9

La casa de los Madden se levantaba al final de un paseo jaspeado por la sombra de los tilos. Alertada por el sonido del coche que se acercaba, Helen estaba esperando en el pórtico para recibir a Sinclair cuando éste aparcó delante.

—Angus… cómo me alegro de verte.

Llevaba puesto un delantal, con las mangas de su blusa blanca enrolladas en los codos, y durante el intercambio de besos, el inspector jefe reflexionó que en años pretéritos, cuando el padre de Helen vivía aún y compartía la casa con su hija y su yerno, las visitas siempre habían sido recibidas en la puerta por una doncella de uniforme: los tiempos estaban cambiando, sin duda.

—Mary está atareada en la cocina ayudando a la señora Beck —explicó Helen, como si le hubiera leído el pensamiento—. Llevamos toda la mañana envasando. Entra. Tengo una sorpresa para ti. Ha venido Franz Weiss. Va a pasar unos días con nosotros.

—¿En serio? —El rostro de Sinclair se iluminó al escuchar el nombre. Weiss, psicoanalista de renombre, había sido amigo del difunto padre de Helen. Nacido en Viena, residente ahora en Berlín, era una persona por la que el inspector jefe sentía no sólo afecto, sino también un respeto poco común—. No tenía ni idea. ¿Qué tal está el buen doctor?

—Bastante bien, aunque preocupado. La situación en Alemania es tan inestable. No tendrían que haberse ido nunca de Viena.

Lo llevó adentro y cruzaron el pasillo hasta la sala de estar.

—Sal. Está esperando verte.

Cuando salieron a la terraza embaldosada, una figura surgió de las sombras de la pérgola emparrada que se levantaba a un extremo.

Canoso, y algo encorvado ahora —había cumplido ya los setenta— Franz Weiss se detuvo en seco para hacer una reverencia impregnada con la cortesía del viejo mundo.

—¡Inspector jefe! Qué placer tan inesperado.

—Así es, señor. —Sonriendo, Sinclair fue a su encuentro para darle la mano—. Pero insisto, el placer es mío.

Aunque hacía dos años desde su último encuentro —en una cena celebrada por los Madden cuando Weiss asistía en Londres a una conferencia sobre psicoanálisis—, le alegró ver que el doctor no había perdido ni un ápice de perspicacia; que sus ojos, oscuros y apergaminados en las comisuras, brillaban con la misma mezcla de inteligencia e ironía que tan gratamente recordaba el inspector jefe de anteriores ocasiones.

Su relación se remontaba más de una década en el pasado, a la investigación policial de los asesinatos de Melling Lodge cuando Weiss, por casualidad, estaba visitando Inglaterra, y Madden, por medio de su nexo con Helen, había obtenido de él consejos que resultaron ser cruciales para capturar al asesino que Sinclair y él estaban buscando. Aquel episodio había causado una honda impresión en el inspector jefe, que de resultas se había convencido de que la luz arrojada sobre la conducta criminal por la nueva disciplina de la psiquiatría bien podía resultarle útil a la policía en su trabajo. Era una cuestión que había seguido discutiendo con el analista las contadas ocasiones que coincidían.

—¿Se va a quedar mucho tiempo en Inglaterra, señor? —preguntó—. Estaba pensando que podríamos almorzar en Londres la semana que viene.

—Sintiéndolo mucho, mañana debo regresar a Berlín. —Weiss extendió las manos expresando su pesar. Su inglés, aunque fluido, estaba marcado por un fuerte acento—. Pero tenemos todo el día por delante. Sin duda encontraremos alguna oportunidad de hablar.

Se volvió hacia Helen.

El trabajo del inspector jefe es para mí una fuente de fascinación inagotable. Mi ocupación, me temo, debe de parecer árida en comparación con la suya. Pero es tan amable que pretende lo contrario.

Sonrió a su anfitriona.

—Y ahora, querida, si me disculpa. Sólo estaba esperando para saludar a nuestro amigo. Debo regresar a mis labores. Nos veremos otra vez a la hora de la comida… ¿sí?

