31

Sam se dio la vuelta en la verja y silbó.

—Venga, Sally. Date prisa, viejita.

La perra vaciló en el umbral iluminado, remisa a abandonar el calor de la cocina. Tras ella Sam podía ver la figura ansiosa de Bess. El rostro sonrosado de la cocinera, aún más colorado de lo normal a causa de las lágrimas que había derramado, irradiaba preocupación como una baliza de alarma.

—Nos harás saber lo que digan, ¿verdad, Sam? —lo llamó.

—Por supuesto que sí, cariño. Es más, haré que se pongan en acción. Eso también se lo puedes decir a la señora Ramsay. —Sam se dio una palmada en el muslo—. Ya está bien, Sal. ¡En marcha!

Oscurecería en menos de una hora y quería acercarse al granero otra vez mientras aún hubiera algo de luz para orientarse.

—¡Sally!

Por fin el animal se movió, cruzando el patio a regañadientes, con ese paso renqueante que indicaba que su artritis debía de dolerle, pobrecita, siguiéndolo afuera. Sam se despidió por última vez con la mano de Bess, cerró la verja tras ellos, y se alejó a paso vivo.

Aún furioso.

Su intento por telefonear a la policía de Midhurst para ver si tenían alguna noticia sobre Eddie había sido un fiasco, atendida su llamada por un poli bisoño —al menos, ésa era la impresión que daba— que no parecía saber ni qué día de la semana era. Y cuando Sam exigió hablar con alguien más veterano le habían dicho que no había nadie disponible en esos momentos.

—Han salido todos —había dicho el tipo, dejando a Sam poco menos que estupefacto.

—Estoy intentando denunciar la desaparición de una persona —había rugido al auricular—. De alguien que podría haber resultado herido en un accidente. ¿No tienen listas?

Si las tenían, nadie le había hablado de ellas al joven, por lo visto.

—Tendré que consultar a alguien al respecto —había dicho, sonando inseguro—. Si me pudiera usted dejar su número, señor…

—Da igual. Iré en persona.

Sam había colgado el teléfono de golpe, para luego arrepentirse. Sin duda el joven policía estaba haciendo todo lo posible, pero hasta donde habíamos llegado, dejando las comisarías de policía en manos de niños de pecho.

Y seguía sin tener noticias de Eddie.

La rabia de Sam se alimentaba parcialmente de miedo. Mientras hacía la llamada a la policía se había acordado de un detalle de su visita al granero. Algo que le provocó un escalofrío.

Las ropas de trabajo de Eddie… ¿dónde estaban?

Había encontrado sus botas, sí, las dos, tiradas en el suelo del granero, como si se las hubiera quitado allí mismo. Como si Eddie hubiera tenido prisa por ir a alguna parte. Recordó que el cordón de una estaba roto.

¿Pero dónde estaba su ropa sucia?

No se habría quitado sólo las botas. No se habría ido a Hove, ni a ninguna otra parte, vestido con el mismo atuendo mugriento que llevaba todos los días al trabajo. Sam había visto ropa limpia en el armario. Pero ahora recordaba claramente que no había habido ni rastro de las otras.

Lo que no quería decir que no estuvieran en alguna parte. (Sam de inmediato había buscado tranquilizarse). Encajonadas en algún rincón, tal vez, o en la pequeña alacena que había debajo del lavamanos. Pero era algo que tenía que averiguar… aunque sólo fuera para su tranquilidad. Porque si la ropa realmente no estaba, Eddie no podría haberse ido a ninguna parte, lo que significaba que le habría ocurrido algo de verdad, algún accidente, y podría haber ocurrido más cerca de lo que nadie pensaba. En el granero mismo, quizá, o en sus alrededores.

Puesto que la luz estaba apagándose aprisa ahora, tenía que ponerse en marcha, y tras finalizar su llamada abruptamente, Sam se había apresurado a volver a la cocina, donde había descubierto que también Bess estaba preocupada por la proximidad del ocaso, si bien por otra razón.

