7
Sintiéndose fuera de lugar con su atuendo de paisano —había elegido un traje gris de raya diplomática y un sombrero de fieltro— el inspector jefe Angus Sinclair se detuvo al filo del césped para contemplar la escena que se desplegaba ante él. Muy cerca de donde se encontraba una pancarta de tela erigida entre dos postes lucía la leyenda MUESTRA DE FLORES Y VERDURAS DE HIGHFIELD en letras mayúsculas, y detrás, la amplia franja de hierba bordeada de casas se veía repleta de puestos, donde se exhibían los frutos del largo verano.
Había verduras apiladas en cestos —alubias, guisantes, patatas, zanahorias— hombro con hombro con gordos calabacines, junto a los que había mesas llenas a rebosar de ramos de rosas y crisantemos tardíos. Calabazas, manzanas, peras, moras, frutos secos, huevos moteados… la variedad de artículos dispuestos para su inspección parecía no tener fin, y las calles que discurrían entre los tenderetes albergaban una multitud de aldeanos vestidos con sus galas de los domingos.
Mientras observaba el gentío, la mirada del inspector jefe aterrizó en una figura alta y elegante ataviada con un vestido de lino y un sombrero de paja de ala ancha, de pie junto a una mesa abarrotada de conservas. Soltó un gruñido de admiración. Angus Sinclair, viudo ya desde hacía varios años, consideraba a Helen Madden la mujer más atractiva de su entorno, y siempre le proporcionaba un placer especial verla.
Las largas trenzas que lucía cuando se conocieron, según la moda de la época, y legado de su juventud, quizá, hacía tiempo que habían desaparecido, pero el inspector jefe se consolaba con el esbelto cuello blanco que desvelaba su ausencia. Su ánimo, empañado temprano esa mañana por el informe del forense y las fotografías adjuntas que se había visto obligado a examinar en la comisaría de Guildford, se elevó al divisarla.
Pero su alivio duró poco. Consciente de su acercamiento, Helen dejó el tarro de miel que tenía en las manos.
—Me preguntaba cuánto tardarías en aparecer, Angus.
Cogido por sorpresa —esperaba cuando menos un saludo cordial—, Sinclair se quedó cohibido.
—Se trata del asesinato de esa pobre niña, ¿verdad? Por eso has venido.
Sin habla, el inspector jefe se refugió en la acción. Se agachó bajo el ala del sombrero de paja de Helen y le plantó un firme beso en la mejilla. La fragancia de jazmín que siempre había sido su predilecta era un recordatorio de ocasiones más felices.
—Admitiré que me he pasado la mañana entera en Guildford, hablando de ello con Jim Boyce.
—Y ahora quieres ver a John. Angus, no vas a arrastrarlo a esto. No lo permitiré. —Sus oscuros ojos azules no ofrecían la menor concesión.
—¡«Arrastrarlo»! Pero si fue John el que encontró el cadáver, por el amor de Dios. —Sinclair se interrumpió. El asunto era peliagudo. Continuó en un tono distinto—. Querida, debo hablar con él. Eso seguro que lo entiendes.
La sonrisa que le dedicó era conciliadora. Pero lo cierto es que no era más que un simple gesto. Aunque jamás había puesto en duda la fortaleza de los sentimientos de Helen por su marido, igualmente tampoco le había perdonado el papel que había representado a la hora de convencer al hombre que amaba para que renunciara a su trabajo con la policía y empezara una vida nueva con ella. El inspector jefe lamentaba aún que un oficial con tanto talento como su antiguo colega hubiera abandonado el cuerpo, y por bien que le cayera la esposa de Madden, nunca lograba absolverla de toda responsabilidad por esta pérdida para el bien común.
—Oh, muy bien. Ya veo que no me queda otra elección.
Helen claudicó y le devolvió el beso. Pese a sus diferencias, eran buenos amigos.
—Andará por aquí cerca. Seguramente en aquel puesto. —Señaló un toldo de color canela con banderas cerca del fondo del césped—.
John ha tenido que actuar como presidente del comité de reparto de premios este año. Debería ser tarea de lord Stratton, pero éste ha conseguido que le dé un ataque de gota, de lo más oportuno. —Hizo una pausa—. Quédate a comer, Angus. Casi nunca te vemos.