Con una reverencia dedicada a los dos, abandonó la terraza. Helen siguió con la mirada a la figura que partía.

—Franz ha acudido dos veces a Londres para hablar con unos antiguos colegas suyos —le informó a Sinclair—. Hombres que abandonaron sus consultas en Alemania para asentarse aquí. Él quiere hacer lo mismo, pero hay escollos. Para empezar, Mina no se encuentra bien. No sabe si será capaz de aguantar el viaje.

—¿Tan mal están las cosas por Berlín, entonces?

—Bastante mal. Y es probable que empeoren, si resulta que uno es judío, o eso dice Franz. Cree que los nazis llegarán pronto al poder. ¿Quién sabe qué ocurrirá entonces? Temo por todos ellos.

Su preocupación no pilló por sorpresa al inspector jefe, que sabía que de joven Helen había pasado seis meses con el doctor y su esposa en Viena, aprendiendo alemán, y que la habían tratado como a una hija.

Todavía estaba buscando palabras de consuelo cuando la mujer se giró para contemplar el jardín, y él siguió la dirección de su mirada, abarcando la vista del largo césped, bordeado de arbustos y arriates, con la verde fronda de Upton Hanger como telón de fondo. Con los años había llegado a encariñarse de aquella escena, que asociaba con las muchas horas felices vividas en esa casa.

—John está abajo, en el huerto. Te está esperando.

El inspector jefe no dijo nada. Con cierta aprensión, había presentido un ligero cambio en su comportamiento. El recuerdo de su reciente conversación en la feria rural estaba aún fresca en su pensamiento, y se preguntó si no estaría a punto de revivirla.

—Encontrarás a Lucy con él. Pero no dejes que te engañen las apariencias. Está castigada.

—Ay, cielos… —Aliviado, Sinclair dejó que una sonrisa aflorara a sus labios.

—Ríete si quieres, pero no es ninguna broma. —La propia expresión de Helen sugería lo contrario—. La semana pasada, su primer día de clase, derramó tinta encima de otro niño y la mandaron al rincón. Un frasco entero, nada menos. La gente tiene el detalle de decirme que yo era igual a su edad, pero me resisto a creerlo. Pídele a John que la mande a casa, ¿quieres? Ya casi es la hora del almuerzo.

Hizo una pausa, y Sinclair sintió su mirada sobre él.

—Los dos podéis tener vuestra charla. Pero no os entretengáis, por favor. Y acuérdate de lo que te dije.

—Tomé una taza de té con Jim Boyce en Guildford camino de aquí. No sólo no le han echado el guante a Beezy todavía, sino que no han recibido ni siquiera una pista de su paradero. A tu amigo Topper sí que lo han visto, no obstante, la semana pasada en los campos cerca de Basingtoke. El policía de la localidad tardó un poco en reaccionar. Envió un mensaje al cuartel general solicitando instrucciones, pero para cuando llegó la respuesta diciéndole que lo prendiera, Topper ya había vuelto a esfumarse.

Sinclair había encontrado a su anfitrión sin chaqueta y con las mangas enrolladas, enfrascado en serrar un ciruelo viejo. Hacía tiempo que se había limpiado el huerto, pero una dulce fragancia a fruta podrida en el suelo persistía en la sombra moteada, y el sonido de la sierra tenía como contrapunto el zumbido, más atiplado y delicado, de las avispas, escasas ahora y aparentemente amodorradas conforme el veranillo de San Martín tocaba a su fin.

—Tom Cooper ha caído con reuma —le había explicado Madden al interrumpir el trabajo para saludar a su huésped—. Lo estoy sustituyendo.

La mención del nombre familiar puso una sonrisa en los labios del inspector jefe. Cooper había sido jardinero en Melling Lodge, actor secundario en la tragedia que los había traído a Highfield años atrás, y recordatorio de la pequeñez del mundo al que se había retirado su antiguo colega; y en el que tan profundo consuelo había encontrado.

