11
El tráfico esa mañana era ligero, de lo que Billy se alegraba. El viejo Morris que le habían asignado en el depósito de vehículos del Yard tenía la palanca de cambios cansada y era propenso a calarse. Tampoco es que se quejara, nada de eso. Aún estaban recientes en su memoria los días en que el coche puesto a disposición de los detectives era más raro que un unicornio.
El mismo concepto de policía motorizada no había arraigado en la fuerza metropolitana hasta comienzos de los años veinte. Las primeras patrullas se habían restringido a bandas de policía uniformada que viajaban por toda la ciudad —parando en puntos predeterminados para llamar por teléfono al cuartel general— en un par de furgones de segunda mano adquiridos a la RAF. Algún bromista les había puesto el mote de «Escuadrón Volador», y el nombre se les había pegado. Ahora una flota de vehículos equipados con emisoras de radio patrullaba las calles de Londres día y noche, y el tejado de Scotland Yard era un bosque de antenas.
Así y todo, el trabajo que le habían asignado a Billy normalmente no habría requerido ningún coche. Con la misma facilidad podría haber cogido el tren a Henley. Pero el inspector jefe Sinclair quería que dispusiera de libertad de movimientos cuando llegara allí.
—No haga mucho caso de lo que le diga la policía local —le había aconsejado al sargento—. Tienen varias explicaciones que dar. Investigue por su cuenta si puede. Tenga presente que, si se trata del mismo hombre, seguramente conduciría un vehículo.
La orden de presentarse en el despacho del inspector jefe había llegado de improviso, y Billy había respondido a ella con prontitud. Tras una decena de años en la metropolitana podía volver la vista atrás sobre una carrera variada durante el transcurso de la cual había estado implicado en una amplia gama de investigaciones.
Ninguna, no obstante, se acercaba al drama del caso de Melling Lodge, y Billy no olvidaría jamás las semanas de nervios que había pasado en compañía del por aquel entonces inspector Madden mientras seguían la pista de un sanguinario asesino.
Las pesquisas se habían llevado a cabo a las órdenes de Sinclair y, desde entonces, Billy albergaba la esperanza de que el inspector jefe le tuviera una estima especial. Siempre que coincidían, como ocurría en ocasiones, en cualquiera de los pasillos del Yard, el veterano se detenía para cruzar unas palabras con él, y Billy conservaba la sensación, que databa de su primer encuentro, de ser perpetuamente juzgado por la firme mirada gris como el pedernal de Angus Sinclair.
Su saludo cuando llegó a la oficina de Sinclair el día anterior había sido afectuoso.
—¡Sargento! Cuánto tiempo. ¿Cómo está usted? —Sinclair se había levantado detrás de su escritorio para estrechar la mano de Billy—. He pasado el fin de semana con los Madden. John me preguntó por usted. Espero que mantenga el contacto.
—Oh, sí, señor. —Billy aceptó la silla que se le ofrecía—. Bajo a verlos bastante a menudo.
A veces fines de semana enteros, como había hecho el inspector jefe, podría haber añadido, aunque la primera vez Billy estaba tan nervioso ante la expectativa de la cena que sus anfitriones pensaban celebrar aquella noche que a duras penas había reunido el valor necesario para presentarse en la sala de estar con antelación, y había hecho falta todo el talento en el arte de la sutil tentación de Helen Madden para devolverle su característica jovialidad.
—No se ha casado usted todavía, ¿verdad? —le había preguntado Sinclair—. ¿O me equivoco?
—No del todo, señor. Lo cierto es que estoy prometido. —Billy sonrió.
—¡Vaya, vaya! Enhorabuena. —El inspector jefe se inclinó hacia delante y se dieron la mano ceremoniosamente—. ¿Y cómo se llama la damisela?
—Elsie Osgood, señor. Nos conocimos la temporada que pasé destinado en Clapham el año pasado. Tiene una tiendita de ropa allí abajo. La ceremonia se celebrará la primavera que viene.
—Les deseo lo mejor a ambos. —Sinclair observó con afecto al joven. Su expresión cambió al añadir—: Supongo que habrá oído hablar usted de cómo Madden descubrió el cadáver de esa chiquilla.
—¿El asesinato de Brookham? Sí, señor. La noticia circuló por todo el Yard. —Billy se enderezó en su silla. Intuyó que estaba a punto de averiguar por qué lo habían llamado—. Y ahora ha aparecido otro, por lo visto. En los alrededores de Bognor Regis.
—En efecto. Por eso está usted aquí. Es evidente que los dos casos están relacionados, y se ha solicitado la intervención del Yard. Pero aún hay más. Es posible que el asesino haya matado antes. En Henley, hace tres años. Ahí es donde comenzará usted mañana.
Billy sintió un cosquilleo de emoción. La mención del nombre de Madden le había recordado aquel día, lejano, pero aún reciente en su recuerdo, en que los dos habían sido enviados volando a la estación de Waterloo para montar en un tren con rumbo a Highfield. Vio cómo el inspector jefe cogió una carpeta de color ante de su mesa y hacía una pausa antes de seguir hablando, como si quisiera subrayar la importancia de lo que estaba a punto de decir.
—No sólo se trata de un asunto serio, sargento, sino también particularmente urgente. Como estoy seguro de que usted ya sabe, los criminales sexuales tienden a reincidir, algo especialmente cierto cuando se trata de ataques relacionados con menores. El hombre al que debemos dar caza es extremadamente peligroso. Y violento. Pero lo que más me preocupa es que piense que puede actuar a sus anchas, que nadie le sigue el rastro todavía. Sin duda comprenderá usted lo que eso supone.