—Nell tendría que haber vuelto ya.

Estaba de pie junto a la ventana, mirando en dirección al camino que cruzaba los campos desde Wood Way.

—Se habrá retrasado el autobús. Ahora los días son tan cortos…

Sam le había dicho que se iba, pero no por qué. Este era un temor que no podía compartir con ella.

—¿Has hablado con la policía? —le había preguntado Bess. Cuando se giró hacia él, Sam vio que había estado llorando—. ¿Te han dicho algo?

Sam había sacudido la cabeza.

—Algo ocurre en la comisaría… está patas arriba. Tendré que ir en persona. Lo haré camino de casa.

Se daba cuenta de que la mujer esperaba que se quedara más tiempo. Pero él ya se había puesto el abrigo.

—No te preocupes por Nell —le había dicho mientras abría la puerta de servicio y llamaba a Sally—. Estaré atento por si la veo. Me coge de paso.

Avanzaba aprisa ahora por el sendero, levantando la mirada de reojo al cielo cubierto de gris y preguntándose hasta cuándo duraría la luz diurna. Podría encender una de las lámparas de aceite, si hacía falta, si tenía que realizar una búsqueda, pensó, arrebujándose en su abrigo. Se había levantado un poco de viento en la última hora. Con el tiempo dispersaría la bruma y la niebla, pero por ahora tan sólo acrecentaba el frío cortante, y Sam se alegró de haber podido parar en casa antes a su regreso de Tillington y recoger el abrigo. Era el mismo que lo había acompañado durante la guerra, pero mejor ahora que Ada le había puesto las manos encima. Había cosido un forro grueso acolchado en el interior y una vez abotonado, como estaba ahora, lo resguardaba incluso del tiempo más inclemente.

Sam se detuvo para mirar atrás y vio que Sal ya se había quedado rezagada.

—¡Venga, viejita!

Estaba teniendo un mal día —era el frío, que le agarrotaba las articulaciones todavía más de lo normal— y lo estaba capeando de la única forma que sabía, tomándoselo con calma.

Siguió adelante y apretó el paso. Ya podía ver la cima de Wood Way, donde atravesaba los árboles en la sierra, pero todavía no había ni rastro de Nell. Se encontraba cerca del punto en que los dos senderos se cruzaban, y donde una pequeña arboleda le bloqueaba la vista por unos momentos. Al salir de ella miró camino arriba y la vio ahora, bajando de la sierra, con su sombrero escolar blanco oscilando arriba y abajo, caminando aprisa, medio rompiendo a correr al acercarse al lugar donde el hueco que había en el seto conducía a la granja de los Coyne.

La saludó con la mano, y la niña le devolvió el gesto.

Al mirar a su alrededor en busca de Sal, vio que se había detenido a cierta distancia para husmear un arbusto; tomándose un respiro. Sam sonrió. Decidió dejarla a su aire. Ya le daría alcance cuando quisiera.

Se giró de nuevo, reanudó el paso… y se quedó paralizado.

No había ni rastro de Nell. Se había esfumado.

Sin dar crédito a sus ojos, se quedó mirando fijamente.

Hacía tan sólo un momento estaba brincando sendero abajo en dirección a él.

Entonces se fijó en algo más. Escudriñando con los ojos entornados en la penumbra, vio que había un objeto tirado en el suelo más adelante: una forma blanca y redonda.

El sombrero de Nell.

Apenas si tuvo tiempo de asimilar el hecho. Un instante después, el sonido de un grito llegó a sus oídos. Aunque tenue, y acallado enseguida, el alarido bastó para romper el hechizo que lo mantenía petrificado en el sitio. Y para hacerle entrar en acción.

—¡Nell! —Rugió su nombre en respuesta.

El sombrero yacía junto al hueco en el seto, y Sam corrió como un poseso hacia él, cargando sendero arriba, gritando su nombre sobre la marcha.

—Nell… ¡Nell!