Tras entregar el mensaje que le había sido encargado, se había sentado en el muro de piedra bajo que demarcaba el jardín, había sacado su pipa y su tabaco, y se había quedado esperando mientras Madden iba a buscar a su hija, que estaba jugando a orillas del arroyo cercano, y cuyos grititos de diversión mientras chapoteaba sumergida hasta los tobillos en las aguas poco profundas revelaban escasas muestras de contrición. Regresaron al poco, de la mano, y seguidos por los acompañantes de Lucy de aquella mañana, dos cachorros de andares desgarbados, ambos empapados de juguetear con su ama, y generosos con la cantidad de agua que distribuyeron a su alrededor cuando se sacudieron para secarse.

Obligada por su padre, la niña se había parado a saludar a su invitado. El inspector jefe había recibido una mejilla húmeda para besar junto con una sonrisa tan deslumbrante que le había robado el aliento por un instante.

—Y acuérdate de lavarte los pies bajo el caño antes de entrar en casa.

La adusta ternura de la expresión de Madden cuando hablaba con su hija le recordó a Sinclair con una punzada la pérdida que había sufrido su viejo amigo hacía años. La pequeña y la madre a las que había visto morir. Era este doble mazazo, creía el inspector jefe, lo que había empujado a su antiguo socio a buscar el olvido en las trincheras.

Madden había esperado a que estuvieran solos antes de hablar.

—Bueno, Angus… ¿Qué puedes decirme sobre el caso de Brookham?

Escuchó ahora mientras el inspector jefe, calando su pipa, le refería los escasos resultados que habían arrojado sus indagaciones.

—No hay nada en los archivos, como decía; sólo este asunto de Henley, que aún está por determinar que fuera un caso de asesinato. El asalto facial sugiere alguna conexión con Brookham, lo reconozco, y también está el hecho de que parezca haberse intentado eliminar el cadáver con posterioridad. Pero sigue habiendo dificultades a la hora de relacionar los dos casos, especialmente el intervalo de tres años que los separa. Si se trata del mismo hombre, ¿qué ha estado haciendo todo este tiempo?

Madden soltó un gruñido.

—Supongo que habrás comprobado los expedientes penitenciarios. —Tenía la mirada clavada en el suelo ante él.

—Minuciosamente. Estamos seguros de que no estuvo ingresado.

—Entonces, ¿podría haber viajado al extranjero?

Sinclair se encogió de hombros.

—Sin duda cabe esa posibilidad. Pero no estoy dispuesto a abundar en ella por ahora: no hasta tener oficialmente el caso en mis manos, y aun entonces no sin más pruebas.

Con una mueca, sacudió la pipa contra el muro a su lado y vio cómo Madden se quedaba pensativo, pasando las yemas de los dedos por los dientes de su sierra. Era evidente que esperaba oír mejores noticias, y el inspector jefe suspiró.

—Lo siento, John. Pero si no cambia nada, no sé cómo vamos a profundizar en este asunto. Lo único que podemos hacer ahora es aguardar mientras continúa la búsqueda de este vagabundo desaparecido.

La sensación, por irracional que fuera, de que había decepcionado a su antiguo colega continuó mortificando al inspector jefe durante todo el día, y aún seguía alojada en su mente como una espinita cuando, al dar las cinco el reloj de la repisa y oscurecerse las sombras del salón, levantó la cabeza y vio a Franz Weiss de pie en el umbral.

—¡Ah, ahí está usted, señor Sinclair! Esperaba encontrarlo solo. Todavía no hemos tenido ocasión de hablar.

Sonriendo, el analista cruzó la estancia hasta donde su compañero invitado estaba sentado junto a la chimenea con un libro sobre flores silvestres abierto en el regazo.

—¿Es cierto que nuestro anfitrión nos ha abandonado?

