32

Madden metió el coche marcha atrás en el camino gredoso hasta apuntar en la dirección adecuada y agitó la mano para Billy Styles, que estaba de pie cerca. Bajó la ventanilla.

—Casi se me olvida. ¿Querrás hacerme un favor, Billy? Cuando tengas ocasión, llama a Helen y dile que voy para casa. Estará preocupada.

—Sí, desde luego, señor. —El sargento sonrió.

—No sé dónde terminarás pasando esta noche, pero si puedes regresar a Highfield, habrá una cama esperándote.

—Gracias, señor. Si no esta noche, mañana. Tengo que recoger ese coche.

Con un último gesto de la mano, Madden partió. Se había quedado todo lo posible, esperando por lo menos que se descubriera alguna pista sobre el paradero de Lang, ofreciendo mientras tanto todo el apoyo moral que pudo, escuchando mientras Sinclair telefoneaba a Bainbridge, el procurador de Midhurst que había llevado el alquiler de la casa de campo, pero viendo a juzgar por su expresión antes incluso de que la conversación acabara que no había nada que descubrir por esa parte.

—Al parecer Lang le soltó una historia. Le dijo que hacía poco que había vuelto de Batavia, donde había trabajado para una empresa de cauchos, e iba a pasar unos meses en Inglaterra antes de regresar a Holanda. Dijo ser aficionado a observar las aves y estar escribiendo un tratado sobre las costumbres migratorias de ciertas especies del norte de Europa. Ni siquiera eso bastó para persuadir a Bainbridge, a quien le había caído mal instintivamente, por lo que añadió algo acerca de haber perdido a su esposa en el este por culpa del cólera y estar buscando un lugar apartado donde llorar su muerte. Se diría que nuestro amigo se equivocó de vocación: tendría que estar escribiendo novelas románticas. Bainbridge dijo que se resistió hasta que Lang le propuso alquilar el lugar hasta finales de año, en efectivo y por adelantado. Era una oferta imposible de rechazar. Su clienta es una viuda que necesita el dinero.

Sinclair le había pasado el teléfono a Meadows cuando acabó, pero el empleado sólo había cruzado unas pocas palabras con su jefe, que ya había sido informado de la situación por el inspector jefe.

—El señor Bainbridge dice que debo quedarme mientras me necesiten, señor —le había dicho a Sinclair con tono de resignación al colgar el auricular—. De todas formas, tendré que echar la llave.

—No hace falta que se preocupe por eso, señor Meadows. Nosotros nos encargaremos. —El inspector jefe había superado su enfado con el empelado. Se arrepentía de su anterior brusquedad—. Puede irse ahora. Tiene usted su bicicleta, ¿verdad?

—Oh, sí, señor.

—En tal caso lo mejor será que se ponga en marcha. Anochecerá enseguida.

—Bueno, si está usted seguro, señor… —Meadows ya estaba buscando su abrigo y su maletín.

La luz comenzaba a irse cuando Madden se acercó con Billy al lugar donde había dejado el coche aparcado, cerca de lo alto de la sierra arbolada, con los dos caminando a paso vivo en medio de la brisa fría que soplaba. Al mirar de reojo, Billy vio el familiar ceño de desasosiego en el semblante de su antiguo jefe.

—No se preocupe usted, señor. Lo encontraremos.

—Eso espero, Billy. Eso espero. —Madden se había detenido junto a su coche, sonriendo ahora—. En fin, por lo menos dejaré de ser un problema para ti.

—¿Señor?

—Tengo la impresión de que no me quitas la vista de encima, sargento Styles. ¿Te ha dado Sinclair alguna orden a tal efecto?

Billy había sonreído, pero no dijo nada.

—Bueno, los dos podéis quedaros tranquilos. Ya me voy. —Madden había soltado una risita.

Al acercarse ahora a la cima de la sierra, sorteando con cuidado los baches del sendero, distinguió la figura de Henry Meadows. El empleado subía empujando su bicicleta por la pendiente, que se volvía más pronunciada en los últimos veinte metros. Corpulento, enfundado en su abrigo, y con la carga añadida de su maletín, sujeto en una cesta en la parte trasera de su bici, estaba sudando horrores para completar el ascenso. Al oír el sonido del coche detrás de él, salió de la carretera. Madden frenó.

—¿Quiere que lo lleve, señor Meadows? Voy a Midhurst.

—Oh, cielos, señor… gracias. —La expresión de sufrimiento que lucía el empleado en su rostro rollizo se desvaneció en un instante. Ocupó su lugar una sonrisa de alivio.

—Puede meter su bicicleta atrás.

Así lo hizo, y pronto reanudaron la marcha; en cuestión de minutos habían llegado a la carretera asfaltada.

