13

Tras conducir con cautela por los baches y socavones, Billy aparcó frente a la granja. Se apeó del coche, evitando por poco pisar uno de los charcos de color cobrizo que habían aparecido en la carretera de tierra tras la noche de lluvia pasada. Apenas si acababa de plantar el pie en el camino que llevaba a la casa, no obstante, cuando se detuvo en seco.

—Ni se le ocurra meter esos zapatos llenos de barro en mi cocina, sargento Styles. —May Burrows había aparecido cruzada de brazos en el umbral que tenía delante.

—Hola, May. —Sonriendo, Billy se quedó donde estaba.

—Verá un par de felpudos junto a la reja detrás de ti. Primero se limpia los pies, luego puede pasar.

—Busco a Madden.

—Me lo figuraba. Está en el establo con los demás. Hoy toca cargar los gorrinos. —El tono seco de May quedaba desmentido por su sonrisa. Una vez, hacía muchos años, Billy había tenido que tomarle declaración. Detective bisoño por aquel entonces, inseguro de su autoridad, había intentando amedrentarla, y May no había dejado nunca que lo olvidara—. También verá allí a Belle y Lucy. Puede decirles que su té estará listo dentro de cinco minutos. Venga y tómese usted también una taza, si le apetece.

—Gracias, May. Así lo haré.

Billy giró sobre los talones y partió en pos del establo, esquivando los charcos sobre la marcha. Urbanita hasta la médula, en sus contadas visitas al campo había aprendido a desconfiar de los términos rurales aparentemente simples, muchos de ellos, creía, diseñados expresamente para confundir oídos como los suyos. Pero «cargar los gorrinos» sonaba lo suficientemente elocuente, y así resultó ser.

Al llegar a la entrada arqueada del patio encontró una escena de bulliciosa actividad en su interior. Dos jornaleros armados con varas estaban azuzando a un cochino de corta edad por el adoquinado hacia una camioneta abierta aparcada en el centro de la plaza, medio llena ya de puercos chillones. Fascinado, se quedó mirando cómo los hombres soltaban sus palos, agarraban al animal cada uno de una oreja y luego, con las manos libres enlazadas bajo el vientre de la bestia, la levantaban en volandas y la depositaban en la parte trasera del vehículo. Ninguno de los dos le había visto llegar, ni tampoco George Burrows, que estaba de pie junto a la puerta de la cuadra, controlando la cadena. Sin embargo, alguien sí se había fijado en él. Una figurita vestida de azul con las piernas sucias de barro y el pelo dorado brillante a la luz del sol cruzó el empedrado volando hacia él.

—¡Billy!

La niña se abalanzó sin miedo en sus brazos, confiando en que la atrapara. Le dio una vuelta por los aires antes de volver a posarla firmemente en el suelo.

—¡Hola, Lucy!

—¿Qué haces aquí?

—De visita…

Su amistad se había sellado en una de las visitas de fin de semana de Billy a Highfield cuando Lucy Madden descubrió, en el transcurso de un paseo que habían dado juntos por el bosque, que el sargento no sólo desconocía la existencia de los mosquiteros comunes, sino que ni siquiera sabía distinguir una urraca de una musaraña. Puesto que nunca antes había visto tanta ignorancia en un adulto, inmediatamente se había apiadado de él y le dispensaba una atención especial desde entonces.

—Ven a ver los gorrinos. —Lo arrastró de la mano hacia la camioneta—. Los llevan al matadero —le informó con satisfacción.

—¿Al matadero? —Billy la miró con desconfianza.

—Sí, va a haber sangre a borbotones.

George Burrows, rubicundo y fornido, le saludó con la mano. Su hijita morena, Belle, se pegó tímidamente a su pierna.

—¿Está por aquí el señor Madden? —preguntó Billy.

—Está, sí… —La voz de Madden provenía del otro lado de la verja donde se encontraba George. Salió de la penumbra del interior sacudiéndose la paja de los pantalones y el barro de las botas—. Billy, me alegro de verte. Había oído que andabas por los alrededores. Helen y yo esperábamos que encontraras tiempo para visitarnos.

Se dieron la mano… o lo intentaron. Lucy no estaba dispuesta a renunciar a la posesión de la que sujetaba, de modo que Billy se vio obligado a ofrecerle la zurda a Madden.

—Billy ha venido a vernos.

—¿No querrás decir el sargento Styles? —Su padre la miró de soslayo.

