15

—¿Vane? ¿Philip Vane? —Bennett, incrédulo, se quedó mirando al inspector jefe—. ¿Lo dice usted en serio?

—Completamente, señor. ¿Lo conoce? —Sinclair aún tenía en la mano la fotografía que acababa de sacar de su carpeta.

Bennett hizo un gesto de impaciencia y Sinclair le entregó la copia satinada, extraída de un archivo de revistas. Se trataba del retrato de estudio de un hombre de alrededor de cuarenta años cuyos rasgos, enjutos y refinados, mostraban una expresión de aburrimiento. Elegantemente vestido de etiqueta, lucía alrededor del cuello una suerte de condecoración con forma de cinta. El comisario adjunto contempló la imagen un momento antes de asentir con la cabeza.

—Es Vane —reconoció—. Nos hemos visto varias veces. —Miró al inspector jefe, y luego de reojo a Holly, sentado a su lado. La apagada luz otoñal que entraba por las ventanas de su despacho confería un tinte plomizo a sus rostros—. ¿Alguno de ustedes tiene idea de quién se trata? —preguntó en tono neutral.

—Nunca había oído hablar de él, señor.

Mientras que la respuesta de Holly fue instantánea, Sinclair se tomó su tiempo antes de contestar. Alertado por la expresión de su superior, optó por escoger sus palabras con cuidado.

—Sé que trabaja en el Ministerio de Asuntos Exteriores —dijo. De hecho, estaba mucho mejor enterado acerca del individuo en cuestión, pero al ver el semblante de Bennett, decidió que lo más prudente sería guardarse dicha información, al menos por el momento.

—Ah, no sólo eso, saben. —El tono de voz de Bennett era amigable, pero al inspector jefe no le pasó desapercibida la nota de advertencia que encerraba—. Vane es especialista en asuntos europeos, toda una eminencia.

Sinclair se esforzó por mostrarse impresionado.

—Almuerza en palacio, por añadidura. ¿Sabía usted eso?

—No, señor. —Dadas las circunstancias, a Sinclair le pareció que mentir estaba justificado.

—Pues sí, y también sale a cazar por Sandringham. —La mirada de Bennett era penetrante.

—¡Atiza! —silbó Holly—. Entonces, ¿ése es el tipo del coche?

Bennett no le hizo caso. Mantenía la mirada fija en el rostro de Sinclair. El inspector jefe había acudido a esta cita, organizada a petición suya, no exento de cierta tensión. Habló ahora sin rodeos.

—Con el debido respeto, señor, la cuestión no es si Philip Vane goza de buena reputación en el Ministerio de Asuntos Exteriores… estoy seguro de que así es… ni tampoco si su nombre se incluye en la lista de invitados de palacio. Se trata de algo mucho más simple. ¿Es o no es un asesino?

Bennett cogió aire sonoramente y Sinclair se preparó para aguantar la tormenta que se avecinaba. Tras media vida trabajando en los alrededores de Whitehall, conocía de sobra el efecto que podía surtir el menor indicio de escándalo en las altas esferas. La brusquedad de la reacción de su superior lo había sorprendido igualmente, y por un instante se preguntó preocupado si no habría en juego algo más de lo que suponía.

Bennett, entretanto, se esforzaba por mantener la compostura. Habló con voz controlada.

—Aparte del hecho de que posee un automóvil de esta factura, ¿tiene algún motivo para creer que lo sea?

—Señor, en estos momentos sólo cuento con información…

—¿En serio es capaz de considerar a alguien como Philip Vane responsable de unos crímenes tan brutales? —lo interrumpió el comisario adjunto, traspasándolo con la mirada—. ¿Con absoluta sinceridad, inspector jefe?

—Bueno, no me pronuncio ni a uno ni a otro respecto. —Sinclair procuró aparentar escandalizarse ante la pregunta. Veía que se había adentrado en terreno minado—. Debo hacer hincapié, no obstante, en el hecho de que el hombre que buscamos casi con toda probabilidad posee unas características poco usuales. De lo contrario ya lo habríamos capturado. Y no se puede excluir a nadie basándose simplemente en su posición. Su clase…

Las palabras de Franz Weiss al respecto habían aflorado al recuerdo del inspector mientras hablaba.