Billy asintió con la cabeza.
—Significa, casi con toda probabilidad, que ya habrá empezado a buscar su siguiente víctima.
—Precisamente. —El inspector jefe sopesó la carpeta un momento, antes de deslizaría por encima de la mesa hacia Billy—. Casi todo lo que sabemos está ahí. Llévesela y léala. Vuelva dentro de una hora y le diré lo que quiero que haga.
La comisaría de Henley estaba situada en un edificio de ladrillo de dos plantas en el centro de la ciudad, a cinco minutos andando del río. El sargento encargado de la recepción esperaba a Billy —había llamado por teléfono para avisar de su visita— y lo condujo a un despacho en el piso de arriba, donde encontró a un hombre con ropas de civil y cara de pocos amigos llamado Deacon aguardando su llegada.
—Querrá ver esto, supongo. —Deacon le lanzó una carpeta por encima de la mesa, cuyos papeles salieron disparados cuando Billy la atrapó. Canoso y cincuentón, pareció sorprenderse al descubrir que compartían rango, sargentos detectives como eran los dos. El desagrado le atirantaba las comisuras de los labios, solidificados en una mueca burlona—. Así que ahora lo llaman asesinato… —Su encogimiento de hombros fue desafiante.
—¿No está usted de acuerdo? —Billy le ofreció su cajetilla de tabaco a Deacon, que negó con la cabeza. Al ver que no había ningún cenicero entre ellos encima del escritorio, el joven se guardó los cigarros. Quería que el encuentro transcurriera de forma cordial.
—No opino ni una cosa ni la otra. —Los ojos castaños claros de Deacon eran inexpresivos—. Pueden llamarlo como les parezca. Pero me gustaría que alguien demostrara que fue asesinato.
—Pero, ¿y las heridas del rostro? ¿Hay algún modo de que fueran accidentales? —Al hojear el informe, Billy vio que estaba familiarizado con gran parte de su contenido. Sinclair había obtenido un resumen de Oxford. Recordó ahora el nombre de Deacon como el del mismo oficial del DIC que estaba al mando cuando rescataron el cadáver de Susan Barlow del agua, hacía dos meses.
—Sí, ya que lo pregunta. —Deacon se sentó hacia delante, con los codos encima de la mesa—. Desapareció originalmente durante el mes de julio. Probablemente no sepa usted cómo se pone el río en verano. Permítame que se lo diga, hijo. Es un hervidero de embarcaciones. Después de ahogarse, el cuerpo permanecería varias horas sumergido, probablemente de noche. Podrían haberla vapuleado, golpeado una y otra vez, sin que nadie se diera ni cuenta.
¿Y todas las veces en el rostro? ¡Anda ya!, pensó Billy, pero continuó escuchando con el mismo aire amigable, ligeramente desconcertado, mientras Deacon intentaba justificarse, explicar cómo era posible que hubiera cometido el error elemental de calificar la muerte de Susan Barlow de accidental sin pensárselo dos veces.
Era la clase de error en el que Billy ya no volvería a incurrir, y si su veterano colega hubiera prestado más atención podría haber reparado en la serenidad interior de este bisoño detective londinense que asentía con la cabeza, aparentemente conforme con todas y cada una de las palabras de Deacon, sin ofenderse por la conducta aburrida y desdeñosa del detective de Henley.
Billy fechaba su madurez profesional en la breve temporada que había pasado trabajando a las órdenes de Madden. Los cimientos de su carrera como investigador se habían sentado entonces, pero en su opinión, la lección más valiosa que había aprendido de su superior era que el trabajo que hacían nunca podía ser sólo un trabajo. Que era preciso mostrar interés.
—Veo que hallaron su cuerpo un kilómetro río arriba desde la ciudad. ¿No les pareció extraño?
Las cejas de Deacon, aun enarcadas, no indicaban extrañeza por su parte. Implicaban más bien incredulidad ante lo que escuchaban sus oídos.
—A mí no, hijo. Hay que partir de la premisa de que se cayó al agua, pero hágame caso si le digo que eso no tiene nada de extraño. No por estos lares. Pasa todo el tiempo, sobre todo con los niños. La orilla puede ser inestable… traicionera. Si uno se arrima demasiado, o si empieza a buscar algo en el agua, antes de darse cuenta puede haber perdido el equilibrio y estar dando tumbos presa de la corriente.
—Sí, pero tan lejos río arriba… —Billy quería hacer hincapié en ese punto—. La casa de los Barlow estaba, ¿qué, a menos de medio kilómetro del centro de Henley? Aun suponiendo que regresara caminando por la orilla y se cayese de alguna manera, ¿su cuerpo no debería haberse arrastrado más cerca de la ciudad, o más allá de ella incluso?
Tras repasar el informe en Londres en un par de veces, Billy había concluido que los movimientos de Susan Barlow aquel día de agosto tenían poco de misteriosos. Lo único que seguía siendo una incógnita, en realidad, era la ruta que había tomado para volver a casa tras hacer unos recados para su madre, que le había encargado ir a Henley a comprar naranjas; algo que a ella se le había olvidado hacer antes. El edificio donde vivían ambas —la señora Barlow era una viuda cuyo marido había fallecido en la guerra— se hallaba en una avenida paralela a la corriente del Támesis, que discurría cerca de él durante unos kilómetros antes de cruzarse con la carretera principal de Reading. Estaba en las afueras de la ciudad y el paseo hasta los comercios debía de haberle llevado unos quince minutos a la niña.
