Jordi Solé Tura
(1930-2009)
«Cuando mi padre empezó a olvidar, todos nos pusimos a recordar».
Albert Solé, hijo de Jordi Solé Tura
El extraño quedó a la vista por vez primera en aquel homenaje que la Universidad de Barcelona le hizo al político.
El extraño, que tenía la misma cara que Jordi Solé Tura, y la misma edad, y la misma voz, y los mismos parabienes, y el mismo carné de identidad, y los mismos amigos, y la misma familia asistiendo allí atónita entre el público; el extraño, decimos, se asomó tras aquellas gafas aquel día y le echó un primer vistazo al mundo a sus setenta y cuatro años.
Hubo dos certezas tras escuchar su discurso. Una fue que era un extraño el que hablaba en vez de Jordi Solé Tura. Otra, que, a falta de ponerle nombre, había venido para usurpar el lugar del otro.
Si Albert Solé tuviera que decir cuándo marcó la primera cruz en rojo en el calendario del alzheimer paterno diría que fue esa jornada de mayo de 2004.
Por entonces, Zapatero acababa de alcanzar la Moncloa, El Señor de los Anillos arrasaba en la gala de los Oscar y España se lamía las heridas del mayor atentado terrorista de su Historia. Allí, subido a ese escenario de la Universidad de Barcelona, el jurista que antes fue panadero de pueblo y llegó a ministro se disponía a disertar sobre el tema que mejor conocía: la Constitución.
La hora en punto. El consabido silencio del auditorio. Las ceremoniales palabras de agradecimiento inicial. Las pausas del orador. Y, de repente, sin aviso, como una burla, el folio de la memoria todo en blanco… Pasaba que a Jordi no le salía la palabra «Constitución». Cada vez que tenía que verbalizarla, la sustituía por una frase que sacó al rescate: «Eso que hicimos entre varios».
Para un hombre que fue uno de los padres de la Carta Magna, aquello pintaba mal: no poder articular aquellas doce letras era como no reconocer a un hijo.
Nos lo cuenta ahora el hijo biológico, Albert, que estuvo allí delante y sintió ese golpe de calor que notan los que tienen que abrir, así sin protección, el horno de un tahonero.
«Intentó improvisar, como solía hacer, pero no le salían las palabras habituales. Yo me daba cuenta. Empezó con los circunloquios, metiéndose en jardines verbales. Cada vez que iba a decir Constitución, no le salía. Todos sabíamos que quería decir Constitución, pero nada… Y empezó con la muletilla del “eso que hicimos entre varios…”. A la tercera o cuarta vez que lo hizo, lo vi claro».
Al salir de allí, Albert Solé disparó a voleo con unos amigos:
—Lo de mi padre es alzheimer.
—No exageres. A lo mejor solo ha sido un mal día.
(…).
El lento deshielo que vendría para aguarlo todo debió de ser antes, cuando el padre se quedaba ausente con la mirada perdida en las reuniones familiares y unos y otros lo atribuían a la sordera. O a la edad. O a las cosas de Jordi. O a esa atribulada buhardilla que había sido su existencia.
Porque no era normal que, en tres minutos, el padre preguntara y contestara dos veces esta misma cuestión: «¿A que no sabes lo que me pasó ayer?».
Como tampoco lo fue aquella otra escena desangelada: el padre, por entonces senador, como perdido entre dos escaleras de la Cámara Alta sin saber cuál tomar. En ese día en que quiso enseñarle las instalaciones al hijo y Albert descubrió —ya de lejos y al girarse, tras despedirse— a un niño canoso, errabundo y desvalido que había olvidado el camino de vuelta.
Tirando del hilo de las conjeturas se llegó a la madeja del mal. Y la enfermedad que venía al abordaje, con ese extraño nombre de bucanero alemán, irrumpía esta vez para amenazar el botín de una memoria de valor incalculable: ahí cabían los recuerdos del hombre de la Transición y del antifranquista encarcelado, las vivencias del ministro de Cultura y las letras mayúsculas del PCUS, el sólido equipaje del jurista y las remembranzas del comunista que iba a hacer la revolución, el cerebro de Bandera Roja y el intelectual, el presidente de ACNUR y el Capitán Trueno de Albert.
