19

—El señor Vane los verá ahora.

El joven se levantó de detrás de su mesa en la antesala y se dirigió a una puerta interior. Como el dechado de diplomacia que era, se había disculpado elegantemente con Bennett y Sinclair a su llegada por las austeras condiciones de su diminuto despacho. Tras recoger sus sombreros y abrigos les había invitado, de nuevo con una disculpa, a sentarse en dos sillas de respaldo recto, típicas de la administración pública, mientras informaba de su presencia a su superior.

Era la primera vez que el inspector jefe pisaba el Ministerio de Asuntos Exteriores y sus impresiones hasta el momento habían sido de pasada. La entrada de suelo de mármol era impresionante, al igual que los comisionados uniformados que los recibieron. Pero una vez establecidas sus identidades y determinado el propósito de su visita, un funcionario había sido llamado para escoltarlos arriba a la segunda planta. Allí, una serie de corredores, finamente alfombrados, y sobre los cuales sus pasos despertaban ecos sordos, habían desembocado en una puerta sin distintivos ante la que su guía se detuvo, llamó suavemente con los nudillos y los condujo adentro.

Durante los escasos minutos que habían tenido que esperar antes de ser admitidos en presencia de Vane, Sinclair había podido repasar a placer el tortuoso camino que los había conducido hasta ese encuentro. La revelación de última hora de Bennett de la posible ocupación real de Vane no había alterado sustancialmente la situación, al menos por lo que a él respectaba, aunque no le costaba entender la consternación que podría suscitar en otros círculos gubernamentales.

Tenía claro cuál era su deber. Pero también podía sentir cierto grado de compasión por su superior mientras aguardaban sentados en silencio. La tensión de los últimos días estaba visiblemente estampada en los extenuados rasgos de sir Wilfred, y su delgada figura parecía combarse bajo el peso de la preocupación con que cargaba. Sinclair era consciente de que el comisario adjunto podría haber hecho más por evitar implicarse en la entrevista que estaban a punto de llevar a cabo, con la consiguiente amenaza a su carrera. Su propio superior directo, el comisario de la policía metropolitana, había sido informado de lo que se tramaba y, reconociendo tal vez un cáliz envenenado cuando lo veía, no había mostrado el menor interés por intervenir. De haberlo deseado Bennett, sin embargo, podría haberlo arrastrado, a él y a otros, a compartir una porción del riesgo al que se enfrentaba ahora. En vez de eso, había elegido agarrar el avispero en solitario, y el inspector jefe lo admiraba por ello.

El secretario de Vane, si eso es lo que era, abrió la puerta interior y se hizo a un lado para permitir que los dos oficiales de Scotland Yard entraran en la oficina. Esta, con vistas a un patio interior, era más espaciosa que la antesala, pero aún modesta en tamaño y decorada con una escueta elegancia que parecía representar a su ocupante, quien se levantó detrás de un escritorio pulido, sin adornos, para recibirlos.

—Sir Wilfred… hacía tiempo que no nos veíamos. —Philip Vane ensayó una ligera reverencia, pero no hizo el menor ademán de rodear su mesa para saludarlos.

—¿Cómo está usted, Vane? —El comisario adjunto mantuvo su tono neutral—. Le presento al inspector jefe Sinclair, oficial veterano del DIC.

Las cejas de Vane se enarcaron una fracción mientras indicaba un par de sillas a juego, que Sinclair fue incapaz de identificar en cuanto a estilo o periodo, más allá de reconocer que sin duda no habían salido de ningún almacén del gobierno. La atención del inspector jefe se había apartado sólo momentáneamente de la figura sentada detrás del escritorio, que permaneció en pie hasta que sus visitantes se hubieron sentado. De mediana estatura y constitución delgada, sus rasgos, finos y aristocráticos, había sido fielmente reproducidos en la fotografía obtenida por el Yard; pero lo que la imagen no conseguía plasmar era el donaire y la confianza de su modelo. No parecía sentir la menor prisa mientras esperaba a que se acomodaran, y si su expresión traicionaba un ligero aburrimiento ante la ocasión, Sinclair supuso que no era más que un gesto cultivado. Ya había detectado en Philip Vane una suerte de carácter inglés sumamente común en los altos escalafones de la sociedad con los cuales, por suerte, poco tenía que ver, ni en su trabajo ni en su vida privada.

—¿El DIC? —Vane dejó que un atisbo de curiosidad se reflejara en su rostro—. ¿No el Servicio de Seguridad? Bueno, me tiene usted en ascuas, sir Wilfred. —Volvió a sentarse en su silla, observándolos a ambos—. ¿Para qué quería verme?

—Una de nuestras investigaciones actuales —fue la pronta respuesta de Bennett, como si no quisiera concederse tiempo para cambiar de opinión—. O más bien una serie de investigaciones que la policía nacional está llevando a cabo bajo la supervisión de Scotland Yard. No hace falta decir que no estaríamos aquí ahora si el asunto no fuera grave, ni si hubiera alguna manera de resolverlo sin abordarlo a usted personalmente. A regañadientes, he llegado a la conclusión de que no la hay. En pocas palabras, necesitamos su ayuda. —Miró directamente a Vane—. Si le parece a usted bien, dejaré que sea el inspector jefe Sinclair quien lo explique con más detalle.

—¿Inspector jefe? —Vane fijó la mirada velada en el otro hombre que tenía ante él. Parecía completamente tranquilo.

Angus Sinclair abrió la carpeta que descansaba encima de su rodilla. Pese a estar perfectamente familiarizado con su contenido, le gustaba llevarla consigo y no le importaba usarla, como ahora, para generar una pausa artificial mientras fingía buscar entre los papeles. Levantó la cabeza.

—Las investigaciones a las que se refiere sir Wilfred están relacionadas con una serie de brutales asesinatos cometidos en este país en los últimos años. El primero tuvo lugar en 1929. Otros dos han ocurrido más recientemente, en el transcurso del verano pasado. Todas las víctimas eran jóvenes, niñas, adolescentes o menores. Fueron violadas y estranguladas. Un elemento común a todos estos crímenes es el asalto post mórtem llevado a cabo por el asesino sobre las caras de sus víctimas. En los dos ataques más recientes redujo sus rostros a pulpa.

El inspector jefe había dejado para el final las que consideraba que eran las palabras más reveladoras, y le decepcionó no detectar el menor rastro de reacción en su interlocutor.

—Continúe. —Vane se revolvió ligeramente en su silla.

—Es el primero de estos asesinatos lo que quiero comentar con usted. Tuvo lugar en julio de 1929, pero puesto que el cadáver de la víctima fue arrojado al Támesis y no se ha recuperado hasta hace poco, sólo ahora se ha reconocido la existencia de un crimen. En cualquier caso, hemos podido determinar con bastante certeza lo que ocurrió aquel día. En pocas palabras, una niña de doce años de edad fue recogida por el asesino y llevada en su coche al escenario del crimen, un club nudista llamado Mansión Waltham, en las afueras de Henley, en Oxfordshire. Pese al lapso de tiempo, también hemos logrado identificar el vehículo que utilizó el asesino. Por suerte… para nosotros, al menos… resultó ser una máquina de factura extranjera, poco corriente en nuestras carreteras, y hemos conseguido reducirlo a un modelo que sólo salió a la venta en este país en primavera de aquel año. La lista de quienes adquirieron dicho vehículo en ese periodo es corta y no hemos tenido problemas en encontrarlos.