—No… ¡Billy! —Se columpió de su brazo.

—He estado en Guildford, señor, poniéndome al día de todos los detalles. Pero conseguí acercarme a Brookham esta tarde, así que pensé en parar en el camino de vuelta. Espero ver también a Will.

Antes de observar de reojo la cabecita dorada de su hija, Madden cruzó la mirada con el joven.

—La señora Burrows me ha pedido que te dijera que el té está listo en la cocina, Lucy —le informó Billy—. El tuyo y el de Belle.

—¿Tú no vienes? —La niña no le soltaba la mano.

—Enseguida.

—Corre, cariño —dijo Madden—. Las dos. Ve y llévate a Belle.

Esperaron a que las dos jovencitas salieran del patio, cogidas de la mano. Luego Madden retomó la conversación.

—Tengo entendido que por fin hay una pista. El señor Sinclair me llamó esta semana para decirme que en Londres les habían dado una lista de nombres que están investigando, y que el del asesino podría estar entre ellos. También me dijo que este tanto había que apuntártelo a ti.

La sonrisa de congratulación de Madden consiguió que Billy se ruborizara de satisfacción.

—Fue un golpe de suerte, señor. El inspector jefe me mandó a Henley la semana pasada. ¿Sabía usted que allí habían rescatado del río el cadáver de una joven?

—El señor Sinclair me informó de ello hace tiempo. Pero me gustaría escuchar toda la historia. —Madden chasqueó la lengua con impaciencia—. Aunque tendrá que esperar. Me iba a recoger a Rob. Ha pasado la tarde con un amigo en Godalming. Te quedarás a cenar, ¿no? —Dando por sentada la sonrisa de aceptación del sargento, continuó—: Así tendremos tiempo para charlar. Pero ven, acompáñame al coche. Hazme un resumen de la situación.

Encantado de obedecer, Billy se enfrascó en un somero repaso a su visita a Henley, saboreando el gruñido de aprobación que recibió al explicar cómo se le había ocurrido la idea de que el asesino podría haber utilizado el aparcamiento de la Mansión Waltham. La estima en que tenía a Madden no había disminuido nunca. Como tampoco había olvidado la deuda que mantenía con su antiguo mentor, bajo cuya antaño severa mirada había aprendido algunas de las lecciones más importantes de su vida. (Y no todas relacionadas con la profesión policial).

—De modo que la eligió al azar. Era imposible que supiera que estaría paseando por esa carretera. Pero sabía adónde llevarla, eso por descontado. —Se habían detenido a la entrada del patio. El ceño fruncido de Madden transportó a Billy una década en el pasado—. No logro entender a este hombre. Al principio pensé que habría visto a la niña en Brookham y que volvió a por ella. Pero ahora lo dudo. —Con un suspiro, Madden consultó su reloj—. Billy, tengo que irme. ¿Qué decías de ver a Will Stackpole?

—Lo telefoneé antes y le dije que estaría aquí de visita. Prometió intentar pasarse.

—¡Bien! Entra y tómate una taza de té con May. Podrás hablar con Will cuando llegue. Ve a la casa luego. —Madden se acercó a paso vivo al lugar donde había aparcado su coche. Sonriendo, se volvió hacia Billy—. Me podrías hacer un favor y traerte a Lucy cuando vengas. Montar en coche contigo será como un regalo para ella.

—Tendría que escuchar a Will hablando sobre la búsqueda de ese trampero que está efectuando la policía de Surrey, señor. —Billy sonrió—. Dice que ni siquiera saben por dónde empezar.

El gruñido de Madden fue enigmático. Agazapado ante el fuego, lo avivó con un atizador. Iluminado únicamente por un par de lámparas, el salón se hallaba sumido en las sombras.

—Dice que la mayoría de ellos no conocen el campo, y no entienden hasta qué punto se pueden esfumar estos vagabundos si se lo proponen.

Tras echar otro tronco a las llamas, Madden se levantó, sacudiéndose las manos. Se quedó de pie a la luz del fuego, contemplando desde arriba a Billy, que estaba sentado en un sillón.

—No es lo mismo que buscar a una persona en un pueblo o en la ciudad —dijo—. Allí se acude a sus familiares y amigos, o a sus cómplices, si los tiene. Se peina su vecindario. Estos vagabundos nunca pasan mucho tiempo en el mismo sitio, y cuando deciden borrarse del mapa, es difícil saber por dónde empezar a buscarlos.