El futuro más cercano se convirtió así en un mapa arrugado lleno de senderos nuevos y de caminos cortados. Y en casa, armándose para el viaje, se sacó un retrovisor para no perder de vista aquel pasado que era un tesoro.
El diagnóstico se lo dio el neurólogo Nolasc Acarín, quien se limitó a despejar aquel crucigrama impronunciable de doce letras y a ofrecer una respuesta.
La respuesta.
—Doctor, ¿qué le está pasando a mi padre?
—Tu padre tiene una demencia, que es el alzheimer, en evolución desde hace años. Fue antes de 2000 cuando empezó con alteraciones de la memoria.
Todo explicaba a Jordi ahora, a quien la enfermedad mandó de nuevo a la clandestinidad. La resistencia la conformarían su esposa, Teresa Eulalia, y su único hijo, Albert. Y se armaron contra la guerra.
«Quisimos protegerlo. Esa fue nuestra primera obsesión. Teresa se tuvo que jubilar para atender a mi padre. Al principio, su actitud fue la de complementarlo sin que él se diese cuenta, quien por entonces seguía siendo presidente de ACNUR. Ella le ayudaba a articular los discursos, a redactar textos y a todo lo demás… Claro, hasta que aquello no fue soportable en el tiempo… Yo utilizaba una táctica que daba resultado: en las reuniones sociales me pegaba a él. Y, cuando veía que pasaba de la conversación protocolaria y se ponía a hablar más allá, intervenía y me lo llevaba».
La enfermedad y su estigma crepuscular estaban llamando a una casa donde el protagonista era uno de esos septuagenarios que detestaba soplar las velitas, se atusaba el pelo coqueto y siempre se veía joven. De esos a los que les molesta desvelar la edad y huyen como del diablo de esos viajes en grupo de los jubilados.
Con lo que la disyuntiva consistió en si había que darle el papelito doblado con su diagnóstico, para que lo abriera, leyera y supiera. O si era preferible hacer una bolita de papel con el mismo, arrojarlo al baño y darle al botón de la cisterna.
Los que mejor conocían a Jordi Solé Tura convinieron en que había que dejarlo marchar sin decirle —para qué—, como a esos ingenuos que van al dentista sin saberlo.
«A diferencia de Pasqual Maragall, mi padre no estaba preparado para aceptar la noticia, y por eso no le dijimos nada. No lo hicimos público. Él era muy vitalista, siempre miraba hacia delante, muy activo, siempre trataba de ayudar, le costaba mucho aceptar el envejecimiento, maldecía cada cumpleaños. Por eso, después de darle algunas vueltas, decidimos que no podíamos decírselo. Porque si se lo decíamos le íbamos a hundir. No lo hubiese aceptado. Y yo, particularmente, creo que hubiese hecho alguna tontería».
La palabra mágica fue depresión, la explicación que se le ofrecía al bueno de Jordi cada vez que preguntaba qué le estaba pasando y se agarraba a los barrotes del alma para buscar respuestas fuera. Y por ahí, escondida la bola negra del trilero, el engaño necesario fue cuajando porque el tiempo jugaba a favor del olvido y la auto-aceptación.
—¿Qué tengo?
—Es una depresión.
—¿Por qué no recuerdo cosas?
—Por la depresión.
—¿Por qué hay veces que no entiendo?
—Es por la depresión.
Las habilidades mermaron poco a poco, con lentitud de gotero de hospital. Cuando los síntomas fueron más que evidentes, él ya era incapaz de objetivar su propio estado.
Es verdad que la persiana se bajaba. Pero no es menos cierto que todavía quedaban soles por deshojar.
En casa aún recuerdan aquella celebración del diario La Vanguardia a la que invitaron a la crema de la sociedad catalana, a las elites socioculturales y a demás ringorrangos. Solé Tura compareció cosido al hijo, quien rememora que tuvo que hacer malabares para salvar el escollo de la discreción. Al padre se le acercaban personalidades que ni uno ni otro conocían y se les ponían a hablar. Había un hormiguero de gente que bullía sin identidad, y al hijo, en aquel tiovivo de caras y nombres, hasta se le escapaba el consorte.