—Dicho lo cual, lo único que me interesa ahora mismo son los hechos. Permítame compartir con usted lo que he averiguado. —Ya había abierto la carpeta que tenía apoyada en la rodilla y continuó antes de que Bennett pudiera interrumpirlo de nuevo—. Vane compró un Mercedes-Benz del modelo relevante en junio de 1929… Recordará usted que la niña de Henley desapareció en julio del mismo año. En octubre fue destinado a la embajada británica en Berlín, donde permaneció hasta julio de este año, cuando regresó a Londres. —Sinclair levantó la cabeza—. Nos extrañaba el prolongado lapso de tiempo existente entre el caso inicial y el asesinato de Bognor Regis, que tuvo lugar a finales de julio, y habíamos comentado la posibilidad de que el asesino hubiera estado en el extranjero durante ese periodo. —Volvió a bajar la mirada—. Ah, por cierto, si compró un Mercedes y no un coche fabricado en Gran Bretaña fue precisamente porque viajaba a Alemania. Al parecer pensaba que sería más fácil obtener atención y mantenimiento para su vehículo allí.

Se hizo el silencio en la oficina. Holly los miró a ambos. El comisario adjunto había palidecido. Cuando habló, apenas si pudo reprimir la rabia que destilaba su voz.

—¿Ha estado usted haciendo pesquisas sobre Vane entre sus colegas y amigos, inspector jefe?

—Santo cielo, no. Es una figura pública, señor. Todo esto es confidencial. —Sinclair dio unos golpecitos en la carpeta que descansaba encima de su rodilla—. Igual que su adquisición del vehículo en cuestión.

—¿Y sus motivos, sus motivos personales, para comprar una máquina de fabricación alemana? ¿También eso es confidencial?

—Habladurías, señor. Del dominio público. —Sinclair mantuvo la compostura—. Su nombre figuraba en la lista que nos envió la gente de Mercedes. Es el único que no hemos comprobado. En circunstancias normales, probablemente ya habría hablado con él si no fuera porque en estos momentos se encuentra fuera del país. Pero estoy seguro de que no tardará en regresar.

—Es una suerte para usted que no lo hiciera —dijo Bennett en voz baja, consiguiendo que Angus Sinclair enarcara las cejas, sorprendido—. Se lo advierto, inspector jefe. Tenga cuidado. Como esto le estalle en las manos, pagará caras las consecuencias. Ya está usted jugando con fuego.

—¿Sí, señor? —Enfadado a su vez, Sinclair sostuvo fríamente la acalorada mirada de su superior—. En fin, así sea. A partir de estos momentos Philip Vane es sospechoso. Habrá que solicitarle que emita una declaración detallada de sus movimientos en los días relevantes de julio y septiembre, y que presente pruebas que los corroboren, a ser posible.

—¿Y qué explicación sugiere usted darle para justificar esta invasión de su intimidad?

—Ninguna, a menos que él lo pida, en cuyo caso le diré la verdad.

Bennett respiró hondo. Su palidez había disminuido, pero en su lugar habían aparecido dos manchas rojas en sus mejillas, como señales de advertencia. Miró fijamente al inspector jefe, pestañeando con rapidez.

Holly carraspeó.

—Mientras reflexiona usted al respecto, señor, quizá quiera considerar otra posibilidad.

—¿De qué se trata, Arthur? —Fue Sinclair el que planteó la pregunta. Su mirada seguía sin apartarse de la del comisario adjunto.

—Podríamos vigilarlo.

—¿Espiar a Philip Vane? —Bennett dio rienda suelta a sus sentimientos, descargando los puños con fuerza sobre el escritorio—. ¿Es que está usted loco?

—No, señor. Bastante cabal, creo. Hambriento, eso sí. —Holly sonrió con picardía, suavizando un poco el ambiente tenso—. Pero hasta que decida usted si Angus puede hablar con este tipo o no, ¿qué tiene de malo seguir la pista de sus movimientos?

—De ninguna manera. ¿Ha quedado claro?

—En tal caso, ¿puedo sugerir una solución intermedia? —intervino Sinclair, sin dar lugar a pausa—. Vane todavía posee ese coche. Está aparcado aquí, en Londres. Lo que sugeriría, señor, y encarecidamente, es que se vigile por lo menos ese vehículo hasta nuevo aviso. Si Vane sale de la ciudad, habrá que seguirlo.

Bennett adoptó la expresión de quien se ve obligado a tragar una dosis de cianuro y asintió con la cabeza.

—Muy bien. Accederé a eso. Pero a nada más.

