esta noche. Se ha pasado el día entero en Londres, buscando casa.
El vestido de lana azul que llevaba puesto hacía juego con el color de sus ojos, se fijó Sinclair. El placer que le producía su compañía no había disminuido nunca con los años, y su paso se aligeró cuando Helen enganchó el brazo del suyo. Salieron adonde estaba aparcado el coche.
—Sé que has estado fuera, pero parece que hace siglos que no te vemos. Me temo que tardé una temporada en recuperarme de aquel espantoso asunto. Necesitaba tiempo para recuperarme.
Lo miró de soslayo. Estaban conduciendo paralelos al césped comunal de la ciudad.
—Pero he pensado en ti a menudo, sobre todo en el día que bajamos a Midhurst. Aquella familia… los Ramsay… nos invitaron. Y no por primera vez, pobre gente. Querían darle las gracias a John. Pero yo no me había sentido capaz de enfrentarme a ellos antes. Pensaba que sería demasiado incómodo. Pero resultó ser un día encantador. La señora Ramsay había organizado un picnic para los niños en las Downs y también habían invitado al hombre que fue apuñalado, Sam Watkin, con su familia. El cadáver que encontraron más tarde en el granero incendiado era su amigo. Eddie, se llamaba. Pero todos lo conocían, al parecer, y hablaban de él con mucho afecto, en especial la niña, Nell, y su madre. Habían estado intentando encontrarle un trabajo decente… los Ramsay, quiero decir… y John y yo vimos lo tristes que estaban por todo lo ocurrido.
Reflexionó en silencio unos momentos.
—Luego dimos un paseo hasta la granja. Los niños insistían en verla y Nell les contó toda la historia. Ni que decir tiene que estaban entusiasmados. Querían oír todos los detalles escabrosos. Era el pobre John el que no podía soportar escucharlo. No hacía más que pensar en lo que podría haber pasado. Él mejor que nadie sabía lo cerca que había estado todo de terminar en tragedia. Quienes no lo conocen piensan que es insensible y que las cosas no le afectan. Es por su forma de actuar. Pero no es así en absoluto. Todo lo contrario.
Se enjugó una lágrima del ojo y se volvió hacia él, sonriendo.
—Aunque eso no hace falta que te lo diga, ¿verdad? —Le tocó la mejilla con la mano mientras hablaba, un simple gesto que embargó de alegría el corazón del inspector jefe, quien vio que después de todo había sido perdonado—. De eso hace meses, y pocos días después partí a Alemania.
—Sí, me enteré por John. Me llamó por teléfono. —El inspector jefe se animó—. ¿Volviste con el doctor Weiss y su familia?
—Fui a ayudarles con la mudanza. Parecía sensato, puesto que soy la única que habla alemán, y me preocupaba que Franz no pudiera apañárselas por sí solo. ¿Sabes que murió su esposa?
—John me lo dijo.
—Fue poco después de Navidad. Y otra cosa horrible había ocurrido. Tienen dos hijos, un chico estudiando en América, y una hija llamada Lotte, que estaba casada con un profesor de universidad en Berlín, un joven llamado Josef Stern. Estaba metido en política, demasiado, tal vez, y en las semanas previas a la subida al poder de los nazis se vio envuelto en un altercado callejero con unos matones de las SA, que lo apalearon espantosamente. No recuperó el conocimiento y falleció en el hospital. Así que gracias al cielo que fui. Los dos estaban destrozados, Franz y su hija, incapaces de arreglárselas, y yo me ocupé de todo.
»Tenían una casa a orillas del Wannsee, en Berlín. Está junto al lago y se pone preciosa en verano, cuando todos los árboles han echado ya las hojas. Pero no vimos el sol ni un momento mientras estuvimos allí, sólo nubes plomizas. Hay una tapia detrás de la casa, y el día que llegué encontré una estrella de David pintada de amarillo en ella. Encargué que la quitaran. Al día siguiente había vuelto, y otra vez le pedí al jardinero que la borrara. Y así siempre, un día tras otro. No vi nunca quién lo hacía: no había ni un alma en los alrededores. Pero todas las mañanas volvía a aparecer la estrella. Al final conseguí vaciar la casa y transportar todos los muebles, pero me sentí fatal mientras lo hacía. John y yo pasamos unas vacaciones allí con la familia hace dos años y sólo podía pensar en lo felices que éramos todos entonces.
Se quedó callada, y continuaron cruzando el pueblo, pasando frente a las puertas cerradas de Melling Lodge. Pronto entraban en el familiar paseo donde los tilos estaban echando brotes nuevos.
—Franz busca una casa en Hampstead. Quiere montar una consulta. Lotte vivirá con él. Tiene una hija llamada Hana, de seis años. Lucy le ha cogido mucho cariño. Qué apasionada es con la gente, mi Lucy. ¿Sabías que Billy Styles es uno de sus amigos favoritos?
Llegaron a la puerta principal. Helen había recuperado la sonrisa.