—¿A qué modelo de coche se refiere? —Vane habló con voz monótona. Tenía la mirada clavada en el inspector jefe.

—Un Mercedes-Benz.

—Naturalmente, es usted consciente de que yo poseo uno. —Inexpresivo todavía.

Sinclair asintió con la cabeza.

—Comprado en el mismo periodo que nos ocupa, además. —Vane se llevó una mano a la barbilla. Su mirada no había variado ni un ápice—. ¿Y partiendo únicamente de esa base se siente con derecho a considerarme sospechoso? ¿A interrogarme? Por favor, sir Wilfred… —Levantó una mano cuando Bennett hizo ademán de ir a decir algo—. Deje que responda el inspector jefe.

—No, señor Vane. Únicamente de esa base no. —Pese a la indiferencia que esperaba aparentar, Sinclair era consciente del repentino aumento de la tensión entre ellos; ahora era casi palpable. Y a pesar del profundo pozo de experiencia al que podía recurrir en confrontaciones de esta clase, hubo de hacer un esfuerzo para mantener la calma exterior—. Desde el momento que supimos de estos crímenes… me refiero tanto al anterior como a los más recientes… nos ha desconcertado el largo lapso de tiempo que los separa. Hace poco hemos adquirido información que podría explicarlo. Enfatizo la palabra «podría». Las pesquisas de este tipo son en su mayoría cuestión de eliminar sospechosos. Eso es lo que intentamos hacer aquí.

Por un solo momento la serenidad del inspector jefe lo había abandonado, pero Vane no le concedió crédito por esta fraccional retirada; ni respiro.

—Disculpe si expreso algunas dudas a ese respecto, señor Sinclair. Creo que ha venido usted aquí con un objetivo distinto en mente. Pero decía… sugería, en cualquier caso… que tenía más motivos para considerarme sospechoso. Le ruego que me diga cuáles. —Su conducta se había vuelto glacial.

—Por supuesto. —Enfadado por su momentánea debilidad, Sinclair sostuvo la mirada helada del otro hombre sin pestañear—. Tras averiguaciones realizadas en el extranjero, sabemos ahora que la policía alemana investiga actualmente una serie de asesinatos similares a los ya descritos. Estos crímenes encajan en un periodo de tiempo muy preciso: el primero ocurrió en diciembre de 1929, y el sexto y último en abril de este año. Somos conscientes de que usted estaba destacado en la embajada británica en Berlín durante ese periodo. Indudablemente, la coincidencia es asombrosa, al menos desde nuestro punto de vista. Fue usted a Berlín en octubre de 1929, ¿no es así? ¿Y regresó a Inglaterra a comienzos de verano este año?

Tan absoluto fue el silencio que siguió a sus palabras, que el inspector jefe pudo distinguir el batir de las alas de una paloma en el patio. Los ojos de Vane seguían estando fijos en él. Pero su mirada se había vuelto vidriosa. Consciente de que el hombre había sufrido algún tipo de conmoción, Sinclair esperó a que hablara. Ya se había formado la opinión de que Philip Vane no era un individuo que se viniera abajo fácilmente; aun así, su respuesta, cuando por fin llegó, resultó ser decepcionante.

—¿Qué es lo que desea usted preguntarme, inspector jefe? —Aparte de humedecerse los labios, parecía calmado—. Específicamente, me refiero.

—En principio, me gustaría que nos refiriera sus movimientos en dos días distintos de este verano. El veintisiete de julio y el ocho de septiembre.

Vane asintió como si la solicitud fuera perfectamente normal.

—Deduzco que ésos fueron los días en que se cometieron los dos asesinatos más recientes. —Habló sin inflexionar la voz, y Sinclair no pudo leer nada en su rostro.

—Sí, señor. El primero ocurrió en Sussex, en Bognor Regis. El segundo, cerca de una aldea de Surrey.

Vane se levantó de repente y salió de detrás de su escritorio para dirigirse a una mesa de biblioteca de madera satinada que se levantaba en un rincón de su despacho, donde varias fotografías enmarcadas se sostenían contra volúmenes apilados. De uno de estos montones sacó un libro fino encuadernado en cuero rojo con el que regresó.

—El veintisiete de julio, ha dicho… —De pie, pasó las páginas sin prisa.

—Sí, señor. Y el ocho de septiembre.

Mientras Vane agachaba la cabeza, Sinclair miró a hurtadillas a Bennett, a su lado. La mirada del comisario adjunto estaba fija en la figura del escritorio. Sus ojos, ligeramente más abiertos de lo normal, sugerían el estrés al que también él estaba sometido.

—El veintisiete era sábado, ya veo. Me quedé en la ciudad ese fin de semana, lo que no es raro. Tenía trabajo pendiente, ahora lo recuerdo. No figura ninguna cita. Con toda probabilidad pasé el día en mi piso… se encuentra en el Albany, aunque me atrevería a decir que eso ya lo sabían ustedes… y cené en mi club. Por anticiparme a su pregunta, inspector jefe, aparte de la cena, no, no creo que mis movimientos puedan ser confirmados por nadie. Le habría dado el fin de semana libre a mi hombre. Siempre lo hago cuando me quedo en la ciudad.

Se produjo una pausa mientras Vane ojeaba las páginas. Sinclair continuó observándolo, con los párpados entornados. Seguía sin poder interpretar a aquel hombre. Pero se sentía cada vez más como si estuviera jugando, representando algún tipo de farsa.

—El ocho de septiembre era domingo. Pasé ese fin de semana con unos amigos en Hampshire, a este lado de Winchester. Puedo darle sus nombres, si quiere. Surrey, ha dicho usted… donde se cometió el otro asesinato… no está tan lejos, entonces. Y me fui antes de comer el domingo para volver a Londres. —Vane cerró el diario y se sentó—. Como coartada no es gran cosa, ¿verdad?

Podría haber parecido despreocupado —había seguido hablando con la misma voz lacónica en todo momento— de no ser por su dedo, con el que empezó a tamborilear encima del escritorio ante él. Para el inspector jefe era una señal de ansiedad. Pero tenía la curiosa impresión de que Bennett y él se habían vuelto irrelevantes para lo que fuera que ocupase la mente de Vane. De hecho, por el modo en que sus ojos vagaron a la ventana en ese momento, parecía haberse olvidado de su presencia. La luz languidecía fuera en el patio.

—El asesinato del que me hablaba antes… el que tuvo lugar cerca de Henley… ¿puede darme una fecha? —Habló arrastrando las palabras, con su tono bordeando la insolencia. Pero sus ojos, cuando volvieron a apuntar hacia ellos, contaban una historia distinta, la fijeza de su mirada reflejaba un tumulto interno aún bajo tenso control.

—Sí, desde luego, señor. Pero no voy a pedirle aquí y ahora que dé cuenta de sus movimientos de hace tanto tiempo. —Al inspector jefe se le acababa de ocurrir que lo que el otro hombre había estado haciendo en los últimos minutos era ganar tiempo.

Vane sacudió la cabeza con impaciencia.

—La fecha, hombre.