Los detalles revelaban el estado de la cuestión. Como aquel hecho inusitado que tenía ojiplático a aquel corrillo: Solé Tura se estaba dirigiendo a Jordi Pujol… en castellano.
En el caso del político socialista, la enfermedad se abrió paso en el almanaque con una inexorabilidad que, por esperada, no dejó de ser cruenta. Se mantuvo estable entre los años 2004 y 2007. El desplome se presentó en 2008. Y cerró para siempre esos ojos que eran parte de la memoria colectiva de este país el 4 de diciembre de 2009, cómo no, la antevíspera del Día de la Constitución…
«Al principio es un choque tremendo. Luego te haces una composición de lugar y te planteas a ver qué coño haces, el asunto de la organización, del día a día… Teresa, su esposa, y yo nos empezamos a contar muchas cosas. Cuando salen todos los demonios, tienes sensación de paz. Mi propia madre [la francesa Annie Bruset] también tuvo que reabrir todo su pasado, se puso a escribir. Ella fue una parte muy importante en su proceso vital. Se lo dije yo y fue duro para ella», comenta. «Una de las sensaciones que nos hundía era la de querer detener el tiempo en vano. Querer conservarlo así, como estaba al principio. Que no viniera el día siguiente. Que todo se mantuviera como estaba. También él. Inmutable… Pero no. No se podía. Esto era tremendamente desmoralizante. Te sientes impotente y lo atribuyes a tu incapacidad».
Albert explotó como un globo esa mañana en que se cruzó con Pasqual Maragall y Diana Garrigosa, su mujer, en esos tiempos en que aún no se conocía públicamente la dolencia del expresident. Allí delante tenía a unos amigos, y el hijo del enfermo necesitaba un desahogo y un hombro.
—¿Cómo estás? ¿Qué tal va tu padre? —le inquirió Maragall.
—Fatal. Es una pesadilla verlo así… Te explico…
El bla-bla-bla que vino después sonó como un ra-ta-ta, con toda la munición saliendo y mordiendo el pecho del confidente inerme: Pasqual, escuchando y asintiendo.
«Venía muy quemado y empecé a vomitar todas las desgracias delante de ellos, ya ves. Luego lo supe, cuando Maragall anunció su enfermedad tres meses después: el día en que me los crucé, hacía una semana que a Pasqual le habían dado su diagnóstico».
Los comienzos fueron de plastilina, y el hijo se ponía delante del padre a ver cómo podían moldear el mundo.
Por ir probando…
Los libros que le interesaban.
La televisión que le distraía.
Los recuerdos que le traían a lazo.
La comida que le gustaba.
Ir al cine los dos.
El paseo, arrastrando los pies el uno, dando una patada a una piña caída el otro.
A ver qué hacemos este fin de semana juntos…
Blindado como estaba, los únicos testimonios que existen del enfermo están en las horas y horas de grabación que realizó Albert Solé, periodista y cineasta autor de Bucarest, la memoria perdida, una cinta que evoca la figura paterna y que fue galardonada en 2009 con el Goya a la Mejor Película Documental.
Aquel 14 de enero de 2008, el padre acudió al estreno en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, setecientas personas de la plana mayor de la ciudad bullendo antes del comienzo de la obra. Montilla, el alcalde Hereu, Miquel Roca i Junyent… La vio en las primeras filas. Incluso más de una vez la vio. Pero ya era como no verla.
«Creo que este trabajo tiene la gran virtud de ayudar a que mucha gente saliera del armario con el alzheimer. Todo el mundo me dice que ha ayudado a que la enfermedad tenga mayor visibilidad», explica el autor al comienzo del filme. «Hace dos o tres años que mi padre ya no es como yo lo había conocido. No es el Capitán Trueno. He aprendido a buscar a la persona detrás del enfermo».
