28
Con un gemido, Sam colgó el auricular.
Había estado contemplando fijamente el cuadro que colgaba de la pared mientras hablaba: en él, dos caballos pastaban en un verde prado. Poco dispuesto a moverse todavía, dejó que su mirada paseara por la pequeña sala de estar, la cual, a juzgar por el costurero que había encima del sofá, con un paño de material azul sobresaliendo bajo la tapa, y un escritorio de delicado diseño, debía de pertenecer a la señora Ramsay. Le llamó la atención un dibujo a pastel de una niña morena y sonriente, de uno o dos años de edad. Nell de bebé, supuso.
—¡Ay, Dios! —La exclamación escapó de sus labios.
Suspirando, se puso de pie. Las cortinas con estampados florales retiradas de una ventana de guillotina mostraban un atisbo del jardín, y Sam se quedó unos momentos contemplando un estanque de nenúfares cuya superficie inmóvil, como una mortaja gris, reflejaba el ciclo nublado.
—¿Y ahora qué? —Lo dijo en voz alta, conocedor de la respuesta, pero reticente a aceptarla todavía.
Salió de la habitación y cruzó el pasillo hasta la cocina, en la parte trasera de la casa, donde Bess, la cocinera de los Ramsay, lo esperaba. Sonrojada y nerviosa, había estado aguardando su llegada, y Sam había visto su cara roja en la ventana de la cocina mientras quitaba el pestillo de la verja de atrás. Antes de que Sal y él hubieran cruzado el patio de ladrillos, la puerta se abrió de par en par y apareció la rolliza figura de Bess, vestida de blanco.
—Ay, Sam, dime… ¿se sabe algo?
Su señora le había dado instrucciones de enseñarle el teléfono para que pudiera llamar a Ada. De nuevo en la cocina, la encontró esta vez pelando guisantes en la mesa, y supuso que había estado intentando mantenerse ocupada hasta su regreso. Su expresión se demudó al reparar en la de él.
—Ada ha hablado con la hermana de Eddie. Llamó hace una hora. Recibieron una postal suya hace una semana, dijo, pero en ella no mencionaba nada de ir a casa. No saben dónde está.
—¿Pero cómo puede haber desaparecido sin más? No tiene sentido. —Los campechanos rasgos de Bess aparecían desfigurados de preocupación. Parecía estar al borde del llanto. Sam sólo pudo sacudir la cabeza.
Había estado reflexionando sobre el asunto, no obstante, dándole vueltas en su cabeza. El proceso había comenzado antes incluso de su llegada a Oak Green. Mientras caminaba desde la granja de los Coyne, soplándose los dedos contra el frío cortante, que había regresado al entrar la tarde, se le había ocurrido que a Eddie debía de haberle pasado algo, o bien camino de Hove, si es que había decidido ir a casa, después de todo, o en alguna otra parte. Que podría haber resultado herido en un accidente, golpeado por un coche, quizá, o lastimado de cualquier otro modo, y ahora estaría convaleciente en el hospital. Inconsciente, sin duda, pues de lo contrario le habría dicho a alguien quién era, y la policía se habría puesto en contacto con su familia.
Al principio Sam había rehuido esa idea. No había perdido la esperanza de que el misterio se pudiera resolver cuando hablara con su esposa; que ésta habría recibido noticias de Hove relacionadas con el paradero de Eddie. Pero tras acabar de escuchar lo peor, se veía obligado a retomar su anterior razonamiento, por preocupante que fuera. Se daba cuenta de que había que agarrar el toro por los cuernos.
—¿Cuándo esperas que llegue a casa la señora Ramsay, cariño? —Le planteó la pregunta a Bess con delicadeza. No quería compartir sus temores con ella. La pobre ya estaba bastante preocupada. Saltaba a la vista que se había encariñado de Eddie, lo cual podría ser una simple fantasía por lo que a su antiguo camarada respectaba, pero no por eso era menos real para ella. Bess estaba sentada ahora, mirando fijamente la fuente de guisantes pelados que tenía delante, con el brillo de las lágrimas contenidas resplandeciendo en sus ojos—. Me dijo que estaría jugando al bridge.
—Es verdad… —Bess volvió en sí con un medio sollozo. Se recogió un mechón de pelo bajo la gorra blanca—. Ha ido a Petersfield. Me dijo que intentaría volver no muy tarde…
Sam soltó un gruñido. Esperaba que la señora de la casa estuviera allí, bien para compartir su carga de preocupación o, mejor todavía, para decirle que sus temores eran infundados. Pero vio que debería actuar por su cuenta.
—¿Puedo usar el teléfono otra vez? —Se puso de pie—. Si no es molestia.
—¿El teléfono? Sí, claro… pero, ¿por qué? —Bess lo miró, pestañeando—. ¿Para qué, Sam?
—Lo siento, cariño. Alguien tiene que hacerlo. —No podría seguir ocultándole su preocupación, y con un suspiro estiró el brazo por encima de la mesa para darle unas palmaditas en el hombro—. Hay que averiguar si le ha ocurrido algo a Eddie. Voy a llamar a la policía.