El cambio en su actitud era asombroso; Sinclair enarcó las cejas, sorprendido.

—Ocho de julio —respondió, tras una pausa.

Vane deslizó una mano bajo el canto de su mesa y un timbre sonó débilmente en el despacho exterior. Se abrió la puerta a sus espaldas.

—Peter, por favor, busca mi diario personal de 1929 y tráelo. —Sin molestarse en levantar la cabeza, se quedó sentado mirando fijamente su escritorio y aguardaron en silencio hasta que el joven de fuera apareció con un libro idéntico de cuero rojo, que depositó enfrente de su superior.

—Gracias. Puedes retirarte.

Antes de que se cerrara la puerta, Vane había abierto el libro y los otros dos observaron mientras buscaba la página deseada. Se quedó sentado mirándola fijamente durante largo rato. Sinclair observó a Bennett de reojo y cruzó la mirada con él. Cuando volvió a fijarse en Vane éste seguía teniendo la cabeza agachada sobre la página, pero ahora estaba asintiendo, como confirmando algo que ya sospechaba. Pasó unas pocas páginas más, yendo adelante y atrás en su diario. Asintió de nuevo.

—La niña fue asesinada el día ocho, dice usted. El día antes de que yo viajara de Oxford a Birmingham para quedarme con unos amigos antes de continuar camino de Escocia, donde pasé el resto de julio y la primera semana de agosto. Naturalmente, todo eso puede ser confirmado. —Cerró el libro.

Sinclair, al que la revelación había dejado sin habla, se quedó sentado, pestañeando. Hubieron de transcurrir varios momentos antes de que recuperara la voz.

—Entonces, ¿estaba usted en la zona de Oxford? —No se le ocurría qué más decir.

—Sí, de vacaciones. Fui invitado de sir Robert Hancock y su señora en su hogar cerca de Woodstock. Es colega mío. Tiene usted mi permiso para contrastar mi historia con él. —El tono de Vane se había alterado. Para sorpresa de los otros dos, había perdido su carácter hostil. Pero como si pretendiera confundirlos aún más, no mostraba el menor signo de alivio por haberse exculpado. Si acaso, los indicativos de ansiedad que exhibiera antes se habían intensificado. Su dedo había reanudado su rápido tabaleo encima de la mesa ante él. Al observarlo atentamente, el inspector jefe presintió indecisión tras su extraña conducta.

—No pretendo poner en duda su palabra, señor, pero ¿viajó usted a Birmingham, y a Escocia, en su coche?

Por primera vez Vane pareció encontrar dificultades para formular una respuesta.

—No, inspector jefe —contestó al fin—. No, fui en tren.

—¿Lo dejó aparcado en Londres?

La pregunta flotó en el aire entre ellos hasta hacerse evidente, por el motivo que fuera, que Vane no iba a responderla. Su mirada se había vuelto introspectiva, y una vez más el inspector jefe sintió que sus pensamientos estaban en otra parte.

Bennett se revolvió, rompiendo el largo silencio.

—Estas preguntas necesitan respuesta —insistió.

Aun así Vane no dijo nada, y a Sinclair le pareció claro que haría falta algo más para derribar el muro de obstinación al que se enfrentaban. Cuando habló de nuevo, lo hizo con tono afilado, con sus consonantes marcadas prestando un énfasis inconfundible a las palabras que eligió.

—Señor, la investigación que estamos realizando es incomparable con cualquier otra, en mi experiencia. Este hombre ha matado a nueve niñas. Nueve, que nosotros sepamos. Una persona que sabe de lo que habla me lo ha descrito como un monstruo. Menos que humano. No veo ningún motivo para poner en duda esta opinión. Tan sólo le pido que considere lo que está en juego. Si puede decirnos algo… cualquier hecho, por pequeño que sea…

—¡Inspector jefe! ¡Se lo ruego!

El grito angustiado de Vane cogió por sorpresa a Sinclair, que se lo quedó mirando, desconcertado. Era lo último que esperaba escuchar.

—No hay necesidad de continuar. Ya sé lo que está en juego. Pero la situación no es la que usted cree. No estoy protegiendo a nadie. Quiero ayudarles, créame, pero me temo que ya es demasiado tarde.

La carpeta, de color pardo, estaba señalada en una esquina con una amplia franja roja. Vale la había dejado encima de su mesa momentos antes, y la mirada del inspector jefe no se había separado de ella desde entonces. Antes, había visto cómo la sacaba de una caja fuerte instalada en un armario de teca al fondo de su oficina, usando para ello una llave seleccionada de una argolla sujeta a una cadena de reloj metálica que llevaba encima. Habían transcurrido algunos minutos desde su estallido, pero aunque pronto había recuperado el control de sí mismo, disculpándose ante ambos, no podía disimular los efectos de la poderosa emoción que acababa de experimentar, que se manifestaban en su palidez y en lo sincopado de sus movimientos. Al mismo tiempo, su actitud hacia ellos también había cambiado. Atrás quedaba el aire de fría superioridad en el que se fijara el inspector jefe cuando llegaron. La ansiedad marcaba ahora su comportamiento, y parecía más humano.

—Sólo nos hemos visto en sociedad, ¿verdad, sir Wilfred? —Vane levantó la mirada de reojo de su carpeta, que había estado observando fijamente—. Me pregunto si está usted al corriente de la posición particular que ocupo aquí, en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

—Consciente… no. Al menos, no oficialmente. —Bennett se permitió una ligera sonrisa. El alivio que había sentido minutos antes al comprender que, después de todo, éste no era el hombre que buscaban, no le había pasado desapercibido al inspector jefe, que había estado buscando alguna imagen con la que enmarcar el fulgor de revelación que emanaba del semblante de su superior, pálido, pero ya no consternado: el encuentro de san Pablo camino de Damasco fue lo primero que le vino a la cabeza—. Pero reconozco haber sentido curiosidad por usted, Vane. He hecho algunas averiguaciones… y recibido respuestas veladas. Esta misma mañana le he dicho al señor Sinclair que creía que estaba usted implicado en servicios de espionaje.

—No me diga. —La ceja elegantemente enarcada de Vane era una señal de su recuperada compostura—. Bueno, eso aclara las cosas, en cualquier caso. —Los miró a ambos—. Todos somos oficiales veteranos acostumbrados a la necesidad de ser discretos. Pero debo hacer hincapié en que gran parte de lo que estoy a punto de contarles es sólo para sus oídos y estas paredes, y que en caso de que saliera a la luz se negaría casi con toda seguridad. Para ser más concretos, nada de ello podría emplearse por la acusación en cualquier caso futuro. ¿Prevé usted algún problema al respecto?

Bennett parecía inseguro. Miró inquisitivamente de soslayo al inspector jefe.

—No se me ocurre ninguno —respondió Sinclair. Presintiendo la proximidad del clímax, también él pugnaba por mantener una apariencia de calma—. Por lo que a la policía respecta, éste es un caso de asesinato, lisa y llanamente. La fiscalía no admitiría ninguna conexión con los servicios especiales, estoy seguro, y si la defensa intentara sacarla a la luz, siempre quedaría el recurso de celebrar el juicio a puerta cerrada. Evidentemente, no puedo hablar por lo que ocurriría si el asesino fuera llevado a juicio en el extranjero.