—Y luego está el tema de la entrevista. —Sinclair se negaba a permitir que la cosa quedara ahí—. Solicito su autorización para hablar con Philip Vane, y cuanto antes. Si resulta estar limpio, tanto mejor. Así podremos borrar su nombre de nuestros archivos.

El comisario adjunto se sentó encorvado en su silla, con los labios apretados en una fina línea.

—Me veo en la obligación de recordarle que no tiene ninguna prueba contra este hombre.

—Soy consciente de ello, señor.

—Ya, ¿pero entiende realmente lo que propone hacer? No se trata únicamente de la posición que ocupa Vane en Asuntos Exteriores. Goza de amistades y partidarios poderosos en otros círculos.

—Sin duda no sugerirá usted que debido a esos motivos deberíamos dejar de entrevistarlo, señor.

Los labios de Bennett estaban lívidos de rabia. Holly, nervioso, miró de uno a otro hombre, preguntándose si no debería intervenir. Empezaba a preocuparse por su amigo.

—Quiero creer que esta cuestión está zanjada. —El comisario adjunto habló con voz inflexible. Estaba haciendo un esfuerzo por mantener la calma.

—Sin duda, señor. Aunque no por mucho tiempo, espero. —Sinclair no daba el brazo a torcer.

—¡Inspector jefe! Su opinión ya ha quedado clara. ¡No insista! —Bennett lo fulminó con la mirada—. Los veré a ambos a las cinco. Eso es todo.

Los dos hombres se levantaron y salieron del despacho en silencio. Nada más cruzar la antesala y llegar al pasillo, Holly agarró a su compañero del brazo.

—¿Qué mosca te ha picado, Angus? Pero hombre, ¿es que te quieres ganar la jubilación anticipada?

—«Almuerza en palacio. ¡Sale a cazar por Sandringham!».

Holly vio que la conducta glacial de su amigo lo había engañado en la oficina de Bennett. El inspector jefe tenía las mejillas encendidas de rabia. Sus ojos grises como el pedernal, por lo general fríos, soltaban chispas.

—Tranquilízate, por el amor de Dios —lo apremió—. Estás atacando esto como un toro la barrera. No es propio de ti. Dale a Bennett un poco de tiempo para pensárselo.

Ceñudo, Sinclair aguardó en silencio mientras dos detectives pasaban junto a ellos por el pasillo. Respondió a sus saludos con un ademán de cabeza casi imperceptible.

—Está buscando la manera de salir de ésta. Ya lo verás… no me dejará acercarme a Vane.

—Eso tú no lo sabes. —Holly agitó un dedo con gesto admonitorio—. Concédele una oportunidad. Además, pronto saldremos de dudas. Ha dicho a las cinco.

Pero no tuvieron que esperar tanto. Una hora antes de lo previsto, Sinclair recibió una llamada de teléfono urgente por la cual se le urgía a regresar al despacho del comisario adjunto. Bajó corriendo las escaleras para llegar al pasillo de la planta inferior, donde vio la figura del superintendente, más esbelta tras las semanas de régimen, caminando con paso vivo en la misma dirección.

—¿Qué querrá ahora? —Sinclair le había dado alcance en la antesala. Esperaron mientras la secretaria de Bennett anunciaba su llegada—. Pensaba que nuestro amo y señor no tendría ninguna prisa por zanjar este asunto.

El inspector jefe había acudido preparado psicológicamente para reanudar el combate —estaba decidido a no hacer ninguna concesión sobre el tema— pero nada más entrar en la oficina le bastó un vistazo para darse cuenta de que la situación había cambiado. Bennett, más pálido que de costumbre, estaba sentado a su escritorio. El inusitado brillo de su mirada, cuando levantó la cabeza, sugería algún tipo de conmoción sufrida recientemente. Su rostro exhibía una expresión de profunda ansiedad.

—Siéntense, caballeros, por favor.

Mientras obedecía, Sinclair reparó en un montón de telegramas apilados encima del secante de la mesa. Bennett había estado estudiándolos cuando entraron, y ahora volvió a dirigir su atención al primero, hojeándolo durante varios segundos antes de levantar nuevamente la cabeza y mirarlos a los dos.

—Desde nuestro anterior encuentro, he recibido un mensaje en respuesta a la solicitud que enviamos a la Interpol. Recordarán ustedes que les habíamos pedido toda la información que pudieran tener relacionada con crímenes similares a los que estamos investigando.

—¿Tienen informes sobre casos parecidos en Viena? —Sinclair no pudo disimular la trepidación con que aguardaba la respuesta.