—¡Menuda tardecita, señor! Todavía no me he recuperado. —Sentado junto a Madden delante, con su sombrero, que contenía sus pinzas para montar en bici, sostenido del revés en las rodillas, Henry Meadows parecía dispuesto a revivir su experiencia—. Cómo irrumpieron los hombres. No sé si me habré llevado alguna vez un susto igual. —Vaciló, sin saber cómo continuar—. Señor, ¿qué ha hecho, este tal De Beer? Nadie ha querido decírmelo.

—Me temo que yo tampoco puedo hacerlo. —Madden lo miró de soslayo—. Pero puede estar seguro de que es un hombre peligroso.

Silenciado por estas palabras, el empleado tragó saliva.

—¿Qué opina usted de él? —Madden encendió los faros. Aunque todavía no era de noche, la luz era tenue y plomiza.

—Nada, señor. Quiero decir que apenas hablamos. Debía de saber que vendría: me había dejado una nota en la mesa de la cocina, con las llaves. Si hubiera llegado diez minutos más tarde, ya se habría ido. Pero no se despidió ni nada; sencillamente se largó.

—Tenía prisa, ¿verdad?

—Oh, sí… de eso no hay duda. —Meadows asintió con la cabeza—. Miró el reloj un par de veces, lo recuerdo, aunque sólo estuvimos juntos unos minutos. Era como si tuviera que ir a algún sitio, que estar en otra parte.

—¿Otra parte? —Madden repitió las palabras. Pero su atención había vuelto a concentrarse en la carretera al frente, donde había aparecido un autobús, cortándoles el paso. Vio un grupo de hombres con herramientas en la cuneta, junto al vehículo, y comprendió que habían llegado a la zona en obras, donde la calzada se estrechaba. El autobús estaba parado; el chofer parecía estar esperando a que él le cediera el paso.

—Hay un aparcamiento justo ahí detrás, señor. —Meadows había visto el problema—. Es para Wood Way. Lo utilizan los excursionistas que van a las Downs.

Madden se giró, vio el espacio al que se refería y dio marcha atrás. Cuando llegó a la entrada de la superficie de grava, dio un volantazo brusco y siguió retrocediendo, esquivando una pequeña furgoneta allí aparcada. El autobús ya había empezado a avanzar.

—¿Señor? —dijo Meadows a su lado. Se había dado la vuelta en el asiento mientras Madden conducía y seguía mirando hacia atrás.

—¿Sí? —Madden tenía la mirada fija en el bamboleante autobús.

—El coche del señor De Beer… por el que me preguntaba el inspector jefe. Quería conocer el modelo, pero yo no le supe decir…

—Lo recuerdo… ¿qué pasa con él? —Madden metió primera y empezaron a avanzar.

—Era igualito que ese de ahí.

Madden pisó con fuerza el pedal de freno. Se giró, miró por la estrecha luna trasera y vio, al fondo del aparcamiento, medio oculto por las ramas colgantes de un roble, el vehículo indicado por Meadows. Volvió a dar marcha atrás y cruzó la zona rápidamente, con las ruedas derrapando sobre la grava suelta. Al acercarse al lugar, vio que el coche era un sedán Ford negro.

—Vamos. Tenemos que echar un vistazo.

Meadows estaba en el lado más próximo y al abrir la puerta para apearse soltó un gritito de emoción.

—¡Es él! Es el mismo coche. Mire… ¡ahí está la maleta! La misma que vi. —Estaba señalando.

Madden ya había visto el objeto. Con bandas de bronce, y desprovisto de cualquier etiqueta, ocupaba el asiento trasero. Sin perder tiempo, con el pulso acelerándose a cada segundo que pasaba, probó las puertas y las descubrió cerradas con llave.

—¡Señor Meadows… saque su bici!

Habló en voz baja, pero el empleado reaccionó como si lo hubieran espoleado, obedeciendo de un salto. Sacó la máquina de la parte trasera del coche y se dio la vuelta para encontrar a Madden de pie en el estribo del otro vehículo, mirando a su alrededor. Sus ojos trazaron un círculo lento; primero escudriñó los árboles que bordeaban el aparcamiento por ese lado, después se giró para mirar en la otra dirección, donde el paisaje se despejaba; por fin, volvió a cambiar de postura en el angosto estribo y oteó la sierra arbolada que discurría paralela a la carretera por la que habían venido.

—No lo veo —murmuró para sí. Miró al empleado, que se hallaba cerca, presta su bicicleta, pero con la expresión anonadada de quien no sabe muy bien qué se le va a pedir a continuación.

—Necesito su ayuda, señor Meadows. —Madden se apeó del estribo—. Tiene que regresar usted a la casa de campo tan deprisa como pueda y decirle al señor Sinclair… el inspector jefe… que el coche de De Beer está aquí.

—¿Regresar? —Si la idea apabullaba a Henry Meadows, consiguió que no se notara. Había sido una jornada dura para él, pero ahora se armó de valor frente a este nuevo reto—. Sí, por supuesto… iré de inmediato. —Mientras se agachaba para colocarse las pinzas para la bici oyó un siseo y levantó la cabeza para ver a Madden, de rodillas, dejando escapar el aire de uno de los neumáticos del Ford.