—En tal caso hagamos todo lo posible por evitar que así sea. —El tono de Bennett fue seco—. Por favor, continúe. —Señaló con la cabeza a Vane, que colocó la carpeta encima de la mesa ante él, como si estuviera poniendo sus pensamientos en orden.

—Comenzaré poniéndoles en antecedentes —dijo—. Por obligación, esto deberá limitarse a lo que considero que necesitan saber. Supongo que no les sorprenderá a ninguno de ustedes que Asuntos Exteriores esté implicado en la recogida de información. Tradicionalmente, siempre ha sido así, incluso ahora que existe un departamento de servicios secretos. Hace tiempo que se me asignó esta tarea, y en los últimos años Alemania se ha convertido en mi área de responsabilidad especial.

Hizo una pausa, como si quisiera escoger con cuidado sus palabras.

—La adquisición de información tiene varias facetas, pero voy a referirme a una sola de ellas: una categoría de personas que empleamos para recabar ciertas clases de información y realizar misiones particulares. Agentes, en pocas palabras… o espías, si lo prefieren… profesionales que son expertos en el campo del espionaje y se emplean a tal fin. Los servicios británicos tienen a su disposición un gran número de tales hombres… y mujeres. Se encargan principalmente de desempeñar funciones de naturaleza cuestionable con las que ningún diplomático u otro oficial gubernamental podrían permitirse el lujo de estar relacionado.

Se interrumpió de nuevo, esta vez para apuntarles con la mirada.

—Lamento tener que decirles que el hombre que buscan es uno de ellos.

—¿Un agente al servicio de este país? —Sinclair quería dejar claro ese punto. Vane asintió con la cabeza.

—¿Querría darme su nombre? —Al ver cómo vacilaba su interlocutor, el inspector jefe se apresuró a añadir—: Le advierto de antemano que no tiene derecho bajo ninguna ley a ocultarlo.

—No, no es eso. Usted no lo entiende. —Vane sacudió la cabeza—. Por supuesto que le daré su nombre. ¿Pero cuál? Ha tenido muchos. Para nosotros es Wahl, Emil Wahl; así figura en su expediente. —Dio unos golpecitos en la carpeta que tenía delante—. Pero su verdadero nombre es Gaston Lang. Así fue como lo bautizaron.

—¿Lang, dice usted? —Sinclair abrió su cuaderno. Mientras buscaba la pluma que guardaba en su bolsillo, vio cómo Vane negaba con la cabeza.

—Apúntelo si quiere, inspector jefe, pero no le servirá de nada. De todos los nombres que Lang podría estar empleando ahora, le aseguro que ése es el que jamás volverá a utilizar.

—Llevaba trabajando para nosotros varios años cuando lo conocí… eso fue en verano de 1929. Pero su asociación con nuestra rama de espionaje se remonta a la guerra, y es importante que sepan ustedes cómo surgió.

Vane observó a sus interlocutores.

—Por aquel entonces los servicios secretos británicos contaban con un agente excepcional, un suizo llamado Ernst Hoffmann. Tenía su centro de operaciones en Ginebra, y gracias a él y a sus diversos contactos y subagentes logramos obtener una extraordinaria cantidad de información valiosa desde dentro de Alemania. Lang era su secretario.

Vane frunció el ceño.

—Sabíamos poco de él. Al parecer se había criado en un orfanato. En cualquier caso, pese a lo que sólo podía haber sido la formación académica más rudimentaria, logró llamar la atención de Ernst Hoffmann, y para cuando nuestra gente lo conoció dominaba ya varios idiomas, amén de otras habilidades que su superior debía de considerar necesarias para su educación.

Enarcó una ceja, sugiriendo un significado que no era aparente en sus palabras.

—Hoffmann era tratante de arte, por cierto: era un negocio legítimo, y lo usaba como cobertura para sus otras actividades. Ya estaba trabajando para nosotros antes de la guerra, y durante ese periodo utilizó a Lang como correo e intermediario para mantener el contacto con sus agentes en Alemania.

»De modo que estaba bien situado para ayudarnos cuando estalló la guerra, pero en 1917 murió… inesperadamente, sufrió un infarto estando sentado en una cafetería… y Lang heredó su trabajo. Con resultados gratificantes, al menos por lo que a nuestra gente respecta. La muerte de Hoffmann los había sumido en el pánico y les alegró descubrir que este joven era capaz de perpetuar su labor, y con la misma eficacia.

»Sin embargo, aproximadamente un año más tarde, en primavera de 1918, se presentó sin previo aviso en Francia y se abrió camino hasta el sector británico en el frente, en el norte, donde se presentó a nuestra rama de servicios especiales. Tenía una historia curiosa que contar. Dijo que había sido identificado como colaborador británico por los agentes de contraespionaje alemanes en Suiza, que habían logrado incriminarlo ante la policía de ese país. Por los pelos había evitado que lo detuvieran y conseguido cruzar clandestinamente la frontera con Francia.

—¿«Incriminarlo»? —repitió Sinclair—. ¿Quiere usted decir, como espía?

Vane sacudió la cabeza.

—Lo buscaban por asesinato. La víctima era una niña.

—¡Dios santo! —Bennett no pudo ocultar su asombro.

A su lado, el inspector jefe había entornado los párpados.

—¿Y se lo creyeron? ¿Estos «oficiales de inteligencia»?

Vane se encogió de hombros.

—Hubiera sido difícil, por no decir imposible, comprobar la veracidad de su historia. El mundo de los agentes, de los espías, es turbio en el mejor de los casos. No sería la primera vez que se intentaba desacreditar a alguno de ellos de esta forma. Y recuerden que la guerra continuaba. Les contó más. Dijo que se había producido un atentado contra él, orquestado por estos mismos alemanes confabulados con dos detectives suizos a los que tenían en nómina. Tras una escaramuza había logrado escapar, dejando a uno de los detectives sin vida. Apuñalado. Llevaba encima un cuchillo.

—De modo que pesaban sobre él dos acusaciones de asesinato. —Sinclair tenía miedo de hablar, por lo que pudiera escapar de sus labios.

Vane se fijó en la expresión de su rostro.

—Procure entender cómo debió de ver la situación nuestra gente. La guerra estaba librándose más encarnizadamente que nunca. Nadie pensaba que se fuera a acabar en cuestión de meses. Lang había traído una gran cantidad de información valiosa con él. Era la única persona que conocía los detalles de la red de Hoffmann en Alemania. Los nombres de sus agentes. En ese momento en particular era una baza importante para la causa aliada.

—¿Y? ¿Qué ocurrió?

—Lang desapareció. No se volvió a saber de él. Emil Wahl, un ciudadano belga, apareció en su lugar.

—Con todas las credenciales de rigor, supongo.

Vane volvió a encogerse de hombros.

—Sólo puedo repetir que era una situación especial. Estas cosas no pasarían si no hubiera guerras.

—No, señor Vane, debo corregirlo. —La rabia tensaba la voz del inspector jefe—. Estas cosas no ocurrirían si ciertas personas no decidieran ponerse por encima de la ley. Lo que hicieron estos hombres fue condonar un crimen y cometer otro. Es una historia bochornosa. Bochornosa, ¿me oye usted bien?