—Vino con su prometida no hace mucho para que la conociéramos. Elsie, se llama. Debe de haber sido complicado para la pobre chica. No es fácil que la exhiban a una. Para colmo de males, Lucy se pasó el día entero acechándola como una pantera, observando todos y cada uno de sus movimientos. Sabe Dios cuándo reunirá el valor necesario para visitarnos de nuevo.
Después de que Helen le enseñara su cuarto, Sinclair regresó a la planta baja diez minutos más tarde para encontrar a su anfitriona sentada en una silla de jardín en la terraza, desde donde podían verse todos los colores de la primavera en los arriates que bordeaban el césped y la fragancia de la madreselva perfumaba el aire.
Se percibía movimiento en los arbustos cerca del pie del jardín, e inmediatamente salió un hombre de ellos, empujando una carretilla. El inspector jefe miró en su dirección. Estaba a punto de decir algo cuando Helen hizo un gesto, señalando.
—Ya vienen.
Al seguir la dirección que indicaba, Sinclair vio un par de figuras fugaces que se habían materializado, como por arte de magia, al pie mismo del jardín, correteando por el huerto como duendes, dos formas separadas que sin embargo parecían unidas, tal era la sincronía con que se movían.
—Esas son las dos niñas —explicó Helen al ver el ceño fruncido del inspector jefe—. Lucy es la de la izquierda. Le conté que el padre de Hana había muerto y su respuesta ha sido no separarse de ella. Como si quisiera demostrarle que ella está ahí y no va a desaparecer. Al menos, creo que ése es su razonamiento.
Vieron cómo las dos figuras de repente giraban a un lado y emprendían la persecución del hombre de la carretilla, que estaba desapareciendo en esos momentos en otra parte de los arbustos, y cuyos movimientos el inspector jefe seguía con suma atención. Su observación se vio interrumpida nuevamente, sin embargo, por la aparición de Madden, que salió del huerto a paso vivo en ese instante acompañado de dos muchachos, en uno de los cuales Sinclair reconoció al hijo de su amigo.
—¿Quién es el otro? —le preguntó a Helen, haciendo visera con la mano. El sol estaba bajo en el cielo; la luz del atardecer se apagaba.
—El hijo de Will Stackpole, Ted. Significa mucho para mí que Rob y él sean tan buenos amigos. Le guardo mucho cariño a Will. Fue el primer chico que me besó. —El recuerdo la hizo sonreír—. Yo tendría la edad de Lucy, seis o siete. Se pasó todo un verano haciéndome ojitos. Me encanta verlos juntos ahora, a los chicos. Pero también me pone nerviosa. No dejan de crecer…
—¿Por qué tendría que preocuparte eso?
—Porque va a haber otra guerra.
Habló con tanta naturalidad que hubieron de pasar unos momentos antes de que el inspector jefe encajara lo que había dicho.
—Oh, seguro que no —respondió de forma automática—. Quiero decir, no puedes estar segura… pueden ocurrir tantas cosas… —Se quedó callado. Helen no parecía haberle oído.
—No te puedes imaginar lo mal que me sentí en Berlín. —Helen tenía la mirada puesta en las figuras que avanzaban por el césped—. Las banderas, los uniformes, los desfiles. Y las interminables arengas. Vi un uniforme. Era negro. Negro de la cabeza a los pies. La insignia de la guerra era una calavera. ¿Te lo puedes creer?
Ocultó el rostro en las manos.
—Entonces supe…
Sinclair no dijo nada. Mientras le daba tiempo para recuperarse, saludó con la mano a Madden, que le devolvió el gesto, pero luego le hizo una seña para indicarle algún tipo de intención por su parte, que al instante quedó clara cuando los chicos y él cambiaron de dirección, encaminando sus pasos hacia el costado de la casa donde estaba la cocina.
—Van a dejar ahí los zapatos embarrados. Entrarán por el otro lado.
Helen se pasó los dedos por el pelo. Al instante siguiente la sonrisa volvía a estar en sus labios, y Sinclair vio que le había llamado la atención otra cosa.
Las dos pequeñas habían salido de los arbustos donde estaban escondidas y subían corriendo por el césped, aún cogidas de la mano, hacia ellos. La más rubia de las dos, a la que ahora reconoció como Lucy, sostenía un puñado de narcisos amarillos en la mano libre. Mientras ascendían los escalones de la terraza, Helen se levantó para recibirlas.
—Para ti, mamá —declaró sin aliento Lucy, ofreciéndole las flores goteantes. Bien salpicadas de barro, la pareja parecía tener prisa por reanudar sus locas carreras, pero Helen las frenó.
—¿Qué carámbanos habéis estado haciendo? Mira a la pobre Hana.
Le dijo unas pocas palabras en alemán a la niña de cabellos oscuros, que respondió sin aliento en el mismo idioma. Ambas chiquillas arañaban el suelo de la terraza con los pies en su ímpetu por salir disparadas.