Su llegada sana y salva allí había sido confirmada por el tendero que le vendió las naranjas. Había salido del local bastante antes de las once y media con su compra envuelta en una bolsa de papel de estraza, sin que nada indicara que pensaba hacer algo que no fuera regresar inmediatamente a casa. Cuando el mediodía vino y se fue sin tener noticias de su hija, la señora Barlow se acercó personalmente a Henley y habló con el tendero, quien confirmó que la pequeña había estado allí recientemente. A continuación deambuló por la ciudad un momento, preguntando a varias amistades y conocidos si habían visto a Susan, antes de volver a casa con la esperanza de que su hija hubiera reaparecido ya. Al descubrir que no, la atribulada madre por fin había llamado a la policía, y los engranajes de una búsqueda organizada se habían puesto lentamente en marcha.
Era llegado este punto cuando la cuestión de cómo había ido Susan a casa, qué ruta podría haber seguido, se tornaba crucial. El camino de regreso más rápido habría sido el mismo que el de ida, siguiendo la avenida, pero también podría haber subido corriente arriba siguiendo la ribera durante aproximadamente un kilómetro y tomado allí cualquiera de los distintos senderos que comunicaban con la vía principal, retornando así a casa dando un rodeo.
En opinión de Deacon era evidente que había optado por esta ruta alternativa. (También era la respuesta a la que había llegado a regañadientes la policía tres años atrás). De uno u otro modo, Susan Barlow debía de haberse caído al río mientras caminaba en dirección a su casa, y su cuerpo había sido arrastrado por la fuerte corriente, evitando salir a la superficie por alguna razón.
—Como decía, tranquilamente podría haber caminado un kilómetro río arriba para luego cruzar los campos y volver a bajar rumbo de la casa de su madre. Al menos, ésa sería su intención, sólo que en algún momento por el camino se cayó al río. Después de eso, no hay forma de saber qué podría haber ocurrido con la corriente. A veces los cuerpos bajan hasta aquí, otras se atascan en la orilla, como éste.
—La divisaron en ese sendero de la ribera, ¿verdad? —Billy seguía sin tener claro este punto, pese a haber leído el informe del inspector jefe Sinclair con atención, y la respuesta de Deacon no hizo nada por despejar sus dudas.
—Sí y no. Hay testigos que creyeron haberla visto, a ella o alguien parecido. —Se encogió de hombros—. Fue antes de que llegara yo aquí, pero sé que teníamos una descripción de lo que llevaba puesto gracias a su madre. Era un vestido rosa. ¿Tiene usted idea de cuántas jovencitas corretean arriba y abajo por ese camino en verano? ¿Y cuántas de ellas van vestidas de rosa?
Billy consideró lo que acababa de escuchar. Suponía una diferencia.
—Me quedaré esto algún tiempo, si no le importa. —Dio unos golpecitos en la carpeta que reposaba encima de su rodilla—. Ahora quisiera ir a echar un vistazo a la zona. ¿Le apetece acompañarme?
—Imposible, hijo. Dentro de diez minutos tengo que estar en el juzgado de primera instancia. Y me temo que mis dos detectives han salido.
—Da igual —dijo Billy, procurando disimular el alivio que le producía la noticia—, ya me las apañaré por mi cuenta.
—Oh, nada de eso. Tengo un policía esperando a mostrarle los alrededores. Se llama Crawley. —Deacon esbozó una fina sonrisa. La primera de la mañana.
Billy se quitó el sombrero y se enjugó el rostro empapado de sudor con un pañuelo. Aunque el sol de octubre había perdido gran parte de su fuerza estival, sentía la piel irritada. La tez pálida que había heredado de su madre, junto con su cabello rojizo, lo volvía propenso a quemarse.
—No quiero hacerle compañía a una langosta —le había murmurado Elsie no hacía mucho mientras le untaba la espalda y los hombros con aceite. Habían ido a pasar el día a Brighton y estaban tendidos en traje de baño en la playa de guijarros. Al recordar la suavidad de sus dedos sobre su piel, Billy sintió que afloraba a sus mejillas un calor de otro tipo. Vio cómo una pareja de cisnes pasaba flotando en la corriente.
—¿Eso es todo, sargento? ¿Hemos acabado ya?
El agente Crawley estaba de pie junto a Billy con los brazos cruzados y la mirada ocupada bajo su casco mientras un trío de jovencitas vestidas de liviano rayón, brazos y piernas al descubierto, cruzaba paseando junto a ellos. Lampiño como era, apenas si parecía lo bastante mayor como para lucir el uniforme de policía.
—Todavía no, agente. —A Billy no le hacía falta recordar la sonrisa de Deacon para darse cuenta de que le habían endilgado un mentecato. Aun para los estándares de la policía de Henley este gendarme bisoño era un caso perdido.
Dejó vagar la mirada por la orilla del río. Cerca, a su izquierda, vio la terraza de baldosas de un pub, con vistas a las aguas broncíneas del Támesis. Detrás del establecimiento un puente cruzaba el río, y al otro lado, corriente abajo, se hallaba el tramo recto donde se celebraba todos los veranos la famosa regata. Billy había acudido a verla una vez con unos amigos hacía años. Se habían pasado el día tomando cerveza en una de las tiendas erigidas para la ocasión, jaleando con el resto de la multitud mientras las estrechas barcas, impulsadas por remos relampagueantes, cortaban el agua como flechas.
La mayor parte de la actividad vacacional se concentraba allí, observó. La regata había terminado hacía tiempo, pero aún quedaban unos pocos excursionistas acampados en los campos río abajo, fácilmente distinguibles sus tiendas contra el verde césped, mientras el caudal, si bien ya había dejado de ser un «hervidero de embarcaciones», seguía estando ajetreado con botes de recreo y demás tráfico fluvial.
