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Despertada antes del amanecer a la mañana siguiente por la comadrona de un caso de maternidad, Helen no volvió a casa hasta las nueve. Veinte minutos antes Will Stackpole había llamado con noticias obtenidas por teléfono de la policía de Guildford, noticias que Madden refirió a su esposa mientras disfrutaban de un desayuno tardío en la sala de estar inundada por el sol.

—Todavía no tienen el informe del forense, pero al parecer no hay duda de que la violaron y estrangularon. El cirujano de la policía confirmó mis sospechas: le partieron el cuello. Así fue como murió.

Los indicios de una noche en vela que Helen veía en el rostro de su marido la transportaron más de una década en el pasado. Era otro caso de asesinato, la brutal masacre de una familia entera en la misma Highfield, el verano de 1921, lo que los había reunido, y el ceño de preocupación de Madden era un lúgubre recordatorio de aquellos días tan espantosos.

—No sé qué opinará el forense de los daños de su cara. A mí me parecieron deliberados.

—¿Deliberados?

—Sistemáticos. Sólo le eché un vistazo, pero me pareció que el responsable se había propuesto desfigurarla. Borrar sus rasgos. —Madden dejó su taza encima de la mesa—. Esta mañana le han enseñado el cuerpo a su padre. Se vino abajo, pobre hombre.

Habían vuelto tarde de Brookham la noche anterior. Había oscurecido antes de que Madden regresara de Capel Wood y Helen había insistido en llevárselo a casa y librarlo de su ropa empapada. Había pasado las horas previas en la cocina de los Henshaw, haciéndole compañía a Topper, pero en dos ocasiones había visitado la casa de los Bridger, donde la madre de la joven desaparecida se había sumido en un sueño inquieto gracias al sedante que le administrara previamente. El señor Bridger había rechazado la oferta de Helen cuando ésta le sugirió un alivio parecido. Se lo había encontrado sentado en el salón en penumbra con algunos vecinos, un hombre bajito y corpulento de pelo ralo, con el semblante pálido demudado por temores secretos. Así había sabido que Alice no era más que una niña.

—Tengo entendido que han venido unos policías de Guildford y ahora se han ido a no sé dónde —la había acosado nerviosamente Bridger en cuanto apareció—. ¿Sabe usted algo al respecto, doctora Madden? —Sus ojos le habían implorado una respuesta sincera, pero Helen sólo podía andarse con rodeos.

—Lo cierto es que no, señor Bridger, pero espero que mi marido vuelva pronto. Está con el agente Stackpole. Quizá ellos le traigan noticias.

Así las cosas, Madden había regresado solo en su coche, tras dejar a Stackpole con los dos detectives, con quienes se había reunido en las afueras del bosque y a los que había conducido hasta el lugar del asesinato. A apremiante petición suya, había llamado por teléfono a la comisaría central de Surrey para solicitar que enviaran un equipo forense a Brookham sin demora, con una ambulancia y más oficiales uniformados equipados con lámparas y linternas a fin de comenzar inmediatamente el registro del bosque.

—¿Qué hay de los Bridger? —le había preguntado entonces a Helen. Estaban de pie muy juntos en el pequeño pasillo de la casa de campo de los Henshaw, donde se encontraba el teléfono—. ¿Qué les han contado?

—Nada, que yo sepa. —Consternada por las nuevas que había traído su marido de Capel Wood, Helen sólo había pensado en llevárselo a casa. Al intuir entonces sus intenciones, le había puesto una mano tranquilizadora en el brazo—. Déjaselo a la policía, cariño. Ya no es asunto tuyo.

Pero Madden se había negado a cambiar de parecer.

—Hay que decírselo —había insistido—. No pueden estar a ciegas. No es justo. ¿Quién sabe cuándo volverá la policía?

De modo que Helen lo había llevado a la casa de los Bridger y lo había dejado esperando en la cocina mientras ella iba a buscar al padre de la pequeña asesinada, deseando que hubiera algún modo de aliviar la carga que el hombre se había echado a las espaldas. Minutos más tarde, de pie a solas en el patio trasero, Helen había observado a través de la ventana iluminada mientras su esposo pronunciaba unas palabras que ella no podía oír y había visto cómo el señor Bridger se tapaba las orejas con las manos, torturado, y reposaba la cabeza como si fuera una ofrenda encima de la mesa que tenía ante él.