Bennett hizo un gesto con la mano, intentando apaciguar a su colega. Pero Vane no parecía dispuesto a ofenderse. En vez de eso, su apesadumbrado encogimiento de hombros parecía una aceptación tácita del veredicto emitido. Con un suspiro, continuó:

—En este momento debería mencionar que aunque Lang había trabajado para nosotros en distintos países europeos, debido a su episodio en tiempos de guerra… o a su versión del mismo… nunca había sido destinado a Alemania. Sin embargo, la opinión general era que, tras una decena de años, el riesgo de exponerlo nuevamente a su sección de contraespionaje tendría que haber disminuido, y él tampoco se opuso a que lo enviaran allí.

»Se acordó traerlo a Londres primero, algo que no se había hecho nunca. Era un símbolo, si lo prefieren, de lo valiosos que se consideraban sus servicios. En ciertas esferas, al menos. —El semblante de Vane era inexpresivo—. Nuestro primer encuentro se produjo en un restaurante, delante de más gente, y aproveché la ocasión para concertar una segunda cita con él. Esta sería para proporcionarle la información que necesitaría antes de partir hacia Berlín. Puesto que no quería que apareciera en Asuntos Exteriores, y dado que yo estaba a punto de irme de vacaciones de todos modos, lo organicé todo para vernos fuera de Londres.

—¿Llevaba mucho tiempo en Inglaterra? —Sinclair había recuperado la calma—. Me gustaría hacerme una idea de sus movimientos.

—Supuse que llevaría aquí varias semanas y que había visitado distintas partes del país. Había solicitado vacaciones antes de reanudar su labor. No puedo decirles adónde fue, pero sé que le gusta observar a las aves… está en su expediente. Se podría decir que es un experto, creo. Es una de las pocas cosas que sabemos de él.

—Gracias. —El inspector jefe inclinó la cabeza—. ¿Decía usted que había concertado una segunda cita con él?

Vane asintió con la cabeza.

—Había organizado mi estancia con estos amigos de las afueras de Oxford, y puesto que tenía pensado viajar al norte el día siete, le pedí a Lang que se reuniera conmigo la víspera. Convino en ir en tren hasta Oxford y dijo que pensaba quedarse una o dos noches en un hotel allí antes de regresar a Londres. Lo recogí en la estación y lo llevé a un pub en Woodstock, donde había reservado una sala para almorzar, y donde le di un informe detallado.

Se interrumpió y se quedó sentado, mirando fijamente el escritorio delante de él. Cuando el silencio se prolongó, Sinclair y Bennett cruzaron la mirada. Transcurrió un minuto o más antes de que el otro hombre levantara la cabeza. Sus ojos mostraban la misma expresión abstraída de antes.

—No mentiré y diré que no sentía curiosidad por conocerlo. Hasta entonces sólo había sido un nombre para mí. Pero estaba al corriente de su reputación, y abordé nuestra reunión con cautela. —Volvió a hacer una pausa—. Supongo que no hará falta decirles que las cualidades requeridas para la clase de trabajo que realizaba Lang para nosotros son… bastante especiales. No es una profesión apta para pusilánimes. Pero aun así, hay límites… o debería haberlos. —Vane dio unos golpecitos en la carpeta que tenía delante—. Lamentablemente, no puedo enseñarles esto. Infringiría la ley. Pero hay cosas ahí que los asombrarían. O eso espero, al menos. A mí me ocurrió, sin duda. Si me pidieran que lo caracterizara diría que, más que el expediente de un hombre sin escrúpulos, es el de alguien sin sentido moral. De modo que lo comprenderán si les digo que colaborar con él me producía un recelo considerable. Nuestra reunión tampoco hizo gran cosa por tranquilizarme.

Se quedó pensativo un momento, como absorto en sus recuerdos.

—No es fácil describir la impresión que me dio. En más de un sentido es bastante corriente. De voz suave; casi difidente en su comportamiento. Y la parte profesional de las cosas fue sobre ruedas. Lo encontré excepcionalmente rápido a la hora de entender lo que le decía. No tuve que repetir nada. Pero era como si hubiera una barrera entre nosotros. Algo real, pero transparente, como un cristal. Él estaba a un lado, yo al otro, y no existía la menor conexión entre nosotros. Ningún lazo humano. Al pensar en ello más tarde, comprendí que esta sensación se debía a su mirada. Sus ojos. Era como si estuvieran muertos.

Vane reflexionó sobre lo que acababa de decir. Se encogió de hombros.

—Debió de ser luego, mientras nos dirigíamos a Oxford, cuando hice algún comentario sobre mi coche. Era nuevo, como ustedes ya saben, y lo había comprado porque pensaba que sería fácil de mantener en Alemania y menos llamativo que un vehículo de fabricación británica. Así las cosas, se había producido un problema de poca importancia con el cambio de marchas y debí de expresar mi irritación por no poder conducir hasta Escocia el día siguiente, como era mi intención, sino que tendría que dejarlo en un taller de Oxford, o buscar alguna manera de llevarlo de nuevo a Londres, para que pudieran efectuar las reparaciones precisas en mi ausencia.

»Dijera lo que dijese, el caso es que Lang se ofreció a ayudarme. Dijo que pensaba pasar uno o dos días en la zona de Oxford, pero después de eso no tendría ningún inconveniente en llevar el coche a Londres. Lo peor de todo es que estuve a punto de rechazar su oferta, precisamente debido a la aversión que me inspiraba su persona. Pero mi reacción se me antojó desproporcionada, y al final accedí. ¡Ojalá le hubiera hecho caso a mi instinto!

Visiblemente turbado, miró fijamente por la ventana, donde podían verse luces encendidas tras otros cristales al otro lado del patio.

—¿Qué sucedió? ¿La recogió en la carretera? —Habló sin mirar en rededor.

—Sí, en Henley. Estaba haciendo recados para su madre. Las tiendas estaban a tan sólo un par de kilómetros de distancia.

Con un suspiro, Vane se giró para encararlos de nuevo. Parecía estar más pálido que antes.

—El coche entró en mi taller de Londres, tal y como me había prometido. Cuando regresé de Escocia, Lang estaba ya en Alemania, instalándose. Yo ocupé mi puesto en Berlín ese mismo octubre. Pasaron más de dos años antes de que volviera a verlo.

—¿A pesar de que estuvo usted allí todo ese tiempo? —expresó su incredulidad Sinclair.

—Sí, pero entiendan que eso era lo acordado. No estaba previsto que nos encontráramos. Lang estaba destinado al área de inteligencia política y sus órdenes eran reclutar y controlar agentes, dirigirlos, como si dijéramos, y enviarme sus informes. Naturalmente, era importante que no tuviera ningún contacto con nuestra embajada en Berlín. Mi propio cargo oficialmente era el de diplomático con responsabilidades en el ámbito económico, y procuraba que nuestros caminos no se cruzaran. Me informaba por escrito.

—¿Lo llevaron sus responsabilidades a Múnich, por casualidad? —preguntó Sinclair.

—Casi seguro. —Vane vaciló. Se mordió el labio—. Miren, no hay motivo para que no les cuente qué hacía Lang para nosotros en Alemania, siempre y cuando sean discretos al respecto. Su misión específica consistía en cultivar contactos dentro del partido nazi. Es algo que tardábamos en hacer. Como otros, tendíamos a considerarlos escoria. Ahora parece que van a formar parte del próximo gobierno. O, Dios no lo quiera, terminar dirigiéndolo.