Río arriba, en dirección contraria, la vista era diferente. Se encontraban cerca de las afueras de la ciudad, de pie encima de una sección de pavimento que no tardaba en fundirse con un camino de piedra, el cual continuaba discurriendo paralelo a la ribera arbolada. Durante varios kilómetros, según el agente Crawley. Billy le había pedido ya al policía que le enseñara el lugar donde había sacado del agua el cadáver de Susan Barlow. Eso había sido capaz de hacerlo, aunque no mucho más.
—Me destinaron aquí hace tan sólo seis meses, sargento —se había disculpado Crawley cuando Billy intentó averiguar cómo se había llevado a cabo la búsqueda original. Había tenido que recurrir a la carpeta para saber algo más, y así había descubierto que los rastreadores habían concentrado sus esfuerzos en la franja de río que pasaba por debajo del puente, lo que tenía sentido. Esa era la dirección que seguiría un objeto flotante, después de todo. Era el azar lo que había llevado el cadáver de Susan Barlow a descansar en la orilla río arriba.
Billy había pasado un momento estudiando el sitio, una pequeña ensenada en un recodo exterior del río. El tronco bajo el que se habían hallado los restos del cuerpo de Susan estaba allí aún, arrastrado ahora a la ribera, un pedazo de madera podrida, despojada de su corteza. Era posible imaginar cómo la corriente, que se arremolinaba en ese punto, podía haber transportado el cadáver, medio sumergido, hasta este bajío. Atrapado debajo del leño, medio enterrado en el fango, habría permanecido ajeno a la consiguiente crecida y bajada del río. Una franja de maleza que separaba la ensenada del camino lo ocultaba a la vista en la cara que daba a tierra firme, por lo que su presencia allí había pasado desapercibida hasta hacía unas semanas, cuando una pareja que paseaba en un bote de remos había atracado en la margen para tropezarse con el macabro espectáculo del brazo de la pequeña, o lo que quedaba de él, sobresaliendo del barro.
Suponiendo que fuera un caso de asesinato, ¿cómo había llegado hasta allí?
No de forma obvia. No caminando río arriba por su propio pie y topándose con un desconocido dispuesto a violarla y matarla. Tras examinar detenidamente la ruta, Billy estaba seguro de eso ahora. Aun oculto desde el agua por los arbustos y las ramas colgantes, el camino resultaba visible en su mayoría para los campos abiertos que bordeaba por su cara interior, y todos éstos mostraban indicios de haberse empleado como campamentos durante el verano. Más aún, era claramente un sendero bien transitado. Incluso ese mismo día, con la estación vacacional ya terminada, se había encontrado con dos familias con niños pequeños y habían pasado junto a un grupo de excursionistas acampados en uno de los prados ribereños. Billy sencillamente no lograba imaginarse al hombre, este asesino tan concienzudo, secuestrando a la niña a plena luz del día, reduciéndola y arrastrándola a un lugar apartado, corriendo el peligro en todo momento de que alguien lo descubriera.
No, no podía haber ocurrido así.
—Sigamos, Crawley.
Billy le volvió la espalda al río y condujo al agente por un tramo de escalones de piedra bajos y a través de un jardincito de grava, bordeado de arriates de flores, hasta la avenida donde había dejado su coche. Esta era la misma carretera que había tomado Susan Barlow al entrar en Henley para comprar su bolsa de naranjas; y también la que había usado para regresar a casa. O eso creía ahora. Sólo que la pequeña no había llegado nunca.
Se detuvo en el pavimento y miró arriba y abajo de la angosta avenida. Estaba formándose una imagen en su cabeza, una imagen poco agradable. Vio a la niña con su vestido rosa, su paquete de papel marrón en la mano, caminando por la sombra a lo largo de la linde de hierba. Vio el coche que se acercaba sigilosamente a su espalda…
¿Qué palabras tendría preparadas, el seductor desconocido? ¿Qué invitación habría resultado ser tan irresistible como para convencer a Susan Barlow de que montara en el vehículo y se le uniera en el asiento delantero? La idea hizo fruncir el ceño a Billy.
—¿Vamos a volver a la central? —preguntó esperanzado Crawley—. Ya casi es la hora del almuerzo.
Una hora más tarde el estómago del policía gruñía de hambre, y también Billy estaba insatisfecho. Empezaba a pensar que Deacon podía tener razón. No había forma de demostrar que la muerte de Susan Barlow se debiera a un asesinato.
Sinclair le había advertido de la posibilidad de que su viaje fuera en balde.
—Estos casos tan antiguos se han enfriado, me temo. Tendremos suerte si descubrimos alguna novedad. Pero mantenga los ojos abiertos por si surge alguna similitud con el asesinato de Brookham.
Billy había partido de la suposición de que Susan Barlow había sido víctima de la casualidad. Evidentemente, no había manera de que el asesino supiera que iría a la ciudad aquella mañana. Pero debía de haber estado al acecho, de todos modos, presentía Billy, en busca de presas, y eso significaba que tenía en mente un lugar al que llevar a la niña que cayera en sus manos. Dado dónde se había hallado el cadáver finalmente, significaba que ya había reconocido la orilla del río y encontrado un sitio corriente arriba donde poder aparcar su coche discretamente.