—Puede usted decirle al señor Sinclair que no irá a ninguna parte.

—Sí, señor. Correcto, señor. —En los segundos transcurridos, Meadows se había quitado el abrigo, tirándolo encima del asiento trasero del coche. Pasó una pierna regordeta por encima del sillín, montó en la bicicleta y partió, patinando en la grava al principio, pero ganando velocidad después.

—¡Señor Meadows! —lo llamó Madden a su espalda.

—¿Qué ocurre, señor? —exclamó el empleado por encima del hombro.

—Pedalee como si lo persiguiera el diablo.

Madden cruzó la zona de grava con su vehículo hasta la entrada y lo dejó aparcado junto a la furgoneta. Tras apresurarse a bajar caminando por la carretera donde estaban reunidos los hombres, vio que estaban dando por terminada la jornada, recogiendo sus herramientas —picos y palas, en su mayoría— y colocando en su sitio las señales móviles. Su precipitado acercamiento no había pasado desapercibido, y cuando llegó, uno de los trabajadores, evidentemente el capataz, una figura musculosa de poblado bigote negro, se adelantó unos pasos para salirle al encuentro.

—Me llamo Madden. Estaba con el equipo de la policía que pasó antes por aquí. Creo que los vieron ustedes. —Madden le tendió la mano.

—Harrigan —respondió el otro. Estrechó la mano de Madden—. Sí, los vi. —Hablaba con acento irlandés, receloso su tono.

—Estamos buscando al hombre que conduce ese coche. —Madden señaló a su espalda, hacia la esquina más alejada del aparcamiento, casi invisible ahora en la penumbra—. No lo verá muy bien, pero está ahí. Un Ford negro. ¿Se fijó alguno de ustedes en él cuando llegó? ¿Vieron adónde iba?

Contempló los rostros de los hombres que se habían reunido mientras hablaba. La mayoría de ellos eran hoscos, ninguno particularmente amigable.

—¿Por qué buscan a este tipo?

La pregunta provino de uno más joven que el resto. Tenía los ojos azules y el pelo rubio y rizado. Una barba de pocos días le cubría las mejillas.

—Asesinato —replicó sin rodeos Madden. Miró al capataz directamente a los ojos.

—¡Jesús! —Harrigan palideció, y los hombres a su alrededor empezaron a murmurar. El ambiente había cambiado.

—Creo que lo vi —dijo el capataz. Estaba plantado enfrente de Madden, cruzado de brazos—. Fue más o menos hace una hora. Subió por ese sendero.

Madden siguió la dirección del dedo con que apuntó.

—¿Eso es Wood Way?

—Creo que sí —asintió Harrigan.

—¿Adónde conduce?

—A las Downs. —Se encogió de hombros—. También hay granjas ahí. Al otro lado de la sierra. Y una aldea. Oak Green.

—¿Han visto a alguien más?

—¿Cogiendo ese camino, quiere decir?

Madden asintió con la cabeza.

—Un tipo llamado Sam Watkin pasó por ahí antes. Serían alrededor de las dos. Ha aparcado usted junto a su furgoneta.

—¿Alguien más?

Harrigan se lo pensó.

—Me parece que no. —Volvió a encogerse de hombros.

Madden le dio las gracias con un cabeceo y se dio la vuelta, dispuesto a marcharse. Había decidido esperar entre los árboles junto al aparcamiento, desde donde podría vigilar el Ford. Pero mientras se alejaba oyó murmurar a los hombres.

—Excepto Nell —dijo una voz, más fuerte que el resto.

Madden se quedó donde estaba. Giró sobre los talones.

—¿Quién es Nell? —preguntó en voz baja.

—Sólo una niña. —Era el mismo joven rizoso que había hablado antes—. Vive en Oak Green. Vuelve del colegio en autobús todos los días. Pasó por aquí hace un minuto. Charlamos un rato con ella.

—¿Me está diciendo que subió por ese sendero?

El joven palideció al ver la expresión de su interrogador. Asintió.

—¡Dios santo! —Madden se había quedado sobrecogido—. Va detrás de la niña.

—¿Cómo ha dicho? —Fue Harrigan el que respondió primero. Miró fijamente a Madden—. ¿Quién va detrás de Nell?

—Ese hombre. Es un asesino. —Madden le agarró el brazo—. Escuche, no puedo quedarme…

Se giró mientras hablaba y empezó a correr carretera abajo alejándose de ellos, gritando por encima del hombro sobre la marcha:

—La policía está en camino. Deben esperarlos. Díganles que Lang está en el bosque. Lang… ¿me oyen? Díganles lo de la niña. ¡Díganselo!

Pero ya estaba fuera del alcance de sus oídos, y demasiado lejos para escuchar la palabra que fue la única respuesta de Harrigan:

—¡Jesús!