33
Madden subió la colina a la carrera, escudriñando el bosque a ambos lados del camino, buscando cualquier rastro de vida en sus oscuras profundidades; atento a cualquier posible sonido. Torturado por la idea del salvaje acto que podría estar cometiéndose a un tiro de piedra de donde él se encontraba, al amparo del creciente ocaso, había gritado el nombre de la niña sobre la marcha:
—¡Nell… Nell!
Esperaba ahuyentar a su asaltante si estaban cerca, pero lo atormentaba el temor de que ya fuera demasiado tarde: de que el horror con el que se había tropezado en Brookham se estuviera volviendo a repetir.
Sin aliento cuando llegó a lo alto de la colina, se detuvo, con el corazón desbocado, para contemplar la amplia franja de campiña cuyos perfiles seguían siendo visibles pese a la luz moribunda.
Ante él, el sendero discurría recto como una flecha pendiente abajo, en dirección a las Downs lejanas, ocultas a la vista por el velo de niebla. A su izquierda, las luces de una aldea que tomó por Oak Cireen, y a su derecha, algo alejada del camino y separada de él por un seto de espinos, una granja con las ventanas oscuras. Nada se movía en los campos: el panorama parecía desierto.
Reanudó la marcha, trotando colina abajo, mirando a izquierda y derecha, pero tras sólo unos pasos hizo una pausa, detenido por la aparición de un objeto tirado en el sendero delante de él. Todavía estaba lejos, pero pudo distinguir su forma blanca a la creciente luz crepuscular. Atenazado por el presentimiento, corrió como una exhalación cuesta abajo, aunque antes de llegar a él sabía ya que sus temores se habían hecho realidad.
Jadeando, recogió el sombrero escolar blanco con su cinta característica. El elástico debajo del ala se había roto.
—¡Nell! —Desesperado, volvió a gritar su nombre—. ¡Nell!
No hubo respuesta. Pero en el silencio, roto tan sólo por el sonido de su propia respiración, oyó un ruido lejano procedente del otro lado del seto y comprendió, después de aguzar el oído por unos instantes, que era el gañido de un perro.
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí? —Llamó de nuevo, y esta vez fue recompensado con un ladrido.
Madden embistió contra el seto, aparentemente impenetrable al principio, hasta descubrir un hueco en el denso follaje. Al cruzarlo, se encontró en un amplio pomar; más allá de él se levantaba lo que parecía el muro de ladrillo de un jardincito. En él había una verja.
Otra vez oyó el lamento del perro, mezclado ahora con el gemido de un hombre. Provenía del jardín. Madden cruzó el huerto a la carrera y traspuso la verja abierta, tropezando y cayendo casi al engancharse el pie con algo. Cuando miró atrás, vio una mano extendida y comprendió que un hombre estaba intentando arrastrarse fuera del pozo de un antiguo estercolero que había junto al camino. Un perro se agazapaba al borde del foso, gimoteando.
—¡Espere!
Madden se giró para ayudarlo, y al izar al hombre del pozo por los brazos vio que tenía la cabeza mojada de sangre. Pero era el estómago a lo que se aferraba cuando Madden lo tendió gimiendo en el suelo. Nerviosa por la escena, el perro, una vieja hembra de labrador, gruñó y enseñó los dientes.
—Ea, calma… —la tranquilizó Madden, y la acercó para que se echara junto al hombre herido, que seguía apretándose el estómago. Al abrir el viejo abrigo militar que llevaba puesto, Madden descubrió una mancha en expansión en su camisa.
—No se mueva —le urgió.
Pero el hombre intentó resistirse, incorporándose.
—Yo no… yo no —jadeó, pugnando por levantarse, mientras la perra gañía a su lado—. ¡Nell! —Señaló al otro lado del jardín—. ¡Nell!
—¿Dónde? —Madden miró en la dirección indicada. No podía ver nada—. ¿Qué ha hecho con ella?
Ansioso por continuar su búsqueda, vaciló. Presentía que no podía abandonar al herido. Se quitó el abrigo e intentó echárselo por encima a la figura tendida.
—No se mueva —le rogó—. Está usted sangrando.
Pero el hombre no le hacía caso.
—Yo no —repitió, convertidas sus palabras en un grito por la desesperación—. Nell… Nell… —Su dedo seguía apuntando. Madden vio la angustia reflejada en su rostro.
—No se mueva —dijo—. La encontraré.
Levantándose de un salto, cruzó corriendo el jardín y llegó a otra verja, también abierta. Al otro lado había un gran patio de establo respaldado por una granja: era la misma que había visto desde la cresta de la colina.