De regreso a su vehículo, Billy había dedicado los sesenta minutos siguientes en compañía de un Crawley cada vez más desdichado a explorar la sinuosa carretera jalonada de árboles que conducía a lo que, según le aseguraba el policía, había sido la casa de campo de la señora Barlow. Ya sabía que la desolada madre se había mudado, incapaz de soportar las connotaciones que tenía aquel lugar para ella. Tras hacer una breve pausa, había continuado conduciendo por la avenida, fijándose en varios lugares donde un coche podría haberse apartado de la carretera y aparcado al abrigo de árboles y arbustos, pero ninguno que pareciera ofrecer la clase de intimidad que sin duda habría deseado el asesino.
Billy daba por sentado que la niña debía de haber perdido el conocimiento, sedada con cloroformo tal vez poco después de subir al coche del asesino (si era eso lo que había ocurrido). Su secuestrador no podría haber pasado por delante de la casa de su pasajera sin que ésta reaccionara de algún modo. ¿Pero adónde se habría llevado a su cautiva?
Mientras reflexionaba sobre esta cuestión, los ojos de Billy no dejaban de consultar de hito en hito el cuentakilómetros. Ya habían cubierto cuatro kilómetros desde que salieran del centro de la ciudad.
De nuevo a Henley no, sin duda. De modo que debía de haber sido más allá de la casa de los Barlow. Pero si bien esto encajaba con los hechos, tal y como se conocían —el cuerpo de la niña podría haber flotado con facilidad un buen trecho río abajo antes de ir a parar a la orilla— Billy sencillamente no lograba imaginarse al asesino llevándosela tan lejos.
Al margen del apremio de su deseo, debía de haber sido consciente del peligro que suponía la pequeña para él. Daba igual que estuviera consciente o no, cada momento que pasaba en su coche lo ponía en grave peligro, y habría querido hacer lo que tuviera que hacer lo antes posible, para librarse de su inculpatoria presencia.
Billy volvió a consultar el cuentakilómetros de reojo. Cinco kilómetros ya. Según el mapa que había estudiado antes de ponerse en marcha, enseguida llegarían a la carretera principal de Reading. Ya habían ido bastante lejos. Buscó un lugar para dar la vuelta y reparó en un letrero que se levantaba en la carretera delante de ellos. Lucía un nombre —Mansión Waltham— en letras doradas sobre fondo verde, y debajo, en caracteres más pequeños, las palabras «sólo socios».
—¿Qué es esto? —preguntó, frenando para adentrarse en un camino de tierra. Frente a él vio dos puertas abiertas en una alta pared de piedra.
El agente Crawley, que no había abierto la boca en la última media hora, aunque su estómago sí se había hecho oír, emitió ahora un sonido que, en otras circunstancias, Billy podría haber tomado por una risita.
—¿Agente?
—Es una especie de club, sargento. Se hacen llamar gim… gimnos… gim algo… —Estaba estremeciéndose a causa de la risa contenida.
—¿A qué se refiere? —insistió Billy. ¡Dios! ¿De dónde los sacaban?—. ¿Qué clase de club? ¿A qué se dedican?
Crawley soltó una carcajada estentórea.
—A quitarse la ropa… —graznó.
—¿Se refiere a que es un club nudista?
El policía asintió con la cabeza, sin habla ya. Sus mejillas lampiñas se habían puesto rojas como la grana.
Billy detuvo el coche y se lo quedó mirando fijamente. Movió la cabeza de un lado a otro y empezó a dar marcha atrás, con intención de volver a la carretera pavimentada, pero de repente sintió un brusco tirón en el volante.
—¡Por todos los demonios!
Se apearon. Tal y como sospechaba Billy, la rueda delantera del conductor se había pinchado con una piedrita afilada. Momentos después, tras abrir el maletero, hicieron otro descubrimiento.
—No hay gato —anunció Crawley.
—Brillante deducción, Holmes. —Billy le dio una patada de frustración al neumático desinflado. Estaba pensando en el largo camino de regreso a Londres—. Vamos…
Tras las puertas de la Mansión Waltham, donde un cartel les advertía que ésa era propiedad privada y que se denunciaría a los intrusos, un paseo bordeado de olmos desembocaba en una imponente mansión de piedra con un bonito pórtico. Otro letrero, señalado como «recepción», los dirigió a un aparcamiento de grava sito a un lado de la casa, desde donde era visible una larga valla blanca de estacas.
—¿Es ahí donde se quitan la ropa? —preguntó Billy. Sólo había una decena aproximada de coches en el aparcamiento. El negocio no debía de ser muy boyante, pensó.
El policía asintió con la cabeza.
—Hay un terreno bastante grande vallado detrás de la casa. No se puede ver dentro desde ninguna parte. Cuando empezaron usaban el jardín entero, tengo entendido. Pero los chavales de la zona empezaron a encaramarse al muro para espiar, y tuvieron que levantar esa empalizada. —Emitió su peculiar risa estentórea—. Ahora todo se lleva a cabo ahí dentro y han abandonado el resto. —Indicó con la cabeza el parque que se extendía más a lo lejos, donde los arbustos habían comenzado a crecer en enredadas marañas y la hierba, sin segar, llegaba a la altura de las rodillas.
Un sendero de ladrillo al final del aparcamiento conducía hasta una puerta en el costado de la casa. Billy la abrió y se sobresaltó al ver a un joven, que aparentemente no llevaba nada encima, sentado a una larga mesa en mitad de la sala, leyendo una revista. Miró de reojo cuando entraron, y su expresión aburrida dio paso a otra de consternación al reparar en el uniforme de Crawley.
—Me llamo Styles. Sargento detective Styles. —Billy le mostró su acreditación—. Hemos sufrido un pinchazo delante de sus puertas y no tenemos gato. Me preguntaba si no podría ayudarnos alguien de aquí.