Por la película sabemos del joven nacido en Mollet del Vallés (Barcelona) que abandonó la escuela para ir a ayudar en la panadería de la abuela. Del adolescente que se liquidó vorazmente el Bachillerato en pocos meses. Del brillante licenciado en Derecho. Del comunista que disparaba sueños de futuro desde Radio Pirenaica. Del erudito comprometido contra la dictadura franquista. Del profesor universitario que tuvo que salir por patas de la Facultad de Económicas. Del enamorado que un día se le declaró a la que luego sería madre de su hijo con un encendido beso visionario: «Haremos juntos la revolución y tendremos pequeños revolucionarios». Del exiliado en Bucarest y París y del hombre preso.
En la imagen aparece un primer plano de Jordi Solé Tura mientras en el tocadiscos suena «La Internacional». Frunce el ceño. Trata de tararearla entre dientes.
—Se me escapa —se justifica.
En la imagen aparece Jordi Solé Tura —entrada ya la enfermedad— leyendo un legajo que sus íntimos le ponen amorosamente delante. Como dándole a probar una llave antigua en un candado nuevo.
—«… en la situación de prisión preventiva en la que se encuentra…» —lee el padre—. ¡Hostia! ¿Estuve encerrado aquí?
—Sí, estuviste encerrado aquí —le aclara Teresa Eulalia.
Solé Tura sonríe.
Albert le posa la mano en el hombro.
—En la Modelo —añade ella.
—¿Quieres que te deje leer una cosa? —le pregunta Albert.
—¿Qué?
—[El hijo se levanta y trae unos documentos]. Mira, son las cartas de cuando estabas tú en la prisión.
—¡Qué dices! [sorprendido].
—De todas maneras estás más guapo ahora, Jordi… [su mujer, mirando unas fotos antiguas].
—¿Qué?
—… porque con esta barba que llevabas estabas bastante ridículo [risas].
—Hacíamos lo que podíamos.
—Bastante ridículo [repite ella evocadora].
Solé Tura lee una misiva.
—«Hola, amor mío. ¿Cómo estás? ¿Has recibido la carta que te mandé después de la comunicación? Te escribo con el mismo estado de ánimo inquieto y angustiado con que te escribí la vez anterior…» —se interrumpe—. ¡Caray! «… Será esta la última carta. Los rumores se precipitan y aquí todos vamos más o menos de cabeza».
(…).
«Quería hacer algo para evitar que se escapara la memoria. Conocer bien tu pasado te hace crecer un metro de golpe y te permite aprender de tu futuro. La película fue una catarsis. Como pasar por una terapia. Cuando mi padre empezó a olvidar, nosotros nos pusimos a recordar.
»Además, tenía claro que, frente a un problema que estaba adquiriendo tintes de pandemia, debía hacer algo para contribuir a visibilizar la enfermedad y ayudar a la búsqueda de soluciones. Me di cuenta de que, de puertas adentro, la gente sentía cierto alivio con la película. Compartidas, las penas son menos».
En cualquier caso, al que fue ministro de Cultura con Felipe González no le abandonaba la mariposa de la política ni aun durante su convalecencia. Así que había días en que se veía con posibilidades de mediar en el último avatar de la cuestión autonómica y otros en los que se extrañaba de que no le llamaran por teléfono para consultarle esto o lo de más allá, tal y como pasaba antes.
Fue a cuenta del Estatuto de Cataluña —cuando los telediarios abrían con la noticia de aquel nuevo armazón jurídico y los periódicos opinaban a cinco columnas—, cuando Jordi levantó tibiamente la voz para decir que allí estaba él.
—Voy a hablar con Maragall… Por esto del Estatut. Para ver si le puedo ser útil en algún comité consultivo.
—Espera, más adelante.
La determinación volvía al cabo. Como una nube de las que no traen agua.
—Una cosa os digo: creo que sería bueno que llamara al president para lo del Estatut.
—Mejor la semana que viene.
Hubo algunos intentos más que para él fueron como la primera vez. Hasta que el paso del tiempo llegó como un aliado indeseable.