—Ojalá pudiera, querida. —El inspector jefe reconoció la rama de olivo que se le ofrecía y la declinó a su pesar—. Por desgracia, tengo una cita en Londres. Debo volver.
—Entonces tendrás que venir a pasar un fin de semana con nosotros. Te escribiré para decirte cuándo.
Su sonrisa le proporcionó un solaz momentáneo a Sinclair. Pero luego la expresión de Helen cambió y volvió a ponerse seria.
—A lo mejor piensas que estoy haciendo una montaña de un grano de arena, pero conozco a John. Ahora no va a volverle la espalda a esto. Se siente implicado, y eso me preocupa. No sé explicar por qué, pero me siento amenazada. Sé que tienes que hablar con él, pero no dejes que vaya más allá, te lo ruego.
Lo miró directamente, y no por primera vez el inspector jefe sintió el efecto de su personalidad, esa particular combinación de belleza física y firmeza de voluntad contra la que se sentía impotente. Pero justo cuando se disponía a replicar —quería tranquilizarla— los interrumpieron.
—Disculpe, señor… ¿Señor Sinclair?
Las cejas entrecanas de Angus Sinclair se enarcaron como accionadas por un resorte fingiendo sorpresa. Contempló la curiosa y joven carita que se había materializado entre ellos.
—¿Robert Madden? ¿Eres tú? —Pese a sus cuarenta años en el cuerpo, el inspector jefe conservaba el acento preciso de su infancia en Aberdeen—. No me puedo creer lo que ven mis ojos. La última vez que nos cruzamos medías una cabeza menos. ¿Cómo estás, mocito?
Se dieron la mano solemnemente.
—¿Ha venido usted por lo del asesinato, señor? —A pesar de tener la nariz pelada y una rodilla magullada, el hijo de Madden logró imprimir seriedad a su pregunta. Su ceño fruncido, la viva imagen del de su padre, hizo aflorar una sonrisa pensativa a los labios de Sinclair. Su esposa y él no tenían hijos, a su pesar—. Fue papá el que encontró el cadáver, ¿sabe?
—Estoy al corriente. —El inspector jefe puso cara seria.
—La policía busca a un vagabundo.
—Veo que estás bien informado.
—¿Le va a ayudar papá a atraparlo? —La expresión ilusionada del pequeño se evaporó al ver que Sinclair negaba con la cabeza.
—Scotland Yard no se ha implicado, Robert. La policía de Surrey está al mando. Tan sólo pasaba por aquí… —Cruzó la mirada con Helen—. Pero ya que he venido, me gustaría charlar un momento con tu padre. ¿No sabrás tú dónde está?
—Has tenido que ser una piedra en el zapato para Jim Boyce. Me llamó por teléfono el viernes, hecho un manojo de nervios, justo después de la pesquisa judicial. No he conseguido bajar a Guildford hasta hoy, pero vino a la oficina para enseñarme el dossier. ¡En domingo!
—Me pareció que habían encasillado al vagabundo demasiado pronto. Quería que se lo pensara mejor. —Madden arrugó el entrecejo.
Conducido por su guía, Sinclair había encontrado su objetivo frente al toldo erigido junto a una mesa repleta de copas de plata y otros trofeos. El inspector jefe se había tomado un momento para encajar el espectáculo de su antiguo compañero, vestido de práctico tweed, con un sombrero flexible y zapatos de suela gruesa, enfrascado en su conversación con un grupo de civiles de ambos sexos similarmente ataviados. Al cruzar la mirada con Madden, le había guiñado un ojo.
—Acabo de divisar una calabaza de primera —le comentó mientras se daban la mano—. ¿Quieres que te la enseñe?
—¿Qué haces aquí, Angus? —Sonriendo, Madden había declinado el cebo—. ¿Es por el asesinato de Brookham? No me digas que ya han metido a Scotland Yard.
—No, no estamos implicados. Todavía no. Los de Surrey lo tienen todo controlado. Pero hay un par de cosas que me gustaría comentar contigo. He pedido permiso a las autoridades pertinentes.
—¿El Yard ha tenido que darte permiso? —Madden se sorprendió ligeramente.
—Me refería a tu media naranja. —Sinclair se rió por lo bajo de su propio chiste—. Perdona. No he podido resistirme. Me crucé con Helen hace un momento, y me dijo lo que pensaba, como siempre. Robert estaba con ella. Menudo chico más majo.