—Se lo tendré que preguntar a Dorrie —dijo el joven, poniéndose de pie; al fin y al cabo, llevaba puesto un bañador—. Sólo un mo…
Desapareció por una puerta al fondo de la estancia, dejándolos solos.
—¡Caray! ¿Qué le parece eso, sargento? —Crawley sonreía de oreja a oreja.
Billy no le hizo caso. En vez de eso dirigió su atención a un papel enmarcado y tratado para parecer un pergamino que colgaba en la pared detrás de la mesa. Bajo el encabezamiento El credo del gimnosofista, se sucedían varios párrafos.
Se abrió la puerta y entró una joven, vestida con una bata blanca hasta las rodillas, con un cinturón anudado a la cintura. Tenía el pelo corto y castaño, arreglado en bucles en la nuca, y la mirada rápida, como de ave.
—Hola, chicos. ¿Cuál es el problema? —Sonrió, como si pidiera disculpas por el trato de familiaridad.
Billy repitió su aprieto.
—Sargento, ¿verdad? —Sonriendo, la muchacha lo observó con interés.
—Sí… Styles. Y éste es el agente Crawley.
—Yo soy Doris… Doris Jenner. —Le tendió una mano a Billy, propiciando que se le abriera la bata y uno de sus senos, bien desnudo, se revelara por un instante. Impertérrita, se apresuró a cubrirlo de nuevo—. Lo siento… trabajando aquí se vuelve una descuidada. —No había dejado de sonreír—. Así que necesitan un gato, ¿verdad? El señor Rainey tendrá uno… es el encargado… pero en estos momentos no está. Hagamos una cosa, iré a ver si alguno de los socios les puede ayudar. Esperen aquí. —Su mirada se posó por un momento en el gendarme, junto a Billy, y contuvo la risa. Acto seguido dio media vuelta y se fue.
Billy miró al joven policía, que tenía los ojos clavados en la muchacha, la boca abierta y la cara del color de los tomates maduros.
—¡Por el amor de dios, agente! —A Billy se le acabó la paciencia—. Guarde la compostura. ¿No ha visto nunca una mujer desnuda?
—No, sargento, la verdad es que no.
—¡Por todos los demonios!
Un minuto después Doris Jenner regresó con un juego de llaves y salieron al aparcamiento, donde cogió un gato del maletero de uno de los coches allí estacionados. Billy se lo dio al gendarme.
—Adelante. Cambie la rueda y traiga aquí el coche. —Sentía la necesidad imperiosa de librarse de su compañía, siquiera por quince minutos.
—¿Qué, yo, sargento?
—Sí, usted, Crawley. —Una sospecha asaltó a Billy de repente—. Sabrá usted conducir, ¿no?
—Sí, por supuesto. —El joven se mostró ofendido.
—Pues entonces, manos a la obra.
Con las manos en las caderas, Billy lo vio partir a paso vivo, con la grava crujiendo bajo sus botas. Se giró para descubrir a Doris Jenner observándolo con una sonrisa traviesa.
—¿Cómo es que le han endilgado a ése?
Incapaz de dar con una respuesta apropiada, el detective cambió de tema.
—No tendrá usted nada parecido a una taza de té, ¿verdad?
—Desde luego, sargento. Pase adentro.
Lo guió a través de la antesala, donde el joven del bañador había vuelto a ocupar su puesto en la mesa, hasta un despacho adyacente amueblado con un escritorio y unos sillones agrupados alrededor de una mesita. Las paredes estaban adornadas con cuadros de gente retratada tal y como Dios la trajo al mundo, bailando al aire libre o tendida en la hierba en poses decorativas.
—Ninfas y pastores —dijo secamente la señorita Jenner, guiñando un ojo a las pinturas—. Póngase cómodo. Enseguida vuelvo.
Billy aprovechó el rato que estuvo fuera para repasar mentalmente los resultados de las pesquisas de la jornada. Eran escasos. Tenía la impresión de que podía informar a Sinclair con bastante seguridad de que las circunstancias que rodeaban la muerte de Susan Barlow eran lo bastante sospechosas como para merecer que siguieran investigándose. Pero aparte de eso sólo podía ofrecer especulaciones sin pruebas que las respaldaran.
—¿Esta es su primera vez en un club nudista? —Doris Jenner había regresado con una bandeja de té y un plato de galletas. Declinó el cigarro que le ofreció Billy, pero colocó un cenicero en su lado de la mesa con superficie de cristal.
—Sí, aunque había leído sobre ellos. —Billy cogió su taza—. Pensé que estaban pasando de moda.
—Así es. —La joven se había sentado enfrente de él, arrebujándose recatadamente en su bata, pero poniendo los pies descalzos encima de la silla para que Billy pudiera descubrirse contemplando un par de rodillas rosadas. Había un brillo juguetón en su mirada, y se alegró de no tener que informar de este encuentro a Elsie Osgood, cuya vena celosa no se tomaba a la ligera—. Hace un par de años el aparcamiento estaría a rebosar. Teníamos que echar a la gente para atrás. Les doy otro año, a lo sumo.
—¿Lleva usted aquí desde que abrieron? —Billy encendió un cigarro.
La muchacha asintió con la cabeza.
—Trabajaba en una oficina de Henley cuando me enteré de que buscaban gente. El trabajo no está mal, si no te importa quitarte la ropa. —Su sonrisa ladeada dejó entrever la punta de sus pequeños dientes afilados—. Bueno, casi toda. Sólo los socios se desnudan por completo.