A Jordi se le olvidó.
Que los cuidadores tienen que cuidarse en todo este proceso es algo que conocen bien Teresa Eulalia y Albert, y que muchos otros descubren tarde, cuando se ha hecho astillas la coraza y aparece irremediablemente chamuscada el alma.
«Siempre digo que hay un síndrome del cuidador: impotencia, ansiedad, estrés, sentimiento de culpa, irritabilidad… Incluso parte del síndrome pasa por negar ese síndrome… Si no te has cuidado antes, todo tiene un resopón final: cuando desaparece el enfermo, viene una profunda depresión».
Hoy mismo, cuando hemos quedado para departir con el hijo de Solé Tura, el director de documentales tiene una cita con Diana Garrigosa, la mujer de Maragall. Porque esta dolencia anuda a los custodios con invisibles maromas que ya nadie puede romper.
Claro que lo han hablado Diana y él. Lo de la pregunta clave. Esta vez es ella, la mujer mayor, la que pregunta y el cuarentón el que responde.
—Tengo miedo, no sé si Pasqual me reconocerá hasta el final.
—Tranquila. Por mi experiencia, yo creo que sí.
«La enfermedad es como un acordeón. Un día llegas y no conoce a nadie. Al día siguiente conoce a todos. En el alzheimer, no obstante, funcionan menos que en otras enfermedades los dientes de sierra. Es un camino hacia abajo. El paciente se va deconstruyendo, de la misma manera que a lo largo de su existencia se fue construyendo. Pero creo que lo que nunca pierde son sus rasgos de identidad: el que fue amable estando sano, es amable hasta el final de su mal. Al menos, así fue en el caso de mi padre».
La mejor definición de lo que estaba pasándole a aquel anciano la trajo envuelta en papel de Sugus una cría de diez años. Era Noa, la nieta. Que escuchaba la explicación del padre y despachó el tema sin tanto miramiento.
—O sea, que Jordi ha vuelto a ser un niño, ¿no?
La montaña se empinaba y cada vez costaba más mantenerse en pie. Es lo que tiene el alzheimer, que juegas el partido de fútbol en un campo inclinado hacia tu portería y los días corren hacia una goleada segura: la de dejarte el marcador a cero.
El hijo que sacaba a pasear al padre recuerda cuando este se bloqueaba y se le plantaba en mitad del paso de cebra, en el suelo, como un fardo, sin avanzar ni retroceder. O esas otras veces en que le llamaban por teléfono porque se había estropeado el ascensor de casa. Y entonces iba Albert y cargaba con Jordi a las espaldas como un costalero experto. Y se lo subía escaleras arriba. A caballito. De la misma manera en que el hijo se lo pidió antes al padre. Hace tantos años…
Está en una carta que Solé Tura le envió desde la cárcel a su amada, cuyo contenido aparece leyendo desmemoriado en Bucarest, la memoria perdida:
«…Es curioso, pero estoy nerviosísimo ante la visita de Albert. Ya hace dos noches que no duermo esperando y pensando en ello…».
O en esta otra misiva, dirigida directamente al hijo:
«Piensa, Albert, que si ahora estoy en la cárcel es porque cuando seas mayor quiero que encuentres un mundo más justo, un mundo mejor que el de ahora».
—¿Esto lo escribí yo? [no dando crédito].
—Sí [sonriendo]. Ya tenías una vena de mitinero aquí… [bromeando con el padre]. Bueno, metías unos rollos… [provocador]. Hacías unas reflexiones…
—Ostras.
(…).
Si le preguntásemos a Noa, diría que su abuelo siempre ha sido así, que siempre ha estado igual. La niña conoció al papá de papá con las luces yéndose y asomándole ya el ocaso en cada gesto. El padre le contaba la historia de un gigante que andaba con botas de siete leguas. O la de un superhéroe que trepaba muros y luchaba contra los villanos… Difícil de imaginarse a Jordi… Hace solo unos meses, con diez años, el día en que la cría leyó una antigua redacción escolar de papá sobre el abuelo, se puso a llorar.
No solo Noa lo hizo.