—Will dijo que seguramente esté recibiendo ayuda de otros trotamundos, otros vagabundos.

—Tiene razón. —Madden se sentó delante de la chimenea, enfrente de Billy—. Claro que, si Beezy hubiera matado a esa niña, y ellos lo supieran, ya lo habrían entregado. O por lo menos no estarían protegiéndolo. Necesitará comida, naturalmente, y eso significa que alguien está proporcionándosela. Topper, lo más probable. En mi opinión, han vuelto a juntarse. He intentado hacerle llegar un mensaje.

—¿A Topper, señor? —Billy era todo oídos—. ¿Cómo espera conseguirlo?

—Muchos de estos vagabundos visitan la consulta de Helen: hace tiempo ya que se corrió la voz de que podían recibir atención médica de ella si la necesitaban. He enviado mensajes por medio de uno o dos de ellos, pidiéndole a Topper que se ponga en contacto con nosotros. Hasta la fecha sin resultado.

Billy probó un sorbo de su copa de brandy. Había sido una jornada repleta de deleites. Primero, había pasado una hora en la granja conversando con la señora Burrows mientras ésta pelaba alubias en la cocina. Al observar su rostro, sonrosado y compuesto, se había acordado de la adolescente de cabello a lo garçon a la que tuvo que interrogar en su día; ahora May era una joven matrona con dos hijos, el más pequeño de ellos, un bebé, aún en su cuna.

May lo había sentado a la mesa donde las dos niñas seguían atareadas con su té, una comida generosa en el hogar de los Burrows que contenía elementos del desayuno y la cena, y donde Billy no había tenido más remedio que someterse a los maternales instintos de Lucy Madden, empeñada en imponerle cucharaditas de su huevo pasado por agua y trozos de tostadas bien untadas de mantequilla y mojadas en miel.

Luego, otro viejo amigo había hecho su aparición. Will Stackpole había venido del pueblo en bicicleta, y Billy había dedicado un buen rato a comentar el caso con el agente, al que conociera por primera vez años atrás, durante la investigación de Melling Lodge.

La tarde de otoño languidecía ya cuando tomó con su coche el paseo de tilos, vestidos ahora con hojas amarillas, y llamó a la puerta de los Madden, donde Helen estaba esperándolo para liberarlo de la aún voluble presencia de Lucy, con quien regresó media hora más tarde, bañada y con el pijama puesto, para dar las buenas noches, proceso que la pequeña logró prolongar mediante una serie de bien urdidas estratagemas, consiguiendo que su hermano, que estaba intentando hacer los deberes, pusiera los ojos en blanco, desesperado. Al final, a Helen se le había acabado la paciencia.

—¡Lucinda Madden! Ya está bien. Dale las buenas noches de una vez al sargento Styles.

—No es el sargento Styles. ¡Es Billy!

Mientras Madden ayudaba a su hijo a resolver un problema de aritmética, Billy había salido a la terraza y se quedó un momento contemplando, detrás del jardín, el sombrío bosque de Upton Hanger, alumbrado por un fino resquicio de luna aquella noche, rememorando una visita anterior, de aquel mismo año, cuando las fragancias entremezcladas de los jazmines y las rosas endulzaban el aire en aquel mismo sitio. Ahora, sólo el tenue olor de las hojas quemadas llegaba hasta él.

Helen había vuelto enseguida de acostar a Lucy, y poco después le llegó a Rob la hora de desaparecer en la planta de arriba. Muy a su pesar: estaba seguro de que su padre y Billy iban a hablar del asesinato de Brookham, y esperaba tener ocasión de escucharlos a hurtadillas.

Con los niños bien metiditos en la cama, Helen se había llevado a los dos hombres al comedor, donde la conversación había derivado hacia el tema de la inminente boda de Billy. Los Madden aún no conocían a su prometida, y Helen insistió en que ése era un error que había que reparar.

—Ya es hora de que vengas a vernos con Elsie. Lucy tiene que ir acostumbrándose a la situación. —No podía resistirse a tomarle el pelo al sargento, cuya admiración por su marido, aunque la conmovía profundamente, a veces hacía que se cohibiera en su presencia—. Ya sabes que cree que le perteneces. Espero que no vaya a sentirse despechada ahora.

Una vez finalizada la cena, sin embargo, y con el pretexto de tener una jornada atareada por delante, Helen les dio las buenas noches, reservándose las últimas palabras para su huésped.