—Eso me temo, señor. —Sinclair se puso de pie para saludar a su interlocutor, mayor que él—. Aunque no por mucho tiempo. John se ha acercado a Guildford para recoger a Robert. Se ha llevado a Lucy con él. —El hijo de los Madden, ausente de la casa, había estado jugando un partido de criquet del colegio aquel día—. Luego, poco después de salir ellos, llamaron a Helen para que fuera a ver a un paciente. Me pilla usted defendiendo el fuerte.

Era la primera vez que los dos hombres estaban a solas. Aparte de alguna aparición fugaz a la hora del té, cuando se había reunido con los demás en la terraza, el doctor había pasado toda la tarde encerrado en su habitación, trabajando. Tras disculparse por su ausencia, había explicado que debía preparar un artículo con vistas a presentarlo durante un simposio cuando regresara a Berlín.

—El tema a tratar serán ciertos aspectos de la psicopatología, concretamente el tratamiento de aquellos pacientes que exhiban una conducta anormalmente agresiva e irresponsable, cuestión peliaguda sobre la que airear uno su opinión hoy en día, cuando la gran mayoría de la ciudadanía parece desconocer otro comportamiento.

Había acompañado el comentario con una característica sonrisa sarcástica, pero sus palabras habían calado hondo en el inspector jefe, pues reavivaban una discusión que se había producido antes, durante el almuerzo, cuando Weiss había hablado largo y tendido de la situación en Alemania y de sus temores por el futuro. Sinclair, pese a estar al corriente por los periódicos del clima enrarecido que se respiraba en aquel país, tan recientemente enemigo del suyo, había escuchado con consternación mientras el visitante extranjero de los Madden pintaba un cuadro más negro de lo que podría haberse imaginado, de una sociedad azotada por el descontento civil que se tambaleaba al borde de la crisis política.

Lo más preocupante de todo había sido el relato referido por el doctor de un asalto realizado por tropas vestidas con camisas marrones sobre un grupo de simpatizantes comunistas, asalto del que había sido testigo por casualidad cerca de su consulta en Berlín. Visiblemente afectado por el recuerdo, había descrito con imágenes vívidas la osadía de los atacantes y su indiferencia ante los cuerpos de los heridos que habían dejado tirados en la calle, con su sangre secándose en los adoquines.

—Cuando una persona civilizada recurre tan dispuestamente al salvajismo, uno sólo se puede temer lo peor. —Weiss había fijado los ojos oscuros en Sinclair al pronunciar estas palabras, considerándolo tal vez uno de los guardianes de la ley—. ¿Qué ataduras le quedan?, cabe preguntarse. ¿De qué crímenes no será capaz?

El analista no había disimulado su ansiedad por su familia y el deseo, cada vez más acuciante, de abandonar Alemania.

—Todo indica que mi pueblo ya no es bien recibido allí. Al menos, no por aquellos cuyas voces suenan más alto y cuyas manos se extienden ya hacia el poder.

Percibiendo que Weiss no estaba refiriéndose a su nacionalidad austríaca, Sinclair había sentido una punzada de desconcierto, y su recuerdo le sirvió ahora para sofrenar su impulso inicial, que había sido retomar el tema de la conversación del almuerzo. Quería hacerle más preguntas al analista. Pero tras servirle un trago y ver que se sentara cómodamente junto al fuego antes de regresar a su vez a su sillón, vaciló, y fue Weiss, iluminado por las llamas su pálido semblante, quien rompió el silencio.

—Dígame, inspector jefe, este caso que lo ocupa, el de la niña asesinada, ¿está provocándole mucha ansiedad?

Sinclair, pese a sobresaltarse momentáneamente por la pregunta, comprendió enseguida que Madden debía de haber comentado la agresión con el médico, algo que Weiss le confirmó a continuación.

—Se lo pregunto porque John parecía muy preocupado cuando me habló de ello la otra noche. Es evidente que lo ha afectado en gran medida. No profundizamos en el tema. Helen estaba delante, y presentí que el tema la incomodaba.