—No lo sabía. —Billy probó una mantecada y le devolvió la sonrisa. El recuerdo de los retortijones de hambre del agente Crawley no despertó el menor remordimiento en su conciencia.
—¿Y qué trae a la ley por aquí? —La joven dejó su taza encima de la mesa.
—Pesquisas de rutina. —Su cómica imitación de la voz de un policía hizo aflorar una risa cantarina a los labios de la muchacha—. Es verdad —continuó, ya más serio—. Hace algún tiempo desapareció una niña en Henley, y hace poco rescataron su cuerpo del río. Estamos intentando establecer sus movimientos, basándonos en el lugar donde la hallaron. No es tarea fácil. Desapareció hace tres años.
Doris Jenner estaba mirando por la ventana. Sus ojos se habían nublado.
—Pobrecita… Recuerdo cuándo ocurrió… Susan… ¿No se llamaba así?
—Tiene usted buena memoria. —Billy estaba impresionado.
—En realidad no… fue otra cosa, algo que me ocurrió a mí aquel día… o que no me ocurrió, mejor dicho… —Sonrió con coquetería—. Pero no me haga usted hablar, sargento. —Alargó el brazo por encima de la mesa para alcanzar su taza y llenársela.
Billy esperó a que prosiguiera. Estaba disfrutando de su conversación. Había un dejo de flirteo en sus ademanes que halagaba su vanidad masculina.
—Continúe —la animó.
—No querrá oírlo.
—A lo mejor sí. —Estaba medio coqueteando a su vez, pero sus palabras contenían un germen de verdad. Uno de los motivos por los que era tan buen detective —al margen de las habilidades adquiridas— era la curiosidad intrínseca a su naturaleza. Le interesaban las personas, por qué eran quienes eran. No le hacía falta esforzarse en ese sentido. Era algo automático. Y escuchaba como hacía siempre, ya por costumbre, tal y como había visto escuchar a Madden.
Doris Jenner se encogió en su silla. Sus ojos castaños rutilaron.
—Está bien, de acuerdo. Pero recuerde… usted lo ha pedido. —Su mirada era provocadora—. Todo tiene que ver con un novio que tenía por entonces… se llamaba Jimmy. Era socio del club. Así nos conocimos. Jimmy vivía en Birmingham, pero solía bajar todos los sábados en su elegante cochazo. Era inconfundible, y yo me sentaba en la mesa de fuera y lo esperaba mirando por la ventana.
Sonrió, empañados por el recuerdo sus ojos.
—Nunca se lo dijimos a nadie, naturalmente. El personal no está autorizado a fraternizar con los socios. Pero yo siempre tenía los domingos libres, y cuando acababa de trabajar los sábados me iba en bici como siempre y seguía la carretera hasta Henley; minutos más tarde aparecía Jimmy detrás de mí en su enorme auto, montábamos la bicicleta en la parte de atrás y nos íbamos por ahí. —Se rió—. Pensaba que se casaría conmigo, de veras… más o menos lo había dejado entrever…
Estiró los brazos y suspiró.
—En fin, da igual, el caso es que aquel sábado en concreto me pasé toda la mañana en recepción, esperándolo, y no apareció. No dejaba de mirar por la ventana, aguardando su llegada. Una vez me pareció divisar su coche, pero no era ése, sino otro, y faltó poco para que me echara a llorar. No podía creerme que me hubiera dado plantón. Hacía dos días había sido mi cumpleaños, y Jimmy había prometido llevarme a Londres aquella tarde. Íbamos a ir a bailar, estaba segura de que se iba a declarar… —Enarcó una ceja y se encogió de hombros—. Ahora me río, pero no me había sentido tan desgraciada en mi vida, y cuando volví a Henley aquella noche estaba lista para tirarme al río yo misma. Fue entonces cuando me enteré de lo de la niña… Susan…
Se miró fijamente las manos. Billy guardó silencio.
—Vivía de alquiler por aquel entonces y la casera me contó que la policía había estado llamando a todas las puertas a lo largo de la calle, preguntando si la había visto alguien. Conocía a la madre de la niña, mi casera. Me dijo que aunque todavía estaban rastreando la ciudad, todo el mundo sabía que la pobre criatura debía de haberse caído al río. Subí a mi habitación y me tendí boca abajo en la cama, y debía de llevar así como media hora cuando se me ocurrió de repente. Allí estaba yo, lamentándome y compadeciéndome de mí misma, pero qué no estaría pasando la madre de aquella niña. ¡Y en aquellos mismos momentos! De modo que eso es lo que recuerdo de aquel día, porque aprendí algo. —Su expresión era desafiante.
Billy apagó su cigarro. Pensó en lo que le acababa de contar.
—¿Qué fue de Jimmy? —preguntó.
Doris Jenner puso los ojos en blanco.
—Me escribió una carta llena de excusas y dijo que no sabía cuándo podría volver a bajar. Hice algunas indagaciones y descubrí que estaba casado. No sé cómo había conseguido dársela con queso a su mujer durante tanto tiempo, yendo al club todos los fines de semana, pero no volví a verlo.
Se abrió la puerta y el joven de recepción asomó la cabeza.
—Su gendarme está aquí —dijo.
—Dígale que enseguida voy. —Billy mantuvo la mirada fija en Doris Jenner. Esperó a que se cerrara la puerta, antes de volver a dirigirse a ella—. Ha mencionado usted un coche, no el de Jimmy, sino otro. ¿Sabría decirme algo más?
—¿Cómo? —La muchacha pestañeó—. ¿A qué se refiere?