La alegría que resplandeció en el rostro de Madden al oír estas palabras fue recompensa suficiente para el inspector jefe, que aún recordaba una época en que los ojos de su viejo amigo lucían una sempiterna expresión angustiada; cuando parecía que el legado de la guerra y los padecimientos que había soportado en las trincheras lo acompañarían hasta la tumba.
—¿En qué puedo ayudarte, Angus? ¿Dices que has visto el informe?
Madden se lo había llevado aparte, lejos del alcance del oído de la multitud agolpada delante de la tienda, y al adoptar su postura, cruzado de brazos y con la cabeza agachada, con el rostro enmascarado por la sombra que proyectaba el ala de su sombrero, Sinclair se vio asaltado por una dolorosa sensación de familiaridad, consciente de golpe de cuánto había extrañado la presencia de este hombre a su lado en los últimos años.
—He estudiado los distintos informes y leído las entrevistas concedidas. Por lo que sabemos hasta la fecha, yo diría que el vagabundo es el sospechoso más probable.
—Sí que lo es —convino Madden—. Y tienen que encontrarlo, en cualquier caso. Quizá resulte ser su testigo clave al final.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Bueno, las pruebas, naturalmente. —Madden frunció el ceño bajo el ala de su sombrero—. Todo depende de cómo se interpreten, Angus. La policía de Surrey tiene su versión. Wright cree que el vagabundo recogió a la niña en la carretera de Craydon…
—¿Wright…?
—El oficial al mando. Es buen detective. Perspicaz. Para nada ingenuo. Opina que el vagabundo se la llevó al bosque y que después de matarla y ocultar su cuerpo huyó arroyo abajo, con la intención de alejarse lo antes posible, olvidándose de su navaja y su pañuelo para la cabeza en la confusión.
—¿Y? —Sinclair estaba escuchando atentamente.
—Como teoría es a prueba de bombas, hasta cierto punto. Pero hay otra forma de interpretar los hechos. Verás, Beezy, el vagabundo, salió corriendo en la dirección equivocada…
—La dirección «equivocada»… ¿Por qué lo dices?
—Porque debía de haber llegado al bosque originalmente desde los campos. Tenía una cita en un campamento junto al arroyo con otro vagabundo llamado Topper.
—Amigo tuyo, supongo. —Sinclair asintió con la cabeza.
—Cuando Beezy se dio a la fuga, no fue por el camino por el que había venido, sino en dirección contraria, hacia Brookham, y eso no tiene sentido, a menos que Wright acierte al pensar que estaba confuso, aterrado, y que no sabía hacia dónde dirigía sus pasos.
—¿Podría haber otra explicación?
—Sí, es posible que oyera a alguien acercándose a él entre la maleza. Y procedente de la misma dirección que había seguido él, desde los campos. Puesto que esperaba la llegada de Topper, eso no debería haberlo alarmado. De modo que si salió huyendo entonces… y en la otra dirección… bien pudiera deberse a que vio algo que lo asustó.
—¿Un hombre cargado con una niña? ¿El asesino?
Madden asintió en silencio.
Sinclair dejó escapar un suspiro. La mañana estaba volviéndose calurosa. Se quitó el sombrero flexible y se abanicó la cara.
—Lo que dices es interesante, John. Pero no deja de ser una suposición.
—Ni más ni menos que la versión de Wright. Todas las pruebas son circunstanciales.
—Sí, pero no se puede pasar por alto el hecho de su desaparición. Este tal Beezy ha decidido ocultarse. Esa no es la conducta de una persona inocente.
—Es la conducta de un vagabundo, Angus. Un paria. Conozco a estos hombres. No creen en los tribunales ni en nuestro sistema judicial. Es más que posible que tenga miedo de acudir a la policía por si lo acusan del crimen. Y no estaría tan desencaminado.
Sinclair gruñó al encajar la pulla.
—De acuerdo. Pero sigo sin verlo claro. Tal y como yo lo entiendo, la policía de Surrey debe encontrar a este hombre de todas formas. Esa no es tarea del Yard. ¿Por qué le has sugerido a Boyce que se pusiera en contacto con nosotros?
Madden tardó en responder. Se quedó mirando el suelo ante él. Cuando el silencio se alargó entre ellos, Sinclair sintió cómo crecía una premonición en su interior. Sabía que todavía no había descubierto la verdadera razón que se ocultaba tras la preocupación de su interlocutor. Pero pensó que se acercaba el momento.