»Lang fue enviado a Berlín bajo la fachada de representante de una empresa textil austríaca. Su trabajo consistía en infiltrarse en círculos del partido con la intención de identificar a aquellos individuos que pudieran resultarnos útiles. Es un asunto delicado, para el que había demostrado estar altamente cualificado. Tenía buen ojo para seleccionar a la clase de personas a las que se podría comprar o persuadir para cooperar por otros medios, no todos indeseables, y que dejaré a su imaginación. —Vane hizo una mueca—. Baste decir que era implacable, algo de lo que ya nos habíamos dado cuenta en el pasado.

»Lo habíamos organizado para que la firma a la que supuestamente representaba tuviera lazos comerciales en Múnich, lo que le proporcionaba una excusa para ir allí y dejarse ver por las cervecerías, a fin de que su rostro se volviera conocido. —Reparó en la mirada que cruzaron sus visitantes—. ¿Por qué? ¿Es significativo eso?

—Para nosotros sí. —Sinclair asintió—. Dos de los asesinatos que mencioné antes tuvieron lugar en la región de Múnich.

Vane encajó esta información con el ceño fruncido. No hizo ningún comentario.

—Bueno, eso valen nuestros planes. Les contaré ahora lo que ocurrió. Durante el primer año aproximadamente todo fue como la seda. Lang desempeñó su labor con la misma eficacia de siempre. A su debido tiempo se unió al partido y, tras identificar a varias figuras cuya amistad podría reportarle dividendos, empezó a cultivarlas. Prestó dinero a varias personas. Todo estaba saliendo según lo planeado. Pero entonces, a mediados del segundo año, su trabajo empezó a flojear. El cambio fue gradual, pero perceptible. Sus informes se volvieron irregulares… algo inusitado, era metódico hasta la obsesión… y cuando llegaban hasta mí mostraban indicios de una reducción de la actividad por su parte. Lo amonesté por escrito varias veces, sin resultado, y estaba empezando a pensar que sería necesario un encuentro vis a vis entre nosotros cuando me llegó un mensaje suyo, solicitando precisamente eso. Quería verme urgentemente.

Vane hizo un vago gesto de cansancio.

—Poco podía hacer salvo aceptar, de modo que nos reunimos en un pequeño hotel en el campo, en las afueras de Berlín, donde me dijo que quería interrumpir su misión y abandonar Alemania. Alegó la creciente sospecha de que habían vuelto a identificarlo como agente británico. Insistió en que corría peligro y dijo que no podía seguir adelante con el trabajo.

—¿Cuándo fue esto? —lo interrumpió Sinclair—. ¿Podría ser más preciso?

—A comienzos de junio de este año. ¿Le dice eso algo?

—Sí, el último en la cadena de asesinatos ocurrió en abril. Las autoridades bávaras tenían una pista y, en colaboración con la policía de Berlín, organizaron una campaña para identificar al asesino. Utilizaron los periódicos, entre otros medios. Lang debía de estar al corriente. —Sinclair hizo una pausa, curioso—. ¿Qué le pareció a usted su conducta? —inquirió.

Vane se encogió de hombros.

—En cuanto a su exposición como agente nuestro, distaba de estar convencido. Después de todo, sus actividades no estaban dirigidas contra el Estado. Pero algo me olía a chamusquina. Saltaba a la vista que estaba bajo presión. —Vaciló, mordiéndose el labio—. No fingiré que sentía simpatía por él. No me parecía menos extravagante que antes. Pero tampoco podía descartar la posibilidad de que estuviera derrumbándose, e inmediatamente después de nuestra reunión me puse en contacto con Londres y se decidió que lo retiráramos, al menos temporalmente. Difundió la noticia de que lo reclamaban en Viena con cualquier pretexto y salió de Berlín.

—¿Pero vino a Inglaterra? —El inspector jefe estaba escuchando atentamente.

—Sí, lo trajimos de vuelta aquí discretamente. Queríamos tenerlo cerca hasta decidir qué hacer a continuación. Aproveché la oportunidad para regresar yo también a Londres. Tenía mi propia opinión sobre el tema y toda la intención de expresarla.

—¿Y dónde estaba Lang mientras tanto?

—En una clínica cerca de Lewes, en Sussex. Es un sitio con el que tenemos… relación. Recibió órdenes de tomárselo con calma unas semanas. Lo organizamos para que recibiera tratamiento durante su estancia allí.

—¿Para qué, exactamente?

—Los doctores descubrieron que sufría agotamiento nervioso, lo que no fue ninguna sorpresa. Habíamos visto ya a otros agentes reaccionar de forma parecida a los rigores de su trabajo. Es una profesión peligrosa, después de todo. Pero me interesaba más lo que tenía que decir al respecto su psiquiatra, un hombre llamado Bell. Estaba claro que Lang lo fascinaba. En su primer informe lo describió como un paciente inusual, un paciente cuya personalidad le resultaba perturbadora, pero difícil de penetrar. «Opaca», fue la palabra que empleó.

—¿Eso fue todo lo que dijo? —Sinclair frunció el ceño.

—En aquel momento, sí. Y puesto que no discrepó del diagnóstico general, Lang recibió tratamiento simplemente por tensión. Se le animó a relajarse. Por consejo de los médicos le proporcionamos un coche, y tengo entendido que pasó el tiempo conduciendo por la campiña.

—No me diga. —La frialdad había regresado a la conducta de Sinclair—. Bueno, me atrevería a decir que encontró tiempo para pasarse por Bognor Regis. Uno de los asesinatos mencionados tuvo lugar cerca de allí, como tal vez recuerde usted.

El gesto de Vane se crispó, pero no dijo nada. Transcurrido un momento, continuó:

—A su debido tiempo recibimos un informe completo de la clínica, que incluía las observaciones de Bell. Pese a lo reservado de su punto de vista, lo que tenía que decirnos nos pareció alarmante. Según él, no le cabía casi ninguna duda de que Lang padecía algún tipo de trastorno psicológico agudo, y nos advertía que tuviéramos prudencia en el trato con él.

—¡Por el amor de Dios! —Bennett se dio una palmada de impaciencia en la pierna—. ¿No podría haber sido más específico?

—Lo mismo pensé yo. De modo que lo llamé por teléfono para ver si podía averiguar algo más, pero se limitó a repetir lo dicho anteriormente: que Lang era una persona que haríamos bien en mantener a cierta distancia. Le pregunté a bocajarro si pensaba que era normal, y respondió que ésa no era una palabra que le gustara usar a la gente de su profesión, y que en cualquier caso no quería emitir ningún veredicto categórico, puesto que el paciente en este caso se había negado a que le practicaran un examen más minucioso.

Vane sonrió sin humor. Cruzó la mirada con el comisario adjunto.

—Tras descargar su conciencia, sin embargo, si era eso lo que estaba haciendo, me informó de que varios aspectos de la conducta de Lang le habían dado motivos para preocuparse, señales delatoras las llamó, y una más que ninguna otra, la cual calificó de «falta de respuesta emocional adecuada», una condición que la mayoría de los psiquiatras consideraban imposible de tratar. Indiferencia extrema a las consecuencias de las acciones de uno sería otra forma de decirlo. Quienes exhibían estos síntomas con frecuencia no sentían culpa ni responsabilidad por lo que hacían, me dijo, añadiendo que era uno de los signos clásicos de la personalidad psicópata.