—Dice usted que le pareció ver un vehículo, mientras esperaba. Pero era otro…
—¿Sí? —Se lo quedó mirando fijamente. Sus ojos se endurecieron—. ¿Está siendo policía ahora? —preguntó.
—Sí, estoy siendo policía. —Le sostuvo la mirada.
—¿Se trata de Jimmy? ¿Está en problemas?
Billy sacudió la cabeza.
—No, se trata del coche. Eso es lo único que me interesa. —Hizo una pausa—. Verá usted, antes me ha dicho que Jimmy tenía un coche de lujo. «Inconfundible», según sus propias palabras. Pero lo confundió. ¿Significa eso que no había visto otro parecido hasta aquel día?
La joven se sonrojó y miró por la ventana. Sus labios se habían comprimido en una fina línea.
—Si venía usted a hacer preguntas, debería haber avisado.
—No era ésa mi intención. Estaba escuchando su historia.
—Pensé que estábamos teniendo una charla amistosa. —Se negaba a mirarlo.
Billy buscó la manera de cerrar el abismo que se había abierto entre ambos.
—Permítame que le cuente a qué viene esto, Doris. —Se inclinó hacia delante—. Está relacionado con esa niña, Susan Barlow.
La señorita Jenner se giró hacia él, profundamente acalorada todavía, pero con un brillo menos hostil en la mirada.
—No veo cómo —dijo.
—Necesito saber si algún forastero vino y aparcó su coche aquí aquel día. Por favor, intente hacer memoria. Dígame exactamente qué es lo que vio.
Doris Jenner tragó saliva. Parecía estar debatiéndose entre contestar o no a su pregunta. Pero al final se encogió de hombros.
—Estaba sentada en la recepción, como decía, y vi lo que me pareció que era el coche de Jimmy entrando en el aparcamiento, de modo que aguardé, esperando verle cruzar la puerta, pero no llegaba. No entendía por qué… es la única entrada del club… de modo que salí a la calle buscando su coche y creí verlo aparcado a lo lejos debajo de un árbol. Seguía pensando que era el de Jimmy. Tiene usted razón… no había visto nunca otro igual… ni en el club, ni en ninguna parte.
—¿Qué clase de coche era?
—No lo sé. No puedo ayudarle con eso. Era extranjero, es lo único que recuerdo.
—¿Extranjero? ¿Está usted segura?
La muchacha asintió con la cabeza.
—Jimmy estaba orgullosísimo. Decía que no había muchos como él en las carreteras. Tenía una tapicería de cuero preciosa. —Se rió con cinismo—. ¿Sabe usted a qué me parecía que olía? A dinero.
—Volviendo al principio, ¿vio usted este coche aparcado al fondo de la explanada…?
—Sí, pero no había ni rastro de Jimmy. Me pregunté si no habría ido a los jardines, aunque no se me ocurría por qué. Por aquel entonces ni siquiera estaban arreglados. En cualquier caso, al final me acerqué para echar un vistazo y cerciorarme de que fuera el suyo.
Billy cambió ligeramente de postura en su asiento.
—Bueno, pues no lo era. —La joven se encogió de hombros.
—¿Cómo lo supo? ¿Era de otro color?
—No, el color era el mismo. —Agitó una mano con impaciencia—. Por eso me confundí al principio. Era igual que el de Jimmy. Azul marino. Pero al acercarme vi que había una diferencia. La tapicería. La de Jimmy era de color marrón claro. Esta era azul. Azul marino, como la carrocería.
—¿No se hizo ninguna pregunta acerca del conductor?
Doris pareció no entender la pregunta.
—¿Por qué no se presentó en recepción?
—Ah, ya veo a qué se refiere. —Negó con la cabeza—. No, no me extrañé. Sólo tenía una cosa en la cabeza… ¡Jimmy! —Volvió a poner los ojos en blanco.
—De modo que se asomó usted al vehículo.
—¿Sí? —Había recuperado el buen humor, junto con su sonrisa torcida.
—Vio la tapicería. Debió de fijarse si había algo en los asientos.
—Deme un respiro, oficial. —Su acento americano estaba sacado del cine—. Fue hace tres años.
Billy encendió otro cigarro. También parecía sentirse más relajado.
—Vamos, Doris. No me engaña. ¿Qué fue lo que vio?
La joven se rió.
—No mucho. Había un sombrero de hombre tendido en el asiento del copiloto. Eso sí que lo recuerdo. Pero no sabría decirle de qué color era, ni nada.
—¿Qué hay del asiento trasero?
La señorita Jenner ladeó la cabeza, inspeccionándolo entre las pestañas.
—¿Cómo de importante es esto, sargento Styles?
—No lo sé. Antes tendría que oírlo, ¿no? —Le devolvió la sonrisa.
—¿Y si le dijera que había un cuerpo allí tumbado?
—Le diría que tiene usted tanta imaginación como buena memoria.
Doris echó la cabeza hacia atrás, riéndose de nuevo.
—Bueno, no había ningún cuerpo. Tan sólo una bolsa de fruta.
—¿Fruta? —Billy se quedó paralizado. La joven no se percató.
—Sí, una bolsa de papel de estraza, pero el paquete se había caído y había fruta por todo el asiento. Todavía puedo verlo perfectamente. —Sonreía, complacida consigo misma.
—¿Qué clase de fruta? —preguntó con fingida indiferencia Billy—. ¿También puede ver eso?
—Desde luego que sí. Tengo buena memoria, ¿no? —Sus ojos resplandecieron—. Eran naranjas. Unas preciosas naranjas doradas…