«La relación con su nieta fue buena. A mí siempre me quedaba la frustración tremenda de no poder explicarle bien a mi hija quién fue ese hombre tan importante, de vida tan rica y tan atípica, con el que paseaba de la mano. Ese hombre que, a la edad de veintipocos, cuando era abogado y tenía un provechoso futuro por delante, decidió tirarlo todo por la borda y cambiarlo por el compromiso político, la cárcel… Por eso abrí el proceso de enfrentarme a la memoria. De alguna manera, el documental que grabé es un regalo para mi hija. Algún día entenderá».
Un mes y un paso atrás. Otro mes más y otro paso atrás. Un tercero y desandando ya el camino de las enormes cosas pequeñas. En abril no se acuerda de lo que se acordaba en enero. En agosto está más olvidadizo que en mayo. Caminaba en junio y en septiembre no. A ver en diciembre.
El bote se iba a la deriva, pero hubo escenas al final que eran una celebración. Porque los enfermos sienten la bufanda del abrazo y el cálido terciopelo del beso. Sí, hubo ratos divertidos en los que casi se les olvidó que olvidaba…
Como cuando Teresa Eulalia y Albert se ponían a tararear de viva voz en el salón, y entonces Solé Tura se levantaba y se ponía a bailar aquel vals.
Como tantas otras veces…
—¿Qué color es el alzheimer, Albert?
—El blanco.
—¿Qué música?
—Hice una experiencia con ello. La que mejor recordó fue «La Internacional».
—Un paisaje.
—La habitación de una casa.
—Una palabra.
—Una larga e interminable despedida.
—Una comida.
—Las frutas. Fue una obsesión que tomara sus cuatro piezas diarias. Las impusimos de forma castrense.
—Un sentimiento.
—El agotamiento… El envejecimiento.
«En este momento se irá produciendo una situación muy dramática, muy triste, muy dura, especialmente para los familiares, que es la despersonalización», palabras del neurólogo doctor Nolasc Acarín, un especialista en alzheimer que ha tratado a jubilados que se levantaban a las tres de la madrugada para ir a trabajar o que salían desnudos a la calle. «El enfermo va evolucionando hacia no saber quién es, cuál es su historia, cuál es la memoria de su vida. Todo eso se funde».
La escena es ahora en la consulta del neurólogo. Con todos los actores de esta historia y un guión bien previsible.
—¿Quiénes son estos que están aquí? —pregunta el doctor.
—¿Estos? —contesta Jordi.
—Sí, este chico [señalando a Albert], ¿quién es?
—Este me parece que es… El que lo lleva y lo mira y lo tira… ¡Y resulta que es mi hijo! Que es espléndido.
—¿Cómo se llama tu hijo?
—¿Mi hijo? Es… Es…
[No sabe contestar].
—¿Albert?
—Sí.
—¿Y cómo se llama tu mujer?
—Mi mujer se llama… ¡Uy! ¡Vete a saber! [sonríe. Más bien ríe]. Pero, bueno, es mi mujer.
—¿Teresa Eulalia?
—Sí. Teresa Eulalia.
—Muy bien.
Sería la fortuna.
O que tenía que ser así.
O que así lo vivieron al menos quienes lo cuentan.
Pero la verdad es que Jordi Solé Tura mantuvo, (casi) hasta el fin, buena parte de la esencia que le era propia, la marca identitaria del yo. Explican que leyó de todo hasta la última etapa. A veces eran los clásicos en voz alta. Otras, una revista de montañismo o un folleto cualquiera. Observan que conservó su capacidad para traducir simultáneamente del castellano al francés o del francés al catalán. Apuntan que disimuló entender lo que se le decía hasta bien entrado el mal, porque se agarraba al clavo ardiendo de la conversación protocolaria y de esa trinchera no salía. El lenguaje de besos, como un morse atávico, lo comprendió hasta el final.
La existencia transcurrió entonces entre el hogar y un centro de día, ese balneario de marionetas de hilo cortado, ese taller donde se conservan las cajas de música con la cuerda rota. A Jordi el astillero le fue útil. Mientras pudiera, lo llevarían a ese lugar donde una mujer vestida de blanco te acuna los sueños.