Resollando, se detuvo un momento al filo del empedrado para mirar a su alrededor. Había oscurecido en los últimos minutos, pero todavía podía distinguir una línea de establos a su derecha, frente a la casa. Más allá, al final mismo del patio, era visible un granero, silueteado su alto tejado contra la luna que se levantaba tras él. No había ni rastro de vida en ninguno de los edificios.
A punto de volver a echar a correr, vaciló, distraído por algo que había presentido más que visto, un cambio tan sutil que al principio no estuvo seguro de no habérselo imaginado. La percepción había ocurrido en un momento cuando la oscuridad del patio pareció agudizarse, y al escudriñar con los ojos entornados la negrura ante él vio lo que era: había un ligerísimo atisbo de iluminación procedente del interior del granero, una arista de luz vertical en el punto donde se juntaban las puertas, tan fina que era casi como si no existiera.
Saltó hacia delante, cruzando el patio a la carrera, resonando sus pasos en los adoquines. Al llegar a las puertas, separó las pesadas secciones de madera y vio un fulgor que provenía del fondo de la cavernosa estructura.
—¡Gastón Lang!
Madden rugió el nombre a pleno pulmón.
—¡Da la cara!
Mientras avanzaba a zancadas entre las pilas de vallas que se alineaban a ambos lados del granero, llamó de nuevo:
—¡Lang! ¡Gastón Lang!
Deseando únicamente detener lo que quiera que estuviese teniendo lugar más allá de las oscuras siluetas cubiertas con lonas que podía ver frente a él ahora, sin importarle alertar al hombre que había venido a buscar, avanzó aprisa, esperando sorprenderlo a pesar de todo con la rapidez de su llegada. Al ver un camino entre los objetos amontonados enfrente de él lo tomó, mirando a un lado y a otro, pero sin tomar ninguna otra precaución en su prisa por llegar al fondo del granero, donde la luz era más brillante.
Alcanzó una silueta alta de la que se había retirado la lona y vio que era un armario. La zona iluminada en la parte anterior del granero estaba justo detrás y se detuvo al llegar, cauto ahora. La iluminación, vio, provenía de una lámpara de aceite que colgaba de un clavo en una esquina sobre un montón de paja. Su mirada barrió la zona. Vio un lavamanos antiguo y un cesto de mimbre lleno de aperos de labranza; cerca de él había una carreta con los brazos levantados.
De Lang y su víctima no había ni rastro.
O eso pensó Madden, hasta que su mirada regresó a la lámpara y vio el espejo apoyado en la pared que había debajo. Reflejada en el cristal, una imagen que le arrancó un grito de los labios:
—¡Ay, Dios!
Medio oculto en el heno yacía despatarrado el cuerpo de una niña. La falda de su túnica de gimnasia había sido levantada y mostraba sus delgadas piernas blancas.
—¡No!
Corrió a su lado, se puso en cuclillas y le buscó el pulso. Latía débilmente contra las yemas de sus dedos. Percibió una vaharada de anestésico en su aliento entrecortado.
—Pobre hija…
Aunque yacía con el cuello torcido, desde su posición pudo ver que tenía el rostro ileso. Al alargar el brazo para bajarle la falda encontró sus pantaloncitos blancos en su sitio, cuya imagen hizo aflorar lágrimas de alivio a sus ojos. Tras cubrirle las piernas, se agachó para cogerla en brazos, atisbando su propio rostro en el espejo sobre su cabeza al hacerlo… y luego, a su espalda, la sobrecogedora imagen de una figura medio desnuda que se abalanzó de la puerta abierta del armario con un brazo levantado y cruzó de un salto la escasa distancia que los separaba.
Con un alarido, Lang atacó.
Pero Madden había visto venir el martillo y se tiró a un lado, esquivando el golpe por los pelos, dejando que su fuerza se llevara a su asaltante trastabillando más allá de él hasta el heno, donde perdió el equilibrio y se cayó de bruces, golpeándose la cabeza con el espejo, que se resquebrajó. Aturdido y sangrando por la frente, Lang soltó el martillo, y el tiempo que tardó en recuperarlo, escarbando en la paja, le proporcionó a Madden los pocos segundos que necesitaba para ponerse de pie. Cuando su agresor se giró con el brazo levantado para atacar de nuevo, cerró la distancia que los separaba, asiendo su muñeca con una mano y su garganta con la otra, y luego, con los dedos clavados en la piel del otro, lo zarandeó ferozmente, como a una rata, de un lado a otro, con tanta rabia que podría haberle arrancado la cabeza de los hombros.
Lang pugnó por contraatacar. Estaba desnudo hasta la cintura, resbaladizo su cuerpo con el sudor y la sangre que le caía de la frente, y manoteó el brazo de Madden, intentando romper la presa de hierro sobre su cuello, esforzándose por liberar la mano para poder volver a atacar con el martillo. Pero su fuerza no era rival para la de su adversario y gradualmente, debilitado por la falta de aire, se hundió de rodillas en el heno.