—¡Que me aspen! —Bennett no tenía palabras. Sinclair, por otro lado, no parecía asombrado.

—¿Y qué efecto, si es que lo hubo, tuvo eso entre sus colegas? —preguntó—. ¿Los cogió por sorpresa?

—Depende de a qué se refiera. —Vane lo observó—. Algunos de nosotros nos sorprendimos, sin duda. Y puesto que yo era la persona que había tenido que trabajar con él, sobre mí recayó la responsabilidad de proponer el cese de sus servicios. Armado con las palabras de Bell, insistí en que era un hombre en el que no podíamos seguir confiando y que había llegado la hora de cortar nuestros lazos con él para siempre. —Se rió con voz ronca—. Pensé que había hecho un trabajo convincente, pero pronto me desengañé. Mis argumentos no calaron en quienes importaban; ni tampoco, aparentemente, las opiniones de un psiquiatra cualquiera. Se me recordó que Lang era uno de nuestros mejores agentes, con un largo historial de logros a sus espaldas. En cuanto a sus defectos de personalidad, no eran ni más ni menos de lo que cabría esperar en alguien inmerso en una profesión tan dudosa.

Se dio la vuelta para mirar fijamente por la ventana. Transcurrieron unos momentos antes de que continuara. En el ínterin, Sinclair y Bennett cruzaron la mirada, pero ninguno de ellos se sentía con ánimos de hablar.

—Me atrevería a decir que no les resultará fácil encajar lo que les he contado. —Vane se dirigió a la oscuridad del exterior—. Quizá se pregunten incluso cómo nuestro servicio de inteligencia pudo llegar a emplear a semejante individuo. Me refiero, al margen del asunto de estos crímenes tan bestiales. Sólo puedo contestar dándoles los argumentos de quienes promocionaron su carrera en primer lugar y lo han abanderado desde entonces. Ellos dirían que la guerra cambió el mundo de formas que la gente de este país aún tiene que asimilar. En pocas palabras, se ha vuelto salvaje… ya no sirve de nada jugar según las reglas… y los hombres como Gaston Lang, así como los usos que se les pueden dar, son un mero síntoma de dicho cambio. No es una opinión compartida universalmente, todavía no, pero sí una que posiblemente vaya en auge como continúe la tendencia actual.

Se giró para encararlos de nuevo.

—¿Por dónde íbamos…? Sí, el futuro de Lang. Bueno, esa cuestión se zanjó enseguida. Se decidió enviarlo de regreso a Berlín. Se había descubierto que su supuesto desenmascaramiento como agente británico era una sospecha infundada. Habíamos conseguido obtener información independiente al respecto. Por consiguiente, fue llamado a Londres, se le recordó que tenía una obligación para con nosotros y se le instruyó volver a Alemania sin demora para reanudar su misión.

—¿Y cómo reaccionó? ¿Acató la decisión?

—Eso parecía. No puso ninguna objeción, en cualquier caso. Pero al verlo, recordé nuestro encuentro en Woodstock y pensé que, más que nunca, no tenía ni idea de quién era realmente ni qué pasaba por su cabeza.

Vane reflexionó sobre sus propias palabras. Sacudió la cabeza.

—No obstante, parecía que los problemas se habían resuelto. Lang regresó a Lewes para hacer las maletas y preparar su marcha. Esperábamos recibir confirmación de sus planes de viaje. En vez de eso, dos días más tarde, recibimos por correo lo que venía a ser una carta de dimisión. Dijo haber cambiado de opinión y decidido que no podía seguir a nuestro servicio. Pensaba volver a Bruselas… allí tenía su base de operaciones… y dejaría el coche que le habíamos proporcionado en un taller de Dover. Donde, por cierto, fue recuperado más adelante. Las pesquisas realizadas en el despacho de billetes de ferry revelaron que un hombre que se ajustaba a su descripción había comprado un pasaje para cruzar el canal el día antes.

—¿Eso fue todo? ¿Me está diciendo que no se hizo nada por intentar detenerlo, o traerlo de vuelta? —Sinclair se mostraba incrédulo.

Vane se encogió de hombros.

—Por mucha influencia que creyéramos tener sobre él, había poco que pudiéramos hacer, en realidad. Después de todo, se puede llevar un caballo hasta el agua, pero nada más. No podíamos obligarlo a trabajar para nosotros. Y había otra consideración. Lang sabía mucho sobre nuestras actividades de espionaje; lo último que queríamos era enemistarnos con él. Al final, se decidió que más valdría dejarlo correr.

—¿De modo que no volvieron a tener contacto con él?

—Ninguno en absoluto, aunque lo intentamos. Pretendemos seguir adelante con la operación alemana y hay algunos aspectos de la misma que necesitaban clarificarse. Pero no ha dado señales de vida en Bruselas… ni en ninguna otra parte del continente donde podríamos haber esperado darle alcance.

—Lo que no es de extrañar, puesto que está claro que se quedó en Inglaterra. —El inspector jefe no intentó disimular su desazón—. Este hombre se ha burlado de usted, señor Vane. Con usted y con sus condenados colegas. ¿No ve lo que ha conseguido? Logró que lo sacaran de Alemania, sin dejar ni rastro. Es la segunda vez que salvan ustedes su miserable pellejo.

—Soy consciente de ello, inspector jefe. —Vane le sostuvo la acusadora mirada sin pestañear. Pero su pesar era visible.

—Necesito que me proporcione algunas fechas, señor. —Sinclair intentaba mantener su genio a raya—. ¿Cuándo ingresó en la clínica, y cuánto tiempo pasó allí?

—Llegó de Alemania hacia finales de junio y desapareció a mediados de agosto.

—El asesinato de Bognor Regis se produjo a finales de julio, cuando todavía era paciente. Pero el de Brookham fue en septiembre, mucho después de cuando se suponía que había vuelto a casa. ¿Por qué decidió quedarse en este país? ¿Sabría decirme eso? Y lo más importante… ¿dónde lo busco ahora? ¿Cómo encuentro a este hombre?

Vane se retrepó con un suspiro. La tensión de la larga tarde se reflejaba en sus rasgos pálidos. Al otro lado del escritorio, Bennett consultó su reloj de reojo. El comisario adjunto llevaba varios minutos intentando llamar la atención de su compañero —se proponía poner fin a la entrevista—, pero la mirada de Sinclair permanecía fija en la fotografía que Vane había sacado de su carpeta poco antes y les había entregado.

Se trataba de una instantánea corriente que mostraba a un hombre vestido con un abrigo y un sombrero de fieltro negros, de pie contra un fondo anónimo, la pared de un edificio, tal vez. Como si lo hubieran pillado desprevenido, había abierto ligeramente los ojos en el momento de sacar la foto, como dos agujeros negros sobre el blanco de su rostro bien afeitado. Gaston Lang, inexpresivo por lo demás, miraba fijamente a la cámara.

—Es la única que tenemos de él, me temo —se había disculpado Vane al ofrecerles la imagen—. Como pueden ver, no se lo esperaba. No es alguien a quien le guste posar para fotografías.

