Querido papá:

Te echo de menos. Todavía solo un poco. Sé que me conoces, pero cuanto más tiempo pase menos sabrás de mí. Habrá un día en que me mires y no sepas quién eres. Las ciencias nos han avisado y somos personas razonables.

Lo que me rebela es que a veces soy yo el que no sabe quién eres tú. Me gustaría ser una neurona sana de ti y vigilar a las traviesas que se te llevan de vez en cuando. Querría ser más fuerte que ellas y hacer que se comportaran. Así podría hablar contigo como antes y darme un permiso para atreverme a cruzar el pasillo tan oscuro porque al otro lado siempre estabas tú ahuyentando los monstruos.

Ahora casi todo es distinto. Tú eres una pregunta en vez de una respuesta y a mí me cuesta hacerme mayor delante de ti, tan mayúsculo, Angelín, querido papá.

Pero le voy cogiendo el truco.

Te hablo en singular porque, aunque hace tiempo que eres más de uno, ya he aprendido a quereros tanto que siempre te encuentro.

A ratos me quedo mirando tu mirada perdida y fabulo tu cerebro. Trato de imaginar qué estarás entendiendo del eco de nuestras voces, en qué episodio se te habrá roto la cuerda que te une al mundo de los cuerdos habituales y por dónde andará entonces tu cabeza nueva. Sospecho que nos oyes en blanco y negro mientras tú ya estás en un lugar voluntario, comprensible. Quizá no sea un sitio, sino un tiempo. Quizá lo que pasa es que te alivia el pasado, el extenso espacio de ti, la Asturias que te reconcilia la memoria.

A veces me preguntas si conozco la tierra y la gente que tú me presentaste, la misma vida que me has dado. Y yo lo recibo insólito. Ahora veo que si te respondo que sí todo se te coloca, como un alivio de orden contra un instante que te turbó.

Me gusta distraerte si tengo prisa. No quiero que viajes a algún dolor y yo tenga que dejarte a medias. Por eso, en ocasiones, esquivo alguna pregunta tuya que tenga respuesta de arenas movedizas y te llevo a mi vida en vez de a la tuya. Y te cuento algo que te regrese sin darme cuenta de que igual necesitas unos litros de pasado.

El problema es que lo reciente siempre es nuevo para ti, ya no se te posa. Por eso hace tanto tiempo que tu hermano se te muere todos los días y no sabemos cómo consolar esa pérdida que es cada vez más lejana para todos menos para ti. Y entonces me dejo enseñar por Susana, aquella novia mía que adoptaste para siempre y hoy vive conmigo tu desvivir. Y tu risa, qué coño.

Hace años que sabemos que andas multiplicado por dentro y que hay días que te extravían demasiado de ti.

Pero nadie me quitará jamás los momentos en que, en medio de tus ojos largos, cuando creo que no estás, pides permiso y sueltas un juicio certero, una explicación por experiencia, la frase que nos faltaba.

La ciencia dirá lo que quiera, pero no veas cómo alumbran las esquinas de tu lucidez. Y cómo matan monstruos.

Tampoco nos robarán tu humor. Parece como si tu picardía bromeara con el scanner, como en aquella noche de urgencias. Sé que no te acuerdas, pero entraste con la vida pendiente y después de un par de horas de milagro, un médico recién asustado se acercó a ti para rellenar el informe de nuestro descanso. Te puso la mano en el hombro, te llamó por tu nombre y te preguntó si eras alérgico. Entonces tú, muy serio y resucitado, le contestaste: «Hoy no».

Yo solo sé de algunas de tus sombras, pero conozco todos tus besos. Son trozos de ti para todos, un cariño sin negociación, tus manos tocando las fibras, una bondad para cualquiera, tantos abrazos sin terminar. En realidad, todo lo que mejor sabes ser.

Bueno, Angelín, mira qué libro nos ha regalado Perico, mi amigo el del Aleti. Cuenta que hay mucha gente que viaja donde tú vas y que nunca está sola aunque no lo sepa. Tú hazle caso, que el tío escribe muy bien y se ha currado el libro con un maletero de verdades.

Papá, ahora que estoy acabando esta carta no sé por dónde empezar… Espera. Sí. Ya sé.

Empezaré por donde todo comienza en ti y siempre acabamos todos: querida mamá.

Rafael J. Álvarez