Madden cambió de postura sin perder tiempo, doblando la muñeca que tenía apresada tras la espalda del otro. El martillo que empuñaba Lang estaba ahora atrapado entre ellos, y Madden le soltó la garganta y volvió a apresarlo alrededor del cuello en una presa con el brazo libre. De rodillas detrás de él, vio sus rostros pegados mejilla con mejilla en el espejo, congestionado y tenso el suyo, ensangrentado y retorcido por el dolor el de Lang.
—Suéltalo.
Sin aliento a causa de la pelea, Madden le gruñó al oído, pero sus palabras no surtieron efecto. La única respuesta de Lang fue lanzar la cabeza hacia atrás salvajemente, intentando coger desprevenido a su antagonista.
—Que lo sueltes, he dicho.
Afianzó su presa sobre la muñeca del otro, retorciéndosela aún más.
La cara en el espejo lo fulminó con la mirada, y Madden aumentó la presión, arrancando un grito de labios de su cautivo.
—Suéltalo o te parto la muñeca.
Esperaba algún indicio de rendición. No hubo ninguno. Cuando sus ojos se encontraron en el espejo, Lang enseñó los dientes en un gruñido.
Con un tirón desgarrador de su mano, Madden cumplió su amenaza. El chasquido de los tendones al romperse tuvo su eco en un grito desgarrador. El martillo cayó de los dedos insensibles de Lang, que se desplomó de bruces en la paja.
Madden, pensando ahora únicamente en la niña que yacía inmóvil detrás de él, se entretuvo lo justo para recoger el martillo y arrojarlo a las sombras a su espalda. Tras cachear rápidamente a Lang en busca de más armas, encontró un pequeño cuchillo enfundado en uno de los bolsillos de sus pantalones y lo tiró detrás del martillo. Sintiéndose a salvo ahora en su mente, se acercó trastabillando adonde yacía la niña y se agachó para cogerla en sus brazos. La tarea, sin embargo, le resultó imposible. Debilitado por el combate que acababa de librar, sólo pudo esperar, arrodillado en la paja junto a ella, y rezar para que el temblor que le atenazaba las piernas cesara y regresaran sus fuerzas.
El sonido de movimiento a su espalda le hizo mirar en rededor y vio que Lang había rodado sobre sí mismo hasta quedar tumbado de espaldas, con la mirada fija en la lámpara que colgaba de la pared sobre él. Su respiración era una sucesión de jadeos entrecortados y estaba musitando para sí mismo, pero en un idioma del que Madden no lograba extraer el menor significado. Volvió a agacharse sobre la niña y esta vez consiguió levantarla del colchón de heno en el que yacía. Recurriendo a todas sus fuerzas, estaba a punto de incorporarse cuando percibió que ocurría algo a su espalda. Miró a su alrededor y vio que Lang se había puesto de rodillas. Como un animal herido estaba cargando su peso sobre un brazo, con el otro colgando flojo a su lado. Sus pálidos ojos castaños brillaban amarillos a la luz de la lámpara.
—Quédate donde estás. —Sin saber qué se proponía el otro, Madden dejó clara sus intenciones—. No te acerques a nosotros. —La figura rota no le inspiraba piedad, pero la idea de infligirle más heridas lo repugnaba.
Mientras hablaba, Lang se había enderezado lentamente y ahora estaba recto de rodillas, sentado encima de los talones. Un verdugón rojo en su garganta señalaba el lugar donde la mano de Madden lo había apresado; debajo, extendida por su pecho, era visible su marca de nacimiento. De color fresa brillante a la luz de la lámpara, se mezclaba con la sangre que manaba de su frente. Al ver el estado en que se encontraba, Madden habló de nuevo.
—Se acabó, Lang. La policía llegará en cualquier momento. Saben quién eres y lo que has hecho. Será más fácil para ti si te entregas.
Sus palabras no produjeron ninguna reacción inmediata. Los ojos amarillos seguían clavados en los suyos. Madden, presintiendo el odio en sus pálidas profundidades, se preparó para lo que pudiera ocurrir a continuación. Observó cómo el otro hombre se humedecía los labios ensangrentados.
—C'est fini, tu dis?
Las palabras musitadas fueron apenas audibles, y antes de que Madden las hubiera procesado debidamente, la expresión de Lang cambió. Apareció una sonrisa en su rostro, espeluznante como una calavera, que relampagueó en sus rasgos. Enseñó los dientes.
—Bien, alors…
Sin previo aviso, y con un brusco movimiento convulso, alargó el brazo a su espalda y desenganchó la lámpara del clavo donde colgaba. Aprovechando la inercia de su caída, la hizo girar como la hélice de un avión… una vez… dos… y luego, sin detenerse, la arrojó contra la pared del fondo del granero cerca de donde Madden estaba agachado con la niña en sus brazos. Al romperse el cristal, su grito hendió la oscuridad:
—C'est fini!
