18
Cuando Probst alargó el brazo dentro del taxi para sacar su maletín, Holly llamó a uno de los mozos de cuerda que aguardaban en las proximidades. El superintendente había insistido en acompañar a Sinclair a la estación de Victoria para despedir a su visitante alemán, que iba a coger el tren y cruzar el canal en ferry para regresar al continente.
—Me siento como si acabara de llegar, y ya tengo que irme. —Probst se detuvo en la explanada y dejó que su mirada vagara por el imponente arco de la estación y los bulliciosos andenes de debajo, como si quisiera grabar la imagen en su recuerdo—. Soñaba a menudo con visitar Londres. Aunque la señorita Adamson era de Durham pasó muchos años aquí antes de ir a Berlín, y solía describirme la ciudad durante nuestras clases de conversación.
—¿Qué fue lo que la llevó a Berlín? —le preguntó Sinclair.
—Encontró trabajo como ama de llaves. Cuando ese empleo acabó, en vez de regresar a Inglaterra se quedó y se ganó la vida ensenando. Si me fascina tanto todo lo inglés es gracias a ella. —Sonrió.
—Quizá vuelva usted. En tal caso, y aunque su visita no sea oficial, haga el favor de ponerse en contacto conmigo. —Sinclair le devolvió la sonrisa. Le había cogido cariño al joven, cuya amabilidad ocultaba una de las mentes más agudas que se había encontrado en su profesión. Y también otra cualidad que poseía, de la cual el inspector jefe se había vuelto cada vez más consciente, una cualidad que habría calificado de talla moral, exhibida sin alardes y lejos del cinismo fácil que en tantas ocasiones acompañaba al trabajo policial. Al observar al policía alemán se había acordado de Madden, cuyo nombre había surgido entre ellos, y quien de todas formas ocupaba sus pensamientos esa mañana.
Ya antes de sentarse a desayunar había sonado el teléfono en su piso de Shepherd's Bush, y durante los siguientes veinte minutos había permanecido pegado al teléfono, escuchando mientras su antiguo compañero describía sus aventuras de la noche anterior y revelaba cuanto había descubierto en el campamento de los vagabundos.
Antes de fijar su última cita con Probst había llamado precipitadamente al comisario adjunto, pero lo encontró de un humor poco generoso.
—Señor, se trata de una prueba sólida, algo que podemos trasmitir a Berlín. —Sinclair había sentido cómo se renovaba su frustración inicial—. Corríjame si me equivoco, pero se supone que debo hablar de cooperación con Probst.
—Ahórrese el sarcasmo, inspector jefe. —Una serie de noches insomnes habían aumentado la palidez habitual de sir Wilfred. Sombras oscuras anidaban bajo sus ojos. Sinclair había sentido una punzada fugaz de compasión por su superior, quien a todas luces padecía todos los calvarios del purgatorio conforme se acercaba la hora de su reunión con Philip Vane. El Ministerio de Asuntos Exteriores había llamado la tarde anterior para confirmar su cita y fijar la hora: sería a las tres en punto ese día.
—Esto no va a apuntar en dirección a Vane, señor. De hecho, ni siquiera se trata de pruebas que pudiéramos utilizar en un juzgado. Son puras habladurías. Viera lo que viese el vagabundo, ahora no puede contárnoslo. Está muerto. —Sinclair había mantenido su genio a raya—. Pero es una manera de asegurarnos de que buscamos al mismo hombre, la policía alemana y nosotros. Esa mujer de Baviera, la esposa del leñador, habrá que interrogarla de nuevo. Recuerde que vio al asesino desnudo de cintura para arriba.
—Pero sólo de espaldas… —Bennett comenzaba a sentir curiosidad, contra su voluntad—. ¿Y si tenía esta «marca del diablo» en el pecho? Suponiendo siempre que no se trate de una alucinación del vagabundo… —Soltó su lápiz—. ¿Qué opina Madden? —Enarcó una ceja en dirección al inspector jefe—. ¿Cree que merece la pena investigarlo?
—No estaba seguro hasta que escuchó lo que tenía que decir su mujer al respecto. —Sinclair soltó una risita—. Usted perdone, señor, pero Helen Madden no ve con buenos ojos que John se involucre en lo que ella considera asunto de la policía. Cuando llegó a casa… eran las dos de la mañana… la descubrió esperándolo. Le había dejado una nota, naturalmente, pero eso no fue suficiente, y se vio obligado a sentarse y contárselo todo sin perder tiempo.
El inspector jefe se tiró del lóbulo de una oreja, sonriendo aún al recordar el relato que le hiciera Madden de la inquisición a la que se había visto sometido de madrugada.
—Lo más gracioso es que el mensaje original era para ella, y de haberlo recibido, conociendo a Helen, habría salido disparada sin pensárselo dos veces. Tal y como señaló John, aunque no le sirviera de nada… —El inspector jefe se rió por lo bajo—. En cualquier caso, cuando se hubo tranquilizado se mostró interesada en su historia, y cuando Madden llegó a la parte en que el vagabundo delira en su lecho de muerte, la doctora ofreció una posible explicación para sus desvaríos. Sugirió que lo que había visto podría ser una marca de nacimiento.