«Hay personas que me vienen y me dicen que su padre tiene alzheimer, que qué hacen. No tengo respuesta para ellos; los consejos sirven para poco. En nuestro caso, el centro de día fue una buena opción. Fue útil. Creo que le ayudó a mantener lo que le quedaba. Aunque el dolor y la pérdida que ves venir no se puedan paliar», explica.
«Empezaron las crisis bestiales, él comenzó a tener unos miedos horrorosos. Todo el mundo tenía la intuición de que nos asomábamos al abismo. Había que vigilarlo constantemente. Se despertaba por la noche. No distinguía la noche del día. Esta enfermedad es una gran putada. Sería difícil establecer un ranking de las mayores putadas que te pueden pasar en la vida. El alzheimer tiene una capacidad de destrucción brutal… Olvidan respirar. Olvidan alimentarse. Entonces ves llegado el final. Es la diferencia entre el ser y el estar. Ser es algo proactivo. Pero estar no es ser nada.
»Teresa sufrió un bajonazo brutal. Yo no era el cuidador principal, hice la película, ordené los recuerdos y las emociones. Todo eso me sirvió para despedirme. Pero Teresa no tuvo tiempo, de tal manera que su muerte le pilló con el paso cambiado».
En el trance de Albert, que mira el mundo a través de un cinematógrafo, debió ayudarle el documental El final de la escapada que rodó un año antes de que el padre se fuera. En aquel trabajo plasmó la pelea indesmayable de Miguel Núñez, un veterano luchador antifranquista amigo de la familia que decidió irse y organizó de forma ejemplarizante su propio final. Cómo. Citando a los suyos en la habitación de la residencia. Repasando lo vivido. Descojonándose hasta el final.
Saber vivir.
Pero también saber irse.
Cuando le llegó el momento a Jordi Solé Tura, allí ya no estaba papá. Y no hubo manera de recrear ninguna suerte de consciente adiós.
«Reflexionando sobre la muerte digna y el ultimísimo estadio del alzheimer, vivir es una de esas cosas que no tienen sentido. Mi padre no llegó a ser un vegetal. Pero sé que hubo un momento en que deseaba que acabase y acabó. Quiero pensar que él tuvo algo que ver en eso».
En el nombre del padre, las cuentas del hijo dicen que, por cada mes de esperanza de vida que el ser humano gana, el mal crece exponencialmente; que la mitad de los niños de hoy —si es que no se ataja el mal— desarrollará esta patología; que él, como descendiente directo, tiene más posibilidades de heredarla; y que, llegado el improbable caso, no querría saber.
Hoy hay otra vez olor de palomitas en casa, porque en el salón reestrenan Bucarest, la memoria perdida, ya ven. Y a diferencia de lo que sucedía al principio, cuando el director de fotografía Ibon Olaskoaga le acercaba el pañuelo de papel al llegar una escena determinada, Albert tiene los ojos calmos del que ha hecho las paces consigo mismo.
Es el viejo Cinexin del hogar el que proyecta imágenes en la pared y hace clap-clap-clap con las ventanas bajadas.
—¿Te cuesta recordar cómo era Jordi antes de la enfermedad? ¿No te pasa que día a día se te desdibuja la imagen del Jordi más intenso? —le pregunta/se pregunta Albert hablando con Teresa Eulalia.
—Yo creo que para sobrevivir no lo puedo recordar —se emociona en la grabación. Y calla.
—¿Quieres que paremos?
Damos otra vuelta en moto con Albert por las calles de Barcelona, hablando de que los niños lo tienen todo y de lo mal que está el periodismo, del insufrible tráfico y de la crisis global.
Sonreirá el hijo al quitarse el casco y acordarse de que, ya al final, su padre le llamaba «eh, chaval» porque no recordaba su nombre.
Vivir y morir es humano cuando se ha hecho con dignidad, tienes razón.
A Noa tiene pensado explicarle quién era en realidad el Capitán Trueno.