—Es la hora del baño. —Helen se volvió hacia su hija otra vez—. Mary os espera arriba. Llévate a Hana contigo. ¡Y no le arranques el brazo…!
El aviso llegó demasiado tarde. Chillando como una sola, las dos niñas dieron un brinco y, como si estuvieran pegadas, cruzaron la terraza desbocadas y se perdieron en el interior de la casa.
—Me temo que las presentaciones tendrán que esperar.
Sinclair dejó a su anfitriona sacudiendo el agua del ramo que acababa de recibir, se levantó de su silla y se acercó al borde de la terraza. Contempló el crepúsculo. La figura que había visto antes avanzaba ahora césped arriba, empujando la carretilla delante de él. El inspector jefe no pudo contener su curiosidad por más tiempo.
—¿Quién demonios es ése? —preguntó—. ¿Y qué lleva en la cabeza?
—¿No lo adivinas? —repuso en tono burlón Helen—. Es Topper. Seguro que te acuerdas de él.
—No tuve el placer de conocerlo. Pero recuerdo bien el nombre. ¿Me equivoco al pensar que fue llamado a declarar en el juicio de Guildford… y no se presentó? —Sinclair se giró para mirar a su anfitriona—. ¿Albergando fugitivos, doctora Madden?
Helen sonrió.
—Apareció como caído del cielo después de Navidad. John lo instaló en uno de los establos en la granja, con mantas y leña de sobra. Por suerte Tom Cooper acababa de sufrir un ataque de reumatismo por aquel entonces. Digo por suerte, porque a Topper no le gusta aceptar más caridad que algo de comer de vez en cuando. De modo que lo convertimos en una suerte de jardinero sustituto, y él parece encantado.
Hizo una pausa. La figura se había detenido justo debajo de la terraza y Sinclair observó el espectáculo del sombrero con su llamativa pluma de faisán.
Vio cómo Topper se lo quitaba y hacía una reverencia. Helen respondió con una sonrisa.
—Buenas noches, Topper. Y gracias por estas flores tan bonitas.
Tras volverse a poner el sombrero, el hombre prosiguió su camino sin decir palabra, y desapareció al otro lado de la casa.
—John dice que cualquier día de éstos cogerá el petate y se irá, pero yo espero que no. No me gusta imaginármelo vagando por ahí. Es demasiado viejo. Necesita un hogar. —Estaba contemplando los narcisos que tenía en la mano, y Sinclair vio cómo se quitaba algo de la mejilla—. Tengo fe en que le resulte difícil marcharse ahora. Quiere tanto a las niñas.
—¿Las niñas? —Sinclair miró de reojo las flores que sostenía Helen en la mano, luego a su cara, que estaba vuelta hacia el otro lado—. Ya… las niñas.
—Ay, cielos… —Helen no disimuló ahora al enjugarse las lágrimas que escapaban de sus ojos—. Lo siento, Angus. Todavía no he superado aquel asunto tan espantoso. Perdí los estribos por un momento, y no estoy segura de haberlos recuperado. Me asusta el futuro. Veo cosas horribles en el horizonte. Mira lo que ha sido del pobre Franz y su familia. ¿Cuántos otros sufrirán del mismo modo? ¿Quién los ayudará a ellos? Es como si una noche terrible se cerniera sobre todos nosotros y quiero proteger a las personas que amo y me importan, pero no sé cómo, ni siquiera si puedo…
—Querida… —Al ver su preocupación, el inspector jefe la rodeó con el brazo e intentó consolarla—. Es porque todavía estás afectada. Estas heridas tardan mucho tiempo en cicatrizar.
—Sí, por supuesto… —Le acarició la mejilla—. Querido Angus…
Recuperó la compostura.
—Debo ponerlas en agua. Entra, si quieres, o quédate a ver la puesta de sol. Me encanta cómo cambian los colores de los árboles al morir la luz. John llegará enseguida, pero te advierto que estará ocupado. En cuanto bajen las niñas tendrá que leerles algo. Lucy está intentando enseñarle inglés a Hana y cree que hacerle escuchar El viento en los sauces es la mejor manera. Me parece que el señor Sapo está a punto de partir en su coche, así que la experiencia puede ser escandalosa. Pero ven pronto. Quiero que estemos todos juntos.
Sinclair esperó hasta que Helen hubo entrado en la casa antes de darse la vuelta para contemplar una vez más el jardín desierto, con la cabeza llena de lo que acababa de escuchar. El día tocaba a su fin y sólo las copas más altas de Upton Hanger destellaban aún a la luz mortecina. El resto de la extensa cordillera boscosa se había sumergido ya en una penumbra abismal, y el inspector jefe no estaba dispuesto a demorarse. Un charco de claridad se había formado a sus pies, procedente de las lámparas que estaban encendiéndose en el salón, y oyó los grititos atiplados de las niñas.
Seducido por la promesa de la calidez del interior y los numerosos rostros queridos que poblaban la casa, no lo dudó más y le volvió la espalda al resto del día.
Y a la oscura noche que se aproximaba.
Fin