—¡Una marca de nacimiento! ¿En la cara del asesino o en su cuerpo?
—Sí, pero de un tipo particular. —Sinclair consultó su cuaderno de notas—. El término médico es hemangioma. Lo que usted y yo llamaríamos un antojo. Tiene color de fresa y puede ser grande y desfigurar los rasgos. Helen Madden cree que es bastante posible que Beezy se refiriera a eso. El hombre estaba lavándose la sangre, pero la marca se quedó. Bien pudiera haber parecido sangre… sangre que no salía. Y para responder a su pregunta, señor, Madden opina que es una pista sólida. Aunque el vagabundo deliraba, no paraba de repetir las mismas palabras. Algo le rondaba la cabeza, sin duda. Y es casi indudable que fue testigo del asesinato, o al menos de sus consecuencias…
—Entonces, ¿cree usted que deberíamos hablarle de ello a Probst?
—Sir Wilfred ya no parecía oponerse tanto a la idea—. Muy bien.
Por lo menos eso mantendrá ocupados a nuestros colegas alemanes.
¿Se da usted cuenta de que todo este asunto podría tocar a su fin esta tarde? —Traspasó con la mirada a Sinclair.
—Perfectamente, señor. Pero mientras tanto deberíamos seguir llevando la investigación con normalidad. La policía de Surrey ha sido informada de las revelaciones de Beezy… Madden los llamó primero. Pondrán el cuerpo de Sussex manos a la obra y se ocuparán de que la policía de Dorset recupere el cadáver del vagabundo. Es justo que informemos también de ello a los alemanes.
La concesión extraída del comisario adjunto había hecho que el último encuentro de Sinclair con el policía berlinés fuera más cordial que los precedentes, cuando había debido procurar no desvelar nada que indicara que Scotland Yard poseía información sobre el caso que no estaba dispuesta a divulgar. A decir verdad, una o dos veces, detectando lo que podría ser un destello de humor en la fría e inescrutable mirada del inspector, se había preguntado si Probst no habría llegado ya a esa conclusión. Si el informe inusitadamente detallado de las investigaciones en curso —cuestión de marear la perdiz, en opinión del resentido inspector jefe— lo cogió por sorpresa, se había esforzado por disimularlo.
—Eso es sumamente interesante. Las conexiones con nuestro caso se multiplican. Presiento que estamos cada vez más cerca de nuestro hombre. —Probst había escuchado atentamente lo que Sinclair tenía que decirle—. ¿Y quién es este tal John Madden?
—Un antiguo colega. Un detective excelente. Se le metió en la cabeza hacerse granjero, sin embargo. Una auténtica lástima. Conexiones, dice usted. ¿A qué se refiere, exactamente?
—La descripción de nuestro testigo del hombre quitándose la camisa parece confirmarse aquí. Quizá también esto forme parte de su ritual. El vapuleo que inflige a los rostros de sus víctimas comprensiblemente provocaría salpicaduras de sangre. Es escrupuloso, tal vez. O simplemente práctico.
—La marca de nacimiento… si de eso se trata… podría estar en su cara.
—No si es el hombre al que vieron almorzando en aquel hotel de carretera. Alguno de los testigos sin duda se acordaría de una marca así. No, a mí me sugiere una mancha de color sangre en su cuerpo. —Probst se había levantado de su silla frente al escritorio de Sinclair y estaba paseándose de un lado a otro—. Está lavándose la sangre de los brazos y el pecho… ahí es donde caería la mayor parte. La sangre sale, pero la marca de nacimiento permanece. El vagabundo no dispondría de buena visibilidad. Debía de estar escondido…
—Sí, se ha establecido que estaba sordo, por lo que es probable que no oyera al asesino acercándose hasta tenerlo casi encima. Habría tenido que conformarse con el primer parapeto que encontrara entre la maleza. —Sinclair estaba contagiándose del entusiasmo por la cacería de su visitante—. Y luego está la cuestión del arroyo…
—Ah, sí… el arroyo. —Probst detuvo su deambular para mirar al inspector jefe—. Elige estos lugares con cuidado, se diría, y siempre hay agua cerca. Es calculador en sus planes, por sanguinario que se vuelva más tarde. Se trata de un hombre de autocontrol poco habitual. —El inspector se quedó pensativo—. ¿Cree usted que podemos aprovechar esto para dar con él?
—¿Se refiere usted a su marca de nacimiento? Si es que tiene alguna. —Sinclair había tardado un momento en dar alcance a las conclusiones de su interlocutor—. Yo diría que es complicado.
—Sí… —Probst examinó su propia propuesta, con el ceño fruncido—. Después de todo, ¿quién hace que un hombre se quite la ropa? Su esposa o su amante, sin duda. Pero dudamos que este asesino posea ni una ni otra.