—Opina que su marido está demasiado involucrado en el caso —rezongó Sinclair. Ya se había repuesto de su sorpresa—. No ha olvidado nunca cuán cerca estuvo él de la muerte hace todos estos años. No quiere volver a verlo inmerso en nada parecido. Pero John se resiste.

Weiss asintió con la cabeza.

—Considera que es su deber, algo que le debe a los demás, algo que le fue impuesto, que él no buscaba, pero que acepta. Nuestro amigo es como el buen samaritano: no puede hacer la vista gorda con quien necesita ayuda. Ese es uno de los motivos por los que Helen lo quiere, naturalmente, por los que tanto lo aprecia. Esto hace que sea complicado para ambos.

Las sombras en la habitación se habían oscurecido mientras conversaban, y Sinclair se levantó para encender un par de lámparas de mesa. Echó otro tronco al fuego y vio cómo una lluvia de chispas salía disparada chimenea arriba. A su espalda, también el médico contemplaba las llamas, pensativo. Sinclair retomó su asiento.

—¿A usted qué le parece, señor? Me refiero al crimen. Como seguramente sepa ya, John cree que este hombre ha matado antes.

—Ya me lo ha dicho. Y entiendo por qué. Hay que ser prudente a la hora de extraer conclusiones de unas pruebas que son puramente circunstanciales, pero hay sólidos indicios que apuntan a un depredador poco ordinario —dijo Weiss.

—Supongo que se refiere usted al asalto post mórtem. —Sinclair se inclinó hacia delante en su silla, curioso. Weiss asintió con la cabeza.

—El vapuleo del rostro de la niña fue sumamente inusitado. Aunque el abuso del cadáver de la víctima es una característica común en casos de este tipo… a menudo refleja el desprecio que siente el asesino por el cuerpo que ha cumplido ya su función… una agresión tan deliberada tiene todo el aspecto de ser ritual. Tampoco debería pasarse por alto el cuidado que puso este asesino en sus preparativos. ¿Acierto al pensar que transportó el cadáver de la pequeña cierta distancia hasta el lugar que había elegido para el asalto?

—Sí. A través de la espesura.

—Hasta donde había un arroyo. Un detalle importante. Quizá tuviera ya en mente una imagen de lo que debía ocurrir. Quizá supiera que debería lavarse la sangre del cuerpo al final. Si consideramos todo esto parte de una pauta, cuesta creer que esta persona no haya cometido crímenes similares en el pasado.

El doctor se interrumpió. Había apartado la mirada del fuego y estaba observando a Sinclair, que se mostraba caviloso.

—Hay algo que usted no sabe, señor. —El inspector jefe frunció el ceño—. No le había hablado de ello a John hasta esta mañana. Nos hemos topado con un caso que podría tener relación con el asesinato de Brookham. Está implicada una joven desaparecida hace tres años en Henley del Támesis, a la que se había dado por ahogada. Recientemente su cuerpo fue rescatado del río, y se descubrió que su rostro había sido mutilado. En opinión de los forenses que examinaron los restos, las heridas son producto de golpes. Es demasiado tarde para saber si la violaron, desde luego, o cómo murió incluso, pero las heridas faciales apuntan a un asalto violento de alguna clase.

—¿Y cree usted que estos dos casos podrían estar relacionados? —La expresión de Weiss mostraba interés.

—Cabe la posibilidad, ciertamente, y es la única pista que tenemos. Pero puesto que nada más indica que haya habido un asesino de este tipo activo en el pasado, no hay ni rastro de él en nuestros archivos, las probabilidades de que exista una conexión son escasas. No se lo he dicho, pero la investigación de Brookham todavía no es mía, no de manera oficial, aún está en manos de la policía de Surrey. Sin embargo, espero que aterrice en mi mesa no dentro de mucho, y cuando lo haga tendré que decidir cómo continuar con las pesquisas.

Sinclair hizo una pausa. Miró al analista a los ojos.

—¿Qué sucede, inspector jefe? —Weiss dejó su vaso—. ¿Quiere preguntarme algo?