Sonrió ahora al cruzar la mirada con Madden, esperando disipar el ambiente aciago que flotaba en el aire.

—¿Qué pasa con Topper? —preguntó—. ¿Sigue reteniéndolo la policía?

—Ha pasado la noche en los calabozos de Guildford. Por invitación solamente, desde luego… no tienen derecho a encerrarlo… pero al parecer se le ha soltado la lengua. Les contó todo cuanto sabía y lo han dejado salir esta mañana. Le han ordenado que asista a la pesquisa judicial del viernes.

—¿Lo hará? —Helen parecía escéptica.

—Lo dudo. Citando las palabras de Will, lo más probable es que para entonces esté ya en otro condado. A menos que se deje caer para verte, naturalmente.

—Me sentiré ofendida si no lo hace.

Sus palabras hicieron aflorar una sonrisa a los labios de Madden, tal y como esperaba Helen, y se echaron a reír juntos.

El viejo vagabundo había entrado por primera vez en sus vidas hacía varios años, llamando a la puerta de servicio una tarde de verano, uno más de la legión de sin techo: mendigos, nómadas, hombres sin domicilio fijo y ajenos a la jerga de los tribunales cuyo número se había incrementado drásticamente con los años de la Depresión. La cocinera de los Madden, la señora Beck, tenía órdenes de ofrecer agua y comida a estos errantes siempre que se presentaran. Admitirlos en la cocina o no dependía de ella, pero Helen había regresado de su ronda aquella tarde para descubrir a Topper sentado a la mesa, con el sombrero a su lado y su hato en el suelo a sus pies, esgrimiendo atareadamente cuchillo y tenedor bajo la aprobadora mirada de la cocinera. Al entrar Helen se había puesto de pie y le había dedicado una cortés reverencia.

—Este es un caballero como Dios manda, señora —había ronroneado con satisfacción la señora Beck.

Tras pedir que le sirvieran el té en la cocina, Helen se había sentado con el anciano, sonsacándole poco más que su nombre y algunos relatos de sus viajes recientes, pero descubriéndose fascinada por la polvorienta y sucia figura de atuendo absurdo. Aunque el hombre no le había desvelado nada de él —ni entonces, ni después— a Helen la había conmovido el sonido de su suave voz y sus ademanes educados. Sus ojos grises, que buscaban los de ella desde el otro lado de la mesa con fugaces miradas huidizas de hito en hito, hablaban de dolor y pérdida; de un pasado al que no podría regresar nunca.

Saciado su apetito, Helen le había indicado cómo llegar a su granja, con una nota para su marido. Topper se había quedado una semana, ayudando con la cosecha y durmiendo por las noches en un rincón del granero. La mañana de su partida la señora Beck había encontrado un viejo tarro de mermelada en los escalones de la puerta de servicio, lleno de collejas rosas y las flores amarillas de la hierba de San Juan, recogidas de los setos. Debajo del bote había un trocito de papel con un mensaje burdamente garabateado a lápiz: Para la señora.

Se las había enseñado a Helen durante el desayuno con una sonrisa.

—Se diría que ha hecho usted una conquista, señora.

—¿Qué les ha contado Topper? —le preguntó ahora Helen a Madden.

—Dijo que había llegado al bosque por el mismo lado que nosotros… desde los campos… y que se apartó del sendero para llegar al campamento del que te he hablado. La mayoría de estos viejos vagabundos disponen de escondrijos remotos, lugares donde pueden refugiarse una temporada. Les gusta mantenerlos en secreto, sobre todo si se hallan en terrenos particulares. Capel Wood es propiedad del granjero para el que trabaja Bridger. Topper le contó a la policía que hace años que utiliza ese sitio. Al llegar allí ayer divisó el zapato tirado en la orilla al otro lado del arroyo. Luego vio el pie de la niña.

—Es un milagro que no saliera corriendo de inmediato.

—Podría haberlo hecho —convino Madden—. Tenía que estar aterrado. Pero en vez de eso lo recogió y lo trajo a Brookham. Fue un gesto valiente. —Volvió a sonreír a su esposa.