Una imagen de los rasgos de Philip Vane, finos y semejantes a los de una máscara, acudió a la mente del inspector jefe en ese momento. Sus discretas pesquisas, que no habían cesado durante los días que habían debido esperar para concertar su entrevista con él, habían revelado que el hombre era soltero. El recuerdo de este hecho provocó que un espasmo involuntario le cruzase la cara. Pasó desapercibido. Probst seguía lidiando con el interrogante que acababa de plantear.
—¿Su médico, quizá?
No abundaron en sus especulaciones. Al consultar su reloj de reojo, Sinclair vio que era hora de irse, y cinco minutos más tarde se les unía en el vestíbulo de la planta baja Arthur Holly, que había expresado su deseo de acompañarlos a la estación.
En Victoria, el superintendente desapareció unos minutos para regresar con una colección de periódicos y una barrita de chocolate que impuso a su visitante.
—Algo para el viaje, inspector. —Parecía empeñado en compensar cualquier posible defecto en su conducta inicial hacia su invitado—. Ha sido un placer tenerlo con nosotros.
Acompañó a Probst a bordo del tren y se despidió de él con la mano tras la ventanilla del vagón.
—Un tipo impresionante, en mi opinión. —Holly se quedó mirando cómo el tren salía de la estación, sellando sus palabras con un suave ronroneo de aprobación—. Para tratarse de un extranjero, claro está.
Era una concesión extraordinaria por parte del superintendente, pero no causó la menor impresión en su compañero. Los pensamientos de Sinclair, no exentos de trepidación, estaban ya en la llamada que sir Wilfred y él deberían hacer al Ministerio de Asuntos Exteriores esa misma tarde.
—Inspector jefe… adelante. —Bennett indicó una silla enfrente de su escritorio y Sinclair se sentó, curioso por saber para qué lo habían llamado. Su reunión con Vane estaba fijada a las tres en punto y esperaba reunirse con su superior en el vestíbulo quince minutos antes de la hora para poder realizar juntos el breve trayecto hasta Whitehall. En vez de eso, había recibido un mensaje diciendo que el comisario adjunto quería verlo antes de partir. Ahora eran las dos y cuarto.
—Tengo algo que contarle… —Bennett se puso de pie. Indicándole a Sinclair que permaneciera sentado, fue de su mesa a las ventanas que había junto a la mesa de conferencias, donde se quedó plantado, con las manos en las caderas, contemplando el gris día de noviembre—. Comprendo que tenga usted la impresión de que he sido innecesariamente poco colaborador en lo que a Philip Vane respecta… no, no intente negarlo. —Rechazó con un ademán la protesta instintiva que afloró a los labios del inspector jefe.
—Su actitud es comprensible. Yo sentiría lo mismo en su lugar. Pero aquí hay asuntos en juego de los que usted no está al corriente y sobre los cuales, hasta ahora, yo no estaba en posición de arrojar luz. —Miró directamente a Sinclair—. Sin embargo, la situación ha cambiado. Puesto que vamos a hablar juntos con Vane, es necesario que sepa usted lo mismo que yo sé… o sospecho, en cualquier caso. —Se mordió el labio—. Pero esto debe quedar entre nosotros, y eso incluye al superintendente. Le he dicho que no quiero abrumar a Vane con una presencia excesiva… que una delegación de tres miembros del Yard podría verse como un intento por acobardarlo. Pero lo cierto es que tengo otra razón, y sólo puedo esperar no haberle ofendido.
Sinclair sonrió.
—Arthur no es propenso a sentirse ofendido, señor. El término ecuánime podría haberse acuñado expresamente para describirlo.
—Gran verdad… —La sonrisa de sir Wilfred alivió la tensión entre ambos por un momento. Se apartó de la ventana, regresó a su escritorio y se sentó—. No todo lo que descubre uno en el gobierno llega por canales oficiales, inspector jefe. Algunas cosas no se escriben, ni siquiera se comunican directamente. Uno las deduce a partir de atisbos de conversación. ¿Me sigue usted?
—Hasta cierto punto, señor. —Sinclair se quedó inmóvil en su asiento.
—Como creo haber mencionado ya, me he encontrado con Philip Vane en algunas ocasiones. También he oído mencionar su nombre… en círculos inesperados. Naturalmente, me picó la curiosidad e hice preguntas… —Se encogió de hombros—. No hallé respuestas. Pero sí se dejaron caer algunas indirectas… —Bennett se aclaró la garganta.
—Mi renuencia a verlo arrastrado a esta investigación no radica solamente en un deseo de evitar cualquier posible escándalo —dijo—. No puedo explicárselo con pelos y señales, inspector jefe. Sólo puedo contarle lo que sospecho firmemente: que el trabajo de Vane en Asuntos Exteriores no es lo que parece. En realidad creo que se trata de un veterano agente secreto.