—Se trata más bien de un favor, señor. —Sinclair hizo una mueca—. Quizá le parezca extraño, pero estoy buscando consejo de un tipo especial, que sólo alguien de su profesión podría ofrecerme.

—Me pregunto de qué se trata. —Weiss sonrió—. Siento curiosidad por saberlo.

El inspector jefe vaciló. Miró con intención a su interlocutor.

—Supongamos que John tiene razón… que se trata de alguien que ha asesinado antes, que podría llevar activo incluso algún tiempo sin que nosotros lo supiéramos. Vayamos incluso más lejos y digamos que la niña de Henley fue una de sus víctimas. Ahora bien, por regla general, los agresores sexuales tienden a llamar la atención sobre sí mismos. Se vuelven solitarios. Parias. Hombres que sobresalen como pústulas en la comunidad. Aunque no podamos acusarlos de nada, generalmente sabemos quiénes son. De modo que lo que quiero preguntarle es lo siguiente… ¿qué probabilidad hay de que alguien de esas características haya eludido la red? ¿De que haya conseguido disimular su verdadera naturaleza y, de alguna manera, pasar desapercibido? ¿Sería posible siquiera?

Sinclair aguardó la respuesta de Weiss. El analista había estado contemplando el fuego mientras escuchaba y tardó un momento en contestar.

—En la mayoría de los casos, la respuesta a su pregunta sería un «no» rotundo. —Habló al cabo—. Pero debo matizar mi réplica. Si este individuo existe tal y como usted lo imagina, nos enfrentamos a un caso excepcional, no a un simple violador y asesino compulsivo, sino a alguien con el autocontrol necesario para evitar ser capturado durante un periodo de tiempo relativamente largo. Calificarlo de psicópata no es más que arañar la superficie del problema que representan estas personas para mi profesión, y con toda franqueza le diré que, a pesar de todos nuestros esfuerzos, aún no hemos sido capaces de comprenderlas del todo. A grandes rasgos, la psiquiatría se ocupa del tratamiento de neurosis, de pacientes que son conscientes de su enfermedad y desean curarse. Pero cuando la oscuridad del alma es completa, cuando se carece del menor sentido del bien y el mal, hasta los enfoques clínicos más sofisticados han resultado ser ineficaces, En pocas palabras, se diría que los criminales de esta clase nacen para ser lo que son, que su condición es orgánica e inmune al poder de cualquier analista para tratarla o descifrarla.

El ceño fruncido del doctor se había acrecentado.

—Estoy dándole mi opinión, entiéndalo, más que una opinión médica constatada. Esta cuestión es motivo de grandes polémicas y todavía estamos lejos de alcanzar un consenso. Por mi parte, no obstante, he llegado a creer que hay quienes nacen con una predisposición a cometer acciones aberrantes para los demás, con una naturaleza en la que no hay traza alguna de remordimiento. Aunque no se puede excluir nunca como factor desencadenante algún trauma de la infancia, en ningún caso es una constante en casos así, y aun cuando está presente siguen sin poder explicarse satisfactoriamente los extremos de conducta con los que nos encontramos. Al final nos enfrentamos a un misterio para el que aún no existe solución. A decir verdad, si uno buscara pruebas de la existencia del mal… y no es ésta una búsqueda que yo haya afrontado nunca, ni algo en lo que desee creer… no tendría que mirar más allá de estos monstruos que, si hubiera justicia en el mundo, no deberían existir fuera del reino de nuestras pesadillas.

Weiss se quedó callado un momento, volviendo a fijarse en el fuego. El inspector jefe, impresionado por lo que acababa de escuchar, esperó a que continuara.