—Sí… supongo… en fin. —Bennett vaciló—. Pero este telegrama procede de Berlín. El remitente es Arthur Nebe. —Cruzó la mirada de reojo con Sinclair.

—¿Nebe? —Holly se peleó con la pronunciación desconocida.

—Tocayo suyo, Arthur. —Sinclair mantuvo la mirada fija en el rostro del comisario adjunto—. Comisario principal de la policía berlinesa, director de su DIC.

Bennett tragó saliva. Se le había enronquecido un poco la voz.

—La organización transmitió nuestra petición a Nebe, que solicitó responder a ella directamente, alegando «circunstancias especiales»… Su mensaje no deja traslucir cuáles pueden ser éstas. —El comisario adjunto se mordió el labio.

Sinclair dejó vagar la mirada a la ventana, donde ya había caído la noche. Las luces de los edificios al otro lado del río brillaban tan sólo tenuemente. La bruma que llevaba acumulándose todo el día estaba espesándose en forma de niebla cerrada.

Bennett continuó:

—Al parecer la policía alemana lleva algún tiempo investigando varios casos similares a los nuestros. Nebe no dice cuántos, pero informa de que cubren un periodo de dos años, comenzando a finales de 1929… —Levantó la cabeza y volvió a cruzar la mirada con Sinclair—. Sí. Ya. Concuerda con la etapa de Vane destinado en Alemania.

El inspector jefe guardó silencio. No experimentaba ninguna sensación de triunfo, sino que se compadecía de su superior, cuyo calvario sólo acababa de empezar.

—Nebe desconocía, hasta recibir noticias de Viena, que aquí tuviéramos casos comparables. —El comisario adjunto había vuelto a fijar su atención en el telegrama—. Sugiere que nuestras dos fuerzas policiales cooperen en esta «circunstancia de excepción»… palabras textuales… y dice que ha enviado un oficial a Londres «para ponerles completamente al corriente de la investigación en curso en Alemania y para ofrecer toda la ayuda que pueda prestar». Muy considerado por su parte, dadas las circunstancias. Dios santo, me pregunto cuánto sabrán. Cuánto habrán deducido. —Bennett zangoloteó la cabeza, desesperado—. Este hombre viene de camino. Llegará a Londres mañana.

Dejó los telegramas a un lado. Cerró los ojos, apoyó la barbilla en las manos y se quedó sentado como una estatua, inmóvil, por unos instantes. Al prolongarse el silencio, Holly lanzó una mirada inquisitiva de soslayo a Sinclair, que se llevó un dedo a los labios y sacudió la cabeza.

Bennett abrió los ojos.

—Le debo a usted una disculpa, inspector jefe.

—En absoluto, señor. Estoy tan sorprendido como usted. —Mientras formulaba la respuesta de rigor, Sinclair pensó con intranquilidad en la exactitud con que encajaba Philip Vane con al menos uno de los retratos imaginarios que bosquejara el doctor Weiss durante la conversación que habían mantenido en Highfield. Una persona parapetada tras su posición, con facilidades a su disposición para ocultar sus huellas.

El comisario adjunto se sentó con la espalda recta.

—Volvamos a asuntos más prácticos. Bajo ningún concepto se hará público el nombre de Vane hasta que hayamos tenido ocasión de hablar con él. ¿Estamos de acuerdo en eso?

—Por completo, señor.

—¿Dice usted que se encuentra en el extranjero?

—Me dijeron que estaba fuera por razones gubernamentales. No hice más preguntas. Volverá la semana que viene.

—Bien. Para ese entonces ya habremos escuchado lo que tenga que decirnos nuestro colega alemán y sabremos mejor en qué posición nos hallamos. Pero haremos bien en prepararnos para lo peor. Podría darse el caso de que la autoría de estos crímenes se deba a un alto cargo del gobierno, y que entre sus víctimas se cuenten ciudadanos de un país en el que está acreditado como embajador. Sobra decir que esta situación no se parece a ninguna que hayamos experimentado antes. Pero si hay que lidiar con ella, lo haremos. Caballeros…

Bennett se quedó en su silla, pero levantó una mano cansada a modo de despedida mientras los otros dos hombres se incorporaban para salir. Sinclair se detuvo en la puerta, volvió la mirada atrás y vio cómo empezaba a hojear nuevamente los telegramas. Era asombroso cómo había envejecido el semblante del comisario adjunto en el último cuarto de hora.