—¿Cómo ha reaccionado la policía? ¿Lo creen?

—Oh, creo que sí. Aunque querían saber algo más sobre este tal Beezy. Según Topper se conocieron en una pensión de mala muerte en Londres el invierno pasado. La base habitual de Beezy en verano es Kent, donde encuentra trabajo durante la recolección del lúpulo. Pero este año, por algún motivo, decidió reunirse con Topper y bajar a Surrey. Se dirigían a nuestra casa: Topper le ha dicho a la policía que lo estabas esperando. «No puedo defraudar a la señora Madden», fueron sus palabras.

—Y no le falta razón —asintió Helen con aprobación.

—En cualquier caso, Beezy enfermó mientras realizaban algunas chapuzas en una granja cerca de Dorking. Contrajo una bronquitis y se pasó una semana entera convaleciente en el granero. La mujer del granjero cuidaba de él. Topper prosiguió su camino… se había enterado de que necesitaban mano de obra en Coldharbour… pero convinieron verse nuevamente este fin de semana. Topper le indicó cómo llegar a Capel Wood y le explicó cómo encontrar el campamento.

—Pero no llegó nunca, ¿verdad? Me refiero a Beezy.

—Ah, la cuestión es que sí. —Con el ceño fruncido, Madden dejó su taza de café encima de la mesa—. Vi su símbolo en el campamento.

—¿Su «símbolo»?

—Muchos de estos vagabundos tienen sus marcas individuales. Las tallan en los árboles en sus puntos de reunión.

—Oh, me suena. —Helen asintió con la cabeza—. La de Topper es una cruz dentro de un círculo. Continúa.

—Vi varias inscritas en el tronco de un abedul junto al campamento, pero sólo una de ellas era reciente: un triángulo atravesado por una línea. Según Topper, ésa es la marca de Beezy.

Helen asimiló esta información en silencio mientras rellenaba sus tazas.

—Entonces, si Beezy llegó allí antes de que Topper encontrara el zapato de la niña, eso quiere decir que es sospechoso.

—O lo será, me temo. —Madden, con la mirada fija en el mantel de la mesa, arrugó el entrecejo. Se llevó una mano a la frente, donde una tenue cicatriz aserrada, recuerdo de una explosión de obús durante la guerra, resaltaba blanca sobre su piel tostada por el sol. Sin saber que estaba indicándole su preocupación a su esposa, se la acarició con los dedos—. Te alegrará saber que Topper está fuera de toda sospecha —continuó—. Viajó haciendo autostop en un camión desde Coldharbour a Shamley Green ayer por la tarde… la policía ha hablado ya con el conductor… y no podría haber llegado a Capel Wood antes de las tres como muy pronto, horas después de que desapareciera Alice Bridger.

—¡Ni se me había pasado por la cabeza! —Su despreciativo tonillo de rechazo devolvió la sonrisa a los labios de Madden. Sin embargo, Helen vio que alguna preocupación desconocida seguía rondándole el pensamiento, y le habría hecho más preguntas si la mirada de su esposo no se hubiera clavado en ese mismo momento en la ventana abierta que había detrás de ella.

—Mira… ahí está Rob. —Madden señaló con su taza de café—. ¿Habrá ido al bosque?

—Salió de casa a la vez que yo. —Helen se giró en su asiento y siguió la mirada de su marido al otro lado de la terraza iluminada por el sol, por el césped alargado hasta el huerto al pie del jardín, donde su hijo de diez años, vestido con unos pantaloncitos cortos, acababa de salir de la arboleda, con una linterna de policía oscilando en su mano—. Me dijo que Ted Stackpole iba a enseñarle una madriguera de tejón que había descubierto. Los niños pensaban que podrían ver las crías si llegaban antes de que saliera el sol.

Madden gruñó. Contempló a la pequeña figura que cruzaba el césped con paso lento.

—Tendrán que dejar de hacer eso por el momento. —Habló con pesar en la voz—. No podemos permitir que se adentren solos en el bosque. Por ahora no. —Cruzó la mirada con Helen—. Le contaré lo del asesinato a Rob cuando entre. Y también a Lucy. Es normal que se hable en el pueblo. Será mejor que se enteren por mí.