—Pero nos estamos desviando de la pregunta que me planteaba usted. Volvamos a ella. —Con un suspiro, el doctor se acomodó nuevamente en la silla—. Asumimos que este hombre existe y que lleva actuando varios años. De ser verdad esto, está claro que posee unas cualidades que generalmente no se asocian con el tipo. Autodisciplina, por ejemplo. Aunque el salvajismo del asesinato de Brookham parece sugerir lo contrario, es posible que consiga suprimir sus impulsos durante periodos de tiempo relativamente prolongados; que la misma ferocidad de la agresión post mórtem indique hasta qué punto había logrado reprimirlos. Antes hice referencia a un ritual, y pudiera ser que este vapuleo del rostro de la víctima sea su forma de expresar la emoción predominante en su vida, un impulso que debe esforzarse para mantener bajo control.

—¿Una emoción, dice usted? —Alertado por la palabra, Sinclair entornó los ojos—. ¿A qué se refiere exactamente?

Weiss se mordió el labio. Parecía no saber muy bien cómo seguir, y sus siguientes palabras lo confirmaron.

—No se trata de ninguna certeza. Tan sólo sugiero una idea. Pero yo diría que este hombre está poseído, sobre todo, por una sensación de odio. Que no hay otra manera de interpretar el crimen de Brookham. Destruir la cara de su víctima de esta forma desafía cualquier explicación racional. Es decir, a menos que asumamos que la agresión sexual precedente no fue más que el preludio de lo que, para él, habría de ser el verdadero clímax del acto: este último asalto frenético. De ser esto cierto, para él debe de ser el único modo de hallar satisfacción.

—Pero el odio… no lo entiendo. ¿Odio contra la niña? Lo más probable es que no le hubiera puesto la vista encima hasta ese día.

El médico sacudió la cabeza.

—La emoción a la que yo me refiero no es personal. Considérela más bien una enfermedad del alma. —Vio el desconcierto escrito en la expresión de su interlocutor—. No intente aplicar unos juicios de valor estándares a semejante individuo, inspector. Es una anomalía en su género, y si ha sobrevivido tanto tiempo como creemos, será con la certeza de que la opinión del resto de sus congéneres está contra él. Dadas las circunstancias, no me sorprendería que su hostilidad hacia los demás fuera intensa, ni que encontrara su forma de expresión en un contexto sexual, donde le está negada la satisfacción. Por qué ha elegido cebarse con las niñas, mujercitas a lo sumo, lo desconozco; sólo puedo decir que son débiles y fáciles de doblegar, y que los pervertidos de su calaña rara vez son capaces de resolver esta faceta de la vida si no es por medio de la violencia. Pero el ritual en sí… el vapuleo de las caras de sus víctimas… casi sin duda radica en algún hecho de su pasado, tal vez incluso de su niñez, y puesto que su objetivo es repetirlo, cabe asumir que fue algo que le proporcionó placer. Un placer al que regresa una y otra vez. Por terrible que sea esta idea.

En el silencio que siguió a sus palabras restalló atronador el chasquido de un leño, y el repentino fogonazo resultante en la chimenea prestó color al pálido semblante del analista.

—Pero esto son meras especulaciones. —Hizo un gesto como si quisiera restarles importancia—. Todavía nos falta encontrar una respuesta a su pregunta… ¿cómo podría alguien así evitar que lo descubrieran durante tanto tiempo?

—Ha mencionado usted la autodisciplina. —Sinclair se tomó unos instantes para ordenar sus ideas. Había escuchado con desolación todo cuanto había dicho Weiss—. Quizá sea capaz de poner en práctica esa cualidad en otras facetas de su vida. Presentar algún tipo de fachada al resto del mundo.

—Oh, indudablemente —se apresuró a convenir el médico—. Ni por un momento se me ocurriría pensar que, de existir alguien así, no sería excepcional a su manera. Por encima de todo, tendría la capacidad de organizar su vida, de planear con antelación, lo cual bajo ninguna circunstancia es el caso con la mayoría de las personas como él. Es más que probable que haya decidido camuflarse y adoptar, si no una forma de vida, sí al menos unas costumbres que tiendan a enmascarar su verdadera naturaleza. Pero aun así, cuesta imaginar como podría haber eludido que lo detectaran durante tanto tiempo. Dada su diferencia del resto… esta bestia que anida enroscada en su interior… su mera presencia dentro de cualquier grupo resultaría perturbadora, y tales individuos generalmente terminan por llamar la atención de las autoridades. Puesto que no es éste el caso, debemos buscar una explicación, y el largo intervalo entre estos dos crímenes podría proporcionarnos alguna pista. ¿Ha considerado usted la posibilidad de que podría haber pasado tiempo en el extranjero? ¿De que sea un viajero?