Había añadido una descripción de su objetivo, la cual el inspector jefe había anotado.

—Tiene cuarenta y pocos años, es de mediana estatura, delgado y en forma. Nervudo. Me dio la impresión de ser más fuerte de lo que aparenta. Pero su aspecto es anodino: pelo y ojos castaños, sin cicatrices u otras marcas que lo distingan.

—¿Marcas de nacimiento? —preguntó Sinclair, sin rodeos—. Sospechamos que podría tener una. Fue visto medio desnudo por el testigo de uno de sus asesinatos.

—No sé nada de eso… —Vane frunció el ceño—. Pero espere un segundo… deben de tener su historial médico completo en la clínica. Insistimos en ello.

Abrió su carpeta y rebuscó entre sus contenidos.

—Sí, aquí está… —Sacó una hoja de papel y la estudió—. Vaya, jamás… tiene usted razón. Está en la parte superior del pecho. Un hemangioma de gran tamaño.

Miró de soslayo a Sinclair, asintiendo con la cabeza.

—¿Qué más? ¿Se le ocurre a usted cualquier cosa poco común? ¿Cualquier peculiaridad que posea? —El tono del inspector jefe seguía siendo frío. Aunque había hecho un esfuerzo por moderar la brusquedad de su conducta, seguía sin mitigarse su enfado. En su opinión, la historia que acababan de regalarles era lamentable.

—Aparte del hecho de que hable inglés con acento, ninguna. Sería fácil pasarlo por alto entre la multitud. De cerca, sin embargo, es otra cosa. Esa curiosa cualidad de la que les hablaba… una especie de falta de vida… es perturbadora.

Ante la pregunta crucial del posible paradero de Lang, Vane sólo pudo aconsejarles con reservas.

—Hace tres meses de su desaparición. Nadie sabe qué intenciones tenía. Casi lo único de valor que puedo decirles es que seguramente se haya cambiado el nombre. Ya no será Emil Wahl. Estará ocupado cubriendo sus huellas.

—¿Está usted seguro de eso? —había preguntado Bennett—. Que yo sepa, la policía alemana no ha identificado todavía al hombre que buscan. Y en nuestra prensa no ha habido nada que relacione las dos series de casos.

—Quizá no. Pero sus acciones dicen otra cosa. Sólo tienen que ver el cuidado que puso en hacernos creer que pensaba regresar al continente. ¿No es ésa la reacción de quien, al menos en su cabeza, es ya un fugitivo que intenta no dejar rastro alguno para sus perseguidores? —Vane frunció el ceño—. Dicho lo cual, otros aspectos de su conducta parecen por completo irracionales. Estoy pensando en esos dos asesinatos que cometió tras llegar aquí. Atentan contra toda lógica. ¿No se daba cuenta del peligro que correría si llamaba la atención sobre él? —Había mirado de reojo a Sinclair mientras hablaba, esperando tal vez alguna respuesta, pero el inspector jefe se había limitado a repetir la pregunta que ya había hecho antes.

—Lo que me interesa es por qué decidió quedarse aquí. ¿Por qué no se fue?

Parecía que Vane había estado enfrascado en la misma incógnita. De todos modos había respondido sin vacilar:

—Si quiere usted mi opinión… y no es nada más que eso… la respuesta es porque ya había decidido no volver a Europa bajo ninguna circunstancia. Allí es donde podía esperar que lo encontraran si se lanzaba una búsqueda a gran escala contra él. Su territorio particular, si lo prefiere. Era más seguro para él quedarse en Inglaterra, al menos a corto plazo.

—¿A corto plazo?

—Sí, no querría permanecer aquí por mucho tiempo… al menos, ésa es mi impresión. No es un país donde pueda sentirse como en casa. Dada su situación tal y como él la ve, posiblemente quiera mirar más lejos en busca de refugio. A algún lugar donde no conozcan su rostro. Otro continente, tal vez. Y ha tenido tiempo de sobra para organizar los preparativos que considerara necesarios. —Con un suspiro, Vane sacudió la cabeza—. Sólo puedo repetir lo dicho anteriormente. Me temo que llegamos demasiado tarde.

Sus palabras le arrancaron un gruñido al inspector jefe.

—Por si le interesa, me siento inclinado a darle la razón —dijo—. Pero ésa no es una asunción que pueda hacer en estos momentos.

Hizo un ademán con la instantánea que tenía en la mano.

—Me llevaré esto, con su permiso. Quiero hacerla circular, junto con una descripción de Lang.

—Por favor. Y prometo peinar este expediente en busca de cualquier información que pudiera serles de ayuda. —Vane volvió a dar unos golpecitos en la carpeta. Vio cómo el inspector jefe guardaba la fotografía entre sus papeles. Bennett ya se había puesto de pie.

—Tendré que informar de esta reunión a mis superiores. —Vane se levantó a su vez—. Será mejor que les advierta ahora que no se tomarán bien lo que tengo que decirles. La idea de que Lang pueda ser llevado a juicio públicamente hará saltar todo tipo de alarmas. Algunas quizá lleguen hasta sus oídos. Vuelvo a pedirles que vayan con cuidado en este asunto.

Había formulado la última frase mirando a Sinclair, que todavía no se había incorporado. Comprendió su error demasiado tarde. La expresión del inspector jefe se había endurecido.

—Seré franco con usted, señor Vane. No siento la menor simpatía por sus colegas, ni por sus ansiedades. Se me ocurre, sin embargo, que pensarían de otro modo si se les proporcionara alguna idea de lo que podría conllevar esta investigación. Supongo que habrá partidarios de Lang entre ellos. —Levantó la cabeza.

Vane asintió.

—¿Incluidos quienes lo protegieron inicialmente? ¿Quiénes lo escondieron de la policía suiza hace años? —La mirada de Sinclair se había vuelto fría como el hielo.

—Algunos de ellos… sí.

—Bien. En tal caso puede empezar diciéndoles que los criminales sexuales de la calaña de Lang son la pesadilla de cualquier policía. Matan al azar, sabe usted, individualmente sus víctimas no significan nada para ellos, y esta ausencia de pauta hace que estén entre los más difíciles de rastrear. Lo único que buscan es una oportunidad.

El inspector jefe cerró su carpeta.

—Es un hecho que los hombres como él parecen actuar por compulsión… cualquier psicólogo podría decírselo… no pueden reprimirse, lo que explicaría esos aspectos irracionales de la conducta de Lang que mencionaba usted antes. Conforme pasa el tiempo, cualquier inhibición que pudieran sentir, incluso las inspiradas por la cautela, parece debilitarse, lo que resulta en un acortamiento de los intervalos entre ataques.

Sinclair se puso en pie. Empezó a abotonarse al abrigo.

—Estoy seguro de que sus colegas se preocuparán cuando les señale que han pasado más de dos meses desde el asesinato de la niña de Brookham, mucho tiempo tratándose de asuntos como éste, y que dondequiera que esté Lang ahora, aquí o en el extranjero, lo más probable es que ya esté buscando una nueva víctima.

El inspector jefe hizo una pausa. Su interlocutor había palidecido.

—Por desgracia, también tendrá que decirles que no hay nada que yo, ni nadie, pueda hacer al respecto. Excepto rezar para que no la haya encontrado todavía.