—No os preguntaré de qué vais a hablar John y tú, aunque me lo imagino. Y por bienvenido que seas siempre, Billy, querido, presiento una mano oculta tras tu visita de hoy. Puedes decirle a Angus Sinclair que no me engaña.

Dicho lo cual, y con Billy sin habla en su asiento, los había dejado al calor de la lumbre.

El joven reprimió un bostezo. Todavía debía conducir de regreso a Guildford —había alquilado una habitación en la ciudad— pero había una pregunta que quería plantearle a su anfitrión antes de partir.

—Antes ha mencionado usted, señor, cuando estábamos en la granja, cómo al principio pensó que el asesino podría haber visto ya a la niña de los Bridger… la habría marcado, por así decirlo. Sé que ha cambiado de parecer, ¿pero qué le hizo pensar eso en primer lugar? Si no le importa que se lo pregunte…

—No, en absoluto, Billy. —Madden sonrió, como si celebrara con este gesto que la costumbre de prestar atención a los detalles hubiera arraigado tan sólidamente en su pupilo—. A decir verdad, todo este asunto me desconcierta. He estado intentando encontrarle sentido. Permite que me explique…

Billy se inclinó hacia delante en el sillón, doblemente alerta ahora.

—Al principio, cuando descubrí el cadáver de Alice Bridger, me pareció una curiosa coincidencia que el asesino se hubiera tropezado con un campamento de vagabundos como escenario para cometer el crimen. No fue hasta más tarde cuando se me ocurrió que era mucho más probable que conociera el lugar de antemano. Cargó con el cuerpo de la pequeña a través de la densa maleza para llegar allí. Sería demasiada casualidad que lo hubiera encontrado por accidente. Fue eso lo que me indujo a pensar que podría haberla tenido presente como víctima, que ya había buscado un rincón próximo al que llevarla.

»Pero luego descarté la idea. Implicaba que debía de haber pasado algún tiempo rastreando los alrededores de Brookham, aguardando su oportunidad, y sencillamente no había pruebas que sustentaran esa teoría. Nadie vio a ningún desconocido merodeando por el vecindario aquel día, ni en jornadas precedentes. Decidí que debía de estar de paso por el pueblo, igual que nosotros, y que se topó con ella por casualidad. Pero eso dejaba sin responder la pregunta inicial… ¿cómo supo encontrar el camino hasta el campamento de los vagabundos?

Con el ceño fruncido, Madden se frotó la cicatriz que tenía en la frente. Al fijarse en aquel gesto tan familiar —y consciente por experiencia del grado de preocupación que indicaba— Billy sonrió para sus adentros.

—¿Ves lo que quiero decir? Este hombre no es un simple oportunista. Sólo actúa cuando está preparado. —El ceño de Madden se arrugó más aún—. Por lo que me has contado, deduzco que en Henley ya había inspeccionado los terrenos de la mansión, quizá aquel mismo día, y sabía que podía llevarse allí a la víctima que cayera en sus manos. En cuanto a Bognor Regis, estoy familiarizado con esa parte de la costa donde raptaron a la chica. Hay extensas franjas de juncos y maleza a lo largo de la orilla. No escasea la cobertura, quiero decir, y me apuesto lo que sea a que él lo sabía.

—Y lo mismo debió de ocurrir en Brookham… a eso se refiere usted —acotó Billy—. La eligió sencillamente porque sabía que cerca había un lugar al que podía llevarla. Esa zona junto al arroyo.

—Si su conducta es consistente, ése parece ser el caso —convino Madden—. Pero también significa que debía de haber estado antes en Capel Wood, por cualquier otro motivo, y he estado devanándome los sesos intentando averiguar cuál pudo ser.

Billy reflexionó un momento.

—Podría tratarse de un excursionista, señor. El campo está lleno de ellos.

—Sí, ya lo había pensado. —Madden sacudió la cabeza—. Pero eso sigue sin explicar cómo encontró el campamento de los vagabundos. No es un lugar con el que se tropiece uno por casualidad. Tendría que haberse apartado del sendero, para empezar, y no es tarea sencilla. La maleza es muy densa. Disuasoria. No, necesitaría un motivo, como decía, un propósito. —Madden arrugó el entrecejo—. Eso es lo que me desconcierta. ¿Cómo lo descubrió? ¿Qué fue lo que lo llevó allí en primera instancia?