El inspector jefe asintió con la cabeza.

—De eso mismo estábamos hablando John y yo esta mañana. El problema es que no se trata de un rastro que pueda investigar en profundidad. No hasta que el caso esté oficialmente en mis manos.

—Lástima. —Weiss se mordisqueó el labio—. Pero hay otras áreas que merece la pena investigar. La cuestión de sus antecedentes, por ejemplo.

—¿Sus antecedentes…?

—Su clase, si lo prefiere. —Se encogió de hombros—. Corríjame si me equivoco, pero en este país más que en cualquier otro una persona se define por su posición social. A menudo se pasan por alto ciertas peculiaridades de la conducta o el comportamiento, especialmente entre las clases altas, donde la distinción de rango consigue elevar a veces a la gente por encima de cualquier sospecha. Aunque quizá esté exagerando… —Había reparado en el ceño fruncido del inspector.

Cuando se disponía a retomar el hilo, se interrumpió al llegar a sus oídos el sonido de la puerta principal al cerrarse. Unos pasos despertaron ecos en las baldosas del pasillo. Oyeron la voz de Helen: estaba hablando con Mary, la doncella de Madden. Los dos hombres cruzaron las miradas.

—Debemos concluir, ¿sí? —murmuró Weiss—. Sólo tengo una sugerencia más… es poco más que una idea… pero se me ocurre que un asesino de este tipo podría haber encontrado protección, o anonimato más bien, en un estilo de vida poco ortodoxo, al margen de la ley.

—¿Quiere usted decir que podría tratarse de un criminal… profesional? —La posibilidad dejó pensativo a Sinclair por un momento. Pero luego sacudió la cabeza—. No… no, no lo creo. Contamos con numerosos informadores en ese mundo. Si un asesino así anduviera suelto, ya habríamos oído algo. Más aún: ya lo habrían delatado.

—Sin duda tiene usted razón. —Pero el médico no parecía convencido—. En cualquier caso, ha conseguido sobrevivir de alguna manera, y lo mismo podría considerar la posibilidad de que ha encontrado alguna forma de empleo acorde con su naturaleza, un trabajo que le sirve de disfraz y ha evitado llamarles la atención.

—¡Acorde con su naturaleza! Espero que no. —Temeroso de que Helen pudiera aparecer de un momento a otro, Sinclair habló en voz baja, pero imperiosa—. Piense usted lo que está diciendo, doctor. ¡Se trata de un infanticida!

—Sí, naturalmente. Pero me malinterpreta usted. —Preocupado por el rumbo que habían tomado sus palabras, Weiss se arrimó a él—. Le sugiero que amplíe sus miras. El salvajismo de sus crímenes nos dice algo sobre esta persona; algo importante. Se trata de una criatura desprovista de toda atadura moral: una criatura seguramente capaz de otros actos igualmente despiadados. Otros crímenes.

—Entiendo lo que sugiere, señor. —Sinclair oyó el sonido de pasos que se acercaban y se inclinó hacia delante a su vez—. ¿Pero adónde nos lleva eso? ¿Qué lugar podría haber encontrado en la sociedad?

—Eso no sé decírselo. —Con un suspiro, el médico sacudió la cabeza—. Lo único que puedo hacer es sugerirle que no descarte esa idea. —Bajando aún más la voz, clavó la mirada en el inspector jefe en medio de la oscuridad, cada vez más profunda—. Quizá nos gustaría que las cosas fueran de otro modo, pero lo cierto es que en el mundo hay cabida para personas así. Siempre la ha habido.