Con sólo un momento para reaccionar, Madden se alejó de un salto, abrazado a la niña. Juntos rodaron por el granero, lejos del infierno atronador en que se había convertido la pila de heno en cuestión de segundos. Alimentado por el aceite derramado, el fuego los persiguió, transportado por la paja esparcida por el suelo. Mientras Madden se ponía de pie tambaleándose vio cómo la sábana de lona más próxima estallaba en llamas, y a continuación todo quedó envuelto en una nube de humo ondulante. Con sólo su sentido de la orientación para guiarse caminó a tientas hacia donde sabía que debían de estar las puertas, tropezando de inmediato con una masa densamente apiñada de objetos cubiertos con lonas, que supuso que estaban allí para su almacenaje, y que formaban una pista de obstáculos a través de los cuales intentó encontrar un camino, aferrando con fuerza el cuerpo de la niña contra el suyo, procurando proteger su rostro del humo que ya inundaba el granero y del que sabía que debían escapar cuando antes, si no querían sucumbir.
El fuego les pisaba los talones, y un pedazo de madera incendiada que se cayó del techo junto a ellos sirvió como advertencia de que no habría de pasar mucho tiempo antes de que la estructura entera se desplomara sobre sus cabezas. Pero la proximidad de las llamas resultó ser también una bendición, pues irradiaban luz además de un calor abrasador, y con su ayuda consiguió encontrar el camino hasta el amplio pasillo que recordaba, sortear las filas de vallas apiladas y en llamas, cruzar las puertas abiertas de par en par y salir al patio del establo.
A la dichosa, dichosa noche.
Mareado, con la cabeza dándole vueltas, tosiendo humo y saliva, Madden se alejó trastabillando del edificio en llamas, y al hacerlo el sonido de voces alzadas llegó a sus oídos y vio un grupo de hombres, uno de ellos con una lámpara, que venían del jardín de la cocina. Sólo cuando hubo divisado el bulto que transportaban y se hubo fijado en el perro que renqueaba tras sus pasos se acordó del hombre al que había sacado del pozo. Hacía una eternidad, parecía. Varios de los hombres estaban cruzando ya el patio adoquinado hacia él: reconoció al ceñudo capataz con el que había hablado. Pero todo aquello estaba consignado a un pasado lejano.
—¿Está bien? —La voz de Harrigan resonó por encima de las demás—. ¿La tiene? ¿Es ésa la niña?
Se agolparon alrededor de Madden para mirar a la pequeña, pero no pudo encontrar palabras con que tranquilizarlos. Un cansancio inmenso se había adueñado de él, sólo quería tumbarse y dormir. Pero sabía que no podría hacerlo mientras la niña estuviera a su cuidado, y en su mente estaba dándole vueltas a este dilema… cómo resolverlo… cuando interrumpió sus pensamientos un sonido, repentino y sobrecogedor, como el alarido de dolor de un animal.
—Por todos los santos, ¿qué…?
Harrigan giró sobre los talones, y los demás lo imitaron. Al volver la vista sobre el granero en llamas vieron saliendo por la puerta, tambaleándose, dando vueltas sobre sí misma como un demonio conjurado de los fosos del averno, una figura consumida por las llamas. Encendida como una antorcha, cruzó el patio hacia ellos, haciendo aspavientos, apenas humano, pero chillando aún de agonía hasta que, de improviso, el sonido cesó y la figura se desplomó en un amasijo humeante del que emanaba un hedor a carne carbonizada, acre y pestilente.
Mudos de asombro, los hombres se quedaron mirando. Fue Harrigan el primero en recuperar el habla.
—¿Es él? —preguntó.
Madden asintió con la cabeza. Estaba bamboleándose sobre los pies.
—Hagan algo… ayúdenlo si pueden.
Pero él le dio la espalda a la escena y corrió tan deprisa como se lo permitían las piernas anquilosadas hacia la línea de establos, adonde habían llevado al herido del jardín, y donde ya se había encendido una luz. Había sentido cómo la niña se agitaba en sus brazos un momento antes y sabía que debía ahorrarle más horrores.
Los demás se quedaron, varios de ellos intentando en vano sofocar las llamas que seguían lamiendo el cadáver, ya calcinado.
Pero no por mucho tiempo. Harrigan, tras observar sus esfuerzos durante unos instantes, de pie a un lado, sin mover un dedo, ordenó el alto.
—Olvidaos de él —gruñó—. Que vaya alguien a buscar agua. Traedla a los establos. Hará falta.
Lanzó una última mirada de reojo a los restos humeantes, informes ahora en la oscuridad.
—Que arda este bastardo.