—¿Has visto las fotografías del rostro de la pequeña? —Madden levantó la cabeza.
—Lo que quedaba de él. El grado de daño infligido es único en mi experiencia. Sólo puedo imaginarme que el asesino estuviera frenético.
—Tal vez. ¿Pero te has fijado en el trabajo tan meticuloso que hizo?
—¿«Meticuloso»? —Sinclair imbuyó la palabra de repugnancia.
—Se había propuesto borrar sus rasgos. Esa es la impresión que me dio. No fue el simple abuso del cadáver de una víctima. Fue algo más. ¿Se ha determinado ya qué usó como arma? Hablé con el forense hace unos días y parecía creer que había sido un martillo.
—Ya se ha confirmado. —Sinclair asintió con la cabeza—. Lo leí en el informe. Consiguió tomar algunas medidas de los agujeros practicados en el cráneo. Cree que se trató de una herramienta corriente. —Miró a Madden de reojo—. El vagabundo podría haber llevado uno en su hato perfectamente.
—De acuerdo. Entretanto, si el asesino fue otra persona, alguien que la recogió en la carretera en su coche, la implicación adquiere otro cariz.
El inspector jefe se tomó un momento para asegurarse de haber interpretado correctamente a su antiguo compañero. No le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación.
—Te preguntas… si fue otra persona… por qué debería haber llevado encima un martillo. Suponiendo que sea ése el caso, ¿qué significa para ti?
—Que el asalto a su rostro fue premeditado. —Madden habló en voz baja, pero su tono se había vuelto tirante, y el inspector jefe, sintiendo un escalofrío de pronto, lo miró fijamente—. Que era lo que pensaba hacer desde el principio.
Sinclair cogió el pañuelo del bolsillo de su solapa y se enjugó la frente perlada de sudor. El gentío reunido en el césped comenzaba a desbandarse en dirección a la mesa de los jueces, e instintivamente se acercó un poco más a Madden, bajando la voz.
—Quiero que quede clara una cosa. ¿Intentas decirme que estaba siguiendo una pauta? ¿Que ya ha hecho esto antes?
Madden asintió en silencio.
—Pero entonces, si fuera ése el caso, habríamos tenido noticias. ¿Un crimen de esas características? —Ahora le tocó al inspector jefe fruncir el ceño. Su compañero se encogió de hombros.
—No puedo explicarlo. Pero no olvides que intentó esconder el cadáver de Alice Bridger. De no ser porque escogió accidentalmente un campamento de vagabundos para cometer el asesinato todavía podríamos estar buscándola.
—Así que crees que podría haber matado en alguna otra parte sin nosotros saberlo… —Sinclair sopesó la idea—. A veces desaparecen niños, eso es verdad.
Madden vio que su argumento estaba ganando terreno. Insistió.
—No se puede esperar que la policía de Surrey investigue una teoría de este tipo. El vagabundo es el sospechoso más evidente; tienen que seguir buscándolo. Pero con el Yard es distinto. Pueden permitirse el lujo de ampliar sus horizontes.
—¿Por eso urgiste a Boyce para que nos llamara? Sí, ahora lo veo.
Como un islote de quietud en medio del mar de gentes agolpadas a su alrededor, los dos hombres guardaron silencio mientras Sinclair cavilaba. Por encima del murmullo de voces del campo, sonó de repente la llamada del llanto de un bebé. El inspector jefe volvió en sí con un gruñido.
—Has expuesto bien tu caso, John. No diré que me has convencido. Todavía no. ¿Pero a medias…? Sí… posiblemente. —Miró a su interlocutor a los ojos—. Investigaré el asunto. Puedes estar tranquilo.
La sonrisa de alivio en el rostro de Madden daba fe de una carga levantada de sus hombros, y el inspector jefe se alegró al verla. Recordó las palabras de Helen y reconoció la verdad que entrañaban. Entre las múltiples razones que tenía para lamentar la pérdida de su viejo colega se contaba el grado de entrega que imprimía Madden a su trabajo, un impulso nacido del sentido de la obligación que parecía sentir por los demás; por aquellos cuyas vidas se cruzaban con la suya.
Era una virtud poco extendida entre la policía: una virtud poco extendida entre cualquiera.